Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






SOLDADO • KALIKSHUTRA • UN RITUAL HORRIPILANTE

 

 

Yo sabía que mis hombres estaban prestos para el combate y a la mañana siguiente nos pusimos en marcha con los ánimos enaltecidos. No obstante, conforme avanzaba tomaba la pre­caución de cubrirme las espaldas. Decidí enviar al más rápido de mis soldados, que bajó veloz por el sendero por donde acabá­bamos de subir, con un mensaje para Pumper y su regimiento, en el que les apremiaba a ponerse en camino lo más raudos que Dios les permitiera. Dejé a dos soldados en el camino con el fin de que vigilaran desde allí arriba cualquier movimiento y los siete soldados restantes me acompañaron; con nosotros vino también el doctor Eliot. Íbamos a necesitar un guía, nos había dicho Eliot, porque el camino era abrupto y difícil. Prometió acompañarnos hasta el paso de Kalibari, «las puertas de Kalik­shutra», según lo describió él. Le di un revólver que en un pri­mer momento rehusó, alegando que no lo utilizaría nunca, pero, al insistir, acabó por aceptarlo. Su compañía fue un motivo de alegría para mí, pues era un tipo resuelto y el sendero, tal y como él había dicho, era muy traicionero. Como he comentado en algún lugar, anhelaba poder practicar la caza mayor en la India; en mis tiempos había visto selvas frondosas pero nada com­parable con lo que vi entonces. La naturaleza no pudo crear una barrera más efectiva que aquella y empezó a embargarme la ex­traña sensación de que el hombre no debía penetrar en aquel lu­gar. Llamadlo superstición de soldado, dadle el nombre que queráis, pero de pronto tuve el presentimiento de que no nos aguardaba nada bueno. Por supuesto, no dejé traslucir nada, aunque estaba preocupado, pues con anterioridad había experi­mentado este presentimiento ante el peligro inminente —en una cacería de leones y en otras cacerías de caza mayor— y ha­bía aprendido a fiarme de él. Y, en aquel momento, estábamos cazando la pieza más peligrosa de todas: el hombre. Nuestra presa podía aparecer en cualquier momento y nosotros, los ca­zadores, podíamos convertirnos, a su vez, en la suya.

 

Fue una marcha dura la de aquel primer día. Sólo al caer la noche empezó la jungla a aclararse. Al fin trepé por una roca y Eliot, que estaba justo detrás de mí, señaló un punto que había ante nosotros.

 

— ¿Ve aquel risco? —susurró—. Es la montaña rocosa desde donde se domina el paso de Kalibari.

 

Me quedé mirando aquel lugar fijamente. Más allá del paso vi un sendero muy empinado y tortuoso que ascendía. Era un camino por donde resultaba temerario transitar, porque no ofrecía protección alguna, pero, sin lugar a dudas era el camino que debíamos seguir, pues al otro lado del paso la montaña era una pared de piedra lisa de una altura impresionante. Subía y subía cientos de pies, y la cumbre formaba una meseta.



 

Eliot tenía también los ojos clavados en el risco.

 

—Kalikshutra está al otro lado de la cumbre —dijo.

 

— ¿De veras? ¡Demonios! —murmuré—. Pues, según parece, nos espera una terrible escalada. Nunca había visto un sitio más perfecto para tender una emboscada. —Y, efectivamente, en aquel instante un disparo rompió el silencio que reinaba en la jungla. Me volví y me tendí en la maleza; delante de mí vi entre los árboles unas figuras pálidas que parecían fantasmas. Mis hombres me rodearon y empezarnos a disparar. Las figuras iban cayendo, abatidas por nuestros disparos mortales y rápi­dos. Muy pronto los rusos desaparecieron de nuestra vista, unos porque habían sucumbido, otros porque habían huido. En la jungla volvió a reinar el mismo silencio y la misma quietud de antes.

 

Proseguimos nuestra marcha hacia el camino de Kalikshu­tra, pero no habíamos avanzado ni media milla cuando nos ata­caron de nuevo. No obstante, volvimos a ahuyentarlos y en se­guida pudimos seguir avanzando. Al fin, llegamos a un punto llano y desembarazado donde el sendero de la montaña limita­ba con la parte inferior de la jungla. Me di cuenta de que si se­guíamos nos adentraríamos en la boca de una trampa mortal. Miré a mí alrededor. Había una línea de rocas a lo largo del bor­de del camino; les ordené a mis hombres que tomaran posicio­nes detrás de ellas y así lo hicieron. Y en aquel preciso instante un grito que no guardaba ningún parecido con los gritos de este mundo estremeció el aire.

 

—Dios mío —murmuró Eliot.

 

De las sombras, casi de debajo de la tierra, o eso parecía, surgió una hilera de hombres de rostro pálido y ojos como as­cuas. Ordené a los soldados que formaran y que dispararan. Si­guió un estruendo ensordecedor y siete de nuestros enemigos cayeron abatidos. Repetí la orden de disparar y también esta vez abrimos un boquete en la fila enemiga. A pesar de todo, sin em­bargo, siguieron acercándose. Cada vez surgían de las tinieblas más y más figuras. Las cosas empezaban a ponerse feas. Escu­driñé la línea enemiga y observé que, justo detrás del resto, ha­bía un ruso que llevaba un turbante y olisqueaba el aire. No de­cía nada, pero los demás hombres parecían guiarse por su mirada y supe al instante que era él quien ostentaba el mando. Me incliné y le dije unas palabras al soldado Haggard, el mejor tirador de la tropa. Haggard apuntó, se oyó un estallido que re­tumbó entre las rocas, y el hombre del turbante se tambaleó y cayó.

 

—Dispárele otra vez —le ordené a Haggard mientras me le­vantaba—. ¡Al ataque, muchachos!

 

Y avanzamos lanzando un grito de coraje. El enemigo empe­zó a desvanecerse ante nosotros hasta casi disolverse en la nada. Pronto no hubo más que cadáveres, una escena horripilante so­bre la que no planeaba más que el silencio. Por fin el sendero volvió a ser nuestro.

 

Yo sabía, sin embargo, que el respiro iba a ser sólo pasajero, de modo que juzgué prioritario apostar sin tardanza a los centi­nelas. Mientras, Eliot estuvo paseando entre los que habían caí­do en la reyerta para comprobar que no había nadie que preci­sase su ayuda. De pronto oí que me llamaba horrorizado.

 

—Éste está vivo —me dijo—, aunque no me lo explico.

 

Fui a su encuentro; estaba arrodillado junto al ruso enjuto del turbante, el comandante en jefe, que presentaba dos heridas graves en el estómago, de las que brotaba espesa sangre a borbotones. El cuerpo de aquel hombre, que Eliot sostenía en sus brazos, parecía extraordinariamente frágil y tampoco yo al­cancé a comprender cómo seguía vivo. De repente lancé un sil­bido.

 

—Dios de mi vida —exclamé.

