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Narración escrita por Bram Stoker a principios de setiem­bre de 1888. 2 page

 

—Felicidades —repetí yo.

 

—No estará usted enfadado, ¿verdad, señor Stoker? —me preguntó Lucy con ansiedad.

 

—No, no —contesté—. Me alegro muchísimo por ustedes. Es sólo que... —Hice una pausa—. Supongo que lo único que ocurre es que me sorprende que me lo hayan mantenido en se­creto.

 

— ¡Pero si no lo sabía nadie, querido señor Stoker!

 

— ¿Por qué? Yo no lo hubiera censurado.

 

El semblante de Westcote se ensombreció tenuemente.

 

—Usted no —dijo, cogiendo el brazo de su esposa—, pero hay otras personas, señor Stoker.

 

— ¿Ah sí? —preguntó Eliot, ladeando la cabeza y mirando a Westcote, y luego a Lucy, sin pestañear—. No puedo creer que Arthur se hubiera opuesto a vuestra unión.

 

—Y no se opuso —respondió Lucy.

 

—Entonces ¿a qué venía esta necesidad de mantenerlo en secreto?

 

Lucy le lanzó una mirada a su esposo y después me miró a mí.

 

—Señor Stoker, se acordará —dijo— que hace un tiempo es­tuve muy enferma varios meses.

 

Yo asentí.

 

—Sí. Recuerdo que acababa de empezar a trabajar aquí. Fue una gran lástima que su carrera se viera entorpecida de aquel modo.

 

—Y, sin embargo, estuve aquí el tiempo suficiente para co­nocer a Ned. —Miró a su esposo y se ruborizó—. Cuando me puse enferma, él fue quien me cuidó sin dejarme ni un minuto. Durante aquellos meses de reclusión, decidí convertirme en su esposa. Mi hermano, en esto no te equivocas, Jack, mi hermano Arthur no se opuso en absoluto.

 

—Entonces no veo cuál era el problema.

 

—Asesinaron a Arthur, Jack. Lo asesinaron antes de que pu­diéramos anunciar nuestra boda.

 

Eliot se la quedó mirando fijamente.

 

—Lo siento, Lucy —dijo al fin—. Lo siento mucho.

 

—Ya lo sé, Jack. —Con una mano volvió a acariciar el col­gante y con la otra cogió a su esposo con más fuerza—. Después de su muerte, como tal vez sepas, George Mowberley pasó a ser mi tutor.

 

Eliot frunció las cejas.

 

—Sigo sin comprenderlo. George fue siempre una persona tolerante y a ti te adoraba. ¿Cómo iba a poner objeciones a vues­tro matrimonio?

 

—Él no las puso. —Lucy se quedó un momento callada—. Pero lady Mowberley sí.

 

—Ya. —Eliot asintió lentamente—. Debí figurármelo. Pero ¿porqué te...?

 

— ¿Que por qué me odia? —le interrumpió Lucy, de pron­to muy acalorada—. No lo sé, Jack, pero me odia. Al principio era muy amable, pero después, cuando me puse enferma, no vino a verme ni una sola vez. Cuando me recuperé y se enteró de que Ned me había estado cuidando, volvió a estar fría conmigo. En­fadada incluso. Y le prohibió a Ned entrar en la casa. Eliot le lanzó una mirada a Westcote. — ¿Qué tiene ella contra ti?



 

—No lo sé —repuso Westcote—. Jamás la he visto. Lucy meneó la cabeza.

 

—Contra él no tiene nada; es a mí a quien odia. —Qué extraño —comentó Eliot pensativo—. Lady Mowber­ley me ha parecido una mujer encantadora. —Y lo es con casi todo el mundo.

 

Eliot frunció pronunciadamente las cejas y se quedó miran­do a la pareja, que tenía los brazos entrelazados.

 

—Muy bien. Comprendo que su oposición os alterara a los dos. Pero ¿tan importante era? Tu tutor era George, no ella.

 

—Pero es lady Mowberley quien tiene el dinero. Es ella quien administra los gastos. ¿Te acuerdas, Jack, de las deudas que te­nía George? —Lucy esbozó una débil sonrisa—. No puede per­mitirse el lujo de contrariar a su esposa.

 

—Ya. —Eliot se quedó muy pensativo; después, con mucha lentitud, movió la cabeza afirmativamente—. Sí, esto parece ve­rosímil.

