Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






LA MALDICIÓN DEL BRAHMÁN

 

 

Recobré la conciencia al oír el repiqueteo de unas gotas de agua en la piedra. Abrí los ojos. Estaba todo sumido en la oscuridad. Intenté moverme. Oí un ruido de cadenas que procedía de arri­ba y me di cuenta de que tenía las muñecas esposadas y encade­nadas a un frío muro de piedra.

 

— ¡Moorfield! ¡Gracias a Dios!

 

Era la voz de Eliot. Aunque lo intenté, me era imposible dis­tinguirlo porque la oscuridad era total.

 

— ¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. ¿Cómo está Cuff?

 

—Está vivo, creo, pero sigue inconsciente. Por lo visto, le asestaron a usted un buen golpe.

 

—No fue nada —repuse—. ¿Y qué le pasó a usted?

 

—Me temo que mi suerte fue más modesta. Uno de aquellos brutos me clavó una lanza en la pierna.

 

— ¡Qué mala suerte! Espero que no le duela mucho.

 

Eliot se rió débilmente.

 

—Como me imagino que no vamos a andar mucho, en reali­dad no tiene demasiada importancia.

 

—Tonterías —repuse—. Vamos a escaparnos de aquí ahora mismo.

 

Eliot se rió, esta vez secamente.

 

— ¿Tiene algún plan? —inquirí.

 

No hubo respuesta.

 

— ¿Eliot?

 

—Allí —dijo de pronto.

 

— ¿Qué?

 

—Escuche. —Me quedé sin sangre en las venas. Sólo se oía un débil goteo. — ¿Lo ha oído? —preguntó.

 

— ¿Qué? ¿El agua?

 

—Claro —contestó con impaciencia—. Procede del otro ex­tremo de la celda. —Hizo una pausa—. Allí es donde han enca­denado al sargento mayor.

 

Le repuse sin ambages que no entendía lo que quería decir.

 

—El agua debe llegar de alguna parte —explicó—. De una fuente subterránea, tal vez. En ese caso, la parte del muro junto a la cual fluye el agua a la fuerza debe de ser menos resistente.

 

Fruncí el entrecejo.

 

—Entonces, ¿por qué lo han encadenado allí?

 

—No lo sé —repuso Eliot—, ¿pero qué importancia tiene esto ahora?

 

En cuanto Cuff recobró el conocimiento, le dijimos que tira­ra de las esposas.

 

—Muy bien, señor —repuso el sargento mayor. Oímos cómo pugnaba por tirar de ellas y cómo soltaba una maldición.

 

— ¿Qué? ¿No ha habido suerte? —pregunté.

 

—Todavía no, señor —contestó—. Pero yo no pienso dejar que esos salvajes me aplasten junto a este muro. Déme tiempo, señor. Veremos qué podemos hacer.

 

Lo intentó de nuevo, tirando con tanta fuerza que se quedó sin resuello. Oímos cómo murmuraba y soltaba palabrotas para sus adentros.



 

—No albergaba muchas esperanzas de que tuviera éxito —musitó Eliot al fin.

 

—No conoce a Cuff —repuse—. Es el hombre más fuerte que he conocido.

 

—Es muy amable, señor —dijo el sargento mayor jadeando, y en aquel preciso momento oímos cómo se arrancaba algo del muro y también un ruido de cadenas. Cuff cayó al suelo dándo­se un golpe.

 

— ¿Está bien?

 

—Sí, gracias, señor —respondió—. Casi nunca me había sentido mejor. —Buen trabajo. —Muchísimas gracias, señor. Por una feliz casualidad de la vida, yo tenía unas cuantas cerillas en el bolsillo, y así se lo dije al sargento mayor, que cogió una y la encendió junto a un ladrillo. A la luz de la fugaz llama­rada vi cómo sus cadenas habían sido arrancadas del muro de cuajo y cómo hacía presión, intentando abrir las esposas, con tanta fuerza que las venas del cuello y de la frente se le hincha­ron mucho; repentinamente las esposas cedieron. En aquel mo­mento la cerilla se apagó.

 

Oí los pasos del sargento mayor y cómo tiraba de las esposas de Eliot, pero, por lo visto, el metal era demasiado fuerte.

 

—Encienda otra cerilla —le susurré; no me atrevía a hablar más alto porque el suspense de la situación me estaba destro­zando los nervios—. A ver si encuentra algo que pueda servirle. —Muy bien, señor.

 

Cogió una cerilla y volvió a verse una llamarada. El sargento mayor echó un vistazo a su alrededor y yo observé que la celda era un sitio siniestro de muros, suelo y techo de piedra tosca. Fijó la mirada en el rincón más alejado de nosotros, que estaba sumido en la oscuridad y, justo cuando la cerilla fue oscilando hasta apagarse del todo, oí que contenía el aliento.

 

— ¿Qué ocurre, sargento mayor? —pregunté al ver que se in­clinaba—. ¿Ha encontrado algo?

 

—Sí, señor —contestó—, creo que he encontrado algo. Se me acercó y cogió otra cerilla, la última; la encendió y vi que aproximaba algo a la tenue luz de la llama. Era una llave. — ¡Qué demonios es...! —susurré.

 

El sargento mayor se volvió hacia mi compañero. Introdujo la llave, la hizo girar, y las esposas de Eliot cayeron al suelo.

 

—Extraordinario —murmuré con los ojos fijos en él. En aquel momento la cerilla se apagó y del exterior se oyeron unos pasos que se acercaban a la celda.

 

—Cuff, Eliot —ordené entre dientes—, ¡arrímense al muro! Oí cómo se movían y rogué al cielo que pudieran volver a co­locarse las esposas, pero no me dio tiempo a comprobarlo, por­que en aquel instante se oyó el ruido de una llave en la cerradu­ra de la puerta de la mazmorra. Y lo único que recuerdo de lo que ocurrió con posterioridad fue que me deslumbraba, cegado­ra, la luz de primeras horas de la mañana.

 

Parpadeé y vi a un ser de aspecto extraño en la puerta. No es­taba solo. Un poco alejados, a su espalda, había otros, mas fue aquel monstruo quien me hizo fruncir el entrecejo y ponerme en tensión. Tenía la tez pálida, como todos los que había visto con anterioridad, y, aunque no podía verle los ojos porque los tenía medio cerrados, supe en seguida que no pertenecía a la misma clase de seres que los que estaban detrás de él. Parecía una escultura de hielo y, sin embargo, pese a que su rostro era frío y cruel, había en él también una expresión dulce, como la de una mujer mimada tal vez; me dio la impresión de que aquel hombre era un desvergonzado dotado de espantosos poderes. Me recordó a alguien que había visto con anterioridad, aunque no sabía cuándo. Lo examiné con el entrecejo fruncido, deva­nándome los sesos por recordar dónde lo había visto. Y enton­ces lo recordé: era el rostro que yo había visto cuando estaba en lo alto del muro y que me miraba fijamente desde abajo, justo cuando perdí el conocimiento. Noté que Eliot también lo reco­nocía, pues oí cómo daba un respingo y luego hacía un esfuerzo por contenerse. Aquel ser de aspecto horrendo dio un paso ha­cia adelante; ahora estaba seguro de quién era, pues reconocí el hedor que desprendía. Recordé al asceta, al viejo brahmán a quien le había disparado yo en la pierna y que apestaba exacta­mente igual que él.

