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Navidad en la sala reservada 2 page

—Creo que le voy a dejar el regalo aquí —dijo Hermione. Puso el paquete en medio del hueco de los trapos y de las mantas y cerró la puerta sin hacer ruido—. Ya lo encontrará más tarde.

—Por cierto —comentó Sirius al salir de la despensa con un enorme pavo mientras ellos cerraban la puerta del armario—, ¿alguien ha visto a Kreacher últimamente?

—Yo no lo he visto desde la noche en que volvimos aquí —contestó Harry—. Le ordenaste que saliera de la cocina.

—Sí... —repuso Sirius con el entrecejo fruncido—. Creo que ésa fue también la última vez que lo vi yo... Debe de estar escondido arriba.

—No puede haberse marchado, ¿verdad? —añadió Harry—. A lo mejor, cuando le dijiste que se largara, interpretó que querías que se marchara de la casa.

—No, no, los elfos domésticos no pueden marcharse a menos que les regalen ropa. Están atados a la casa de su familia —respondió Sirius.

—Pueden dejar la casa si de verdad quieren hacerlo —lo contradijo Harry—. Dobby se marchó de la casa de los Malfoy hace tres años para avisarme de que corría peligro. Después tuvo que autocastigarse, pero de todos modos lo hizo.

Sirius se quedó pensativo un momento, y luego dijo:

—Ya lo buscaré más tarde, supongo que lo encontraré arriba llorando a lágrima viva sobre los bombachos[306] de mi madre o algo así. Aunque podría haberse ahogado en el depósito de agua caliente. Pero no, no caerá esa breva[307].

Fred, George y Ron rieron; Hermione, en cambio, miró a Sirius con expresión de reproche.

Después de la comida de Navidad, los Weasley, Harry y Hermione planearon ir de nuevo a visitar al señor Weasley, escoltados por Ojoloco y Lupin. Mundungus llegó a tiempo para compartir con ellos el pudín de Navidad y los bizcochos borrachos; había «pedido prestado» un coche para la ocasión porque el metro no funcionaba ese día. Mundungus había realizado un hechizo en el coche para agrandarlo (Harry dudaba mucho que lo hubiera cogido con el consentimiento de su propietario), igual que habían hecho con el Ford Anglia de los Weasley. Aunque por fuera tenía las proporciones normales, dentro cabían cómodamente diez personas, incluido Mundungus, que iba al volante. La señora Weasley se lo pensó antes de entrar (Harry se dio cuenta de que ella seguía teniéndole poca simpatía a Mundungus y de que no le hacía ninguna gracia viajar sin magia), pero finalmente se impusieron el frío que hacía en la calle y las súplicas de sus hijos, y se sentó en el asiento trasero entre Fred y Bill de buen talante.

El viaje hasta San Mungo fue rápido porque había muy poco tráfico. Asimismo, había un discreto goteo de magos[308] y de brujas que iban con disimulo por la calle desierta hacia el hospital. Harry y los demás salieron del coche y Mundungus aparcó en la esquina y se quedó esperándolos. Fueron caminando con toda tranquilidad hasta el escaparate donde estaba el maniquí vestido con el pichi de nailon verde, y una vez allí, uno a uno, atravesaron el cristal.



En la recepción reinaba una agradable atmósfera festiva: habían pintado de rojo y dorado las esferas de cristal que iluminaban San Mungo para que parecieran gigantescas y relucientes bolas de Navidad; había acebo colgado alrededor de las puertas, y en todos los rincones resplandecían unos relucientes árboles de Navidad blancos, cubiertos de nieve mágica y carámbanos de hielo y adornados con una brillante estrella de oro en lo alto. El vestíbulo no estaba tan abarrotado como la última vez que estuvieron allí, aunque hacia la mitad de la sala Harry tuvo que esquivar a una bruja que llevaba una mandarina metida en el orificio izquierdo de la nariz.