 

La persona que tenía ante mis ojos no era ningún hombre sino una mujer, y muy guapa. Su pálida tez no era la propia de los europeos; parecía, por el contrario, casi translúcida. Confie­so que jamás había visto a una mujer tan hermosa. Incluso Eliot, a quien yo tenía por un ser más bien frío, parecía seduci­do por aquella mujer. Y, sin embargo, había también en ella un no sé qué repulsivo, que no sabría describir; era como si la belle­za y el horror estuvieran entremezclados, como si su hermosura tuviera algo de diabólico. Vais a creer, al leer esto, que yo estaba excesivamente agitado; pues os diré que sí lo estaba pero tam­bién que mis presentimientos resultaron ser, con el tiempo, más que certeros. Le quité el turbante a aquel ser inquietante y su ca­bellera negra y larga me rozó la mano al soltarse. Vi el destello de unas joyas; tuve que contener el aliento, porque las reconocí enseguida: eran casi idénticas a las que había visto colgadas del cuello del ídolo que había visto en la jungla. Me agaché más para poder mirarla bien y, en aquel momento, nuestra cautiva abrió los ojos. Eran unos ojos grandes y oscuros, de ésos que los orientales encuentran tan seductores en una mujer, pero tam­bién ardían como si un fuego los iluminase. Un escalofrío me re­corrió el cuerpo cuando los miré detenidamente, parecían lle­nos de odio y de un poder diabólico.

 

Me puse en pie y le ordené a Eliot que le preguntara quién era.

 

Eliot le susurró unas palabras, pero los ojos de aquella mu­jer volvieron a cerrarse y ella no contestó nada.

 

Eché un vistazo a las profundas heridas que tenía en el cos­tado.

 

— ¿Podrá mantenerla con vida? —pregunté.

 

Eliot sacudió la cabeza.

 

—No puedo hacer nada... Lo repito, no entiendo cómo no está muerta.

 

— ¿Y por qué cree usted que no lo está? ¿Guarda tal vez algu­na relación con todo eso de los glóbulos blancos?

 

El doctor se encogió de hombros.

 

—Puede. Advertirá, no obstante, que en su expresión no se detecta ningún signo de imbecilidad, lo que me hace pensar que no está afectada, porque los rostros de los soldados sí presenta­ban estos signos. —Volvió a encogerse de hombros—. Pero la verdad es que estoy dando palos de ciego. Le daré un poco de opio, no se me ocurre qué otra cosa puedo hacer. Tengo que confesar que no sé qué pasa.

 

Lo dejé para que atendiera a su paciente y me puse a cami­nar entre los cadáveres, inquieto y preocupado por lo que Eliot me había dicho. Me quedé mirando fijamente los rostros de los muertos; al contrario que su comandante en jefe, eran a todas luces rusos, pero su palidez era casi demasiado blanca. Recordé al hombre que me había agarrado de la pierna la noche ante­rior; su semblante estaba igualmente pálido. Y recordé también sus ojos inexpresivos, sin vida. Eliot tenía razón en cuanto a los rusos; presentaban todos una expresión de imbecilidad en sus rostros. Todos excepto uno, por supuesto: aquella abominable mujer de ojos ardientes. Empecé a meditar sobre la enferme­dad; ¿sería en verdad tan infecciosa como para temer su propa­gación?

 

Mas no podía permitirme perder el tiempo dándole más vueltas, de modo que fui a sentarme junto a mis hombres y estu­vimos contando chistes y bebiendo té. Se merecían aquel rato de descanso, pues el día había sido bastante duro y no sabía qué nos depararía el día siguiente. Eché un vistazo al camino que se extendía ante nosotros y, cuanto más lo observaba, menos me gustaba lo que veía. Yo sabía que subir por él hasta dejar atrás la falda de la montaña sería una empresa tan heroica como teme­raria. Pensé que tal vez deberíamos aguardar a Pumper y a sus hombres, pero sentía tal comezón por estudiar el terreno y en­tablar otra pelea con los rusos que no me vi con ánimo de espe­rar más. Entonces, pensé en nuestra prisionera. Quienquiera que fuese, podía sernos un rehén útil. Me puse en pie, les deseé las buenas noches a los soldados y fui a reunirme con Eliot, que seguía junto a su paciente.

 

— ¿Así que sigue viva? —pregunté.

 

El rostro se le ensombreció momentáneamente.

 

—Mire —contestó retirando una manta. Los ojos de la prisionera seguían cerrados pero había en sus labios una imper­ceptible sonrisa y sus mejillas estaban rosadas. Eliot volvió a ta­parla con la manta, se levantó y se puso a andar, dando vueltas alrededor del fuego. Había allí otro cuerpo tendido e inmóvil.

 

— ¿Quién es? —pregunté.

 

Eliot se agachó, volvió a retirar una manta y vi al soldado Compton, un buen muchacho rebosante de salud y que ahora tenía la tez muy pálida, exactamente como los rusos que había visto, y cuyos ojos, que estaban abiertos, parecían vidriosos e inexpresivos.

 

—Mire —dijo Eliot, que empezó a desabrochar el uniforme de su paciente. Señaló su pecho cubierto de arañazos; las heri­das estaban hinchadas y rojas como verdugones. Miré a Eliot a los ojos.

 

— ¿Quién se lo hizo? —pregunté—. ¿Qué es todo esto?

 

Meneó lentamente la cabeza.

 

—No lo sé —respondió.

 

— ¿Y esta palidez? ¿Y estos ojos? Maldita sea, Eliot. ¿Son síntomas de esa enfermedad?

 

Alzó la vista y me miró; luego sacudió la cabeza despacio.

 

—Entonces, ¿qué es?

 

—Ya se lo he dicho; no lo sé. —Era evidente que confesar su propia ignorancia le hacía sentirse incómodo. A través de las lla­mas miró el cuerpo de la prisionera—. Supongo que es posible que esté infectada —dijo señalándola con la mano—. Su piel está muy fría, bastante pálida y brillante, pero por lo demás no tiene ningún síntoma de la enfermedad. Cabe la posibilidad de que sea un transmisor. El problema, de todos modos, es que no sé con certeza cómo se contagia esta enfermedad.

 

Lanzó un suspiro y bajó la vista para echar una ojeada a las heridas que el pobre Compton tenía en el pecho. Iba a decir algo más pero de pronto se paralizó y se quedó mirando fijamente a la prisionera.

 

—La vigilaré —dijo lentamente—. A ella y a Compton. —Me miró a los ojos—. No so preocupe, capitán. Deje que yo me ocu­pe de los pacientes. Si ocurre algo, se lo comunicaré en seguida.

 

Asentí.

 

—Pero, por favor, por lo que más quiera —murmuré—, no deje que se nos muera. —Alcé la vista y volví a clavar los ojos en el sendero de Kalikshutra—. Si consiguiésemos que hablara... tal vez conozca algún otro camino por donde subir a este risco de miedo. —Eliot me lanzó una mirada y asintió. Por segunda vez me pareció que iba a decir algo, y por segunda vez se quedó sin habla. Le deseé las buenas noches y lo dejé con los ojos fijos en el rostro de Compton y enjugándole la frente. Estaba claro que ambos teníamos mucho que pensar. De pronto sentí deseos de fumarme una pipa, así que me senté y la encendí, pero debía estar más cansado de lo que creía porque notaba que los párpa­dos se me cerraban. Y sin darme cuenta, con la pipa en la boca, me quedé profundamente dormido.