 

Seguido de otros tres personajes, entró en la celda. Tenían todos los ojos inexpresivos, vacíos, como los otros que había­mos visto. Pero, cuando abrió los ojos el que estaba al mando, me di cuenta de que no eran inexpresivos sino que, por el con­trario, eran casi risueños. Miró con detenimiento las muñecas de Eliot y de Cuff, y por un momento pensé que nos habían des­cubierto, pero después aquel ser extraño se inclinó junto a mí y vi que se sacaba de debajo de la capa una estaca que alzó sin dejar de mirarme fijamente a los ojos; imaginé que iba a clavár­mela en el corazón, mas me guiñó el ojo y se abalanzó sobre uno de los seres que había detrás de él. Rodaron los dos por el suelo y los otros se acercaron para ver de cerca la pelea. Pero aquellos combatientes eran de movimientos lentos; vi que el que sostenía la estaca forzaba a su adversario y lo arrastraba hacia la luz, donde sus movimientos fueron haciéndose poco a poco más tor­pes, si cabe.

 

Advertí que Eliot había tirado las esposas y que estaba lu­chando con uno de aquellos seres de aspecto extraño. Llamó a Cuff para que se le uniera en la lucha.

 

—No dejen que les hagan ni una sola herida —gritó mientras arrastraba a su adversario contra los peldaños iluminados por la luz del sol.

 

En aquel momento oí un chillido largo y gorgoteante, y vi un auténtico surtidor de sangre salpicando el techo. Uno de aque­llos seres yacía muerto con una estaca clavada en el corazón; arrojaba sangre, que salía despedida hacia arriba con fuerza para caer luego al suelo. Su verdugo se puso en pie, arrancó la estaca del pecho de su víctima y se aproximó a Cuff, que tenía a su adversario contra el muro.

 

—Acérquelo a la luz —le apremió aquel hombre extraordi­nario.

 

Cuff arrastró a su adversario que, si antes era lento y pesado, ahora parecía paralizado.

 

—Sí, sí —prosiguió aquel hombre extraño—, siga, clávesela en el corazón. —Le dio a Cuff la estaca—. Ponga fin a toda esta actividad vascular infernal. —Cuff hizo lo que le mandaban y en la celda hubo una segunda explosión de sangre.

 

—Y ahora —dijo el hindú acercándose a Eliot—, acabemos de una vez. Da un paso atrás, Jack; ya sé que esto es algo muy de­sagradable para nosotros los vegetarianos. —Eliot sonrió y fue a levantarse cuando aquel hombre se dispuso a ejecutar aquella acción espeluznante. Una vez concluida, se puso en pie y le estre­chó la mano a Eliot. Después se volvió hacia mí—. Como diría usted, capitán —me dijo al estrecharme la mano—, ¡bravo!

 

Fruncí las cejas, apenas daba crédito a mis ojos.

 

— ¿No será usted...? —Hice una pausa—. ¿No será usted el profesor Jyoti? —pregunté.

 

—Muy bien. —El profesor se quitó el maquillaje del rostro y al observarlo no podía entender cómo antes no lo había recono­cido. Y, sin embargo, había conseguido despistarme totalmente; mi expresión de asombro debió ser transparente como el agua porque aquel hombre —ya no lo llamaré nunca más babu— se rió de lo lindo.

 

— ¡Menudo bribón! —susurré—. ¿Cómo se las ha arreglado para llegar hasta aquí y engañarnos de este modo?

 

El profesor Jyoti se dio unos golpecitos en la nariz.

 

—Hay que conocer al enemigo —afirmó.

 

—Pero... quiero decir... mire todo esto... por todos los san­tos... ¿Cómo ha podido?

 

El profesor se irguió.

 

—Porque Sri Sinh —repuso— se ocupa del conocimiento.

 

Me lo quedé mirando fijamente, asombrado, lo admito, y también un poco avergonzado.

 

—Santo cielo —susurré al percatarme de lo injusto que ha­bía sido yo al juzgar a aquel hombre. Incluso ahora, treinta años mas tarde, me ruborizo al recordar el desprecio que me inspiró en un primer momento, pues sin duda alguna el profesor era uno de los tipos más valientes que he conocido en la vida, y en mis tiempos conocí a muchos. Mientras me abría las esposas, me dijo que llevaba varios días en Kalikshutra, moviéndose fur­tivamente, y que la gente lo había tomado por uno de ellos. Nos había visto luchar en la muralla y aseguró que, cuando nos co­gieron, no nos habían contagiado aquella enfermedad fatal. Además, teniendo en cuenta que el sargento mayor Cuff era el más fuerte de nosotros, lo había dejado encadenado junto a la parte menos resistente del muro y dejó la llave a sus pies.

 

—En aquel momento no podía liberarlos —explicó—, por­que, como han podido comprobar, estos desgraciados se vuel­ven más fuertes por la noche. Durante el día ya es otra cosa. Afortunadamente —dijo al quitarme las esposas y echar un vis­tazo luego por la celda—, todo ha salido como esperaba.

 

—Pero Huree —comentó Eliot—, si has estado entre esta gente todo este tiempo, ¿cómo es que no te han descubierto? Los hemos visto; esta enfermedad les permite olisquear la san­gre humana.

 

El profesor Jyoti se echó a reír.

 

—Cuántas veces te habré dicho que la ciencia tiene mucho que aprender del folklore.

 

A Eliot los ojos le brillaban confiriéndole el aspecto de un halcón.

 

—Explícate —dijo.

 

— ¿Acaso no puedes olerme? ¿No crees que apesto? —Sí. Hueles como suelen oler los brahmanes que viven en las colinas que hay al pie de las montañas.

 

—Porque me he sentado a sus pies y he aprendido mucho de ellos.

 

El profesor se quitó del cinturón un pequeño zurrón y lo abrió. Al mirar su interior, llegó hasta nosotros una fuerte vaha­rada. Lo que había allí dentro era pestilente. Vislumbré algo que parecía una masa de vegetales triturados, materia húmeda y blanca, mas tuve que apartarme en seguida porque aquel hedor era insoportable. Únicamente Eliot siguió escudriñando el inte­rior del zurrón, incluso metió un dedo y lo levantó con el fin de examinar aquella materia a la luz.

 

— ¿Qué es? —preguntó.

 

—Algo muy difícil de encontrar y muy apreciado por los sa­bios de Oriente. En inglés se llama, creo, plata de Kirguiz. Eliot frunció el entrecejo. — ¿Tiene un nombre científico?