—Pelea familiar, ¿verdad? —dijo la bruja rubia que había detrás del mostrador con una sonrisita de suficiencia—. Son ustedes los terceros que veo hoy... Daños Provocados por Hechizos, cuarta planta.

Encontraron al señor Weasley sentado en la cama con los restos del pavo en una bandeja sobre el regazo y con expresión avergonzada.

—¿Va todo bien, Arthur? —le preguntó la señora Weasley cuando todos lo hubieron saludado y le hubieron dado sus regalos.

—Sí, sí, todo bien —contestó él, aunque no muy convencido—. Oye, no habéis... No habréis visto al sanador Smethwyck, ¿verdad?

—No —dijo la señora Weasley con recelo—. ¿Por qué? —Por nada, por nada —contestó el señor Weasley quitándole importancia, y empezó a abrir los regalos—. Bueno, ¿lo habéis pasado bien? ¿Qué os han regalado por Navidad? ¡Oh, Harry, esto es maravilloso! —Acababa de abrir el regalo de Harry: un rollo de alambre fusible y un juego de destornilladores.

La señora Weasley no pareció quedar muy satisfecha con la respuesta de su marido, y cuando éste se inclinó para estrechar la mano de Harry, ella le miró el vendaje que llevaba debajo del pijama.

—Arthur —dijo con tono cortante, y su voz sonó como el chasquido de una ratonera—, te han cambiado los vendajes. ¿Por qué lo han hecho un día antes, Arthur? Me dijeron que no te los cambiarían hasta mañana.

—¿Qué? —dijo el señor Weasley, asustado, y se tapó con las sábanas hasta la barbilla—. No, no, no es nada, es que... —El señor Weasley se desinfló bajo la penetrante mirada de su esposa—. Mira, Molly, no te enfades, pero Augustus Pye tuvo una idea... Es el sanador en prácticas, ¿sabes?, un joven encantador, y muy interesado en la... humm... medicina complementaria... Ya sabes, esos remedios muggles... Bueno, se llaman «puntos», Molly, y dan muy buenos resultados en... en los muggles.

La señora Weasley emitió un ruido amenazador, entre un chillido y un gruñido. Lupin se alejó de la cama del señor Weasley y se acercó a la del hombre lobo, que no tenía visitas y contemplaba con nostalgia el corro que se había formado alrededor de su vecino. Bill murmuró que iba a ver si podía tomarse una taza de té, y Fred y George, sonriendo, se ofrecieron rápidamente para acompañar a su hermano.

—¿Me estás diciendo que has estado tonteando[309] con remedios muggles[310]? —masculló la señora Weasley subiendo la voz con cada palabra que pronunciaba, sin darse cuenta, al parecer, de que las personas que la acompañaban se escabullían para ponerse a cubierto.

—Tonteando no, Molly, querida —respondió el señor Weasley con tono suplicante—, no es más que... algo que a Pye y a mí nos pareció oportuno probar... Sólo que, desgraciadamente... Bueno, con este tipo de heridas... no parece funcionar tan bien como esperábamos...

—¿Y eso qué quiere decir con exactitud?

—Pues..., bueno, no sé si sabes qué son los puntos...

—Suena como si hubieras intentado coserte la piel —repuso la señora Weasley, y soltó una risotada amarga—, pero no creo que tú seas tan estúpido, Arthur...

—Yo también me tomaría una taza de té —dijo Harry, y se puso en pie.

Hermione, Ron y Ginny casi echaron a correr hacia la puerta con él. Cuando ésta se cerró tras ellos, oyeron gritar a la señora Weasley:

—¿QUÉ QUIERE DECIR QUE MÁS O MENOS ES ESO?

—Típico de papá —comentó Ginny, moviendo la cabeza, cuando enfilaron el pasillo—. Puntos, ya me dirás[311]...

—Pues funcionan muy bien con heridas no mágicas —dijo Hermione, imparcial—. Supongo que el veneno de la serpiente los disuelve o algo así. ¿Dónde estará el salón de té?