 

Tuve un sueño extrañísimo, algo nada normal en mí, pues no soy de los que sueñan. Pero lo que soñé aquella noche pare­cía tan vivido y real que no guardaba relación con ningún otro sueño. Veía a nuestra prisionera de pie a mi lado. Yo estaba pe­trificado; sostenía una arma en la mano, pero me quedaba mi­rándola a los ojos y poco a poco iba soltando el revólver, que fi­nalmente se me caía al suelo. El ruido que hacía al caer me despertaba de aquella especie de trance. Miraba a mí alrededor y me daba cuenta de que me hallaba en una empalizada y nues­tros enemigos nos atacaban a oleadas. Pero mis hombres caían y, sin duda, muy pronto serían totalmente aniquilados. Yo te­nía que ayudarlos, tenía que defender la posición, porque de lo contrario acabarían con nosotros, y el regimiento entero su­cumbiría. No obstante, lo horrible era que yo no podía mover­me. Cada vez que lo intentaba, los ojos de aquella mujer me pa­ralizaban; me tenía cogido igual que a una mosca atrapada en una telaraña. Ella se reía. Volvía a mirar a mi alrededor y veía que todos estaban muertos: mis hombres, el enemigo, todos es­taban muertos salvo yo. Me daba cuenta de que incluso la mu­jer que estaba junto a mí estaba muerta, aunque, a pesar de todo, se movía; se alejaba de mí como si fuera una pantera hambrienta. Me sentía terriblemente atraído por ella e intenta­ba seguirla, pero, en aquel momento, sentía que unas manos frías me tiraban de las piernas. Bajaba la mirada y veía que los muertos luchaban por acercarse a mí. En sus ojos había la ex­presión de idiotez que caracteriza la mirada de las personas en­fermas de aquella dolencia de la que me había hablado Eliot. Su tez era blanca y fría como el mármol. Sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo, lograban hacerme caer y me vi se­pultado bajo unos miembros blandos y helados. Reconocía a Compton; tenía su cara pegada a la mía; abría la boca y, de pronto, sus ojos me miraban con una expresión de abominable e infinita voracidad. Iba acercando sus labios a mi cuerpo, y daba la impresión de que fueran a chuparme cual ávidas san­guijuelas. Sabía que iba a nutrirse de mí... Me rozaban la me­jilla... y en aquel momento me desperté. Eliot estaba sacudién­dome.

 

— ¡Despierte, Moorfield! —Decía en voz baja, desesperado—. ¡Se han ido!

 

— ¿Quiénes? —Pregunté poniéndome en pie—. No se referi­rá a la mujer, ¿verdad?

 

—Sí —contestó Eliot lanzándome una extraña mirada—. ¿Ha soñado con ella?

 

Me lo quedé mirando con perplejidad.

 

— ¿Cómo demonios lo sabe?

 

—Porque a mí me ha ocurrido lo mismo. Pero esto no es lo peor —agregó—. Compton también ha desaparecido.

 

— ¿Compton? —repetí mirando a Eliot con incredulidad. Fue tan grande mi horror ante las noticias que acababa de oír que, mucho me temo, le grité sin contemplaciones al bueno del doctor. Pero él se limitó a mirarme fijamente con sus ojos pene­trantes y la cabeza ladeada, lo que acentuaba su parecido con un halcón.

 

— ¿Sigue decidido a proseguir la marcha? —preguntó cuan­do al fin me hube aplacado.

 

No respondí inmediatamente sino que volví a contemplar los picos de las montañas y el sendero que conducía hasta ellos bajo el cielo nocturno himalayo.

 

—Tenemos una baja —dije despacio apretando los puños—. Un soldado británico, uno de mis soldados, Eliot. —Sacudí la cabeza—. Pero, maldita sea, sería un desastre que nos retirára­mos ahora.

 

Eliot se me quedó mirando fijamente un buen rato, sin decir palabra.

 

— ¿Es consciente de que, si siguen por este camino —comen­tó al fin—, los eliminarán?

 

— ¿Tenemos acaso otra alternativa?

 

Eliot volvió a mirarme fijamente sin abrir la boca. Al cabo de un rato se volvió y se encaminó hacia el risco. Yo fui tras él. Pa­recía estar debatiéndose en una lucha interna, de eso me di cuenta, pues yo no estaba tan alterado como para no ver la reali­dad. Al fin volvió su cabeza hacia mí.

 

—No debería decírselo, capitán —afirmó.

 

—Pero lo hará, ¿verdad? —pregunté.

 

—Sí. Porque de lo contrario morirá.

 

—No le tengo miedo a la muerte.

 

Eliot sonrió casi imperceptiblemente.

 

—No se preocupe, únicamente convierto lo cierto en alta­mente probable. —Dejó de sonreír y lanzó una mirada a la pa­red de la montaña que se extendía más allá del paso. Ahora que estábamos justo debajo, apenas podía ver la cima. Era muy alta. Eliot señaló un punto con la mano—. Hay un camino que lleva hasta arriba —dijo. Por lo visto, era un camino de peregrina­ción—. Se llama Durga —me explicó Eliot—, que es otro de los nombres que recibe la diosa Kali y que puede traducirse por «de difícil acceso». Y lo es, en efecto; por eso los brahmanes le otor­gan un valor supremo, pues dicen que un hombre que consigue escalarlo es digno de vislumbrar a la misma Kali. Únicamente los más grandes de los ascetas lo han intentado; sólo aquellos que se han purificado tras largos años de penitencia y medita­ción. Cuando sienten que han alcanzado el estado necesario, se disponen a ascender la montaña rocosa. Muchos no lo con­siguen; gracias a ellos tengo conocimiento de la dificultad del ascenso, porque es lo que cuentan al regresar. Tan sólo unos po­cos lo logran. Cuando llegan a la cima... —se interrumpió—, cuando alcanzan la cima, entonces se les revela la Verdad.

 

— ¿La Verdad? ¿Y qué demonios es eso?

 

—No lo sabemos.

 

—Pues si esos brahmanes la ven, ¿cómo es que no sabemos qué es?

 

Eliot esbozó una ligera sonrisa.

 

—Porque nunca regresan, capitán.

 

— ¿Cómo? ¿No regresan nunca?

 

—No, nunca. —La sonrisa había desparecido del rostro de Eliot, que tenía ahora los ojos fijos en la cumbre de la monta­ña—. Así, pues —murmuró en voz baja y tranquila—, ¿sigue empeñado en ir hasta allí?

 

¡Una pregunta de lo más superflua! Lo dispuse todo para rea­nudar la marcha de inmediato. Escogí al soldado Haggard, el me­jor preparado físicamente de todos mis hombres, y al sargento mayor Cuff, el más fuerte de ellos; ordené que el resto se quedara y aguardara al viejo Pumper y a su tropa; yo esperaba que no tar­darían en llegar. Entre tanto, cuando faltaban todavía varias ho­ras para que amaneciera, mí reducido grupo y yo nos pusimos en camino, ascendiendo primero por las rocas y luego, cuando la cara rocosa de la montaña se hizo empinada y lisa, subiendo por los peldaños que había tallado en la roca desnuda.

