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Las tribulaciones de la señora Weasley 1 page

 

 

La súbita partida de Dumbledore pilló[112] por sorpresa a Harry, que se quedó sentado donde estaba, en la silla con cadenas, debatiéndose entre la conmoción y el alivio. Los miembros del Wizengamot empezaron a levantarse, hablando entre ellos, mientras recogían sus papeles y los guardaban. Harry también se levantó. Nadie le prestaba la más mínima atención, excepto la bruja con cara de sapo que había estado sentada a la derecha de Fudge, y que en ese instante lo miraba a él en lugar de a Dumbledore desde el estrado. Harry no le hizo caso e intentó captar la mirada de Fudge o la de Madame Bones, porque quería preguntarles si ya podía marcharse; pero el ministro parecía decidido a hacer caso omiso de Harry, y Madame Bones estaba muy ocupada con su maletín, así que el muchacho dio unos pasos vacilantes hacia la salida y, como nadie lo llamó, echó a andar muy deprisa.

Los últimos metros los hizo corriendo; abrió la puerta de un tirón y casi chocó con el señor Weasley, que estaba de pie fuera, pálido y con gesto preocupado.

—Dumbledore no me ha dicho...

—¡Absuelto! —gritó Harry cerrando la puerta tras el—. ¡Absuelto de todos los cargos!

El señor Weasley sonrió, radiante, y agarró al chico por los hombros.

—¡Eso es fantástico, Harry! Bueno, era evidente que no podían declararte culpable con las pruebas que tenían, pero, aun así, no puedo decir que no estuviera... —Pero el hombre no terminó la frase porque la puerta de la sala del tribunal acababa de abrirse otra vez. Los miembros del Wizengamot comenzaron a desfilar por ella—. ¡Por las barbas de Merlín! —exclamó el señor Weasley, sorprendido, y apartó a Harry para dejarlos pasar—. ¿Te ha juzgado el tribunal en pleno?

—Creo que sí —contestó Harry.

Uno o dos magos saludaron a Harry al pasar, y otros, entre ellos Madame Bones, dijeron al señor Weasley: «Buenos días, Arthur.» Sin embargo, la mayoría esquivó su mirada. Cornelius Fudge y la bruja con cara de sapo fueron de los últimos en abandonar la mazmorra. Fudge se comportó como si el señor Weasley y Harry fueran parte de la pared, pero la bruja, una vez más, miró de arriba abajo a Harry al pasar a su lado. El último en salir fue Percy. Al igual que había hecho Fudge, ignoró por completo a su padre y a Harry; pasó sin decir nada con un gran rollo de pergamino y un puñado de plumas de recambio en las manos, con la espalda rígida y la barbilla levantada. Los labios del señor Weasley se tensaron ligeramente, pero aparte de eso no dio señales de haber visto a su tercer hijo.

—Voy a acompañarte ahora mismo para que puedas contarles a todos la buena noticia —dijo el señor Weasley a Harry haciéndole señas para que lo siguiera tan pronto como Percy se perdió de vista por la escalera que conducía a la novena planta—. Te dejaré en casa aprovechando que tengo que ir a ver ese inodoro público de Bethnal Green. Vamos...



—¿Y qué tendrá que hacer con el inodoro? —preguntó Harry, sonriente.

De pronto, todo parecía muchísimo más gracioso de lo habitual. Estaba empezando a convencerse de que lo habían absuelto y de que, por lo tanto, volvería a Hogwarts.

—Oh, bastará con un sencillo antiembrujo —dijo el señor Weasley mientras subían la escalera—, pero el problema no está tanto en tener que reparar los daños causados, sino en la actitud que hay detrás de ese acto de vandalismo, Harry. Hay magos que se divierten fastidiando a los muggles, y eso es la expresión de algo mucho más profundo y feo, y yo personalmente...

El señor Weasley se interrumpió a media frase. Acababan de llegar al pasillo de la novena planta y Cornelius Fudge estaba plantado a pocos metros de ellos, hablando en voz baja con un individuo alto que tenía el cabello rubio y lacio y el rostro pálido y anguloso.

El individuo se volvió al oír pasos y también interrumpió la conversación; entrecerró los ojos, grises y de fría mirada, y los clavó en la cara de Harry.

—Vaya, vaya... Patronus Potter —dijo Lucius Malfoy con descaro.