 

—Por supuesto que lo es —convino Lucy—. ¿Lo compren­des, Jack? No podíamos actuar de otra forma. Si nos casába­mos, teníamos que hacerlo en secreto, no teníamos otra alterna­tiva. Habíamos esperado casi dos años y estábamos locamente enamorados. No podíamos esperar ni un solo día más.

 

Eliot sonrió casi imperceptiblemente.

 

—Pues claro que no podíais esperar más. —Le dirigió una mirada a Westcote—. Y usted, señor, ¿lo saben sus padres?

 

El rostro de Westcote se ensombreció.

 

—Mi padre está en la India —dijo tras un silencio—. No he tenido oportunidad de informarle. Pero, por descontado que, a su debido tiempo, lo haré.

 

Eliot lo escudriñó detenidamente con la cabeza ladeada, un gesto que era habitual en él y que hacía pensar en un cernícalo observando a un campañol.

 

— ¿Y su madre? —preguntó.

 

Westcote tragó saliva.

 

—Mi madre... —Su voz se desvaneció y tuvo que tragar sali­va otra vez. Tenía la mirada perdida en el infinito—. Mi madre, lamento decirlo, está muerta. —Lucy le apretó la mano. Westco­te siguió hablando con la mirada pérdida—. Desapareció hará unos dos años, junto con mi hermana. Unos miembros de una tribu que vive en el Himalaya las secuestraron. Nunca se halló el cadáver de mi hermana, pero sí el de mi madre. Lo habían abandonado en el sendero de una montaña, sin enterrarlo; lo habían dejado sin sangre y le habían rajado el cuello. ¡Fue terri­ble, doctor Eliot! ¡Terrible!

 

—Lo siento —dijo Eliot tras un silencio—. Perdóneme, no tenía que habérselo preguntado.

 

—No tenía por qué saberlo —repuso Westcote.

 

—No —comentó Eliot—. Por supuesto que no tenía por qué saberlo.

 

—En realidad —prosiguió Westcote con los ojos clavados en los de su esposa—, mi dolor era tan grande que me unió más a Lucy. Usted es al parecer un viejo amigo de ella, doctor Eliot. Sabrá entonces que es huérfana y que su padre desapareció y fue asesinado. Perdóname, queridísima Lucy, por tocar un tema como éste, pero, al fin y al cabo, por eso está él aquí, ¿verdad? Lucy lo miró a los ojos sin decir nada.

 

— ¡Lucy! —Westcote parecía desesperado—. Vas a contárme­lo, ¿verdad? —Nos dirigió una mirada a Eliot y a mí—. Vive atormentada por un peligro amenazador, lo sé. Asesinaron a su padre y también a él, al igual que hicieron con mi madre, lo de­jaron exangüe. Después, hace un año, su hermano sufre el mis­mo destino. Creo que no es exagerado hablar de una maldi­ción... una maldición que ha caído sobre la casa de los Ruthven. Y ahora Lucy vive preocupada por algo terrible que no me quie­re contar. ¡A mí, que soy su esposo y que daría mi vida por ella! Lucy seguía con los ojos clavados en los de él.

 

—Cariño —dijo en voz muy queda—, me he equivocado al no contártelo todo. —Levantó una mano y le acarició su pelo al­borotado; después lo besó con ternura y se volvió hacia noso­tros.

 

—Ned tiene mucha razón. —Su voz era muy suave, casi un susurro—. Vi algo espantoso. —Hizo un ademán en dirección a Eliot—. Él lo sabe muy bien.

 

El rostro de Eliot seguía impasible, pero advertí que sus ojos estaban muy atentos y le brillaban.

 

—Fuiste muy listo, Jack, al deducir que fui yo quien escribió a lady Mowberley para decirle que cabía la posibilidad de que George estuviera muerto.

 

Eliot se encogió de hombros.

 

—Fue sencillo. —Cogió una carta que había encima del to­cador de Lucy y vi que era la que él mismo había escrito aque­lla mañana. Le dio la vuelta al papel. — ¿Ves, Lucy? Son polvos. La carta que le escribiste a lady Mowberley tenía las mismas manchas.

 

Westcote miraba fijamente a Lucy, perplejo. — ¿Le escribiste? —preguntó—. ¿Escribiste a esa...? —La in­dignación le impidió encontrar una palabra adecuada—. Pero ¿por qué, Lucy?