 

—Según el brahmán —comentó Eliot—, por aquí se llega a una altiplanicie que se halla a un cuarto de camino. Deberemos cruzarla y luego seguir escalando la montaña.

 

Emprendimos el ascenso con gran esfuerzo. Los peldaños eran toscos, la mayoría de ellos apenas un agujero donde apoyar las puntas de los pies; en ocasiones ni siquiera eso había, de modo que la escalada fue muy ardua y las piernas se resentían. Hacía, además, mucho frío, y empecé a tener calambres. Al cabo de un par de horas, me dije a mí mismo que los brahmanes hu­bieran sido perfectos soldados. ¡Seguro que estaban todos mejor preparados físicamente que nosotros! Me detuve para recobrar el aliento y Eliot, que estaba detrás de mí, me señaló un aflora­miento que había en la roca, por donde subían unos sinuosos y retorcidos peldaños.

 

—Una vez que lleguemos allí —gritó—, habremos dejado atrás lo peor. Después la subida es más suave y la altiplanicie está cerca.

 

¡Pero, santo cielo, cuánta sangre y sudor nos costaría llegar hasta aquella subida más suave! Estaba casi despuntando el día, pero en aquel lugar desolado y expuesto el viento parecía soplar con una fuerza inaudita; chirriantes ráfagas nos azota­ban cruelmente el cuerpo como si quisieran lanzarnos al cielo oscuro y sin nubes, que se extendía bajo nuestros pies oscilan­tes. Fue una experiencia de lo más horrible. Y cuando ya pensa­ba que no cabía nada más espantoso, oí un grito, muy débil, que en seguida ahogó el rugir del viento. Me puse en tensión; tam­bién Eliot parecía petrificado. Cuando las fuertes ráfagas de aire amainaron, oímos un segundo grito, que nos trajo una ráfa­ga procedente de una hondonada. Más allá no veíamos nada, a causa del afloramiento donde estábamos. Se me heló la sangre en las venas; seguir escalando, pensando únicamente dónde po­nía las puntas de los pies, preocuparme sólo por mí y no por mis hombres era una prueba espantosa y, sin embargo, era lo único que podía hacer. En realidad, si no hubiera oído los gri­tos, quizá no habría avanzado con tanta rapidez. Cuando llegué a un lugar seguro, seguí el sendero, que serpenteaba en direc­ción opuesta por la pared rocosa; bajé la vista y vi a lo lejos la hondonada, que se abría como una boca. No obstante, no estaba tan lejos, porque pude distinguir nuestras tiendas de campa­ña. No olvidéis que estaba amaneciendo y que cada vez había más luz, así comprenderéis mi consternación cuando descubrí que no veía a mis hombres. No había ni rastro de ellos. Nada se movía. Nada.

 

Seguí contemplando aquel lugar atentamente, pero era como si la tierra se los hubiera tragado a todos. Pensé en los gri­tos que había oído y reconozco con franqueza que temí lo peor. Y era evidente que el soldado Haggard pensaba lo mismo que yo. Mis tres compañeros estaban a mi lado y, a pesar de mis es­fuerzos por distraerlos, ellos habían visto, igual que yo, el cam­pamento vacío.

 

—Teniendo en cuenta la hora, probablemente habrán ido a dar un paseo, señor —dijo el sargento mayor, imperturbable; después señaló a Haggard y agregó—: Será mejor que lo vigile, señor —me susurró. Y entonces me contó algo que yo descono­cía: que Haggard había formado parte de la expedición que no pudo evitar que secuestraran a lady Westcote; había estado en la zona antes de que ocurriera y había visto cosas muy extrañas. Era un muchacho valiente pero nervioso; por lo general, el sol­dado medio está dispuesto a luchar él solo contra un cuerpo de guerreros zulúes, pero si observa la más mínima señal de que hay vudú de por medio, se echa para atrás como el mayor de los cobardes. Estábamos en aquel momento cruzando la altiplani­cie de una milla más o menos de largo, mas yo sentí deseos de estar todavía escalando, porque no convenía que Haggard tuvie­ra la mente ociosa.

 

Seguimos avanzando extremando las precauciones y pronto llegamos a un sendero sinuoso que discurría entre las rocas y donde podían verse huellas de pisadas recientes. Nos enfilamos cuesta arriba evitando el camino sin perderlo de vista y, al rato, nos encontramos en la base de otra pared montañosa totalmen­te lisa y que parecía aún más imposible de escalar que el risco por el que acabábamos de subir. Eliot se detuvo para escudriñar las rocas que había delante de nosotros.

 

—Ahí —dijo de pronto, señalando con el dedo—. El camino sigue por ahí. —Miré y vi un santuario pintado de colores chillo­nes esculpido en la roca. Di unos pasos hacia adelante lenta­mente, buscando un lugar por donde avanzar que no fuera el sendero, pues, a pesar de la calma aparente, yo estaba en guar­dia; pero al levantar la cabeza sentí la mano de Eliot que me sujetaba—. Espere —susurró—. Los que padecen esta enfermedad son muy sensibles a la luz.

 

Volvió a levantar la mano y a señalar, esta vez hacia el este. Yo dirigí de nuevo la mirada hacia los picos de las montañas, te­ñidos de rosa. Eliot tenía razón; dentro de poco saldría el sol.

 

— ¿A qué esperamos, señor? —susurró Haggard.

 

Con un ademán le indiqué que se callara, pero él negó con la cabeza.

 

—Era a esta hora cuando se llevaron a las Westcote —mur­muró—, a la pobre señora y a su adorable hija; las secuestra­ron, a ellas y a su escolta. Era esta misma hora. La noche se los tragó. —Se puso en pie y miró a su alrededor con desasosiego—. ¡Y ahora vendrán por nosotros!

 

Desesperado, lo agarré para sentarlo de nuevo en el suelo, mas en aquel instante oí que Eliot contenía el aliento y ordenaba casi sin voz que nos quedásemos quietos. Fijé los ojos en el sen­dero que se extendía ante nosotros; vi que algo se movía entre la maleza; eran unos hombres que vestían uniformes rusos, aun­que no podía verles los rostros, pues estaban de espaldas a noso­tros. Uno de ellos se volvió; parecía que estuviera olisqueando el aire. Lanzó una mirada hacia la roca en la que estaban todos ocultos y en aquel momento oí que Haggard murmuraba algo y gemía. Yo también, al contemplar a aquel hombre, sentí que se me encogía el corazón: ¡era el mismo hombre a quien yo había disparado en el cráneo la noche anterior! Reconocí la herida, un revoltijo de hueso y sangre y me quedé helado, porque no com­prendía cómo aquel pobre diablo seguía vivo. ¡Pero lo estaba! Los ojos le brillaban, aunque parecían muy pálidos.

 

— ¡No! —Gritó Haggard de repente—. ¡No! ¡Que no me to­que! ¡Que no me toque!