 

—Que yo sepa, no. En realidad, creo que sólo los brah­manes lo conocen. —El profesor hizo una reverencia y sonrió—. Póntelo en la frente. —Eliot así lo hizo—. ¿Ves? —Siguió el pro­fesor—. Ahora estos seres espantosos ya no podrán olfatearte. Se trata de una vieja leyenda pero, como he comprobado para satisfacción mía, no por ello es menos cierta. —Volvió a abrir el zurrón—. Todos ustedes —ordenó— deben untarse la cara. No, no, póngase más cantidad —me dijo a mí al ver que me aplicaba aquel ungüento con modosidad en la mejilla—. Porque de lo contrario... —Hizo una pausa—. De lo contrario, no tenemos ninguna esperanza de escapar con vida.

 

Para entonces estábamos todos con las manos libres y pron­tos para emprender la fuga. Eliot, no obstante, quiso examinar­nos antes de salir. Le pregunté qué buscaba.

 

—Señales de mordeduras —me contestó mientras me reco­nocía el pecho.

 

—Pero es de suponer —comenté— que si hubiésemos con­traído la enfermedad, a estas alturas ya lo sabríamos.

 

—Ni mucho menos —repuso el profesor Jyotí—. Depende de la resistencia de la víctima. Conocí a un hombre que no presen­tó ningún síntoma hasta casi quince días después.

 

— ¿Quince días? ¡Santo cielo! ¿Quién demonios era? — ¿No se acuerda? —Preguntó el profesor—. Creo que el co­ronel Rawlinson le habló de él.

 

— ¡Es verdad! —exclamé, chasqueando los dedos al recor­darlo—. El agente que...

 

—Que se suicidó de un disparo al corazón. Sí, capitán. —El profesor Jyoti asintió y me miró fijamente—. Era mi hermano. —Inclinó la cabeza, se volvió y salió de la celda. Yo me quedé donde estaba, sintiendo un gran pesar por él. Así que su herma­no era tan valiente como él. Qué par, pensé. Sí, qué par de hom­bres tan extraordinarios.

 

Finalmente, cuando Eliot estimó que estábamos todos sa­nos, nos reunimos con el profesor. Nuestra celda estaba en el subterráneo; cuando enfilamos las escaleras para salir al exterior —que yo temí no volver a ver nunca más—, reconocí en seguida por dónde nos habían traído aquellos salvajes. Detrás había el templo en ruinas que habíamos cruzado la noche ante­rior; y justo delante de nosotros, las estatuas gigantes y el trono vacío. Apestaba a sangre coagulada; había moscas zumbando encima. Alcé la vista y miré el trono; qué frescos me parecieron la sangre y los intestinos, muchísimo más frescos que los que había tocado la noche anterior. Tuvimos que taparnos todos la boca con la mano.

 

— ¿Qué es? —preguntó de repente el sargento mayor. Eliot se lo quedó mirando.

 

—Son los restos mortales de las víctimas que sacrificaron anoche —explicó hablando muy despacio—. Mire. —Señaló el cuenco de oro—. ¿Lo recuerda? Lo utilizaron para recoger los despojos que ofrecieron a Kali. —Se volvió hacia el profesor—. No me equivoco, ¿verdad, Huree? El trono vacío... es el de Kali, ¿no?

 

El profesor hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Eso debemos suponer. —Señaló las estatuas de las seis mujeres que había a ambos lados—. Pero observen estas figu­ras. Según las leyendas que cuentan los habitantes de las coli­nas, son las guardianas del santuario de la diosa. La protegen cuando ella está ausente, pero no se dejan ver en ninguna otra ocasión. Así que es una buena señal; yo diría que Kali no se en­cuentra aquí.

 

— ¡Calma, amigo! —protesté—. Usted está hablando de esta mujer como si se tratara de un ser real.

 

— ¿Real? —El profesor sonrió y extendió los brazos—. ¿Qué entiende usted por real?

 

—Que me maten si lo sé. Es usted quien debería explicárme­lo, usted es el profesor, no yo.

 

—Si existe... si... —Su voz fue apagándose—. En este caso, es algo horrible. Algo que la mente humana no puede concebir.

 

Nos lo quedamos mirando todos en silencio; de pronto el sargento mayor se aclaró la garganta.

 

—Y esta dama —preguntó—, si no está aquí... — ¿Sí? —Bueno, pues, ¿dónde está entonces, señor?

 

—Ah. —El profesor se encogió de hombros—. Esto es otro tema. Un tema completamente distinto. El caso es que no está aquí y esto es lo que de momento nos importa. No está aquí. —Repentinamente se echó a reír—. Venga, aprovechemos nues­tra situación ventajosa y vayámonos lo antes posible.

 

Nos pusimos en marcha. Aquel sitio parecía desierto pero, al igual que antes, debíamos ir con mucho tiento porque, aunque no pudieran olfatearnos, sí podían vernos. Avanzamos a buen paso y advertí que Eliot pronto se quedó rezagado.

 

— ¿Qué ocurre, amigo? —le pregunté.

 

—Nada, nada —contestó—, es sólo la dichosa pierna. —Se la miré; la herida de la lanza parecía muy profunda; debía dolerle mucho, pero me aseguró que se encontraba bien y reanudamos nuestra marcha. Eliot caminaba cada vez más despacio y al fi­nal se paró. No podía dar ni un paso más. Volví a mirarle la he­rida y me di cuenta de que era muchísimo más importante de lo que nos había dicho. Estaba claro que de momento no iba a po­der andar.

 

Mantuvimos una breve discusión sobre el asunto. Eliot nos apremió a seguir la marcha sin él, pero ninguno de nosotros esta­ba dispuesto a tolerar semejante proposición. Sabíamos que Pumper no podía estar muy lejos; si aguantábamos sin desfalle­cer, todo iría bien. Nuestro mayor problema era, naturalmente, que no teníamos armas, pero de nuevo el profesor nos salvó la vida. Nos dijo que había tropezado con abundantes provisiones de explosivos y de armas que habían traído los rusos con la inten­ción, sin duda, de utilizarlos contra los británicos, pero que en aquel momento estaban abandonados. Convenimos, inmedia­tamente, en ir a por ellos. Sólo había un pequeño inconveniente, sin embargo, para llevar a cabo este plan. Y es que el alijo de ar­mas se encontraba detrás de las murallas de la ciudad en ruinas. Tuvimos, pues, que volver por donde habíamos venido y puedo aseguraros que fue una marcha de lo más agotadora. Ex­tremamos las precauciones, como siempre, pero esta vez atisbamos —cosa que no nos había ocurrido anteriormente— a algu­no de aquellos seres extraños y pálidos que estaban reunidos en la sombra. Sólo cabía mantenernos alejados de ellos y esperar que no nos vieran, mas no me gustaba nada aquella situación, y al profesor Jyoti, por lo que vi, tampoco. Él no dejaba de levan­tar la cabeza y mirar al sol, que estaba muy alto en aquel mo­mento.

 

—Es más de mediodía —me dijo mascullando entre dientes—. El sol ya ha empezado a declinar.

 

—Todavía falta mucho para la puesta del sol —repuse.

 

—Sí —convino el profesor, quien, mirando a su alrededor, agregó—: Pero a Pumper y a su regimiento también les falta mucho para llegar.

 

Por fin llegamos al tramo de la muralla donde yacían aban­donadas las armas. Gracias a Dios, seguían allí. Nos dispusimos a amontonarlas cuando Eliot, que había estado haciendo de vi­gía, nos lanzó un grito.

