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Navidad en la sala reservada 3 page

Harry tardó un momento en asimilar lo que la señora Weasley acababa de decir; una de sus torres había iniciado una violenta pelea con un peón de Ron, y él la azuzaba con entusiasmo.

—Machácalo[314], ¡machácalo! ¡Sólo es un peón, idiota! Lo siento, señora Weasley, ¿qué decía?

—El profesor Snape, cariño. Te espera en la cocina. Quiere hablar contigo.

Harry abrió la boca, horrorizado, y miró a Ron, a Hermione y a Ginny, que lo miraban también con la boca abierta. Crookshanks, al que Hermione llevaba un cuarto de hora conteniendo con dificultad, saltó por fin sobre el tablero, y las fichas corrieron a ponerse a cubierto gritando como locas.

—¿Snape? —repitió Harry sin comprender.

—El profesor Snape, querido —lo corrigió la señora Weasley—. Baja, corre, dice que tiene prisa.

—¿De qué querrá hablar contigo? —le preguntó Ron, acobardado, cuando su madre salió de la habitación—. No has hecho nada, ¿verdad?

—¡Claro que no! —exclamó Harry, indignado, y se exprimió el cerebro pensando qué podía haber hecho para que Snape fuera a buscarlo a Grimmauld Place. ¿Habría sacado una T en sus últimos deberes?

Un par de minutos más tarde, Harry abrió la puerta de la cocina y encontró a Sirius y a Snape sentados a la larga mesa, cada uno con la vista fija en una dirección diferente. El silencio que reinaba en la habitación delataba la antipatía que sentían el uno por el otro. Sirius tenía una carta abierta delante, sobre la mesa.

Harry carraspeó para anunciar su presencia.

Snape giró la cabeza, con el rostro enmarcado por dos cortinas de grasiento y negro cabello.

—Siéntate, Potter.

—Mira —dijo Sirius en voz alta mientras se mecía sobre las patas traseras de la silla y hablaba mirando al techo—, preferiría que aquí no dieras órdenes, Snape. Ésta es mi casa, ¿sabes?

Un desagradable rubor tiñó el pálido rostro de Snape. Harry se sentó en una silla al lado de Sirius, frente a Snape.

—En realidad teníamos que vernos a solas, Potter —explicó Snape, y torció los labios para formar su característica sonrisa despectiva—, pero Black...

—Soy su padrino —aclaró Sirius subiendo aún más el tono de voz.

—He venido por orden de Dumbledore —prosiguió Snape, cuya voz, en cambio, cada vez se volvía más débil y mordaz—, pero quédate, Black, quédate. Ya sé que te gusta sentirte... implicado[315].

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sirius dejando que la silla volviera a caer sobre las cuatro patas con un fuerte golpe.

—Sencillamente, que estoy seguro de que debes de sentirte... frustrado por no poder hacer nada útil para la Orden —contestó Snape poniendo un delicado énfasis en la palabra «útil». Ahora le tocaba a Sirius ruborizarse. Los labios de Snape se torcieron de nuevo, esta vez triunfantes, cuando giró la cabeza y miró a Harry—. El director me envía, Potter, para decirte que quiere que este trimestre estudies Oclumancia.



—Que estudie ¿qué? —dijo Harry desconcertado. La sarcástica sonrisa de Snape se pronunció aún más. —Oclumancia, Potter. La defensa mágica de la mente contra penetraciones externas. Es una rama oscura de la magia, pero muy provechosa.

El corazón de Harry empezó a latir muy deprisa. ¿Defensa contra penetraciones externas? Pero si no estaba poseído, todos estaban de acuerdo en eso...

—¿Por qué tengo que estudiar Oclu..., como se llame eso? —balbuceó.

—Porque el director lo considera oportuno —respondió Snape llanamente—. Recibirás clases particulares una vez por semana, pero no le contarás a nadie lo que estás haciendo, y a la profesora Umbridge menos todavía. ¿Entendido?