 

Lucy lanzó varias miradas por la habitación y después, ali­sándose las faldas, se sentó. Yo me volví con la intención de marcharme de allí, pues tuve la sensación de que iba a hacer una confesión personal, mas alzó la mano y me pidió que me quedara—. Quiero que comprenda qué me ha tenido tan preo­cupada estos últimos días, señor Stoker. Soy consciente de que no debe haber sido fácil convivir conmigo.

 

Levantó la vista y miró a su esposo a los ojos. —No es por mí por quien tengo miedo, querido —dijo—. ¿Crees de verdad que yo te hubiera ocultado algo si no estuviera en peligro la vida de alguien? Nunca jamás lo haría, Ned. Pero estoy asustada, terriblemente asustada; temo por la vida de Geor­ge Moewberley.

 

Eliot extendió sus largos dedos.

 

—Ah, sí —murmuró—. George. —Volvió a entrelazar las manos y apoyó en ellas la barbilla, con los ojos clavados en Lucy e imperturbable—. Así pues, viste que lo asesinaban. Cuéntame qué viste.

 

— ¡Un asesinato! —exclamé yo.

 

Eliot asintió lentamente.

 

—Eso dijiste, ¿verdad, Lucy? Que habías visto cómo lo asesi­naban.

 

Lucy tenía la mirada perdida en la lejanía. Volvió a coger la gargantilla y a juguetear con ella; después asintió—. Sí, eso me pareció.

 

— ¿Sólo te lo pareció? —Eliot frunció las cejas.

 

—No vi ningún cadáver, Jack.

 

Eliot alzó una ceja.

 

—Qué intrigante. ¿Qué viste entonces?

 

—Estaba detrás de una ventana.

 

— ¿Dónde?

 

—En un piso que da a Bond Street. Hace dos días andaba yo por allí. La noche anterior había soñado... con la muerte de mi hermano, y que a George le aguardaba el mismo fin terrible. Te parecerá estúpido, Jack, lo sé, pero aquella pesadilla me afectó mucho, porque me parecía todo muy real. Incluso le escribí una carta a George, donde le describía lo que había visto en mis sue­ños, pero más tarde decidí que una carta no era suficiente. Que tenía que verlo.

 

—Muy bien —dijo Eliot—, pero ¿por qué en Bond Street?

 

—Hay allí una joyería cuyo dueño es un viejo ayuda de cá­mara de George. Cuando mis relaciones con lady Mowberley pasaron por sus peores momentos, George y yo solíamos encon­trarnos allí.

 

— ¿En qué número?

 

—El noventa y seis.

 

Eliot asintió y le hizo un ademán a Lucy a fin de que prosi­guiera su relato. Ella seguía jugueteando con el colgante, pero habló con voz decidida y bien clara.

 

—Aquel día habíamos estado ensayando hasta muy tarde —dijo—. Cuando llegué a Headley's, que así se llama la joyería, me encontré con que estaba cerrada. Me aparté y miré hacia arriba, pues el señor Headley y su esposa viven en un piso del mismo edificio de la tienda, porque quería ver si había luz. Pero las ven­tanas estaban a oscuras; estaba a punto de volverme y marchar­me cuando vi que algo se movía en el piso de abajo. Vislumbré la figura de un hombre en la ventana. Él me vio y presionó su rostro contra el cristal. Estaba muy pálido y su mirada era terri­ble, pero era George, sé que era él, no tengo ninguna duda de que era él. Parecía que me estuviera llamando, pero entonces unas manos lo apartaron y vi que lo amordazaban con una tela. Él pugnó por quitarse la mordaza; entonces vi que tenía la bar­billa manchada de sangre; volvieron a amordazarle y vi que caía. Apagaron la luz y no vi nada más. Aporreé la puerta por la que se va a los pisos que hay sobre la tienda, pero nadie me abrió. Entonces me fui y llamé a un policía.

 

—Un momento, por favor. —Eliot alzó la mano—. ¿Te que­daste todo el rato frente a la puerta?

 

—Sí —contestó Lucy.

 

—De modo que, si alguien hubiera entrado o salido por la puerta, tú lo habrías visto.

 

—Sí.

 

— ¿Y el edificio no tiene ninguna otra salida?

 

—No, ninguna.

 

Eliot asintió.

 

—Muy bien. Es evidente que esto es algo importante. —En­trelazó las manos—. Bien; nos estabas contando que fuiste a lla­mar a un policía.