 

Apuntó el rifle y le disparó en la cara a otro ruso. Se deshizo del sargento mayor, que intentaba contenerlo, y empezó a ga­tear por las rocas hacia el santuario. Eliot soltó un improperio.

 

— ¡Rápido! —chilló—. También nosotros tenemos que salir de aquí corriendo.

 

— ¿Salir corriendo? ¿Huir del enemigo? ¡Eso jamás! —ex­clamé.

 

— ¡Pero si están infectados! —Aulló Eliot—. ¡Mírelos! Hizo un ademán y yo me quedé mirando, horrorizado, al ruso al que había disparado Haggard: aunque despacio, se estaba levantando del suelo. La mandíbula le colgaba del cráneo por un solo tendón. Vi cómo se le abría y se le contraía la garganta, por donde le salía sangre a borbotones, ávida de engullir ali­mento. Dio un paso hacia nosotros; sus camaradas, que se jun­taron tras él, se pusieron a andar despacio, como midiendo los pasos.

 

— ¡Por el amor de Dios! —Volvió a implorarnos Eliot—. ¡Corran!

 

De pronto me agarró y me tiró del brazo. Yo me caí y fui a le­vantarme cuando uno de los rusos se desgajó del grupo y se diri­gía hacia mí cual bestia hambrienta. Fui a levantar el arma para dispararle pero era como si el brazo se me hubiera convertido en plomo. Me quedé mirando al ruso fijamente, tenía los ojos encendidos y una expresión de avidez de lo más repugnante; y, sin embargo, eran unos ojos fríos; la combinación era realmen­te horrible. Involuntariamente di un paso atrás; entonces oí que mis adversarios emitían un extraño sonido, como de energúme­nos; de no haber sonado tan espantoso lo habría llamado risa. De repente el ruso mostró sus dientes y a renglón seguido saltó, literalmente, como si fuera a arrancarme el cuello. Fui a levan­tar las manos para apartarlo de un empujón y, en aquel momen­to, oí un disparo a mis espaldas; el ruso cayó al suelo muerto, con un agujero de bala entre los ojos. Volví la cabeza y vi a Eliot, que todavía tenía el revólver en la mano.

 

—Pensé que no estaba preparado para utilizar una arma —dije.

 

Se encogió de hombros.

 

—Si no queda más remedio —murmuró. Bajó la vista y miró al ruso, que empezó a moverse espasmódicamente al igual que el otro—. Y ahora, capitán —susurró Eliot con gentileza—, y ahora, sargento, ¿tendrán, por el amor de Dios, la amabilidad de venir conmigo y salir corriendo de aquí?

 

Eso es lo que hicimos, por supuesto. Al escribirlo ahora, en mi estudio de Wiltshire, rodeado de todas las comodidades, sé que esto puede parecer muy feo, pero no estábamos huyendo de unos hombres sino de la espantosa enfermedad que pade­cían. ¡Santo cielo! A pesar de estar infectados, se movían con extraordinaria rapidez. Cuando Eliot, el sargento mayor y yo hallamos los peldaños que había junto al santuario y empe­zamos a escalar la montaña, vimos que los rusos se disponían a perseguirnos. Aquellos agujeros hechos en la pared rocosa eran más fáciles de subir que los anteriores y conseguimos enfilarnos con gran rapidez; a pesar de ello, el enemigo nos se­guía, imparable. Supongo que estaban entrenados para ello, pues el soldado ruso es por lo común un bruto de cuerpo ro­busto; a pesar de todo, sin embargo, nuestros perseguidores eran torpes, carecían de agilidad, y, al escalar la roca, parecían inhábiles y atontados; casi se podía decir que su energía prove­nía exclusivamente del deseo de capturarnos. Lo cierto es que cuando se les echaba una mirada de refilón no se tenía la im­presión de estar viendo a seres humanos: en sus rostros había una expresión de avidez y de gula tal que parecían una jauría de dhole —así se llama el perro salvaje de la India— husmean­do nuestra sangre.

 

Como era de esperar, estaban a punto de alcanzarnos; el que más cerca estaba de nosotros casi podía tocarnos con la mano. Yo me harté de darle la espalda; me detuve y me volví para afrontar la situación con valentía.

 

—No —gritó Eliot desesperado, señalando de nuevo los pi­cos de las montañas, al este—. ¡Dentro de nada amanecerá!

 

Pero el ruso estaba ahora demasiado cerca y era imposible escapar. Unos ojos ardientes y fríos me miraban, como antes, de hito en hito. De pronto, mi perseguidor ruso silbó como una ser­piente cuando va a inyectar su veneno; se puso en tensión y se agachó, como si se dispusiera a saltar. En aquel instante, brilló en el cielo el primer rayo de luz y el pico de la montaña quedó recubierto de un resplandor rojo. Mi perseguidor se quedó quie­to y retrocedió, al igual que todos los demás.

 

Sentí entonces el silbido de una bala que me pasó a una pul­gada de la nariz. Fue a dar en la roca y una lluvia de astillas me separó de los rusos. Alcé la mirada y vi a Haggard, que estaba en el borde de un afloramiento, apuntando con el rifle y dispuesto a disparar otra vez.

 

— ¿Qué demonios está haciendo? —chillé—. ¡Haga el favor de bajar inmediatamente!

 

Pero Haggard, que estaba absolutamente destrozado por los nervios, no me hizo caso; es la única vez que un soldado ha de­sobedecido mis órdenes.

 

— ¡No, señor! —gritó—. ¡Son vampiros! ¡Vampiros, señor! ¡Tenemos que aniquilarlos a todos!

 

— ¿Vampiros? —Le lancé una mirada a Eliot, sacudiendo la cabeza, un gesto que Haggard observó y que, me temo, no se tomó demasiado bien.

 

—Todo esto lo he visto ya —dijo a voz en cuello—. Cuando secuestraron a lady Westcote. A lady Westcote y a su adorable hija. ¡Seguro que les chuparon la sangre y ahora nos la van a chupar a nosotros!

 

Naturalmente intenté darle una explicación. Gritando, le dije que había en la región una terrible enfermedad y le pedí a Eliot que confirmara mis palabras, pero Haggard se echó a reír.

 

—Son vampiros —repitió—. ¡Se lo digo yo! ¡Son vampiros!

 

Disparó otra vez pero temblaba como una hoja y erró el tiro. Dio un paso hacia adelante y volvió a apuntar, mas al bajar el ri­fle perdió el equilibrio. Le grité para avisarlo pero fue demasia­do tarde. Disparó, y la bala salió despedida hacia el cielo; Hag­gard iba moviendo desesperadamente los brazos, mientras las piedras se deslizaban bajo sus pies, y luego se precipitó en el va­cío hasta caer, produciendo un espantoso ruido sordo, entre la maleza que había junto al santuario, que amortiguó la caída y debió de salvarle la vida, porque vi cómo luchaba por levantar­se. Pero tenía las piernas y los brazos destrozados y no podía moverse.