—Sí. ¿Quién me va a dar las clases?

Snape arqueó una ceja y respondió:

—Yo.

Harry tuvo la horrible sensación de que se le deshacían las tripas. Clases particulares con Snape. ¿Qué había hecho él para merecer aquello? Giró rápidamente la cabeza buscando el apoyo de Sirius.

—¿Por qué no puede dárselas Dumbledore? —preguntó éste con tono agresivo—. ¿Por qué tienes que hacerlo tú?

—Supongo que porque el director tiene el privilegio de delegar las tareas menos agradables —repuso Snape con ironía—. Te aseguro que yo no le supliqué que me diera ese trabajo. —Se puso en pie—. Te espero el lunes a las seis en punto de la tarde, Potter. En mi despacho. Si alguien te pregunta, di que recibes clases particulares de pociones curativas. Nadie que te haya visto en mis clases podrá negar que las necesitas.

Se dio la vuelta para marcharse, y la negra capa de viaje ondeó tras él.

—Espera un momento —dijo Sirius, y se enderezó en la silla.

Snape se volvió para mirarlo, con la socarrona sonrisa en los labios.

—Tengo mucha prisa, Black. Yo no dispongo de tanto tiempo libre como tú.

—Entonces iré al grano —replicó Sirius levantándose. Era bastante más alto que Snape, y a Harry no se le escapó el detalle de que éste había cerrado la mano, dentro del bolsillo de la capa, sosteniendo en ella su varita mágica—. Si me entero de que estás utilizando las clases de Oclumancia para que Harry lo pase mal, tendrás que vértelas conmigo.

—¡Qué enternecedor! —se burló Snape—. Pero seguro que ya te has dado cuenta de que Potter se parece mucho a su padre.

—Sí, claro —afirmó Sirius con orgullo. —En ese caso debes de saber que es tan arrogante que las críticas simplemente rebotan contra él —dijo Snape con desfachatez.

Sirius empujó bruscamente su silla hacia atrás, pasó junto a la mesa y fue hacia donde estaba Snape mientras sacaba su varita. Snape también sacó la suya. Ambos se pusieron en guardia. Sirius estaba furioso; Snape, calculador, miraba la punta de la varita de su oponente sin dejar de examinarle el rostro.

—¡Sirius! —exclamó Harry, pero pareció que su padrino no lo había oído.

—Ya te he avisado, Quejicus —masculló Sirius, que tenía la cara apenas a un palmo de la de Snape—, no me importa que Dumbledore crea que te has reformado, pero yo no me lo trago...

—¿Y por qué no se lo dices a él? —repuso Snape en un susurro—. ¿Acaso temes que no se tome muy en serio los consejos de un hombre que lleva seis meses escondido en la casa de su madre?

—Dime, ¿qué tal está Lucius Malfoy? Supongo que estará encantado de que su perrito faldero trabaje en Hogwarts, ¿no?

—Hablando de perros —replicó Snape sin subir la voz—, ¿sabías que Lucius Malfoy te reconoció la última vez que te arriesgaste a hacer una pequeña excursión? Una idea muy inteligente, Black, dejarte ver en el andén de una estación... Eso te dio una excusa perfecta para no tener que salir de tu escondite en el futuro, ¿verdad? Sirius levantó la varita.

—¡NO! —gritó Harry, que saltó por encima de la mesa e intentó interponerse entre los dos—. ¡No lo hagas, Sirius!

—¿Me estás llamando cobarde? —bramó Sirius, e intentó apartar a Harry, pero el chico no se movió de donde estaba.

—Pues sí, has acertado —contestó Snape.

—¡No te metas en esto, Harry! —gruñó Sirius, y lo empujó con la mano que tenía libre.

En ese momento, la puerta se abrió y la familia Weasley al completo, junto con Hermione, entró en la cocina; estaban todos muy contentos, y el señor Weasley, muy orgulloso, iba en medio vestido con un pijama de rayas y un impermeable.