 

—Sí —dijo Lucy con los ojos encendidos—. Le conté lo que había visto y me escuchó con mucha amabilidad, pero debió de pensar que yo estaba histérica, porque actuaba con mucha cal­ma, y, cuando me interrogó, advertí, por su tono de voz, que du­daba de la veracidad de lo que le acababa de contar. No obstan­te, fue conmigo a Headley's y empleó un trozo de alambre para abrir la puerta de la calle. Yo subí las escaleras más deprisa que él hasta que me encontré con una segunda puerta. Desesperada, intenté abrirla con todas mis fuerzas, pero estaba cerrada con llave. Le lancé un grito al policía para que se apresurara; justo en aquel momento oí que alguien descorría el cerrojo y me abrieron. Un criado, aunque su voz y forma de hablar no eran las de un criado, me preguntó si podía ayudarme en algo. Yo me quedé petrificada y sin habla; sus ojos eran de una crueldad ine­narrable, como los de una serpiente de cascabel, y el aliento le hedía tanto que recordaba la pestilencia de ciertos productos químicos. Volvió a preguntarme si podía ayudarme en algo; yo ya me había repuesto del susto y había recobrado mis faculta­des, de modo que, movida por lo acuciante de la situación, entré sin decirle nada, con la esperanza de poder descubrir al asesino. Pero en la habitación no había nadie, ni vi en ella señal alguna de violencia, ni sangre tampoco; en realidad, era la viva imagen de un hogar lujoso y tranquilo. La única nota discordante era una capa de noche que habían dejado tirada de cualquier modo en un sillón; pero esto no constituía ninguna prueba de que hu­bieran perpetrado un brutal asesinato. Empecé a pensar, con preocupación, que me había comportado de forma absurda y ridícula.

 

»El policía, que entre tanto había llegado al piso, era del mis­mo parecer, aunque no dijo nada. Le informó al criado de lo que yo había visto, mas no hizo ni el menor esfuerzo para darle ve­rosimilitud a lo que contaba. El rostro del criado se iluminó; sonrió de oreja a oreja, satisfecho.

 

—Lamento decirles —dijo dejando escapar una sonrisita que sonó como un silbido— que el señor no se encuentra aquí en este momento, pero la señora sí está. Si lo desean, puedo pre­guntarle si ha cometido un asesinato recientemente. —Volvió a reírse con disimulo y todo su cuerpo se retorció; era evidente que todo aquello le hacía mucha gracia. Después se volvió y le hizo unas señas al policía para que lo siguiera; a mí me dejaron sola en la habitación delantera.

 

»Al cabo de unos minutos abrieron la puerta y apareció una mujer. ¿Cómo podría describirla? Su vestido, de terciopelo rojo y muy escotado, era precioso. Llevaba el pelo muy largo y tren­zado. Su rostro era tan hermoso que casi resultaba doloroso mi­rarlo. De forma extraña me sentí... atraída por ella. Tenía... algo, un poder, un atractivo arrebatador... —Lucy cerró los ojos y es­tuvo un buen rato sin decir nada—. Me llenó de terror —susurró al fin.

 

—Hasta aquel momento —prosiguió con voz distante—, ha­bía empezado a dudar de que hubieran asesinado a George. Pero, Jack, en cuanto vi a aquella mujer, tuve la certeza de que yo no había sufrido ninguna alucinación sino que había presen­ciado algo terrible. Y entonces, cuando recibí la carta de lady Mowberley... —Su voz se desvaneció; frunció las cejas y sacudió la cabeza—. Lo supe —repitió simplemente—, lo supe con cer­teza.

 

— ¿Qué supiste con certeza? —preguntó Eliot; en su voz se detectaba impaciencia.

 

Lucy alzó la vista.

 

—Aquella mujer que vi en la habitación era la misma que ha estado persiguiendo a lady Mowberley. —Nos dirigió una mira­da a Westcote y a mí—. Lady Mowberley la vio anoche —expli­có—; había entrado en su casa.

 

— ¿Pero cómo puedes estar tan segura de que era la misma mujer?

