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El Ministerio de Magia

 

 

A la mañana siguiente, Harry despertó de golpe a las cinco, como si alguien le hubiera gritado en la oreja. Se quedó unos instantes tumbado, inmóvil, mientras la perspectiva de la vista disciplinaria llenaba cada diminuta partícula de su cerebro; luego, incapaz de soportarlo más, saltó de la cama y se puso las gafas. La señora Weasley le había dejado los vaqueros y una camiseta lavados y planchados a los pies de la cama. Harry se vistió. El cuadro vacío de la pared rió por lo bajo.

Ron estaba tirado en la cama, con la boca muy abierta, profundamente dormido. Ni siquiera se movió cuando Harry cruzó la habitación, salió al rellano y cerró la puerta sin hacer ruido. Procurando no pensar en la próxima vez que vería a Ron, cuando quizá ya no fueran compañeros de clase en Hogwarts, Harry bajó la escalera, pasó por delante de los antepasados de Kreacher y se dirigió a la cocina.

Se había imaginado que la encontraría vacía, pero cuando llegó a la puerta oyó un débil murmullo de voces al otro lado. Abrió y vio al señor y a la señora Weasley, Sirius, Lupin y Tonks sentados a la mesa como si estuvieran esperándolo. Todos estaban vestidos para salir, excepto la señora Weasley, que llevaba una bata acolchada de color morado. La mujer se puso en pie de un brinco en cuanto Harry entró en la cocina.

—Desayuno —dijo, y sacó su varita y corrió hacia el fuego.

—B-buenos días, Harry —lo saludó Tonks con un bostezo. Esa mañana tenía el pelo rubio y rizado—. ¿Has dormido bien?

—Sí.

—Yo no he pe-pegado ojo —comentó ella con otro bostezo que la hizo estremecerse—. Ven y siéntate...

Apartó una silla, y al hacerlo derribó la de al lado.

—¿Qué te apetece comer, Harry? —le preguntó la señora Weasley—. ¿Gachas de avena[89]? ¿Bollos? ¿Arenques ahumados? ¿Huevos con beicon[90]? ¿Tostadas?

—Tostadas, gracias.

Lupin miró a Harry y luego, dirigiéndose a Tonks, le dijo:

—¿Qué decías de Scrimgeour?

—¡Ah, sí! Bueno, que tendremos que ir con cuidado; ha estado haciéndonos preguntas raras a Kingsley y a mí...

Harry agradeció que no le pidieran que participara en la conversación. Tenía el estómago revuelto. La señora Weasley le puso delante un par de tostadas con mermelada; Harry intentó comer, pero era como si masticara un trozo de alfombra. La señora Weasley se sentó a su lado y empezó a arreglarle la camiseta, escondiéndole la etiqueta y alisándole las arrugas de los hombros. Harry habría preferido que no lo hiciera.



—...y tendré que decirle a Dumbledore que mañana no podré hacer el turno de noche, estoy demasiado ca-cansada —terminó Tonks, bostezando otra vez.

—Ya te cubriré yo —se ofreció el señor Weasley—. No me importa, y de todos modos tengo que terminar un informe...

El señor Weasley no llevaba ropa de mago, sino unos pantalones de raya diplomática[91] y una cazadora. Cuando terminó de hablar con Tonks miró a Harry.

—¿Cómo te sientes? —El muchacho se encogió de hombros—. Pronto habrá terminado todo —le aseguró con optimismo—. Dentro de unas horas estarás absuelto. —Harry no dijo nada—. La vista se celebrará en mi planta[92], en el despacho de Amelia Bones. Es la jefa del Departamento de Seguridad Mágica, y la encargada de interrogarte.

—Amelia Bones es buena persona, Harry —afirmó Tonks con seriedad—. Es justa y te escuchará.

Harry asintió con la cabeza; seguía sin ocurrírsele nada que decir.

—No pierdas la calma —intervino Sirius—. Sé educado y cíñete a los hechos.

Harry volvió a asentir.

—La ley está de nuestra parte —comentó Lupin con voz queda—. Hasta los magos menores de edad están autorizados a utilizar la magia en situaciones de peligro para su vida.

Harry tuvo la sensación de que algo muy frío goteaba por su espalda; al principio creyó que alguien estaba haciéndole un encantamiento desilusionador, pero entonces se dio cuenta de que era la señora Weasley, que intentaba peinarlo con un peine mojado. Le aplastaba con fuerza el pelo contra la coronilla, pero éste volvía a erizarse enseguida.