Harry se quedó sin aliento, como si el aire se hubiera solidificado. Había visto por última vez aquellos ojos de mirada gélida a través de las ranuras de la máscara de un mortífago y había escuchado, también por última vez, aquella voz burlándose de él en un oscuro cementerio, mientras lord Voldemort lo torturaba. Harry no podía creer que Lucius Malfoy se atreviera a mirarlo a la cara; no podía creer que estuviese allí, en el Ministerio de la Magia, ni que Cornelius Fudge estuviera hablando con él cuando sólo hacía unas semanas que Harry le había dicho a Fudge que Malfoy era un mortífago.

—El ministro me estaba contando que te has librado de una buena, Potter —comentó el señor Malfoy arrastrando las palabras—. Es asombroso cómo te las ingenias para escabullirte de las situaciones comprometidas... Como una culebra, diría yo.

El señor Weasley sujetó a Harry por un hombro en señal de advertencia.

—Sí —afirmó Harry—. Es verdad, se me da muy bien escabullirme.

Lucius Malfoy miró al señor Weasley.

—¡Mira por dónde, Arthur Weasley! ¿Qué haces aquí, Arthur?[113]

—Trabajo aquí —contestó éste en tono cortante.

—¿Aquí? —se extrañó el señor Malfoy, arqueando las cejas y mirando hacia la puerta que el señor Weasley tenía a sus espaldas—. Creía que estabas arriba, en la segunda planta... ¿No te dedicabas a llevarte artefactos muggles a escondidas y hechizarlos?

—No —se limitó a decir el señor Weasley, y clavó aún más los dedos en el hombro de Harry.

—¿Y usted qué hace aquí, por cierto? —le preguntó Harry a Lucius Malfoy.

—No creo que los asuntos privados que hay entre el ministro y yo sean de tu incumbencia, Potter —contestó Malfoy alisándose la parte delantera de la túnica. Harry oyó con claridad el débil tintineo de un bolsillo lleno de oro—. Francamente, que seas el alumno favorito de Dumbledore no significa que debas esperar la misma indulgencia por parte de los demás... ¿Subimos a su despacho, ministro?

—Desde luego —respondió Fudge dándoles la espalda a Harry y al señor Weasley—. Por aquí, Lucius.

Echaron a andar hablando en voz baja, y el señor Weasley no soltó el hombro de Harry hasta que los otros dos entraron en el ascensor.

—Si tienen asuntos que tratar, ¿por qué no estaba esperando Malfoy frente al despacho de Fudge? —estalló Harry—. ¿Qué hacía aquí abajo?

—Intentar colarse en la sala del tribunal, supongo —respondió el señor Weasley, muy agitado, al mismo tiempo que giraba la cabeza para asegurarse de que nadie podía oírlos—. Debía de querer enterarse de si te habían expulsado o no. Cuando te lleve a casa le dejaré una nota a Dumbledore; le conviene saber que Malfoy ha estado hablando con Fudge otra vez.

—¿Y qué asunto privado debe de ser ese del que tienen que tratar[114]?

—Oro, supongo —contestó el señor Weasley, enojado—. Malfoy lleva años haciendo generosas donaciones de todo tipo. Así se congracia con la gente que le interesa... y de ese modo puede pedir favores, retrasar leyes que no le conviene que aprueben... ¡Ah, sí, Lucius Malfoy está muy bien relacionado!

Llegó el ascensor, que iba vacío, con excepción de una nube de memorándum que revolotearon alrededor de la cabeza del señor Weasley mientras él pulsaba el botón del Atrio y se cerraban las puertas. Irritado, el hombre movió la mano para apartarlos.

—Señor Weasley —dijo Harry lentamente—, si Fudge se reúne con mortífagos como Malfoy, si los ve a solas, ¿cómo podemos saber que no le han echado una maldición[115] Imperius?

—No creas que no se nos ha ocurrido ya, Harry —respondió el señor Weasley en voz baja—. Pero Dumbledore cree que de momento Fudge actúa por voluntad propia, lo cual, como también dice Dumbledore, no supone un gran consuelo. Pero ahora más vale que no hablemos de eso, Harry.

Se abrieron las puertas y salieron al Atrio, que en ese instante estaba casi desierto. Eric, el mago de seguridad, volvía a estar escondido tras El Profeta. Cuando ya habían pasado la fuente dorada, Harry se acordó de algo.

—Un momento —le pidió al señor Weasley, y sacando su monedero del bolsillo, volvió junto a la fuente.