 

Nuestros enemigos, entretanto, se habían apiñado y nos contemplaban con sus ojos ardientes y fríos. Desde que había salido el sol habían permanecido bastante quietos, pero ahora, después de ver cómo el pobre Haggard caía por el precipicio, daba la impresión de que estuvieran en tensión y temblaban como si contemplaran la vida con ojos nuevos. Todos miraban a aquel hombre que pugnaba por librarse de la maleza. Se apiña­ron todavía más y emitieron un sonido extraño, como si estuvie­ran muy agitados. Era el mismo sonido que antes había tomado yo por un estallido de risa. Poco a poco fueron retrocediendo, apartándose de nosotros; lentamente, y con la misma torpeza de antes, como si la luz fuera un obstáculo contra el que había que luchar, fueron descendiendo por el risco. Yo los observé, venci­do por la impotencia, hasta que llegaron al santuario y rodearon a Haggard, que estaba tendido en el suelo moviendo los brazos y las piernas entre la maleza. Gritó y de nuevo intentó levantarse, pero fue inútil. Los rusos, que habían estado mirándolo como un gato mira a un ratón, empezaron a acercársele; uno de ellos se precipitó sobre él, y luego otro más y otro más, hasta que es­tuvieron todos codo con codo alrededor de él, con la cabeza in­clinada sobre sus heridas sangrantes.

 

—Dios mío —susurré—. ¿Qué están haciendo?

 

Eliot me lanzó una mirada sin decir nada; ambos habíamos oído hablar de las leyendas de Kalikshutra y ahora veíamos que no se trataba en modo alguno de leyendas. ¡Le estaban chupan­do la sangre! ¡Aquellos demonios —ya no me era posible seguir considerándolos seres humanos— le estaban chupando la san­gre a Haggard! Uno de ellos interrumpió el banquete y se puso en cuclillas; de la boca y por la barbilla le caían hilos de sangre y comprendí que le habían desgarrado el cuello a Haggard. Le disparé, pero me temblaba el brazo y fallé. Aun así, los rusos se retiraron, abandonando el cuerpo de Haggard junto al santua­rio; estaba cubierto de profundos cortes rojos y tenía la piel muy blanca, exangüe. Los rusos me miraron y luego, lentamente, volvieron a devorar su manjar. Yo no intenté impedírselo, pues no estaba en mis manos poder hacer nada.

 

Me volví y reanudé la marcha enfilando el sendero. Estuve mucho, muchísimo tiempo, sin volver la vista hacia abajo.

 

No deseo extenderme en el episodio de la escalada de la ver­tiente rocosa que emprendimos aquel terrible día. Baste con de­cir que casi acaba con nosotros. El ascenso fue espantoso, la al­titud, considerable, y estábamos, además, debilitados por los horrores que habíamos presenciado y que nos habían consumi­do. A media tarde, cuando finalmente el risco empezaba a nive­larse, estábamos llegando al límite de nuestras fuerzas. Hallé un saliente que nos protegería de las ráfagas del viento a la par que de hostiles ojos fisgones. Ordené a mis soldados que se detuvie­ran con el propósito de descansar todos un rato. Me tendí y en un instante me quedé dormido. De repente, me desperté pero no abrí los ojos. Tenía la impresión de haber dormido sólo diez mi­nutos y, sin embargo, me sentía como nuevo; no había soñado nada y mi sueño había sido profundo. De momento no desperta­ría a los demás, me dije. Después de todo, era sólo media tarde. Pero cuando abrí los ojos vi en el cielo negro el resplandor de la pálida luna llena.

 

Lo que se extendía ante mis ojos era de una belleza estremecedora que me dejó estupefacto. Los altos picos del Himalaya y los valles que veía a mis pies, a lo lejos, cubiertos de manchas ne­gras y de las más variadas tonalidades de azul; los jirones de nu­bes que se movían allí abajo, como si fueran el vapor formado al respirar una divinidad que morara en las montañas; y, arriba, inundándolo todo, la luz plateada de la luna ardiente. Me sentí en un mundo en el cual el hombre estaba de más, un mundo que había perdurado y que perduraría por los tiempos de los tiem­pos; un mundo frío, bello y terrible. Me sentí como deben sentir­se con frecuencia los británicos en la India; qué lejos estaba de casa, qué lejísimos me encontraba de lo que constituía mi mun­do. Pensé en el peligro mortal en el que nos hallábamos y me pre­gunté si aquel lugar tan extraño iba a convertirse en mi tumba, si mis huesos reposarían allí, perdidos y desconocidos, lejos de Wiltshire y de mi queridísima esposa, hasta convertirse lenta­mente en polvo bajo el techo del mundo.

 

Pero un hombre de armas no puede extraviarse en semejan­tes pensamientos melancólicos. Nos hallábamos en peligro mortal, eso era harto cierto, y no lo evitaríamos cruzándonos de brazos. Desperté a Cuff y a Eliot y, en cuanto se hubieron levan­tado, proseguimos nuestra marcha. La primera hora no vimos nada digno de ser comentado. El sendero era cada vez más llano y las rocas dieron paso a matorrales. Muy pronto nos hallamos de nuevo en la jungla, donde la vegetación era de una frondosi­dad tal que la luz de la luna no podía penetrarla.

 

—Es muy extraño —dijo Eliot poniéndose en cuclillas para examinar una flor muy grande—. A esta altitud no es normal que crezca este tipo de flora. Sonreí débilmente.

 

—No se inquiete tanto —repuse—. ¿Preferiría que no hubie­se nada que nos sirviera de protección?

 

En el preciso momento en que pronunciaba estas palabras vi un pálido resplandor entre los árboles. Me acerqué y descu­brí un pilar gigante en ruinas, cubierto de lianas, muy trabajado y muy bello, decorado a ambos lados con un collar de calaveras de piedra, que Eliot examinó.

 

—El distintivo de Kali —susurró. Asentí y desenfundé mi arma.

 

A partir de aquel momento, avanzamos furtivamente. Muy pronto vimos más pilares; algunos de ellos estaban derribados en el suelo y casi completamente cubiertos de vegetación; otros, de impresionantes dimensiones, seguían en pie. Pero tenían to­dos la misma decoración: el collar de calaveras. Entre los ár­boles empezaban a abrirse claros y vi que sobre los pilares se levantaba un dintel de color blanco hueso bajo la espesura. Es­taba decorado en un estilo hindú muy florido; la piedra se retorcía como una serpiente y, cuando miré fijamente, uno de los fragmentos retorcidos empezó a moverse; entonces me di cuen­ta de que era, en efecto, una cobra enroscada y gruesa, el espíri­tu guardián de aquel lugar donde parecía habitar la muerte. Ob­servé cómo se internaba en la maleza hasta desaparecer de mi vista. Di unos pasos hacia adelante y noté que estaba pisando mármol. Ante mí vi la piedra iluminada por la luz plateada de la luna y, cuando al fin dejé atrás las sombras de los árboles, ad­vertí que me hallaba rodeado de patios y muros, que seguían en pie pese al constante crecimiento de la vegetación de la jungla que lo cubría todo. ¿Quién había construido este palacio, me pregunté, y quién lo había abandonado? Yo no era ningún ex­perto, pero me pareció que aquel edificio tenía varios siglos. Crucé el patio principal, donde se extendían hileras de colum­nas, que sostenían un techo sobre el cual se levantaban otras. Imaginé que serían el corazón del palacio.