—¿No hay forma de aplastarlo? —preguntó desesperada.

Harry negó con la cabeza.

El señor Weasley consultó su reloj y miró al chico.

—Creo que deberíamos irnos ya —dijo—. Es un poco pronto, pero estarás mejor en el Ministerio que aquí, sin hacer nada.

—Vale —contestó Harry automáticamente; dejó la tostada en el plato y se puso en pie.

—Todo irá bien, Harry —aseguró Tonks, y le dio unas palmaditas en el brazo.

—Buena suerte —le deseó Lupin—. Estoy convencido de que todo saldrá bien.

—Y si no —añadió Sirius con gravedad—, ya me encargaré yo de Amelia Bones...

Harry esbozó una tímida sonrisa. La señora Weasley lo abrazó.

—Todos cruzaremos los dedos —afirmó.

—Bueno... Hasta luego —dijo Harry.

Subió con el señor Weasley al vestíbulo y oyó cómo la madre de Sirius gruñía en sueños detrás de las cortinas de su retrato. El señor Weasley abrió la puerta de la calle y salieron al frío y gris amanecer.

—Normalmente usted no va al trabajo andando, ¿verdad? —le preguntó cuando empezaron a caminar a buen paso bordeando la plaza.

—No, suelo aparecerme —respondió el señor Weasley—, pero evidentemente tú no puedes aparecerte, y creo que lo mejor es que lleguemos de forma no mágica. Así causarás mejor impresión, dado el motivo por el que te han sancionado...

Mientras caminaban, el señor Weasley llevaba una mano dentro de la cazadora. Harry sabía que en esa mano llevaba la varita. Las calles, de aspecto abandonado, estaban casi desiertas, pero cuando llegaron a la desangelada estación de metro la encontraron llena de gente madrugadora que iba al trabajo. Como le ocurría siempre que se hallaba rodeado de muggles que realizaban su rutina diaria, el señor Weasley a duras penas podía contener su entusiasmo.

—Sencillamente fabuloso —susurró, señalando los dispensadores automáticos de billetes[93]—. Maravillosamente ingenioso.

—No funcionan —observó Harry señalando el letrero.

—Ya, pero aun así... —dijo el señor Weasley contemplándolos con una sonrisa radiante.

Le compraron los billetes a un soñoliento empleado (Harry se encargó de la transacción porque el señor Weasley no manejaba muy bien el dinero muggle), y cinco minutos más tarde subieron al tren, que los llevó traqueteando hacia el centro de Londres. El señor Weasley no paraba de consultar con ansiedad el plano del metro que había encima de las ventanas.

—Cuatro paradas más, Harry... Ahora quedan tres paradas... Sólo dos paradas, Harry...

Bajaron en una estación del centro de Londres y se vieron arrastrados por una marea de hombres vestidos con traje y corbata y de mujeres con maletines. Subieron por la escalera mecánica, pasaron por el torniquete[94] (al señor Weasley le encantó cómo la máquina se tragaba su billete) y salieron a una ancha calle con mucho tráfico e imponentes edificios a ambos lados.

—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Weasley, desorientado, y por un instante Harry creyó que habían bajado en una estación equivocada, a pesar de las continuas consultas del señor Weasley en el plano; pero entonces el hombre exclamó—: ¡Ah, sí! Por aquí, Harry. —Y lo guió por una calle lateral—. Lo siento —añadió—, pero nunca voy al Ministerio en metro, y desde la perspectiva muggle todo parece muy diferente. De hecho, nunca he utilizado la entrada de visitantes.

Cuanto más avanzaban, más pequeños y menos imponentes eran los edificios, hasta que al final llegaron a una calle donde había varias oficinas de aspecto destartalado, un pub[95] y un contenedor rebosante de basura. Harry esperaba un emplazamiento mucho más impresionante para el Ministerio de la Magia.

—Ya hemos llegado —afirmó, muy alegre, el señor Weasley, y señaló una vieja cabina telefónica roja a la que le faltaban varios cristales, situada frente a una pared cubierta de grafitis[96]—. Después de ti, Harry —dijo, y abrió la puerta de la cabina.