—En la quinta planta —indicó Harry al recordar el directorio que había detrás del mostrador de recepción.

Recorrieron el pasillo, pasaron por unas puertas dobles y encontraron una desvencijada escalera, a cuyos lados había otros retratos de sanadores de aspecto brutal. Mientras subían por ella, varios les dirigieron la palabra para diagnosticarles extrañas dolencias y proponerles espantosos remedios. Ron se ofendió muchísimo cuando un mago de la época medieval le gritó que era evidente que sufría un caso grave de spattergroit.

—¿Y se puede saber qué es eso? —le preguntó enfadado al sanador, que lo siguió pasando por seis retratos al mismo tiempo que apartaba a sus ocupantes.

—Una afección gravísima de la piel, joven amigo, que te la dejará más marcada y fea de lo que ya la tienes.

—¡Mucho cuidado con quien te metes! —le espetó Ron. Se le estaban poniendo las orejas coloradas.

—El único remedio que existe consiste en coger el hígado de un sapo, atárselo con fuerza alrededor del cuello, quedarse desnudo bajo la luna llena en un barril lleno de ojos de anguila...

—¡Yo no tengo spattergroit!

—Pues esas antiestéticas manchas que tienes en el rostro, joven amigo...

—¡Son pecas! —gritó Ron furioso—. ¡Vuelve a tu cuadro y déjame en paz!

Entonces miró a los demás, que hacían un esfuerzo por poner cara seria.

—¿Qué planta es ésta?

—Me parece que es la quinta —dijo Hermione. —No, es la cuarta —rectificó Harry—, todavía nos queda una por...

Pero al llegar al rellano se paró en seco y se quedó mirando la pequeña ventana que había en las puertas dobles que señalaban el inicio de un pasillo que llevaba el letrero de «DAÑOS PROVOCADOS POR HECHIZOS». Un hombre los miraba con la cara pegada contra el cristal. Tenía el cabello rubio y ondulado, unos brillantes ojos azules y una amplia sonrisa ausente que dejaba ver unos dientes asombrosamente blancos.

—¡Vaya! —exclamó Ron, que también había visto a aquel individuo.

—¡Por las barbas de Merlín! —dijo de pronto Hermione, perpleja—. Pero ¡si es el profesor Lockhart!

Su antiguo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras abrió las puertas y echó a andar hacia ellos. Llevaba una larga camisa de dormir de color lila.

—¡Hola, muchachos! —los saludó—. Habéis venido a pedirme un autógrafo, ¿verdad?

—No ha cambiado mucho, ¿eh? —le susurró Harry por lo bajo a Ginny, que sonrió.

—¿Cómo..., cómo está, profesor? —le preguntó Ron.

Parecía que se sentía un poco culpable, porque había sido su varita estropeada la que había dañado hasta tal punto la memoria del profesor Lockhart que lo habían enviado a San Mungo. Pero Harry no sentía mucha lástima por el profesor, pues, antes de que eso ocurriera, Lockhart había intentado borrarles permanentemente la memoria a Ron y a él.

—¡Muy bien, gracias! —respondió Lockhart, desbordante de entusiasmo, y sacó una maltratada pluma de pavo real de su bolsillo—. A ver, ¿cuántos autógrafos queréis? ¡Ahora ya puedo escribir con letra cursiva!

—Esto..., ahora no queremos ninguno, gracias —contestó Ron, y miró arqueando las cejas a Harry, que preguntó:

—Profesor, ¿lo dejan pasearse por los pasillos? ¿No debería estar en una sala?

La sonrisa del rostro de Lockhart se esfumó poco a poco. El hombre se quedó mirando fijamente a Harry, y luego dijo:

—¿Nos conocemos?

—Pues... sí. Usted nos daba clases en Hogwarts, ¿no se acuerda?