—¡Estoy curado! —anunció alegremente sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Completamente curado!

El señor Weasley y su familia se quedaron paralizados en el umbral observando la escena que tenían delante, que también había quedado interrumpida. Sirius y Snape miraban hacia la puerta, pero se apuntaban con las varitas a la cara, y Harry estaba inmóvil entre los dos, con un brazo extendido hacia cada uno de ellos, intentando separarlos.

—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó el señor Weasley, y la sonrisa se borró de su cara—, ¿qué está pasando aquí?

Sirius y Snape bajaron las varitas. Harry miró primero a uno y luego a otro. Ambos tenían una expresión de profundo desprecio mutuo, y, sin embargo, la inesperada llegada de tantos testigos parecía haberles hecho recobrar la razón. Snape se guardó la varita en el bolsillo, se dio la vuelta, recorrió la habitación y pasó junto a los Weasley sin hacer ningún comentario. Al llegar a la puerta, se volvió y dijo:

—El lunes a las seis en punto de la tarde, Potter.

Y dicho esto, se marchó. Sirius, con la varita en la mano y el brazo rígido pegado al costado, se quedó mirando cómo se alejaba.

—¿Qué ha ocurrido? —volvió a preguntar el señor Weasley.

—Nada, Arthur —respondió Sirius, que respiraba entrecortadamente, como si acabara de correr una larga distancia—. Sólo ha sido una charla amistosa entre dos antiguos compañeros de colegio. —Sonrió haciendo un enorme esfuerzo y añadió—: Entonces... ¿ya estás curado? Ésa es una gran noticia, una noticia fabulosa.

—Sí, ¿verdad? —dijo la señora Weasley, y guió a su marido hacia una silla—. Al final el sanador Smethwyck consiguió que su magia funcionara, encontró un antídoto contra lo que la serpiente tenía en los colmillos, y Arthur ha aprendido la lección y no volverá a tontear con la medicina muggle, ¿verdad, cariño? —dijo con tono amenazador.

—Sí, Molly —repuso el señor Weasley mansamente. La cena de aquella noche debería haber sido alegre, ya que el señor Weasley había regresado. Harry se dio cuenta de que Sirius intentaba animar el ambiente; sin embargo, cuando su padrino no se esforzaba por reír a carcajadas de los chistes de Fred y George, ni ofrecía más comida a todos, su rostro volvía a adoptar una expresión taciturna y melancólica. Entre Sirius y Harry estaban sentados Mundungus y Ojoloco, que habían ido a Grimmauld Place para felicitar al señor Weasley. Harry estaba deseando hablar con su padrino y decirle que no debía hacer caso a Snape, que éste lo estaba provocando deliberadamente, y que nadie creía que Sirius fuera un cobarde por obedecer las órdenes de Dumbledore y haberse quedado en Grimmauld Place. Pero no tuvo ocasión de hacerlo, y a veces, al ver la desagradable expresión de su padrino, Harry se preguntaba si se habría atrevido a exteriorizar lo que pensaba aunque hubiera tenido la oportunidad. Lo que sí hizo fue contarles a Ron y a Hermione, en voz baja, que iba a recibir clases particulares de Oclumancia con Snape.

—Dumbledore quiere que dejes de soñar con Voldemort —opinó Hermione de inmediato—. Supongo que te alegrarás de no tener más sueños de ésos, ¿verdad?

—¿Clases particulares con Snape? —repitió Ron, horrorizado—. ¡Yo preferiría tener las pesadillas!

Debían volver a Hogwarts en el autobús noctámbulo al día siguiente, escoltados una vez más por Tonks y Lupin, a quienes Harry, Ron y Hermione encontraron desayunando en la cocina al bajar de sus dormitorios por la mañana. Los adultos estaban conversando en voz baja cuando Harry abrió la puerta; al oír llegar a los niños, giraron la cabeza, sobresaltados, y guardaron silencio.