Harry entró preguntándose qué demonios significaba aquello. El señor Weasley entró también, se apretujó contra él y cerró la puerta. Había muy poco espacio; Harry estaba pegado contra el teléfono, que colgaba torcido de la pared, como si un gamberro[97] hubiera intentado arrancarlo. El señor Weasley estiró un brazo y cogió el auricular.

—Señor Weasley, creo que esto tampoco funciona —dijo Harry.

—No, no, seguro que funciona —respondió el hombre levantando el auricular por encima de su cabeza y mirando el disco del teléfono con los ojos entornados—. Veamos... Seis... —Marcó el número—. Dos... cuatro... y otro cuatro... y otro dos...

Cuando el disco hubo recuperado la posición inicial, con un suave zumbido, una gélida voz femenina sonó dentro de la cabina telefónica, pero no salía por el auricular que el señor Weasley tenía en la mano, sino que sonaba con fuerza y claridad, como si una mujer invisible estuviera allí dentro con ellos.

—Bienvenido al Ministerio de la Magia. Por favor, diga su nombre y el motivo de su visita.

—Esto... —empezó el señor Weasley sin saber si tenía que hablar por el auricular o no. Lo solucionó acercándose el micrófono a la oreja—. Arthur Weasley, Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles[98]. He llegado escoltando a Harry Potter, que tiene que presentarse a una vista disciplinaria...

—Gracias —contestó la gélida voz femenina—. Visitante, coja[99] la chapa y colóquesela en la ropa en un lugar visible, por favor.

Se oyó un chasquido y un tintineo, y Harry vio que algo resbalaba por la rampa metálica por donde normalmente salían las monedas devueltas. Lo cogió y comprobó que era una chapa cuadrada de plata con la inscripción: «Harry Potter, vista disciplinaria.» Se la enganchó en la camiseta, y entonces la voz femenina dijo:

—Visitante del Ministerio, tendrá que someterse a un cacheo y entregar su varita mágica en el mostrador de seguridad, que se encuentra al final del Atrio.

El suelo de la cabina telefónica se estremeció. Estaban hundiéndose poco a poco. Harry miró con aprensión cómo la acera parecía elevarse al otro lado de las ventanas de cristal de la cabina hasta que se quedaron a oscuras por completo. Entonces ya no vio nada; sólo oía un monótono chirrido, mientras la cabina telefónica seguía hundiéndose en la tierra. Pasado más o menos un minuto, que a Harry se le hizo larguísimo, un resquicio de luz dorada le iluminó los pies, luego fue creciendo de tamaño y subió por el cuerpo de Harry hasta que le dio en la cara; el muchacho tuvo que parpadear para que no le lloraran los ojos.

—El Ministerio de la Magia les desea un buen día —los saludó la voz de mujer.

La puerta de la cabina telefónica se abrió sola y el señor Weasley salió seguido de Harry, que tenía la boca abierta.

Se encontraban al final de un larguísimo y espléndido vestíbulo con el suelo de madera oscura muy brillante. En el techo, de color azul eléctrico, había incrustaciones de relucientes símbolos dorados que se movían y cambiaban continuamente, como un inmenso tablón de anuncios celeste. Las paredes del vestíbulo estaban recubiertas de pulida y oscura madera, y en ellas había varias chimeneas doradas. De vez en cuando, una bruja o un mago salía por una de las chimeneas de la pared de la izquierda con un débil ruido. Ante las chimeneas de la pared de la derecha estaban formándose reducidas colas de brujas y de magos que esperaban para entrar.

Hacia la mitad del vestíbulo había una fuente. Un grupo de estatuas doradas, de tamaño superior al natural, se alzaban en el centro de un estanque circular. La figura más alta de todas era la de un mago de aspecto noble, cuya varita señalaba al cielo. A su alrededor había una hermosa bruja, un centauro, un duende y un elfo doméstico. Los tres últimos miraban con adoración a la bruja y al mago, de cuyas varitas salían unos fastuosos chorros de agua, así como del extremo de la flecha del centauro, de la punta del sombrero del duende y de las orejas del elfo doméstico. El tintineante silbido del agua al caer se unía al ruido que hacía la gente al aparecerse (algo así como ¡crac! y ¡paf!) y al de los pasos de cientos de brujas y de magos, la mayoría de los cuales ofrecían el apesadumbrado aspecto de los madrugadores, que se dirigían hacia unas puertas doradas que había al fondo del vestíbulo.

—Por aquí —indicó el señor Weasley.