—¿Clases? —repitió Lockhart un tanto agitado—. ¿Yo? ¿En serio? —Entonces la sonrisa volvió a aparecer en sus labios, tan de repente que los chicos casi se asustaron—. Seguro que os enseñé todo cuanto sabéis, ¿verdad? Bien, ¿y qué hay de esos autógrafos? ¿Os parece bien que os firme una docena? ¡Así podréis regalar unos cuantos a vuestros amiguitos y nadie se quedará sin uno!

Pero entonces una cabeza asomó por una puerta que había al fondo del pasillo y una voz dijo:

—Gilderoy, niño travieso, ¿ya te has escapado otra vez? —Una sanadora de aspecto maternal, que llevaba una corona de espumillón en el pelo[312], echó a andar por el pasillo sonriendo cariñosamente a Harry y a los demás—. ¡Oh, Gilderoy, pero si tienes visitas! ¡Qué maravilla, y el día de Navidad! ¿Sabéis qué? Nunca recibe visitas, pobrecillo, y no me lo explico porque es un encanto, ¿verdad, corazón?

—¡Les estoy firmando autógrafos! —explicó Gilderoy a la sanadora con una amplia sonrisa—. ¡Quieren un montón de autógrafos, dicen que no se irán sin ellos! ¡Espero tener suficientes fotografías!

—¿Habéis visto? —dijo la sanadora, y cogió a Lockhart por el brazo y le sonrió afectuosamente, como si fuera un niño precoz de dos años—. Antes era muy famoso; creemos que su afición por firmar autógrafos es una señal de que empieza a recuperar la memoria. ¿Queréis venir por aquí? Está en una sala reservada, ¿sabéis?; ha debido de escaparse mientras yo repartía los regalos de Navidad porque normalmente la puerta está cerrada... Pero ¡no es peligroso! En todo caso... —bajó la voz hasta reducirla a un susurro— podría ser un peligro para sí mismo, pobre angelito... No sabe quién es, y a veces sale y no recuerda el camino de regreso... Habéis sido muy amables al venir a visitarlo.

—Esto... —dijo Ron señalando en vano el piso de arriba—, en realidad nosotros sólo... —Pero la sanadora les sonreía con expectación, y el débil murmullo de «íbamos a tomarnos una taza de té» se perdió en el aire. Los chicos se miraron sin poder hacer nada, y luego siguieron a Lockhart y a su sanadora por el pasillo—. No nos quedemos mucho rato, por favor —imploró Ron en voz baja.

La sanadora apuntó con la varita a la puerta de la Sala Janus Thickey y murmuró: «¡Alohomora!» La puerta se abrió, y la sanadora entró en la sala, precediendo a los demás y llevando sujeto con firmeza a Gilderoy por el brazo hasta que lo hubo sentado en una butaca, junto a su cama.

—Ésta es nuestra sala para los pacientes que tienen que pasar una larga temporada en el hospital —explicó a Harry, Ron, Hermione y Ginny en voz baja—. Es decir, para los que han sufrido daños por hechizos. Con un tratamiento intensivo de pociones y encantamientos curativos, y con algo de suerte, conseguimos que mejoren un poco, desde luego. Gilderoy, por ejemplo, empieza a recordar vagamente quién es; y también hemos apreciado una notable mejoría en el señor Bode: parece que está recobrando muy bien la capacidad del habla, aunque todavía no se expresa en ningún idioma que hayamos podido reconocer. Bueno, tengo que seguir repartiendo los regalos de Navidad. Os dejo con él para que podáis charlar tranquilamente.

Harry miró la sala, en la que había indicios inconfundibles de que era un hogar permanente para los enfermos. Alrededor de las camas se veían muchos más efectos personales que en la sala del señor Weasley; el trozo de pared que abarcaba la cabecera de la cama de Gilderoy, por ejemplo, estaba empapelado con fotografías suyas en las que sonreía mostrando los dientes y saludaba con la mano a los recién llegados. Gilderoy había firmado muchas de aquellas fotografías con una letra deshilvanada e infantil. En cuanto la sanadora lo sentó en la butaca, Gilderoy cogió un montón de ellas y una pluma, y empezó a estampar su firma febrilmente.