 

—En la carta me la describió... —Lucy volvió a sacudir la ca­beza—. ¿Recuerdas que lady Mowberley no sabía cómo definir con exactitud el rostro de la intrusa, y que sólo podía decir que era el rostro más extraordinario que había visto en toda su vida? Pues bien —afirmó, asintiendo con la cabeza—, esta misma im­presión tuve yo. Como he dicho, era hermosa, Jack, y mucho, pero al mirarla a los ojos uno sentía una fortísima sensación de peligro; había en ellos algo fascinante pero también maldad, mezclada con grandeza... ¿Cómo podría describirlo? No puedo, simplemente no puedo hacerlo. —Apretó la mano y se la llevó a los labios, un gesto de evidente frustración y fracaso por no sa­ber cómo definir lo que había visto—. Pero tuve la sensación de que casi me estaba seduciendo —dijo en voz muy queda—. Sí, me seducía. Al final saqué fuerzas de flaqueza y conseguí des­viar la mirada.

 

Siguió un largo silencio; Eliot se cruzó de brazos y se apoyó en la pared.

 

—En Londres hay mujeres muy bellas —comentó. —No, Jack, tienes que escucharme, todavía no he acabado. —Lucy aflojó su mano cerrada y nos miró—. Lady Mowberley vio a otra persona anoche: un caballero extranjero de tez oscu­ra; hindú, quizá, o árabe.

 

—Ah —exclamó Eliot, de pronto animado y sorprendido—. ¿Tú nunca viste a este hombre?

 

—Sí —repuso Lucy—, sí lo vi. El policía acababa de volver a la habitación en la que yo estaba esperando. Me dijo que había rastreado todo el piso y que no había hallado ninguna señal de violencia, y menos todavía un cadáver. Pidió disculpas a la seño­ra de la casa y comentó que debíamos retirarnos. En aquel pre­ciso momento oí unos pasos que subían por las escaleras...

 

— ¿Que subían por las escaleras? —le preguntó Eliot inte­rrumpiéndola.

 

—Sí —contestó Lucy. — ¿Estás segura? —Segurísima. Eliot frunció las cejas.

 

—Perdona —murmuró—. Sigue, te lo ruego. —No hay mucho que decir. El caballero entró en la habita­ción. Iba vestido de etiqueta, sin gabán, y de pronto deduje que la capa que había tirada encima del sillón era suya. Escuchó al policía, que le explicó lo que yo había visto; aquello lo sorpren­dió sobremanera y entonces nos fuimos de allí. No tenía ningu­na prueba para sospechar de él. Pero cuando recibí la carta de lady Mowberley mis dudas se convirtieron en sentimientos de te­rror. ¡Jack, yo había visto a George en aquel piso! ¡Yo vi cómo lo asesinaban!

 

Eliot había estado escuchando con los ojos semicerrados.

 

—Convengo —murmuró— en que es todo de lo más intri­gante. No obstante, dime una cosa: ¿cómo reaccionó el caballe­ro al verte a ti en la habitación? ¿Advertiste algún indicio de que estuviera nervioso?

 

—Ni por asomo —repuso Lucy—. Estaba absolutamente tranquilo. En realidad, parecía casi que se estuviera burlando de mí. Su autodominio era de lo más repugnante.

 

— ¿Repugnante?

 

—Sí. Ésta es la sensación que me causó. —Lucy volvió a re­petir aquella palabra con insistencia—. Repugnante.

 

Eliot asintió.

 

— ¿Y te dijo algo?

 

—Se limitó a lo mínimo; hizo unos cuantos comentarios graciosos.

 

—Ya. —La frente de Eliot se ensombreció y abrió bien los ojos, como antes—. Éste es en verdad un caso enigmático —con­vino—. Me figuro, querida Lucy, que deseas que llegue hasta el final para dilucidarlo.

 

—Por supuesto que sí, Jack. Arthur murió; y acabo de ente­rarme de las circunstancias que rodearon su muerte. Pensar que a George le puede aguardar un fin igualmente atroz...

 

—De acuerdo. —Eliot asintió y echó una ojeada al reloj—. Si no tienes nada más que decir, entonces me iré en seguida...

 

— ¡Jack! ¡Claro que tengo más cosas que decir!

 

Lucy fue a detenerlo y Eliot lanzó una mirada a su alrede­dor, sorprendido.

 

— ¿Qué tienes que contarme? —preguntó.

 

—Esta noche los he vuelto a ver. Estaban aquí, en el teatro.

 

— ¿En el teatro? —exclamé yo—. ¿Que esa mujer y el extran­jero han estado en el teatro?

 

Lucy asintió.