Miró el hermoso rostro del mago, pero visto de cerca Harry lo encontró débil y estúpido. La bruja lucía una sonrisa insulsa de aspirante a reina de un concurso de belleza, y por lo que Harry sabía de los duendes y los centauros, no era nada probable que los pillaran contemplando con tanto embeleso a ningún humano. Sólo la actitud de repulsivo servilismo del elfo doméstico resultaba convincente. Sonriendo al pensar en lo que diría Hermione si viera la estatua del elfo, Harry le dio la vuelta al monedero y vació no sólo diez galeones, sino todo su contenido en el estanque.

 

—¡Lo sabía! —gritó Ron lanzando puñetazos al aire—. ¡Siempre te libras de todo!

—Estaba clarísimo que tendrían que absolverte —dijo Hermione, que cuando Harry entró en la cocina parecía a punto de desmayarse de la ansiedad, y que en ese instante se tapaba los ojos con una mano temblorosa—. No podían acusarte de nada.

—Pues estáis todos muy aliviados teniendo en cuenta que creíais que me absolverían —comentó Harry, sonriente.

La señora Weasley se secaba las lágrimas con el delantal, y Fred, George y Ginny se habían puesto a bailar una especie de danza guerrera al son de una canción que decía:

—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!

—¡Basta! ¡Calmaos! —gritó el señor Weasley, aunque él también sonreía—. Oye, Sirius, hemos visto a Lucius Malfoy en el Ministerio...

—¿Qué? —saltó Sirius.

—¡Se ha librado! ¡Se ha librado! ¡Se ha librado!

—¡Callaos, vosotros tres! Sí. Lo hemos visto hablando con Fudge en la novena planta; luego han subido juntos al despacho de Fudge. Dumbledore debería saberlo.

—Desde luego —coincidió Sirius—. Se lo diremos, no te preocupes.

—Bueno, tengo que irme, hay un inodoro que vomita esperándome en Bethnal Green. Molly, llegaré tarde, debo cubrir a Tonks, pero quizá Kingsley venga a cenar...

—Se ha librado, se ha librado, se ha librado...

—¡Basta! ¡Fred, George, Ginny! —chilló la señora Weasley cuando su marido salió de la cocina—. Harry, querido, ven y siéntate, come algo, que apenas has desayunado.

Ron y Hermione se sentaron enfrente de Harry, que no los había visto tan contentos desde su llegada a Grimmauld Place, y el vertiginoso alivio del muchacho, que su encuentro con Lucius Malfoy había estropeado un poco, volvió a dispararse. De pronto la sombría casa resultaba más cálida y acogedora; hasta Kreacher le pareció menos feo cuando éste metió la nariz en la cocina para investigar el origen de todo aquel alboroto.

—Claro, cuando Dumbledore se puso de tu lado, no había forma de que te condenaran —observó Ron alegremente mientras servía enormes cucharadas de puré de patatas[116] en los platos.

—Sí, Dumbledore me echó una mano —afirmó Harry. Tenía la impresión de que habría resultado muy desagradecido, por no decir infantil, que dijera: «Pero me habría gustado que me hubiera dicho algo. O que por lo menos me hubiera mirado.»

Y cuando estaba pensándolo, la cicatriz de la frente empezó a arderle tanto que tuvo que tapársela con una mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hermione, alarmada.

—La cicatriz —murmuró Harry—. Pero no es nada... Ahora me pasa con mucha frecuencia.

Los demás no se habían dado cuenta, pues todos se servían comida mientras seguían saboreando la absolución de Harry. Fred, George y Ginny seguían cantando y Hermione estaba muy nerviosa, pero antes de que pudiera decir algo, Ron se le adelantó:

—Seguro que Dumbledore vendrá esta noche para celebrarlo con nosotros.

—No creo que pueda venir, Ron —intervino la señora Weasley al mismo tiempo que ponía un inmenso plato de pollo asado delante de Harry—. Ahora está muy ocupado.

—Se ha librado, se ha librado, se ha librado...

—¡Callaos! —rugió la señora Weasley.

 

En los días que siguieron, a Harry no se le escapó que en el número 12 de Grimmauld Place había una persona a la que no parecía alegrarle mucho saber que él regresaría a Hogwarts. Al enterarse de la noticia, Sirius interpretó bien su papel expresando su satisfacción, estrujándole la mano y sonriendo encantado como todos los demás. Sin embargo, poco después se mostró más malhumorado y hosco que antes; cada vez hablaba menos, incluso con Harry, y pasaba mucho tiempo encerrado en la habitación de su madre con Buckbeak.