—Puedes meterlas en sobres —le dijo a Ginny, y fue echándoselas en el regazo, una a una, a medida que terminaba de firmarlas—. No me han olvidado, qué va, todavía recibo muchas cartas de admiradores... Gladys Gudgeon me escribe una cada semana... Me encantaría saber por qué... —Hizo una pausa, con gesto de desconcierto; luego volvió a sonreír y siguió firmando con renovada energía—. Supongo que será sencillamente por lo guapo que soy...

En la cama de enfrente, un mago de rostro amarillento y un aire de profunda tristeza estaba tumbado contemplando el techo; murmuraba para sí y parecía que no se había dado cuenta de que alguien había entrado en la sala. Dos camas más allá había una mujer cuyo rostro estaba cubierto de pelo; Harry recordó que algo similar le había pasado a Hermione durante el segundo curso, aunque, por fortuna, en su caso los daños no habían sido permanentes. Al fondo de la sala, unas cortinas con estampado de flores tapaban dos camas para que los ocupantes y sus visitas tuvieran un poco de intimidad.

—Toma, Agnes —le dijo la sanadora alegremente a la mujer con la cara cubierta de pelo, y le entregó un montoncito de regalos de Navidad—. ¿Lo ves? ¡No se han olvidado de ti! Además, tu hijo ha enviado una lechuza para decir que esta noche vendrá a visitarte. ¿Estás contenta? —Agnes soltó unos fuertes ladridos—. Y mira, Broderick, te han enviado una planta y un calendario precioso con bonitas ilustraciones de un hipogrifo diferente en cada mes. Seguro que te animarán, ¿verdad? —afirmó la sanadora mientras se acercaba al hombre que yacía murmurando por lo bajo; puso una planta feísima con largos y oscilantes tentáculos en su mesilla de noche y colgó el calendario en la pared con un movimiento de su varita mágica—. Y... ¡Oh, señora Longbottom! ¿Ya se marcha?

Harry giró la cabeza con rapidez. Habían descorrido las cortinas que ocultaban las dos camas del fondo de la sala, y dos visitantes iban por el pasillo: una anciana bruja de aspecto imponente, que llevaba un largo vestido verde, una apolillada piel de zorro y un sombrero puntiagudo decorado con un buitre disecado; y detrás de ella, con aire profundamente deprimido, iba... Neville.

De pronto Harry comprendió quiénes debían de ser los pacientes de las camas del fondo. Miró alrededor con urgencia en busca de algo con lo que distraer a los demás, para que Neville pudiera salir de la sala sin ser visto y sin que le hicieran preguntas, pero Ron también había levantado la cabeza al oír el apellido «Longbottom», y antes de que Harry pudiera impedírselo, gritó: «¡Neville!»

Éste dio un brinco y se encogió, como si una bala hubiera pasado rozándole la cabeza.

—¡Somos nosotros, Neville! —exclamó Ron, muy contento, poniéndose en pie—. ¿Has visto...? ¡Lockhart está aquí! ¿A quién has venido a visitar tú?

—¿Son amigos tuyos, Neville, tesoro? —preguntó gentilmente la abuela de Neville, y se acercó a ellos.

Parecía que Neville deseaba estar en cualquier otro sitio. Un intenso rubor se estaba extendiendo por sus rollizas mejillas, y no se atrevía a mirar a los ojos a ninguno de sus compañeros.

—¡Ah, sí! —exclamó su abuela mirando fijamente a Harry, y le tendió una apergaminada mano con aspecto de garra para que él se la estrechara—. Sí, claro, ya sé quién eres. Neville siempre habla muy bien de ti.