 

—Tenemos compañía —chilló—. Por allí.

 

Alcé la vista y entre las ruinas de la ciudad, que estaba a nuestras espaldas, vi un grupo de unas treinta figuras que nos estaban contemplando. Miré a mi derecha y luego a mi izquierda; había allí unas cuantas más, observándonos. Estaba claro cuál era su plan: nos estaban cortando el paso por todos los si­tios por donde podíamos escapar; a nuestras espaldas pronto no habría más que un abismo. Miré el puente y vi, para gran sor­presa mía, que no había nadie apostado en él.

 

— ¿Ha visto alguna vez si alguien subía a la torre? —le pre­gunté al profesor Jyoti, señalándosela.

 

El profesor frunció las cejas.

 

—No —repuso despacio—, lo que no significa que esté vacía.

 

Muy cierto, me dije, pero teníamos que arriesgarnos, porque no teníamos más escapatoria.

 

Distribuí las armas, explosivos y municiones que íbamos a necesitar. Ordené que lanzaran el resto al vacío. En aquel mo­mento no se veía ningún fuego allí abajo, pero debía ser de una profundidad que serviría a nuestros fines, porque cuando arro­jamos las armas ni las vimos caer al suelo ni tampoco oímos ningún ruido. Retrocedimos y nos replegamos en el puente; co­mo he dicho, era una construcción con preciosos adornos, pero yo sabía que íbamos a tener que destruirlo, porque en la base de la muralla había una multitud dispuesta a abalanzarse sobre nosotros. Afortunadamente, los conocimientos de ingeniería que adquirí en el Punjab me fueron muy útiles; pronto dejamos el puente minado de explosivos; retrocedimos un poco a un lu­gar donde estábamos mejor protegidos y esperamos a que se de­sarrollara la acción. No obstante, nada ocurrió. El sol de la tar­de seguía su declive y la muchedumbre seguía reunida junto a la muralla, mirándonos. Aunque, a decir verdad, algo sí sucedió: cada hora que pasaba el número de nuestros adversarios iba au­mentando.

 

Súbitamente, mucho antes de lo esperado, los picos más orientales quedaron teñidos de rosa. Yo estaba cada vez más im­paciente; no quería esperar a que oscureciera para entablar la lu­cha; quería, por el contrario, que el combate empezara cuanto antes para darles a aquellos seres malditos su merecido y mos­trarles nuestra fuerza. Cuando eché una ojeada al extremo más alejado de la sima que había a nuestros pies, vi la estatua de Kali en aquella máquina espeluznante y me vino una idea a la cabeza.

 

—Profesor —dije—, cúbrame bien. Cuff y yo vamos a lanzar este instrumento horrendo al vacío. Si esto no los incita a lu­char, entonces nada lo hará.

 

El profesor frunció las cejas y asintió. Bajó el rifle y el sar­gento mayor y yo cruzamos el puente corriendo. Cuando nos aproximábamos a la estatua, oí que la multitud empezaba a mo­verse. Eché una mirada a mí alrededor; únicamente unos pocos avanzaban en dirección a nosotros, mas cuando Cuff intentó mover la estatua y nuestras intenciones quedaron claras, oímos un quejido y se pusieron todos en movimiento.

 

— ¡Rápido! —nos gritó Eliot; intentamos moverla otra vez, pero no había forma de derribar la estatua; de pronto dos o tres de nuestros enemigos se desgajaron de la fila y se dirigieron a nosotros arrastrando los pies.

 

— ¡Sólo nos queda una última oportunidad! —chillé. Oí pa­sos a mis espaldas, mas seguimos empujando la estatua; el sar­gento mayor lanzó una imprecación al cielo y se oyó un ruido de metal, tierra y madera resquebrajándose. La estatua se balan­ceó sobre el borde del abismo; los ganchos relucieron, ilumina­dos por la luz del sol; teñidos por última vez de rojo, cayeron al vacío, ellos, la estatua y toda aquella espeluznante máquina. Miré cómo se precipitaba y desaparecía, y a renglón seguido me llegó de mis espaldas un olor pestilente de carne podrida; me volví y vi que unos ojos inexpresivos me miraban fijamente. Le di un buen golpe de gancho, y aquel ser repulsivo cayó al suelo; intentó levantarse pero le disparé en el corazón y se quedó ten­dido, retorciéndose como un pez que se ha extraído del agua y echado en la arena. He liquidado a uno, me dije; ¿cuántos que­darían aún?

 

Retrocedimos; la multitud ya no se mantenía a distancia sino que intentaba cortarnos el paso por el puente. Pensé que no lograríamos escapar, pues aquellos seres malditos estaban lite­ralmente pisándonos los talones. Qué horrible era. Cuando lle­gamos al puente, un número considerable de nuestros persegui­dores se tambaleó; cuando alcanzamos el otro extremo del puente, oí el silbido de pólvora que corría como una serpiente más allá de mis pies. Seguimos todos corriendo; después nos ti­ramos al suelo y nos tapamos los oídos; el puente se partió; nuestros perseguidores caían al precipicio.

 

Hicimos un buen trabajo, aunque no esté bien que yo lo diga, y ganamos un poco de tiempo. La muchedumbre se preci­pitó al vacío y a los que quedaron los matamos de un tiro, uno a uno, sin ningún esfuerzo. Pero la oscuridad era casi total y yo sabía que por la noche empezarían nuestros verdaderos proble­mas. Pronto el cielo se llenó de estrellas y nosotros nos despla­zamos otra vez hacia la muralla. Afortunadamente mis prismá­ticos estaban, a pesar de todo, intactos y pude ver sin mucha dificultad lo que sucedía; pronto comprendí qué maquinaban aquellos seres.

 

—Han talado árboles —murmuré—, y los están subiendo. Por el amor de Dios, tenemos que detenerlos antes de que lle­guen arriba.

 

Nos defendimos francamente bien. Cuando aquellos seres horribles se nos acercaron, les disparamos sin tregua y conse­guimos pararles los pies. Pero no se resignaron; en toda mi vida había combatido contra un enemigo como aquél; la proporción era de cien a uno. Aquellos seres malditos pronto estuvieron to­dos al borde del precipicio; derribaron un árbol e intentaron lle­gar por él a la otra punta. Nosotros dejamos las armas y cogi­mos con todas nuestras fuerzas el extremo del árbol que estaba apoyado en nuestra zona; el árbol y los seres que estaban sobre él cayeron al abismo. Pero sabíamos que volverían a intentarlo y que, tarde o temprano, conseguirían cruzar y llegar a donde estábamos nosotros. Empecé a pensar que había llegado el mo­mento de retroceder, pues la torre sería un buen baluarte, mien­tras que luchar en campo abierto parecía demasiado complica­do. Así, pues, di la orden de retirarnos; Cuff cogió a Eliot y la caja de las municiones, y el profesor, que era demasiado gordo para correr, lo acompañó. Entre tanto, permanecí donde esta­ba, disparando contra aquellos salvajes que tenía delante, pero qué desesperante era; yo parecía un mosquito que se hubiera propuesto impedir la marcha de un elefante. Se oyó un fuerte ruido cuando derribaron otro árbol, cuyo extremo cayó en nuestra zona. Vi cómo un gran número de aquellos salvajes em­pezaban a arrastrarse por el árbol. Ha llegado el momento de largarse, me dije.