—¡No te sientas culpable! —exclamó Hermione con contundencia unos días más tarde, después de que Harry les confesara a Ron y a ella sus sentimientos mientras limpiaban un mohoso armario del tercer piso—. Tu lugar está en Hogwarts, y Sirius lo sabe. La verdad, creo que su actitud es muy egoísta.

—No seas tan dura, Hermione —dijo Ron con el entrecejo fruncido mientras intentaba arrancarse un poco de moho que se le había pegado en el dedo—; a ti tampoco te haría ninguna gracia tener que quedarte encerrada en esta casa sin ninguna compañía.

—¡Tendrá compañía! —replicó Hermione—. Ahora esta casa es el cuartel general de la Orden del Fénix, ¿no? Lo que pasa es que se había hecho ilusiones de que Harry viniera a vivir con él.

—No, no lo creo —intervino Harry retorciendo su bayeta[117]—. Cuando le pregunté si me dejaría venir a vivir aquí, no me dio una respuesta clara.

—Porque no quería hacerse más ilusiones —sugirió Hermione hábilmente—. Y seguro que él también se sentía un poco culpable porque creo que, en el fondo, confiaba en que te expulsaran. Así los dos seríais unos marginados.

—¡No digas tonterías! —saltaron Harry y Ron al unísono, pero Hermione sólo se encogió de hombros.

—Como queráis. Pero en parte creo que la madre de Ron está en lo cierto, y que a veces Sirius se hace un lío y no sabe si tú eres tú o tu padre, Harry.

—¿Insinúas que está tocado del ala[118]? —replicó el muchacho acaloradamente.

—No, sólo creo que ha pasado mucho tiempo solo —se limitó a decir Hermione.

Entonces la señora Weasley entró en el dormitorio.

—¿Todavía no habéis terminado? —preguntó, metiendo la cabeza en el armario.

—¡Pensaba que habías venido a decirnos que descansáramos un poco! —protestó Ron—. ¿Sabes la cantidad de moho que hemos sacado desde que llegamos aquí?

—¿No teníais tantas ganas de ayudar a la Orden? —dijo la señora Weasley—. Pues podéis colaborar convirtiendo el cuartel general en un sitio habitable.

—Me siento como un elfo doméstico —refunfuñó Ron.

—¡Mira, ahora que entiendes lo tristes que son sus vidas, quizá colabores un poco más con el PEDDO! —sugirió Hermione, esperanzada, mientras la señora Weasley los dejaba de nuevo solos—. Tal vez no sea mala idea demostrar a la gente lo espantoso que es pasarse el día limpiando; podríamos organizar una limpieza benéfica de la sala común de Gryffindor, y todos los donativos irían a parar al PEDDO. Así conseguiríamos mentalizar a la gente y al mismo tiempo recogeríamos fondos.

—Yo estoy dispuesto a pagarte para que dejes de hablar del PEDDO —masculló Ron con fastidio, pero procurando que sólo Harry oyera el comentario.

 

A medida que se acercaba el final de las vacaciones, Harry cada vez fantaseaba más sobre Hogwarts; estaba ansioso por volver a ver a Hagrid, por jugar al quidditch, incluso por pasear por los huertos hasta los invernaderos de Herbología[119]; sería un placer salir de aquella polvorienta y mohosa casa donde la mitad de los armarios todavía estaban cerrados con llave y donde Kreacher, escondido, te lanzaba insultos al pasar, aunque Harry no comentaba nada de todo eso cuando Sirius podía oírlo.

Lo cierto era que vivir en el cuartel general del movimiento antiVoldemort no era ni tan interesante ni tan emocionante como Harry se había imaginado antes de pasar por esa experiencia. Aunque miembros de la Orden del Fénix entraban y salían con regularidad (a veces se quedaban a comer o a cenar, y otras, sólo el tiempo necesario para hablar con alguien en voz baja), la señora Weasley se encargaba de que Harry y los demás no oyeran nada (con orejas extensibles o sin ellas), y nadie, ni siquiera Sirius, creía que Harry necesitara saber nada más de lo que le habían contado la noche de su llegada.

El último día de las vacaciones, Harry estaba limpiando los excrementos de Hedwig de lo alto del armario cuando Ron entró en su dormitorio con un par de sobres.

—Han llegado las listas de libros —anunció lanzándole una carta a Harry, que estaba subido a una silla—. Ya era hora, pensaba que se habían olvidado; normalmente llegan mucho antes...