—Gracias —repuso Harry, y le estrechó la mano. Neville no lo miró: se quedó observándose los pies mientras el rubor de su cara se iba haciendo más y más intenso.

—Y es evidente que vosotros dos sois Weasley —continuó la señora Longbottom, y ofreció majestuosamente su mano primero a Ron y luego a Ginny—. Sí, conozco a vuestros padres, no mucho, desde luego, pero son buena gente, son buena gente... Y si no me equivoco, tú debes de ser Hermione Granger. —A Hermione le sorprendió mucho que la señora Longbottom supiera su nombre, pero de todos modos también le dio la mano—. Sí, Neville me lo ha contado todo sobre ti. Sé que lo has ayudado a salir de unos cuantos apuros, ¿verdad? Mi nieto es buen chico —afirmó mirando a Neville con severidad, como si lo evaluara, y lo señaló con su huesuda nariz—, pero me temo que no tiene el talento de su padre. —Y esta vez señaló con la cabeza las dos camas del fondo de la sala, lo que provocó que el buitre disecado oscilara peligrosamente.

—¿Cómo? —dijo Ron, perplejo. A Harry le habría gustado darle un pisotón, pero eso es algo que resulta mucho más difícil hacer sin que los demás se den cuenta cuando llevas vaqueros en lugar de túnica—. ¿Ese de allí es tu padre, Neville?

—¿Qué significa esto? —preguntó la señora Longbottom con brusquedad—. ¿No has hablado de tus padres a tus amigos, Neville? —Éste inspiró hondo, miró al techo y negó con la cabeza. Harry jamás había sentido tanta lástima por alguien, pero no se le ocurría ninguna forma de ayudar a Neville para salir de aquel apuro—. ¡No tienes nada de que avergonzarte! —exclamó la señora Longbottom con enojo—. ¡Deberías estar orgulloso, Neville, muy orgulloso! Tus padres no entregaron su salud y su cordura para que su único hijo se avergüence de ellos, ¿sabes?

—No me avergüenzo —dijo Neville con un hilo de voz. Seguía sin mirar a Harry y a los demás. Ron se había puesto de puntillas para mirar a los pacientes de las dos camas.

—¡Pues tienes una forma muy peculiar de demostrarlo! —le reprendió la señora Longbottom—. A mi hijo y a su esposa —prosiguió volviéndose con gesto altivo hacia Harry, Ron, Hermione y Ginny— los torturaron hasta la demencia los seguidores de Quien-vosotros-sabéis. —Hermione y Ginny se taparon la boca con las manos. Ron dejó de estirar el cuello para mirar a los padres de Neville y puso cara de pena—. Eran Aurores, y muy respetados dentro de la comunidad mágica —continuó la señora Longbottom—. Ambos tenían dones extraordinarios, y... Sí, Alice, querida, ¿qué quieres?

La madre de Neville, en camisón, se acercaba caminando lentamente por el pasillo. Ya no tenía el rostro alegre y regordete que Harry había visto en la vieja fotografía de la primera Orden del Fénix que le había enseñado Moody. Ahora tenía la cara delgada y agotada, los ojos parecían más grandes de lo normal y el pelo se le había vuelto blanco, ralo y sin vida. Tal vez no quisiera decir nada, o quizá fuera incapaz de hablar, pero le hizo unas tímidas señas a Neville y le tendió algo con la mano.

—¿Otra vez? —dijo la señora Longbottom con un deje de hastío—. Muy bien, Alice, querida, muy bien... Neville, cógelo, ¿quieres? —Pero Neville ya había estirado el brazo, y su madre le puso en la mano un envoltorio de Droobles, el mejor chicle para hacer globos[313]—. Muy bonito, querida —añadió la abuela de Neville con una voz falsamente alegre, y dio unas palmadas en el hombro a su nuera.

Sin embargo, Neville dijo en voz baja:

—Gracias, mamá.