Tras un desayuno rápido, todos se pusieron chaquetas[316] y bufandas para protegerse del frío de aquella mañana gris del mes de enero. Harry notaba una desagradable opresión en el pecho; no quería despedirse de Sirius. Aquella separación le producía un profundo desasosiego porque no sabía cuándo volverían a verse, y tenía la sensación de que le correspondía decirle algo a su padrino para impedir que hiciera alguna tontería. Harry temía que la acusación de cobardía que le había lanzado Snape lo hubiera herido tan profundamente que estuviera planeando una imprudente salida de Grimmauld Place. Sin embargo, antes de que pudiera pensar qué podía decirle, Sirius le hizo señas para que se acercara.

—Quiero que te lleves esto —dijo con voz queda, y le puso en las manos un paquete mal envuelto del tamaño de un libro de bolsillo.

—¿Qué es? —preguntó Harry.

—Una forma de que yo sepa si Snape te lo hace pasar mal. ¡No, no lo abras aquí! —añadió Sirius mirando, cauteloso, a la señora Weasley, que intentaba convencer a los gemelos de que se pusieran unos mitones tejidos a mano—. Dudo mucho que Molly lo aprobara... Pero quiero que lo utilices si me necesitas, ¿de acuerdo?

—Vale —dijo Harry guardándose el paquete en el bolsillo interior de la chaqueta, aunque sabía que nunca utilizaría aquello, fuera lo que fuese. No iba a ser él quien hiciera salir a su padrino de Grimmauld Place, donde estaba seguro, por muy mal que lo tratara Snape en las futuras clases de Oclumancia.

—Vamos, pues —dijo Sirius, y sonriendo forzadamente le dio una palmada en el hombro a su ahijado. Antes de que éste pudiera decir nada más, ya habían subido la escalera y se habían detenido ante la puerta de la calle, cerrada con candados y cerrojos, rodeados de los miembros de la familia Weasley.

—Adiós, Harry, cuídate mucho —se despidió la señora Weasley, y lo abrazó.

—Hasta pronto, Harry, ¡y vigila por si me ataca otra serpiente! —exclamó el señor Weasley cordialmente estrechándole la mano.

—Sí... Está bien —dijo Harry, distraído; era su última oportunidad para decirle a Sirius que tuviera cuidado.

Se dio la vuelta, miró a su padrino a los ojos y despegó los labios para hablar, pero, sin darle tiempo para que pudiera hacerlo, Sirius lo abrazó con un solo brazo y dijo ásperamente:

—Cuídate, Harry.

De inmediato, el chico se vio empujado al frío aire invernal; Tonks, que aquel día iba disfrazada de mujer alta y canosa, envuelta en ropa de tweed, lo apremiaba para que bajara los escalones.

La puerta del número 12 de Grimmauld Place se cerró de golpe tras ellos, y bajaron detrás de Lupin. Al llegar a la acera, Harry giró la cabeza. La casa empezó a encogerse rápidamente, mientras los edificios contiguos se extendían hacia los lados, comprimiéndola hasta hacerla desaparecer por completo. Un instante más tarde ya no estaba allí.

—Vamos, cuanto antes subamos al autobús, mejor —dijo Tonks, y a Harry le pareció detectar nerviosismo en la mirada que la bruja lanzó alrededor de la plaza. Lupin levantó el brazo derecho.

Entonces se oyó un «¡PUM!» y un autobús de tres pisos, de color morado intenso, apareció de la nada ante ellos, esquivando por los pelos la farola más cercana, que se apartó dando un salto hacia atrás.

Un joven delgado, lleno de granos y con orejas de soplillo[317], vestido con un uniforme también morado, saltó a la acera y dijo:

—Bienvenidos al...

—Sí, sí, ya lo sabemos, gracias —lo atajó Tonks—. Arriba, arriba...