 

Me retiré a la torre sin contratiempos. Detrás de mí, una multitud de aquellos seres horribles había cruzado el precipicio y aullaba y daba alaridos de lo más espeluznantes. Justo fuera de la torre hallé al sargento mayor Cuff, quien me condujo hasta el interior a través de un patio. Estábamos todos en una estan­cia larga y angosta que parecía el santuario de un templo. Al igual que en el palacio, un trono dominaba la habitación. Las puertas de la parte trasera daban a una zona que estaba total­mente a oscuras; pero en una pared lateral de la estancia había una puerta por la que se veía un pálido resplandor de luz y nos dirigimos hasta ella. Subimos los peldaños de dos en dos; la es­calera era cada vez más angosta; mientras subíamos, oí el ruido de nuestros pasos acompañado por el de nuestros perseguido­res, que debieron haber visto a dónde nos habíamos dirigido y que estaban ahora abajo; nos tenían encerrados. La luz, sin em­bargo, era cada vez más potente y, al fin, vi que procedía de una antorcha que sostenía el profesor Jyoti, que nos estaba esperan­do en cuclillas en el pasadizo.

 

—Hemos descubierto un lugar extraordinario —dijo son­riendo alegremente—. ¿Han visto estos adornos esculpidos? De­ben de tener varios siglos de antigüedad.

 

Pasó la antorcha por la pared y vislumbré, aunque vagamen­te, más imágenes obscenas; mujeres semidesnudas que se nu­trían de algo que tenía el aspecto de ser restos humanos. Muy apropiado, os diréis, dada nuestra difícil situación. Confieso que por un momento las imágenes casi me dejan anonadado, de lo reales que eran. Pero no era aquél el momento más apropiado para ponerse a contemplarlas con detenimiento; los pasos se oían cada vez más cerca y, cuando me volví, allí estaban aque­llos escalofriantes ojos brillantes y pálidos.

 

— ¿Dónde está Eliot? —grité.

 

El profesor hizo un ademán.

 

—Más adelante. Allí es donde deberemos reunimos y ofrecer resistencia.

 

—Bien —repuse, pues olí en aquel momento el hedor de nuestros perseguidores y sabía que iban a acabar con nosotros si nos alejábamos mucho.

 

La escalera se hizo súbitamente muy empinada. Miré hacia arriba, sentí un aire frío en mi cara, y vi la luz rutilante de las es­trellas.

 

— ¿Hola? —Oí la voz de Eliot, que procedía de arriba—. ¿Quién anda ahí?

 

—Somos nosotros, señor —contestó el sargento mayor—. Aunque tenemos compañía, detrás. ¡Rápido, señor! —gritó Cuff, pero, como había perdido a tantos de mis hombres, no es­taba dispuesto a poner en peligro ninguna otra vida humana. No era esto mero heroísmo gratuito; el sargento mayor tenía la caja de las municiones y yo sabía que, si las perdíamos, éramos hombres muertos.

 

— ¡Venga, dése prisa! —grité. Pero el sargento mayor seguía sin moverse—. ¡Maldita sea, le estoy dando una orden! —vocife­ré; al momento empezó a subir las escaleras. Sin embargo, cuan­do intenté seguirlo, sentí que unos dedos fríos me cogían la pier­na; al querer deshacerme de ellos, perdí el equilibrio y me precipité en la oscuridad. En mi caída choqué con alguien; des­pués aterricé en el suelo empedrado. Abrí los ojos y... vi un rostro. Parecía que no tuviera labios, pues la carne de los bordes de la boca había desaparecido, como la de los leprosos. Tenía, eso sí, dientes, que se veían enteros; su aliento era fétido y se me metió en la garganta; parecía que tuviera dentro de mí el olor pestilente de una cloaca o de una tumba abierta. Debéis comprender que esto ocurrió todo en un segundo; antes de ponerme a combatir, oí un grito de rabia y el ruido que hicieron unos pies al aterrizar al lado de mi cabeza; aquel ser asqueroso que yo tenía cerca de mi garganta volvió a levantarse.

 

— ¡Hijos de puta! —Oí que rugía el sargento mayor—. ¡Ca­brones, cabrones, cabrones!

 

Aquellos seres repulsivos se dirigían hacia él. Está acabado, pensé, pues no tenía ni tiempo ni espacio para utilizar su arma, pero conservaba la caja de municiones, que les arrojó. La caja, como ya he dicho, pesaba lo suyo y la rabia con que Cuff la lan­zó sirvió para tumbar a la primera hilera de aquellos salvajes.

 

— ¡Está loco! —grité—. ¡Valiente loco es usted! ¡Y ahora suba estas escaleras!

 

El sargento mayor asintió.

 

—Muy bien, señor —vociferó enfilando las escaleras.

 

Yo lo seguí tan deprisa como pude, pues no quería que me volvieran a tirar al suelo. Nuestros enemigos no se movían.

 

Cuando eché la vista hacia atrás, vi que los que habían caído al suelo seguían sin levantarse. Distinguí sus ojos que me miraban fijamente con una expresión de idiotez. Vi a una muchedumbre que bajaban por el pasadizo. Un súbito terror hizo presa en mí. No eran aquellos seres imbéciles quienes me habían asustado; más bien fue la extraña sensación de que ellos compartían mi miedo conmigo; y que nos esperaba algo muchísimo más espan­toso que ellos. Y, en aquel momento, nuestros enemigos se mo­vieron, se volvieron y se doblegaron despacio hasta tocar el sue­lo. Bajé la vista y escudriñé el pasadizo; repentinamente parecía sumido casi en la oscuridad, como si la negrura nos tragase des­de las profundidades. Todo esto parecerá un disparate, lo sé, e incluso ahora no estoy muy seguro de lo que vi. Pero en aquel momento no me cupo ninguna duda; presencié un maleficio. La oscuridad fue haciéndose más densa, como si hubiera absorbi­do la luz, del mismo modo que el papel secante absorbe la tinta. Lo que había en la oscuridad, yo no deseaba verlo. Subí las esca­leras a rastras y al llegar al exterior respiré hondo.

 

—Capitán, mire. —El profesor Jyoti me tiró del brazo muy excitado. Eché una mirada a mí alrededor. Estábamos en la mismísima cúspide del templo, en una cúpula. Abajo se levanta­ban muros repletos de estatuas de piedra y de madera. Alguien había roto algunas de las esculturas de madera y las había utili­zado para formar una barricada. Me figuré que había sido Eliot, pues estaba fatigado y pálido, como si hubiera trabajado dema­siado, y la pierna le sangraba. Pero al menos ahora, pensé, no deberá andar más. Aquella cúpula iba a ser nuestro último ba­luarte.

 

—Capitán, mire.