Su madre se alejó tambaleándose por el pasillo y tarareando algo. Neville miró a los demás con expresión desafiante, como si los retara a reírse, pero Harry no creía haber visto en su vida nada menos divertido que esa situación.

—Bueno, será mejor que volvamos —dijo la señora Longbottom con un suspiro, y se puso unos largos guantes verdes—. Ha sido un placer conoceros. Neville, tira ese envoltorio a la papelera, tu madre ya debe de haberte dado suficientes para empapelar tu dormitorio.

Pero cuando se marchaban, Harry vio que Neville se metía el envoltorio del chicle en el bolsillo.

La puerta se cerró detrás de ellos.

—No lo sabía —comentó Hermione, que parecía a punto de llorar.

—Yo tampoco —dijo Ron con voz ronca.

—Ni yo —susurró Ginny.

Todos miraron a Harry.

—Yo sí —admitió él con tristeza—. Me lo contó Dumbledore, pero prometí que no se lo revelaría a nadie... Por eso fue por lo que enviaron a Bellatrix Lestrange a Azkaban, por utilizar la maldición Cruciatus contra los padres de Neville hasta que perdieron la razón.

—¿Eso hizo Bellatrix Lestrange? —susurró Hermione, horrorizada—. ¿Esa mujer cuya fotografía Kreacher guarda en su cubil?

Se hizo un largo silencio que Lockhart interrumpió con voz enojada:

—¡Eh, no he aprendido a escribir con letra cursiva para nada!


Oclumancia

 

 

Resultó que Kreacher estaba escondido en el desván. Sirius dijo que lo había encontrado allí, cubierto de polvo, sin duda buscando más reliquias de la familia Black para llevarse a su armario. Pese a que Sirius parecía satisfecho con aquella historia, a Harry le produjo desasosiego. Tras su reaparición, Kreacher parecía de mejor humor; sus amargas murmuraciones habían cesado un tanto, y cumplía las órdenes que le daban con más docilidad de lo habitual, aunque en un par de ocasiones Harry sorprendió al elfo doméstico observándolo con ansiedad, pero éste desvió rápidamente la mirada al ver que Harry lo había pillado.

Él no le comentó sus imprecisas sospechas a Sirius, cuya jovialidad se estaba evaporando deprisa porque ya habían acabado las Navidades. A medida que se acercaba la fecha del regreso de Harry a Hogwarts, Sirius cada vez se mostraba más propenso a lo que la señora Weasley llamaba «ataques de melancolía», durante los cuales se ponía taciturno y gruñón, y muchas veces se retiraba al cuarto de Buckbeak, donde pasaba horas enteras. Su malhumor se extendía por la casa y se filtraba por debajo de las puertas como un gas tóxico, de modo que los demás se contagiaban de él.

Harry no quería dejar otra vez a su padrino con la única compañía de Kreacher; de hecho, por primera vez en la vida, no le apetecía regresar a Hogwarts. Volver al colegio significaría colocarse una vez más bajo la tiranía de Dolores Umbridge, que sin duda se las habría ingeniado para que aprobaran otra docena de decretos durante su ausencia; ya no tenía las miras puestas en los partidos de quidditch porque lo habían suspendido; además, con toda probabilidad, los iban a cargar de deberes ahora que se acercaban los exámenes; y Dumbledore estaba más distante que nunca. Harry creía que, de no ser por el ED, habría suplicado a Sirius que lo dejara quedarse en Grimmauld Place y abandonar los estudios.

Entonces, el último día de las vacaciones, pasó una cosa que hizo que Harry sintiera verdadero terror de regresar al colegio.

—Harry, cariño —dijo la señora Weasley asomando la cabeza por la puerta del dormitorio que compartían él y Ron, donde ambos estaban jugando al ajedrez mágico, mientras Hermione, Ginny y Crookshanks los observaban—, ¿puedes bajar un momento a la cocina? El profesor Snape quiere hablar contigo.


Date: 2015-12-11; view: 478


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