Y empujó a Harry hacia los escalones; cuando pasó por delante del cobrador, éste miró al muchacho con los ojos desorbitados.

—¡Pero si es Harry...!

—Si gritas su nombre te echo una maldición amnésica[318] —lo amenazó Tonks en voz baja, y empujó a Ginny y Hermione hacia la puerta del autobús.

—Siempre he querido viajar en este trasto —comentó Ron alegremente al subir al autobús con Harry, mirándolo todo.

La última vez que Harry había viajado en el autobús noctámbulo era de noche, y los tres pisos estaban llenos de camas metálicas. Pero entonces, a primera hora de la mañana, el interior estaba lleno de sillas, de diferentes formas, agrupadas desordenadamente junto a las ventanillas. Varias se habían volcado cuando el autobús frenó bruscamente frente a Grimmauld Place; unos cuantos magos y algunas brujas todavía se estaban levantando del suelo, rezongando, y una bolsa de la compra había recorrido el autobús en toda su longitud: una desagradable mezcla de huevas[319] de rana, cucarachas y natillas[320] se había esparcido por el suelo.

—Veo que tendremos que separarnos —dijo Tonks con energía mientras miraba a su alrededor en busca de sillas vacías—. Fred, George y Ginny, sentaos en esas sillas del fondo... Remus irá con vosotros.

Tonks, Harry, Ron y Hermione subieron al último piso, donde había dos sillas vacías en la parte delantera del autobús y dos en el fondo. Stan Shunpike, el cobrador, siguió entusiasmado a Harry y a Ron hasta el fondo del autobús. Cuando Harry recorrió el pasillo, los pasajeros giraron la cabeza, y cuando se sentó, vio que todas las caras volvían a mirar al frente.

Mientras Harry y Ron entregaban a Stan once sickles cada uno, el autobús se puso en marcha y osciló peligrosamente. Dio una vuelta alrededor de Grimmauld Place con gran estruendo, subió y bajó varias veces de la acera, y entonces, con otro tremendo «¡PUM!», salieron despedidos hacia delante. La silla de Ron cayó, y Pigwidgeon, al que llevaba en el regazo, también salió despedido de su jaula, voló asustado y entre gorjeos hasta la parte delantera del autobús y se posó en el hombro de Hermione. Harry, que había evitado caerse agarrándose a un soporte para velas, miró por la ventanilla: iban a toda velocidad por lo que parecía una autopista.

—Estamos en las afueras de Birmingham —anunció Stan alegremente, contestando a la pregunta que Harry no había formulado, mientras Ron se levantaba del suelo—. ¿Va todo bien, Harry? El pasado verano vi varias veces tu nombre en el periódico, pero nunca decían nada bueno. Yo le dije a Ern: «Cuando nosotros lo conocimos no nos pareció que fuera un chiflado, ¿verdad? Eso te demuestra cómo te puedes equivocar con la gente.»

Les entregó los billetes y siguió mirando, embelesado, a Harry. Por lo visto, a Stan no le importaba que alguien estuviera chiflado con tal de que fuera lo bastante famoso para salir en el periódico. El autobús noctámbulo se bamboleó de forma alarmante, y adelantó incorrectamente por la izquierda a unos cuantos coches. Harry miró hacia la parte delantera del autobús y vio que Hermione se tapaba los ojos con las manos mientras Pigwidgeon oscilaba feliz sobre su hombro. «¡PUM!»

Las sillas volvieron a resbalar hacia atrás y el autobús noctámbulo pasó de la autopista de Birmingham a una tranquila carretera rural llena de curvas muy cerradas. Los setos que bordeaban la carretera se apartaban cada vez que el autobús se subía a los arcenes[321]. De allí pasaron a la calle principal de una ajetreada ciudad; luego a un viaducto rodeado de altas colinas; y por último, a una carretera azotada por el viento que discurría por una planicie situada a una considerable altitud, y cada vez que cambiaban de lugar sonaba un fuerte «¡PUM!».