Harry metió los últimos excrementos en una bolsa de basura y la lanzó por encima de la cabeza de Ron a la papelera que había en un lado, la cual se la tragó y soltó un fuerte eructo. Entonces abrió el sobre. Contenía dos trozos de pergamino: uno era la nota habitual que le recordaba que el curso empezaba el uno de septiembre, y en el otro estaban detallados los libros que necesitaría para el próximo curso.

—Sólo hay dos nuevos —comentó leyendo la lista—. Libro reglamentario de hechizos, 5° curso[120], de Miranda Goshawk, y Teoría de defensa mágica[121], de Wilbert Slinkhard.

¡CRAC!

Fred y George se habían aparecido al lado de Harry. Él ya estaba tan acostumbrado a que lo hicieran que ni siquiera se cayó de la silla.

—Nos gustaría saber quién ha elegido el libro de Slinkhard —comentó Fred.

—Porque eso significa que Dumbledore ha encontrado un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras añadió George.

—Y ya era hora, por cierto —dijo Fred.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Harry saltando de la silla.

—Verás, hace unas semanas captamos con las orejas extensibles una conversación de papá y mamá —le explicó Fred—, y por lo que decían, a Dumbledore le estaba costando mucho trabajo encontrar a alguien que estuviera dispuesto a dar esa asignatura este año.

—Lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta lo que les ha pasado a los cuatro anteriores —apuntó George.

—Uno despedido, uno muerto, uno sin memoria y uno encerrado nueve meses en un baúl —contó Harry ayudándose con los dedos—. Sí, ya te entiendo.

—¿Qué te pasa, Ron? —le preguntó Fred a su hermano.

Ron no contestó, y Harry se dio la vuelta y vio que su amigo estaba de pie, muy quieto, con la boca un poco abierta, contemplando la carta que había recibido de Hogwarts.

—¿Qué pasa? —insistió Fred, y se colocó detrás de Ron para ver el trozo de pergamino por encima de su hombro. Fred también abrió la boca—. ¿Prefecto? —dijo, mirando la nota con incredulidad—. ¿Tú, prefecto?

George se abalanzó sobre su hermano menor, le arrancó el sobre que tenía en la otra mano y lo puso boca abajo. Harry vio que una cosa de color escarlata y dorado caía en la palma de la mano de George.

—No puede ser —murmuró éste en voz baja.

—Tiene que haber un error —aseguró Fred arrancándole la carta de la mano a Ron y poniéndola a contraluz, como si buscara una filigrana—. Nadie en su sano juicio nombraría prefecto a Ron. —Los gemelos giraron la cabeza al unísono y se quedaron mirando a Harry—. ¡Estábamos seguros de que te nombrarían a ti! —exclamó Fred con un tono que sugería que Harry los había engañado.

—¡Creíamos que Dumbledore se vería obligado a nombrarte a ti! —dijo George con indignación.

—¡Después de ganar el Torneo de los tres magos! —añadió Fred.

—Supongo que todo el jaleo[122] lo ha perjudicado —le comentó George a su gemelo.

—Sí —repuso Fred—. Sí, has causado demasiados problemas, amigo. Bueno, al menos uno de vosotros dos tiene claro cuáles son sus prioridades. —Y se acercó a Harry y le dio una palmada en la espalda mientras le lanzaba una mirada mordaz a Ron—. Prefecto... El pequeño Ronnie, prefecto...

—¡Oh, no va a haber quien aguante a mamá! —gruñó George poniéndole la insignia de prefecto en la mano a Ron, como si pudiera contaminarse con ella.

Ron, que todavía no había dicho nada, cogió la insignia, se quedó mirándola un momento y luego se la mostró a Harry. Parecía que le pedía una confirmación de su autenticidad. Harry la cogió. Había una gran «P» superpuesta en el león de Gryffindor. Había visto una insignia idéntica en el pecho de Percy en su primer día en Hogwarts.

En ese momento la puerta se abrió de par en par y Hermione irrumpió en la habitación con las mejillas coloradas y el pelo por los aires. Llevaba un sobre en la mano.

—¿Vosotros... también...? —Vio la insignia que Harry tenía en la mano y soltó un chillido—. ¡Lo sabía! —gritó emocionada blandiendo su carta—. ¡Yo también, Harry, yo también!

—No —se apresuró a decir Harry, y le puso la insignia en la mano a Ron—. No es mía, es de Ron.