 

—Estoy segura de que eran ellos. Estaban sentados en un palco privado, a la derecha, el que está más cerca del escenario; por eso pude distinguirlos. La mujer no vio la segunda parte, pero el caballero estuvo hasta el final de la representación y se marchó apresuradamente, justo cuando el señor Irving salió a agradecer al público su asistencia y su caluroso recibimiento. Eliot se volvió hacia mí.

 

— ¿Tiene usted anotado el nombre de la persona que alquiló el palco?

 

—Por supuesto —respondí—. Guardo todo en mi despacho.

 

—Entonces no esperemos más. Vayamos a su despacho. —Eliot se acercó a Lucy—. No tengas miedo —dijo cogiéndole las manos—. Haré todo cuanto pueda por resolver este caso. —La besó, cogió su gabán y salimos del camerino; íbamos por el pasillo cuando oí unos pasos que nos seguían; me volví y vi que era Westcote.

 

—Doctor Eliot, debo saber si Lucy se halla en peligro. ¿Cuál es su parecer? —preguntó.

 

Eliot se encogió vagamente de hombros.

 

—Es demasiado pronto para saberlo con certeza —repuso.

 

—Si hay algo que yo pueda hacer, si hay que arriesgarse...

 

Eliot asintió.

 

—Quédese junto a su esposa. No la deje ni un momento sola. Y esté preparado, porque pueden suceder cosas imprevisibles.

 

Westcote se lo quedó mirado fijamente, dubitativo.

 

— ¿Así es como mejor puedo ayudarla?

 

—Desde luego. —Eliot sonrió y le dio una palmada en el hombro—. Buena suerte —dijo—. Sea usted digno de la mujer con la que se ha casado. —Dio media vuelta y yo lo acompañé a mi despacho. Oímos cómo Westcote regresaba junto a su mujer.

 

— ¿De verdad piensa que la señorita Ruthven se halla en peli­gro? —le pregunté una vez que llegamos a mi despacho.

 

—Querrá decir la señora Westcote.

 

—Sí, claro. La señora Westcote —corregí.

 

Eliot cogió el libro mayor que le había entregado yo, y me­neó la cabeza.

 

—No creo que se halle en peligro. —Frunció las cejas—. Pero la verdad es que este caso no es tan sencillo como creí al princi­pio. —Arrugó todavía más la frente y volvió a menear la cabeza, mirando fijamente el libro mayor por la página por la que yo lo había abierto.

 

—Mire —dije, señalando un punto—, éste es el palco. ¡Santo cielo, doctor Eliot! ¿Qué demonios le ocurre?

 

El doctor Eliot estaba pálido como un muerto. Tenía los ojos clavados en una anotación del libro, boquiabierto.

 

—Y sin embargo —murmuró poniéndose en pie—, debe tra­tarse de una pura coincidencia...

 

Sus ojos habían perdido todo su brillo y él parecía sumido en un ensueño en el que nadie podía entrar. Miré la hoja del li­bro a fin de descubrir la causa de su asombroso pasmo. El palco estaba reservado a nombre de un tal raja de Kalikshutra.

 

— ¡Un raja! —exclamé—. Así pues, la señorita Ruthven tenía razón. Ese hombre es hindú.

 

—Sí —afirmó Eliot mirándome—. Al menos esto parece. — ¿Le es familiar el nombre de Kalikshutra? —Un poco —repuso. Volvió a echar una ojeada a la página del libro, esta vez con su rostro impertérrito de siempre; des­pués se encogió de hombros y cerró el libro de golpe.

 

—Se ha hecho tarde —dijo—. Tengo que irme, señor Stoker, le agradezco que me haya dedicado parte de su tiempo.

 

—Iré con usted —repuse yo. Cerré el despacho con llave y acompañé a Eliot hasta la calle. Anduvimos juntos por Drury Lane en busca de un coche de alquiler, pero era más tarde de lo que yo creía e incluso las calles adyacentes al Covent Carden es­taban casi desiertas. Bajamos por Floral Street y entonces me percaté de que nos seguía un carruaje. Negro, con un escudo de armas en la portezuela, el vehículo iba traqueteando por la calle adoquinada detrás de nosotros. Al alcanzarnos, oímos cómo al­guien daba un golpecito con un bastón en la ventana y el coche se paró. La ventana estaba abierta y una mano pálida nos hizo señas. Eliot hizo caso omiso y siguió andando calle abajo.


Date: 2015-12-17; view: 580


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