—He cambiado de opinión —farfulló Ron levantándose del suelo por sexta vez—. No quiero volver a viajar en esta cosa nunca más.

—Después de esta parada viene Hogwarts —anunció Stan jovialmente mientras se balanceaba hacia ellos—. Esa mujer mandona que se ha sentado delante con vuestra amiga nos ha dado una propina para que os llevemos primero a vosotros. Pero ahora vamos a dejar bajar a Madame Marsh... —entonces oyeron unas fuertes arcadas provenientes del piso de abajo, seguidas de un espantoso ruido de salpicaduras— porque no se encuentra muy bien.

Unos minutos más tarde, el autobús noctámbulo se detuvo con un fuerte chirrido de frenos ante un pequeño pub que se apartó de en medio para evitar una colisión. Oyeron cómo Stan ayudaba a la desventurada Madame Marsh a bajar del vehículo, y los murmullos de alivio del resto de los pasajeros del segundo piso. Luego el autobús se puso de nuevo en marcha y ganó velocidad, hasta que...

«¡PUM!»

En aquel momento pasaban por Hogsmeade, que estaba nevado. Harry alcanzó a ver la calle lateral donde se hallaba Cabeza de Puerco, y el letrero, con el dibujo de una cabeza de jabalí cortada, que chirriaba azotado por el viento invernal. Los copos de nieve chocaban contra el gran parabrisas del autobús. Por fin se detuvieron frente a las verjas de Hogwarts.

Lupin y Tonks los ayudaron a bajar con su equipaje, y después bajaron también para despedirse de ellos. Harry levantó la cabeza para contemplar los tres pisos del autobús noctámbulo y vio que todos los pasajeros los observaban con la nariz pegada a los cristales.

—En cuanto entréis en los jardines estaréis a salvo —dijo Tonks escudriñando la desierta carretera—. Que tengáis un buen trimestre.

—Cuidaos mucho —les recomendó Lupin, y les estrechó la mano a todos, dejando a Harry para el final—. Escucha, Harry... —bajó la voz, mientras los demás se despedían de Tonks—, ya sé que no tragas a Snape, pero es un especialista en Oclumancia, y todos nosotros, incluido Sirius, queremos que aprendas a protegerte, así que trabaja mucho, ¿de acuerdo?

—Sí, vale —contestó él con gravedad mirando el rostro de Lupin, que estaba surcado de prematuras arrugas—. Hasta pronto.

Arrastrando sus baúles con gran esfuerzo, los seis subieron hacia el castillo por el resbaladizo camino. Hermione empezó a decir que quería tejer unos cuantos gorros de elfo antes de acostarse. Harry miró hacia atrás cuando llegaron a las puertas de roble; el autobús noctámbulo ya se había marchado, y dado lo que lo esperaba al día siguiente a las seis, lamentó no estar todavía en él.

 

Harry pasó casi todo el día siguiente temiendo que llegara la tarde. La clase de dos horas de Pociones no contribuyó en nada a disipar su temor, pues Snape estuvo más desagradable que nunca. Y aún lo deprimió más que los miembros del ED se le acercaran constantemente por los pasillos entre clase y clase para preguntarle, esperanzados, si aquella noche iba a celebrarse una reunión.

—Ya os comunicaré por el canal habitual cuándo será la próxima —decía Harry una y otra vez—, pero esta noche no puede ser, tengo clase de... pociones curativas.

—¿Tienes clases particulares de pociones curativas? —le preguntó con desdén Zacharias Smith, que había abordado a Harry en el vestíbulo después de comer—. ¡Madre mía, debes de ser malísimo! Snape no suele dar clases de refuerzo.

Smith se alejó con un aire irritantemente optimista, y Ron lo miró con odio.

—¿Quieres que le haga un embrujo? Desde aquí aún lo alcanzaría —se ofreció su amigo, que había levantado su varita y apuntaba a Smith entre los omoplatos.