—¿Cómo dices?

—El prefecto es Ron, no yo.

—¿Ron? —se extrañó la chica, y se quedó con la boca abierta—. Pero... ¿estás seguro? Quiero decir...

Se puso muy roja cuando Ron la miró con expresión desafiante.

—El sobre va dirigido a mi nombre —afirmó él.

—Yo... —balbuceó Hermione muy apabullada—. Yo... Bueno... ¡Vaya! ¡Felicidades, Ron! Es totalmente...

—Inesperado —acabó George haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—No —dijo Hermione ruborizándose aún más—, no, no es nada inesperado. Ron ha hecho cantidad de... Es verdaderamente...

La puerta que había a su espalda se abrió un poco más y la señora Weasley entró en la habitación cargada de ropa recién planchada.

—Ginny me ha dicho que por fin han llegado las listas de libros —comentó echando un vistazo a los sobres mientras iba hacia la cama y empezaba a ordenar la ropa en dos montones—. Si me las dais, iré al callejón Diagon esta tarde y os compraré los libros mientras vosotros hacéis el equipaje. Ron, tendré que comprarte más pijamas, éstos se te han quedado al menos quince centímetros cortos. No puedo creer que hayas crecido tanto... ¿De qué color los quieres?

—Cómpraselos rojos y dorados para que hagan juego con su insignia —dijo George con una sonrisita de suficiencia.

—¿Para que hagan juego con qué? —preguntó la señora Weasley, distraída, mientras doblaba unos calcetines granates y los colocaba en el montón de ropa de Ron.

—Con su insignia —respondió Fred como quien quiere liquidar un asunto desagradable cuanto antes—. Su preciosa y reluciente nueva insignia de prefecto.

Las palabras de Fred tardaron un momento en llegar al cerebro de la señora Weasley, pero fulminaron su preocupación por los pijamas de su hijo.

—Su... Pero si... Ron, tú no... —Ron le enseñó la insignia y la señora Weasley soltó un chillido muy parecido al de Hermione—. ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! ¡Oh, Ron, qué maravilla! ¡Prefecto! ¡Como todos en la familia!

—¿Y quiénes somos Fred y yo, los vecinos de enfrente? —preguntó George, indignado, cuando su madre lo apartó de un empujón y se lanzó a abrazar a su hijo menor.

—¡Ya verás cuando lo sepa tu padre! ¡Ron, estoy tan orgullosa de ti, qué noticia tan fabulosa, quizá acaben nombrándote delegado, como a Bill y a Percy, es el primer paso! ¡Oh, qué gran noticia en medio de todos estos problemas, estoy encantada, oh, Ronnie!

A espaldas de su madre, Fred y George se pusieron a fingir que vomitaban, pero la señora Weasley no se dio ni cuenta porque estaba abrazada a Ron, cubriéndole la cara de besos. Ron estaba más colorado que su insignia.

—Mamá..., no... Mamá, contrólate... —balbuceó intentando apartarla.

La señora Weasley lo soltó y, casi sin aliento, dijo:

—Bueno, ¿qué quieres que te regalemos? A Percy le regalamos una lechuza, pero tú ya tienes una, claro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el chico, que no podía dar crédito a sus oídos.

—¡Mereces una recompensa por esto! —afirmó la señora Weasley con cariño— ¿Qué te parece una túnica de gala nueva?

—Nosotros ya le hemos comprado una —dijo Fred con amargura, como si lamentara sinceramente tanta generosidad.

—O un caldero nuevo. El de Charlie está tan viejo que está agujereándose. O una rata nueva; siempre te gustó Scabbers...

—Mamá —aventuró Ron esperanzado—, ¿podéis comprarme una escoba? —El rostro de la mujer se ensombreció un poco, pues las escobas eran caras—. ¡No hace falta que sea muy buena! —se apresuró a añadir Ron—. Me conformo con que sea nueva...

La señora Weasley vaciló, pero acabó sonriendo.

—Claro que sí, hijo mío... Bueno, será mejor que me dé prisa si también tengo que comprar una escoba. Ya os veré más tarde... ¡El pequeño Ronnie, prefecto! Y no os olvidéis de hacer el equipaje... ¡Prefecto! ¡Oh, qué nerviosa[123] estoy!

Volvió a besar a Ron en la mejilla, aspiró ruidosamente por la nariz y salió a toda velocidad de la habitación.


Date: 2015-12-11; view: 548


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