 

Al acercarme más, advertí que estaban esculpidas en forma de mujer. Eran figuras femeninas impúdicas y sensuales, como desgraciadamente suelen ser las esculturas antiguas de la India. Nada diré sobre su aspecto exterior, salvo que estaban casi des­nudas y que resultaban obscenas. Pero, curiosamente, fueron sus rostros lo que más me inquietó. Habían sido esculpidos por una mano extraordinariamente diestra, pues había en ellos ex­presiones de la más absoluta perversidad en la que se mezcla­ban deseo y deleite por igual. Miraban al otro extremo del tem­plo, como si tuvieran los ojos fijos en las estatuas gigantes que yo había vislumbrado desde el exterior. Apreté el paso hasta de­jarlas atrás. Al fin, donde ya no había columnas, vi frente a mí un patio de reducidas dimensiones donde asomaban figuras gi­gantes recortadas por el cielo nocturno y estrellado. Entré, y sentí que el suelo estaba pegajoso; me arrodillé y me pareció que olía a sangre. Toqué las piedras, levanté los dedos a la luz de la luna. No me había equivocado: ¡Tenía las yemas de los dedos teñidas de rojo!

 

Di unos pasos hacia adelante con el propósito de examinar de cerca las estatuas gigantes. Había seis, tres a cada lado, dis­puestas simétricamente sobre unos peldaños. Eran todas muje­res que miraban fijamente hacia arriba, al igual que las mujeres de las columnas. Tenían la mirada clavada en un trono vacío, ante el cual se levantaba otra estatua que representaba una niña pequeña. Aquello era lo más abominable de cuanto había visto.

 

Subí los peldaños para acercarme a aquella escultura y advertí que también aquí el suelo estaba pringoso de sangre. Oí cómo Eliot, que me seguía, se detenía, y me volví. — ¿Qué ocurre? —pregunté.

 

—Mire —repuso Eliot—. ¿La reconoce? —Señalaba la esta­tua que teníamos más cerca. Ahora que habíamos subido los peldaños pudimos ver su rostro, bañado por la resplandeciente luz plateada de la luna. Era, por supuesto, pura coincidencia, pues aquel templo, sin duda alguna, tenía varios siglos de anti­güedad, mas comprendí en seguida qué había querido decir Eliot: el rostro de la estatua era la viva imagen de la mujer que habíamos capturado, la hermosa prisionera que se había fu­gado.

 

Volví la cabeza hacia Eliot. —Tal vez sea una tatarabuela —bromeé. Pero Eliot no sonrió. Tenía la cabeza ladeada, como si estu­viera intentando discernir un ruido.

 

— ¿Qué sucede? —pregunté. Hasta unos segundos después no me contestó.

 

— ¿No ha oído nada? —preguntó al fin. Sacudí la cabeza y Eliot se encogió de hombros—. Habrá sido el viento —dijo son­riendo débilmente—. O tal vez los latidos de mi corazón.

 

Me disponía a subir otro peldaño en dirección al trono vacío cuando, súbitamente, Eliot me dejó paralizado.

 

—Escuche —dijo—. ¿Lo oye ahora? —Escuché y esta vez me pareció, en efecto, oír un débil ruido lejano. Parecían tambores, pero no los tambores que se oyen en Occidente, sino las tablas indias, con su característico ritmo hipnótico y repetitivo. Aquel ruido procedía de debajo el trono vacío. Me arrastré hasta él, puse la mano en su brazo y en aquel momento sentí un escalo­frío de espanto; el miedo hizo presa en mí hasta tal punto que por poco me tambaleo. Al mirar abajo, advertí que el trono esta­ba absolutamente empapado de sangre, huesos y tripas, y mon­tones de carne.

 

— ¿Son de macho cabrío? —pregunté mirando a Eliot, que se inclinó y miró algo que parecía un corazón. Mi compañero se quedó petrificado y meneó lentamente la cabeza.

 

Los redobles de las tablas se oían con más claridad, y cada vez más acelerados. Debajo del trono había un muro casi en rui­nas, a punto de derrumbarse; me acerqué a él, me agaché y miré por una grieta. Me quedé helado: estaba contemplando las ruinas de una ciudad extraordinaria, cubierta, al igual que el pala­cio, de lianas y árboles, aunque, al parecer, estaba habitada por unos seres de aspecto extraño que se movían con torpeza y se apartaban de nosotros con paso vacilante. Se dirigían, más allá de los arcos resquebrajados y los pilares de la ciudad, hacia una asamblea que no estaba al alcance de nuestra vista, porque ha­bía un muro que nos impedía verla. A lo lejos vi el destello de unas llamas y me pregunté qué significaría todo aquello, pues recordé que la luz les provocaba horror a los seres afectados por aquella enfermedad. Dominaba la escena un templo colosal; era la torre que había vislumbrado no hacía mucho en la jungla e incluso a cierta distancia pude ver con claridad que el exterior estaba integrado por un sinfín de estatuas, que se veían a con­traluz con las estrellas y la base estaba iluminada por la luz na­ranja de las llamas.

 

Vi que Eliot estaba averiguando la dirección del viento. —No hay problema —dijo—, la brisa está a nuestro favor. — ¿Cómo dice, señor? —preguntó el sargento mayor. —Quiero decir que no podrán olfatearnos —explicó Eliot—. Ya se habrán dado cuenta de que a veces se detienen y olisquean el aire. —Nos miró fijamente a los dos. De su rostro había desa­parecido toda contención y en sus ojos ardía el entusiasmo de quien busca la verdad. Se volvió y contempló la inmensa torre—. La persecución ha dado comienzo, amigos míos —anunció—. Debemos seguir, a ver qué encontramos.

 

Nos arrastramos a gatas quizá un cuarto de milla. De vez en cuando, abajo veíamos figuras que andaban torpemente, pero estábamos bien escondidos y no nos divisaron ni nos olieron. La torre, altísima, era impresionante; empezamos a oír otros ins­trumentos, además de los tambores: sitars y flautas, cuyos la­mentos sonaban como los de los fantasmas de la ciudad en rui­nas. Los redobles de los tambores eran cada vez más rápidos y parecía que iban a alcanzar un climax que nosotros no podía­mos entrever, pues el muro seguía tapándonos la vista; yo cada vez estaba más impaciente por ver qué había allí abajo. Cuando el ritmo de las tablas se aceleró, avanzamos más de prisa hasta que nos hallamos corriendo en terreno abierto, donde había un número menor de ruinas, lianas y árboles, de modo que casi es­tábamos totalmente al descubierto, sin ninguna protección. En un momento dado, tuve la impresión de que nos habían visto, pues un grupo de habitantes de las estribaciones, que andaban con paso vacilante igual que el resto, se volvieron y pude distin­guir el brillo de sus ojos; su mirada, sin embargo, era inexpre­siva y estaba claro que no nos habían reconocido. Esperamos hasta que hubieron avanzado, y nos acercamos gateando al muro, que debió haber sido antaño la muralla que rodeaba la ciudad que ahora estaba en ruinas. Seguía siendo, a pesar del paso del tiempo, una construcción imponente, aunque un poco ruinosa. Trepamos por ella con esfuerzo. Al fin, llegamos a la parte superior, justo en el momento en que el redoble de las ta­blas se hizo si cabe más violento y el lamento de los sitars pare­cía elevarse hasta las estrellas. Oímos un fuerte grito de la multi­tud, que sonó como un grito de alegría y a la vez un sollozo, y a continuación un chirrido. Me arrastré un poco más y puse el ojo en una grieta que había en la muralla.