 

El profesor me señalaba algo con el dedo. Me apresuré a acercarme al borde de la cúpula y miré hacia abajo. Había una fila de soldados británicos que marchaban por la jungla. Al fren­te de la columna ondeaba la bandera del Reino Unido y a mis oí­dos llegó, traído por la brisa de la montaña, el débil murmullo de The British Grenadiers.

 

—Maldita sea —murmuré—. Llegan demasiado tarde.

 

— ¿Qué quiere decir? —preguntó el profesor.

 

Observé las escaleras a oscuras.

 

—Hemos perdido las municiones.

 

— ¿Que las hemos perdido?

 

El profesor fijó sus ojos en mí y después en la línea de la tro­pa británica que avanzaba. Yo me volví al sargento mayor Cuff, que estaba apostado de centinela junto a las escaleras. — ¿Alguna señal de movimiento? —Sí, señor, están concentrándose. Me volví hacia Eliot.

 

—Queme la barricada para que el viejo Pumper vea que esta­mos aquí...

 

— ¡Señor! —Era la voz de Cuff—. ¡Están subiendo! Me precipité hacia las escaleras. Cuff estaba arrancando la cabeza de una estatua; la acercó haciéndola rodar al primer pel­daño y la arrojó. Fue la mejor bolea que he visto en la vida, pues la mayoría desapareció y volvió a reinar la quietud. Pero al mo­mento vi unas figuras que avanzaban en la oscuridad, y atisbé el destello de unos ojos al fondo de las escaleras. Cuff ya tenía a punto otro trozo de piedra. Eché un vistazo a la barricada. El fuego ya había prendido. Volví a mirar las escaleras. Teníamos a aquellos salvajes casi a nuestros pies.

 

—Vamos —susurré. Bajé el brazo—. ¡Ahora! La piedra rodó por las escaleras y aquellos malditos volvie­ron a desaparecer. Pero ya no disponíamos de más bolas, por­que ya no podíamos coger más cabezas de estatuas. Sin em­bargo, había una losa suelta y la trasladamos con el fin de bloquear la entrada, aunque yo dudé que aquello sirviera para mantener al enemigo alejado mucho tiempo. Dirigí la mirada hacia el borde del templo y miré hacia abajo; de la jungla sur­gían llamas y los hombres de Pumper avanzaban por encima del abismo. Cuando volví a observarlos, vi que todavía seguían saltando por las cabeceras del puente, cosa, por lo visto, com­plicada de hacer, y la losa que había colocado Cuff ya empe­zaba a moverse y el fuego que habíamos prendido tardaba en extenderse. Nos pusimos todos a sujetar la tabla con fuerza, mientras detrás de nosotros las llamas empezaban a crepitar y chisporrotear; y qué despacio pasaban los minutos, el tiempo precioso. De pronto, algo se agitó a nuestros pies y la losa se resquebrajó de un extremo al otro. Salieron unas manos y no­sotros nos apartamos.

 

La barricada estaba en llamas y nos apresuramos a colocar­nos detrás, pues sabíamos que nuestro enemigo no soportaba el fuego. Y, de hecho, durante un buen rato el fuego los mantuvo a distancia, repelidos por él; fueron todos agolpándose en las escaleras, mientras los hombres de Pumper iban acercándose más y más, cosa que me hizo concebir esperanzas de que llevá­bamos las de ganar. Pero, repentinamente, los enemigos se aba­lanzaron sobre nosotros. Disparamos y pronto consumimos las balas que nos quedaban; y, aunque las piedras que había delan­te de la barricada estaban untadas de sangre coagulada, aque­llos seres abominables seguían avanzando del mismo modo que crecen las aguas cuando hay una inundación. Les arroja­mos ascuas; a uno le di en la cara y vi cómo sus ojos se consu­mían; otro ardió como un saco de paja. Oí, a nuestros pies, dis­paros de rifle y supe que Pumper había llegado al pie del templo. ¡Con tal de que pudiéramos resistir, ya lo tendríamos todo ganado! ¡Con tal de que pudiéramos mantenernos así! Pero el enemigo seguía avanzando hacia nosotros. Yo desfalle­cí, yo y todos los demás. Si el enemigo nos atacaba por los flan­cos, estábamos perdidos. Se oyeron gritos y más gritos cuando las lenguas de nuestras llamas lamieron y abrasaron a aquellos seres monstruosos, mas yo sabía que su número estaba cobran­do mucha importancia. Contemplé el flanco más alejado. Vi el cuerpo de un hombre cubierto de llamas que se contorsionaba y caía en el fuego, pero detrás de él había más hombres y pensé que aquello era el final, porque nos estaban atacando por el flanco. En un momento dado, nuestro enemigo se mantuvo in­móvil; de pronto los chillidos fueron apagándose y sólo se oía el crepitar de las llamas. Se impuso una extraña calma. A nues­tros pies volví a oír rifles británicos, aunque esta vez no concebí esperanza alguna, pues sabía que sólo nos aguardaba la muer­te. Miré fijamente las llamas; me serené y rogué al Señor poder morir con dignidad.

 

Y, entonces, volví a sentir un miedo atroz. Yo pugnaba por sobreponerme, mas, al igual que una fiebre tenebrosa, había hecho presa en mí y parecía dispuesto a acongojarme y tor­turarme. Es algo muy doloroso para un hombre constatar que ha perdido el coraje. Sin embargo, a pesar de todo, me dije, ¿qué es la valentía sino el vencer al miedo? Apreté con fuerza el palo ardiendo que sostenía en la mano y me dirigí al extremo de la barricada. Si tenía que morir, moriría noblemente, luchan­do cuerpo a cuerpo. No permitiría que el terror me paralizara. Levanté el palo ardiendo y di una vuelta alrededor de la barri­cada...

 

No había nadie. O, mejor dicho, no quedaba ningún ser vivo; en cambio, había una multitud de cadáveres. Nuestros enemi­gos yacían entre las llamas, en el techo de la cúpula, amonto­nados en las escaleras... en proceso ya de putrefacción. Miré a mi alrededor perplejo; después, volví a donde estaban mis camaradas para decirles que estábamos a salvo, pero también ellos habían desaparecido; yo estaba totalmente solo y expuesto en aquel lugar antiguo y espantoso. Me quedé mirando fijamen­te el fuego; ahora parecía un infierno, que se nutriera de los muertos, pues vi que los cadáveres se consumían igual que la leña, y el humo que salía de ellos subía en columnas negras y grasientas. De hecho, el humo casi parecía lenguas de una lla­ma, y, mientras observaba aquellas lenguas, vi que eran un velo, y que detrás había seis hombres.