—Déjalo —respondió Harry con desaliento—. Es lo que va a pensar todo el mundo, ¿no? Que soy idiota perdi...

—¡Hola, Harry! —dijo una voz a sus espaldas. Harry se dio la vuelta y se encontró cara a cara con Cho.

—¡Oh! —exclamó él, y notó una desagradable sensación en el estómago—. ¡Hola!

—Nos encontrarás en la biblioteca —dijo entonces Hermione con firmeza al tiempo que agarraba a Ron por encima del codo y tiraba de él hacia la escalera de mármol.

—¿Cómo han ido las Navidades? —le preguntó Cho.

—Bueno, no han estado mal.

—Las mías han sido muy tranquilas —comentó la chica, que por algún extraño motivo parecía muy abochornada—. Esto..., el mes que viene hay otra excursión a Hogsmeade, ¿has visto el cartel?

—¿Qué? ¡Ah, no! Todavía no he mirado el tablón de anuncios.

—Pues sí, será el día de San Valentín...

—Ya —dijo Harry preguntándose por qué le contaba aquello—. Bueno, supongo que querrás...

—Sólo si tú quieres —repuso ella con entusiasmo.

Harry la miró sin comprender. Lo que él pensaba decir era «Supongo que querrás saber cuándo es la próxima reunión del ED», pero la respuesta de Cho no acababa de encajar.

—Yo..., pues... —balbuceó.

—Vale, si no quieres, no pasa nada —se apresuró a decir ella, muerta de vergüenza—. No te preocupes. Ya..., ya nos veremos.

Y se marchó. Harry se quedó allí plantado mirándola y exprimiéndose los sesos. Entonces las piezas encajaron.

—¡Cho! ¡Eh! ¡CHO! Corrió tras ella y la alcanzó hacia la mitad de la escalera.

—Oye..., ¿quieres ir conmigo a Hogsmeade el día de San Valentín?

—¡Sí, claro! —exclamó Cho, roja como un tomate y con una sonrisa radiante.

—Bueno... Entonces quedamos así—dijo Harry. Y con la sensación de que al fin y al cabo aquel día no iba a ser un completo desastre, echó a correr literalmente hacia la biblioteca para reunirse con Ron y Hermione antes de las clases de la tarde.

Sin embargo, a las seis, ni siquiera la satisfacción de haber pedido a Cho Chang que saliera con él logró aliviar los funestos sentimientos que se intensificaban a cada paso que Harry daba hacia el despacho de Snape.

Cuando llegó a la puerta, se detuvo y pensó que le habría gustado estar en cualquier otro sitio menos en aquél. Entonces respiró hondo, llamó y entró.

La oscura habitación estaba forrada de estanterías en las que había cientos de tarros de cristal con viscosos trozos de animales y de plantas suspendidos en pociones de diversos colores. En un rincón estaba el armario lleno de ingredientes de donde, en una ocasión, Snape había acusado a Harry (no sin motivos) de haber robado. Sin embargo, Harry dirigió la mirada hacia la mesa, encima de la cual había una vasija de piedra poco profunda con runas y símbolos grabados, iluminada con velas. Harry la reconoció al instante: era el pensadero de Dumbledore. No se explicaba qué demonios hacía aquel objeto allí, y pegó un brinco cuando la fría voz de Snape sonó en la oscuridad.

—Cierra la puerta después de entrar, Potter.

Harry obedeció, y tuvo la espantosa sensación de que se estaba encarcelando. Cuando volvió a girarse hacia la habitación, Snape se había colocado donde había luz y señalaba en silencio la silla que había delante de su mesa. Harry se sentó, y lo mismo hizo Snape, con los fríos y negros ojos clavados en el muchacho, sin pestañear; la aversión que sentía estaba grabada en cada una de las arrugas de su cara.


Date: 2015-12-11; view: 573


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