 

Me quedé agachado en silencio. Más allá de la muralla, ha­bía reunidas más de cien personas; de sus bocas no salía ni un sonido, y estaban completamente inmóviles. Me daban la espal­da y miraban lo que parecía un muro de fuego. Las llamas se elevaban intermitentes desde un agujero que había en la piedra; sobre ellos, a bastante altura, había un único puente, estrecho, ricamente ornado y en forma de arco. Del puente se llegaba a un sendero que discurría tortuoso por un risco empinado por don­de se accedía al templo. Éste, al parecer, estaba construido en la misma roca y se erigía, enorme y amenazador, por encima de nosotros. La profusión de estatuas ahora se veía con más clari­dad; vi que estaban pintadas de negro y de varios y violentos to­nos rojizos. Sin saber por qué, me descorazoné; al fijar los ojos en la cúspide sentí que me fallaban las fuerzas.

 

Desde las profundidades se elevó una llama particularmente vivida y gracias a su resplandor anaranjado distinguí un objeto horrible. Era una estatua de Kali. Su rostro era hermoso, y por ello mismo resultaba aún más espantoso, pues rezumaba una increíble crueldad y era de una viveza tal que por un momento pensé que la estatua era un ser humano que, además, me estaba mirando de fijamente. Advertí que todos los integrantes de la multitud la contemplaban, absortos; yo también la examiné es­forzándome por averiguar qué secreto guardaba para cautivar y anonadar a toda aquella muchedumbre. Tenía cuatro brazos; dos de ellos estaban levantados y en las manos vi que tenía unos ganchos; los dos de abajo sostenían cada uno sendos cuencos vacíos. Los pies estaban unidos a una base de metal, unida a su vez a unas ruedas dentadas. Oí otro chirrido; la estatua empezó a moverse y me di cuenta de que la base era una máquina que servía para hacerla girar. La muchedumbre lanzó gemidos; fue un ruido tremendo y perverso, en el que me pareció detectar vo­racidad y futuros desenfrenos. En aquel momento sentí que Eliot me daba unos golpecitos en la espalda. —O mucho me equivoco o... —dijo. — ¿Sí?

 

Hizo un ademán con la mano. —Aquél es Compton, ¿verdad?

 

Miré en la dirección que me había indicado. Al principio no entendía de qué me estaba hablando, pues sólo vi un grupo de salvajes con los rostros paralizados e inexpresivos, y las ropas raídas y manchadas de sangre. Pero luego sentí que el corazón latía aceleradamente.

 

—Dios mío —musité. Me quedé mirando fijamente a aquel hombre que había sido mi soldado y que ahora estaba mancha­do de sangre y tenía la mirada vacía—. Eliot —dije absoluta­mente aterrado—, ¿no podemos hacer nada por él?

 

Eliot me miró muy serio con unos ojos penetrantes en los que se traslucía, a su pesar, su profunda desesperación.

 

—Lo siento, capitán. —Hizo una pausa—. Lo cierto es que de momento no puedo hacer nada. Esta enfermedad, por lo vis­to, es más devastadora de lo que yo, ni en los peores momentos, imaginé... —Una súbita expresión de severidad ensombreció su rostro—. Debe olvidar a este hombre, capitán; ya no es su solda­do. Y no se acerque a él, porque sospecho que una mordedura o incluso un simple arañazo serían fatales.

 

Volví a echarle una ojeada a Compton. Lo que acababa de decir Eliot era totalmente cierto: no guardaba ningún parecido con un ser humano, ninguno; era como si estuviera muerto. Y entonces, en cuanto me hube dicho esto, observé que empezaba a cambiar, y no para mejor. La cara se le retorció, los dientes le rechinaban y su expresión fue transformándose hasta convertir­se en la de un salvaje imbécil. Empezó a gemir, al igual que to­dos los demás, y me pregunté qué significaba aquello y qué presa­giaba. La música alcanzó un tono frenético, y la multitud parecía excitada y enfervorizada. De pronto, elevándose por en­cima del estrépito general, se oyó un grito horripilante; espero no volver a oír nunca nada igual en la vida, porque se me metió en la sangre y me heló por dentro. La multitud guardó silencio, pero vi que en sus ojos ardía una indescriptible voracidad. Vol­vió a oírse otro grito, que rasgó la noche; esta vez procedía de al­gún lugar más cercano a nosotros. Lentamente, la muchedum­bre empezó a dispersarse. El ritmo de las tablas se aceleró cada vez más.

 

De la oscuridad surgió una procesión de unos pobres des­graciados atados unos a otros con cadenas alrededor del cuello y con cuerdas. Al frente había dos hombres que llevaban unifor­mes rusos; tenían el rostro inexpresivo, como el de Compton, y en el vientre de uno de ellos vi heridas de bala. Lo reconocí en seguida: era el soldado que habíamos abatido en el paso de Kalibari y al que dimos por muerto. Y, sin embargo, ahí estaba, al frente de una cadena de presidiarios, que debieron de ser en el pasado sus camaradas, pues uno de los prisioneros lanzaba gri­tos en ruso; le estaba chillando a sus guardias y comprendí que los gritos que habíamos oído antes los había proferido él. Aho­ra, su desesperación parecía, si cabe, más honda. Me pregunté qué podía inspirar aquel indecible horror. El guardia lo abofe­teó; el desgraciado sollozó y calló. Un silencio total envolvió aquella terrible escena. La procesión se detuvo cerca de la esta­tua de Kali. Escudriñé a los prisioneros puestos en fila. Había más rusos, y otros hombres y mujeres, e incluso una criatura de siete u ocho años, que procedían de las colinas que hay al pie de las montañas.

 

—Señor —musitó el sargento mayor—. ¡La retaguardia!

 

Miré y lancé una maldición para mis adentros, pues distin­guí a los soldados a los que había confiado la vigilancia del paso de Kalibari. Estaban atados por el cuello, como si fueran reses. Uno de ellos le lanzó una mirada a Compton, pero no dio a en­tender que lo hubiera reconocido. No había más que degenera­ción y perversa voracidad en sus ojos.

 

De pronto oí que una voz de mujer me susurraba algo dentro de mí. Fue extrañísimo. Estoy ahora medio tentado de pensar que fueron todo imaginaciones mías, pero Eliot y Cuff también comentaron más tarde haber oído la misma voz cantarina y me­lodiosa. ¿Qué era? ¿C&oa


Date: 2015-12-17; view: 750


<== previous page | next page ==>
UN DESCUBRIMIENTO ABOMINABLE | LA MALDICIÓN DEL BRAHMÁN
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.044 sec.)