 

Di unos pasos hacia atrás, tambaleándome, pues, lo admito sin reservas, estaba perplejo y aturdido. Me encontraba mal y pensé que debía tener un nuevo acceso de malaria, aunque no me sentía febril; por el contrario, nunca en la vida me había sen­tido más lúcido. Miré a aquellas figuras otra vez; habían surgido del fuego y tenían la vista clavada en mí. Eran mujeres de una belleza increíble y una de ellas era la que había sido nuestra pri­sionera, según creímos nosotros. Me sonrió y yo sentí nacer en mí una lujuria animal, a un tiempo deliciosa y cruel. Daba la im­presión de que mi alma era transparente para aquellas mujeres; di un paso hacia adelante, pero ellas se volvieron, agachando la cabeza, y vi que el objeto de su adoración, que se levantaba a gran altura, como si las llamas lo sostuvieran, era un trono. Lo comprendí. Ellas no me dijeron nada, no pronunciaron palabra alguna, y, sin embargo, yo lo comprendí. Viviríamos. Habíamos ido a parar a uno de los lugares más lúgubres de la tierra, pero sobreviviríamos. Por extraño que parezca, no obstante, el terror hizo de nuevo presa en mí. Alcé la vista y miré el trono. Vi que en él había una mujer sentada; a ambos lados había dos perso­najes, como dos espectros: el rostro de uno de ellos se parecía mucho al de Eliot, aunque no podía decir si era Eliot o no, por­que no lo veía bien; el otro, aunque era europeo, no se parecía a nadie que yo conociera. Sin embargo, yo sólo tenía ojos para la figura que estaba sentada, que me parecía la cosa más deseable que había visto jamás. Pugné por visualizar a mi esposa, pero en vano; únicamente existía mi deseo, mi lascivia infernal y bestial, que me consumía. Y, sin embargo, no era sólo lascivia lo que me dominaba, pues había también, entremezclado con ella, terror, un terror que me oprimía la cabeza. Cuando miré por última vez el trono y la figura oscura, me di cuenta de que iba a perder el conocimiento. El terror me tenía cogido en sus garras y sentí que todo quedaba envuelto en la oscuridad. Cerré los ojos. Ya no había nada más que sentir.

 

¿Qué había ocurrido? Me es imposible saberlo. Cuando me desperté, no recordaba nada de lo que había sucedido una vez atacaron nuestros flancos, ni mis camaradas tampoco. También ellos habían perdido el conocimiento en los últimos minutos y, cuando nos despertamos, tuvimos que conformarnos con es­cuchar la versión de Pumper Paxton. Nos contó que nos había encontrado inconscientes, uno encima del otro, detrás de la barricada; el fuego seguía ardiendo y los cadáveres de nuestros enemigos estaban esparcidos por doquier. Temieron también por nuestras vidas, pues entramos en un coma muy profundo del que tardamos dos días en despertar. Para entonces, estába­mos ya muy lejos de Kalikshutra, pero cuando intenté recordar­lo, una oleada de terror y de amnesia me lo impidió. Hasta hace poco no recordaba nada de nada de lo que sucedió; ésta es la primera vez que pongo todo ello por escrito.

 

Irremediablemente, los hechos que ocurrieron en aquellos días extraños seguirán siendo un misterio por los tiempos de los tiempos. ¿Quién era la figura oscura sentada en el trono? ¿Quién era el hombre cuyo rostro me recordaba al de Eliot? ¿Y quién era su compañero, apostado al otro lado del trono? ¿Por qué nos ha­bían perdonado? ¿Eran seres reales? Soy plenamente consciente de que puede que parezca que estoy un poco trastornado, y quizá lo esté, pues el tiempo que pasamos en aquellas montañas fue muy angustioso. Pero, en el fondo de mí, no puedo creer que fue­se víctima de alucinaciones, y la prueba es que he sobrevivido para contar los hechos, aunque será el lector, en última instan­cia, quien deberá juzgarlos. Yo lo dejo en sus manos. Sí, que juz­gue él mi relato y también mi personalidad.

 

Nunca más volvería a Kalikshutra. En cierto sentido, nues­tra misión había sido un éxito, pues podíamos afirmar sin te­mor a equivocarnos que no había allí rusos, y que no era proba­ble que los hubiera en el futuro. Al parecer los mandatarios británicos se olvidaron, muy satisfechos, del reino hasta el punto de que a Pumper le prohibieron terminantemente que ane­xionara la región, A mí esto me enojó mucho, porque creía que la introducción de la ley británica sólo podía traer consigo efec­tos beneficiosos para Kalikshutra, un lugar en donde las cos­tumbres que practicaban los indígenas cabía calificarlas, sin lu­gar a dudas, de bestiales. Pero yo sabía que Pumper no podía desobedecer las órdenes; de hecho, según me dijo en tono estric­tamente confidencial, el futuro de Kalikshutra dependía de las decisiones tomadas en las más altas esferas de Londres. Y, de este modo, fuimos olvidándonos de todo aquello. A decir ver­dad, estaba más que contento de pensar que no volvería allí nunca más.

 

Únicamente cabe añadir una nota a pie de página a este rela­to; me refiero a un episodio que fue el más triste y el más horri­ble de todos los ocurridos. Sucedió cuando nos acercábamos a la hondonada por la cual íbamos a acceder al Tíbet. Al pasar junto a la estatua de Kali, vi a un hombre arrodillado frente a ella; tenía las ropas manchadas de ceniza y la cabeza apoyada en la tierra; la alzó lentamente para mirar a nuestro alrededor. Era el brahmán, el viejo faquir. Se puso en pie, tambaleante, y nos señaló con el dedo; empezó a chillar y después dio unos pa­sos hacia adelante, sin dejar de dar alaridos; cuando se acercó a Pumper y a mí, súbitamente vi que en sus ojos había un brillo terrible, que me recordó el de la mujer que habíamos hecho pri­sionera, y al observar su piel, bajo la ceniza, vi que resplandecía igual que la de ella.

 

— ¡Ha contraído la enfermedad! —Grité, — ¿Estás seguro? —Pumper frunció el entrecejo y, cuando le dije que estaba absolutamente seguro de lo que acababa de afir­mar, le ordenó al brahmán que se alejara. Sin embargo, él seguía acercándose a nosotros y, a pesar de que se le volvió a ordenar que no siguiera adelante, él no se detuvo, por lo que a Pumper no le cupo otra alternativa que apartarlo a golpes. En aquel momen­to de descontrol, por así decirlo, le dio una bofetada en la cara y el anciano se tambaleó y cayó al suelo. Qué mal aspecto tenía; Pumper, ni que decir tiene, estaba horrorizado por lo que acaba­ba de hacer; fue a acercarse al brahmán con el propósito de aten­derlo, pero Eliot lo cogió del brazo y se lo impidió.

 

—Denle dinero —dijo—, pero, por el amor de Dios, mantén­ganse todos alejados de él.

 

Pumper asintió lentamente. Les transmitió la orden a sus hombres a gritos y, cuando reemprendieron la marcha, él le arrojó al asceta hindú una bolsita llena de rupias. Pero el ancia­no la tiró al suelo. Se había levantado ya, y observaba nuestra partida con sus ojos ardientes. Cuando llegamos a la boca de la hondonada, se estuvo oyendo un buen rato, mientras avanzába­mos, el eco de su grito de maldición. Creo que aquel alarido nos hizo estremecer a todos y cada uno de nosotros.

 

Le pregunté a Eliot qué nos había dicho el brahmán. El doc­tor frunció las cejas, como violentado; cuando habló, sus pa­labras me dejaron también a mí extremadamente incómodo. Al parecer, la enfermedad había hecho estragos en la aldea del brahmán; para él éramos nosotros quienes habíamos desperta­do la cólera de Kali y la habíamos hecho descender de la mon­taña.

 

— ¿Y qué ha gritado? —pregunté.

 

Eliot me miró a los ojos.

 

—Que el coronel Paxton debe tener cuidado.

 

— ¿De qué?

 

Eliot frunció las cejas otra vez y se encogió de hombros.

 

—Puede caer sobre él una desgracia tan terrible como la que ha caído sobre el brahmán.

 

Este comentario me tuvo unos días preocupado, y le pedí a Pumper que se cubriera bien las espaldas. Pero él era un veterano valeroso y se burló de mis temores. Con el transcurrir del tiempo, sin embargo, me fui olvidando del brahmán. Llegamos a Simia. Me retuvieron allí los chupatintas de la administración; yo no te­nía nada que hacer en aquel lugar, así que tuve tiempo de ver con frecuencia a Pumper y también a Eliot, cuya pierna estaba curán­dose deprisa. El doctor había decidido regresar a Inglaterra, por­que, creo yo, la fe depositada en su investigación se había visto mortalmente herida por sus experiencias; me confió sus temores de que la enfermedad que se había extendido por Kalikshutra fuera incurable. A mí me desasosegaba que pensara de aquella manera, pues había visto con mis propios ojos lo rápido que se propagaba y temía que fuera a extenderse fuera del confín de las montañas del Himalaya. Entonces, me acordé de brahmán. Me pareció verlo en un par de ocasiones. Me dije que me habría confundido o que habría estado imaginando que lo veía, pero una noche Eliot me confesó que se había encontrado con él cara a cara en el bazar; había desaparecido en seguida, pero Eliot esta­ba seguro de que era él. Se informó del hecho a las autoridades sanitarias y se inició una búsqueda. Pero sin resultados: no había rastro ni del brahmán ni de la enfermedad.

 

Aun así, le aconsejé a Pumper que fuera cauto y se protegiera. Aceptó llevar siempre una arma consigo, pero creo que lo dijo más para hacerme una concesión que porque estuviera conven­cido de que estaba realmente en peligro; tuve la impresión, en efecto, de que accedió a ello sólo para complacerme. Pasaron los días; no encontraron al brahmán y yo empecé a pensar, con ver­güenza, que había hecho el ridículo. Pumper fue bajando la guar­dia. Me tomaba el pelo. Una noche, en el club, incluso llegó a arrancarme unas palabras de retracción: admití que el peligro ha­bía pasado ya, sin lugar a dudas. Él se rió de lo lindo y yo también, y me temo que aquella noche acabamos los dos bastante ebrios. Abandonamos el club a altas horas de la noche y, como la casa de Pumper estaba más cerca que el lugar donde yo me alojaba, me ofreció una cama. Yo accedí; la casa de Pumper era mucho más agradable que mis habitaciones, puesto que en ella vivía una fa­milia y a mí me causó alegría poder pasar la noche al calor de un hogar. La tonga enfiló, traqueteando, la calle y se detuvo frente al bungalow de Pumper; nos apeamos los dos y pagamos al conduc­tor. En el interior de la casa reinaba el silencio, de modo que nos quedamos en la terraza y estuvimos contemplando el cielo estre­llado. De pronto, oímos un grito, que procedía de la casa, y luego un disparo.

 

Entramos corriendo en la casa, donde nos aguardaba una escena tremenda: la señora Paxton sujetaba una arma humean­te en la mano y tendido en el suelo, muerto, estaba el brahmán. Me agaché para inspeccionar el cadáver. La bala, milagrosa­mente, le había atravesado el corazón; le di una vuelta y alcé la vista, sonriendo.

 

—Está muerto —afirmé.

 

Pero la señora Paxton se había puesto a temblar sin poder contenerse.

 

—No, no —dijo entre sollozos—, no lo entendéis. —Dejó caer el arma, se volvió y señaló una puerta abierta—. Es Ti­mothy. Está... —Tragó saliva—. Está... —Se echó a llorar a lágri­ma viva—. ¡Está muerto!

 

Nos precipitamos al dormitorio de Timothy. Estaba tendido en la cama, con el cuello abierto; la mosquitera estaba ensan­grentada.

 

—No —profirió Pumper sin aliento—. ¡No!

 

Se arrodilló junto a la cama de su hijo, le acarició el pelo y agachó la cabeza, terriblemente afectado. A mí se me encogió el corazón al ver a aquel hombre valeroso llorar como un recién nacido. Me di cuenta de que yo no podía decir nada. La señora Paxton estaba junto a él. Pumper se levantó y la abrazó. Súbita­mente vi que se quedaba petrificada.

 

—He visto cómo se movía —exclamó—. ¡Os lo aseguro! ¡He visto cómo se movía!

 

Tanto Pumper como yo fijamos nuestra mirada en el rostro de Timothy. En sus labios había dibujada una sonrisa, ausente antes.

 

—Que me... —se dijo Pumper a sí mismo en voz queda. Y de pronto Timothy abrió los ojos.

 

— ¡Dios mío! ¡Dios de mi vida! —exclamó la señora Paxton riendo—. ¡Está vivo, está vivo!

 

—Llame a Eliot —dije.

 

—Pero ¿por qué? —Preguntó la señora Paxton—. ¿No ve que está perfectamente?

 

— ¿Sí? —pregunté. Miramos todos a Timothy. Se había me­dio incorporado; de la herida del cuello le seguía saliendo san­gre a borbotones. Pero lo más espantoso era su mirada ávida que hacía que su rostro blanquísimo pareciera muy chupado—. Llame a Eliot —repetí. La señora Paxton sollozó y salió precipi­tadamente de la habitación. Pumper y yo salimos detrás de ella y cerramos la puerta con pestillo.

 

Eliot apareció al cabo de veinte minutos. Entré con él en la habitación de Timothy y vi cómo al instante la desesperación le ensombrecía el rostro.

 

—Déjeme solo —me rogó. Yo así lo hice y entonces, a los po­cos minutos, llegó el profesor Jyoti.

 

—Me he enterado de lo ocurrido —se limitó a decir. Sin añadir nada más, entró en la habitación de Timothy. Oímos vo­ces apagadas que discutían. Después la puerta volvió a abrir­se. Salió Eliot y se dirigió a la señora Paxton. Le pedía permiso para intervenir a su hijo; ella se lo dio sin pronunciar palabra y Eliot asintió. Parecía despavorido; no me fue difícil deducir que no tenía apenas esperanzas de que la operación saliera bien. Entró, cerró la puerta y oí cómo hacía girar la llave en la cerra­dura.

 

Al cabo de una hora volvió a salir; tenía la camisa ensangren­tada y en el rostro una expresión de fracaso.

 

—Lo siento —balbució. Y vive Dios que debía s


Date: 2015-12-17; view: 720


<== previous page | next page ==>
SOLDADO • KALIKSHUTRA • UN RITUAL HORRIPILANTE | Carta del doctor John Eliot al profesor Huree Jyoti Navalkar.
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.052 sec.)