Se unieron a la multitud y avanzaron entre los empleados del Ministerio, algunos de los cuales transportaban tambaleantes pilas de pergaminos; otros, por su parte, llevaban gastados maletines, y unos cuantos iban leyendo El Profeta mientras andaban. Al pasar junto a la fuente, Harry vio Sickles de plata y Knuts de bronce que destellaban en el fondo del estanque. Un pequeño y emborronado letrero decía:

TODO LO RECAUDADO POR LA FUENTE DE LOS HERMANOS MÁGICOS SERÁ DESTINADO AL HOSPITAL SAN MUNGO DE ENFERMEDADES Y HERIDAS MÁGICAS.

«Si no me expulsan de Hogwarts, donaré diez galeones», se sorprendió pensando Harry, desesperado.

—Por aquí —volvió a indicar el señor Weasley, y se separaron de la avalancha de empleados del Ministerio que iban hacia las puertas doradas. A la izquierda, sentado a una mesa, bajo un letrero que rezaba «Seguridad», había un mago muy mal afeitado y vestido con una túnica de color azul eléctrico, que levantó la cabeza al ver que se acercaban y dejó de leer El Profeta.

—Estoy escoltando a un visitante —dijo el señor Weasley, y señaló a Harry.

—Acérquese —le ordenó el mago al muchacho con voz de aburrimiento.

Harry obedeció y el hombre levantó una varilla larga y dorada, delgada y flexible como la antena de un coche, y se la pasó a Harry por delante y por detrás, recorriéndole todo el cuerpo.

—La varita —le gruñó a continuación el mago de seguridad, tras dejar el instrumento dorado y tender una mano con la palma hacia arriba.

Harry se la entregó. El mago la dejó caer sobre un extraño instrumento de latón que parecía una balanza con un único platillo. El aparato empezó a vibrar, y de una ranura que tenía en la base salió un estrecho trozo de pergamino. El mago lo arrancó y leyó lo que había escrito en él:

—Veintiocho centímetros, núcleo central de pluma de fénix, cuatro años en uso. ¿Correcto?

—Sí —afirmó Harry, nervioso.

—Yo me quedo esto —dijo el mago clavando el trozo de pergamino en un pequeño pinchapapeles de latón[100]—. Usted se queda la varita —añadió, y le devolvió la varita a Harry.

—Gracias.

—Un momento... —empezó a decir con lentitud el mago.

Se había fijado en la chapa de plata de visitante que Harry llevaba prendida en el pecho, pero ahora le miraba la frente.

—Gracias, Eric —dijo el señor Weasley con firmeza, y agarrando a Harry por el hombro lo apartó de la mesa y volvieron a mezclarse con la multitud de magos y de brujas que cruzaban las puertas doradas.

Empujado por la gente, Harry siguió al señor Weasley por las puertas que conducían a un vestíbulo más pequeño donde había, por lo menos, veinte ascensores detrás de unas rejas de oro labrado. Harry y el señor Weasley se unieron a un grupito que estaba reunido frente a uno de ellos. Cerca de allí había un corpulento y barbudo mago que llevaba en las manos una gran caja de cartón que emitía unos desagradables ruidos.

—¿Va todo bien, Arthur? —preguntó el mago saludando con la cabeza al señor Weasley.

—¿Qué llevas ahí, Bob? —inquirió éste mirando la caja.

—No estamos seguros —contestó el mago con seriedad—. Creíamos que se trataba de una gallina normal y corriente hasta que empezó a echar fuego por la boca. Yo diría que nos encontramos ante un caso grave de violación de la Prohibición de la Reproducción Experimental.

Entre fuertes traqueteos y sacudidas, un ascensor descendió ante ellos; la reja dorada se movió hacia un lado, y Harry y el señor Weasley entraron en el ascensor con los demás. Harry se encontró de pronto apretujado contra la pared del fondo. Varias brujas y magos lo observaban con curiosidad; él se quedó contemplando el suelo para evitar las miradas de la gente y se alisó el flequillo. La reja se cerró con un estruendo y el ascensor empezó a subir poco a poco, con un golpeteo de cadenas, mientras volvía a escucharse aquella gélida voz femenina que Harry había oído en la cabina telefónica.

—Séptima planta, Departamento de Deportes y Juegos Mágicos, que incluye el Cuartel General de la Liga de Quidditch de Gran Bretaña e Irlanda, el Club Oficial de Gobstones y la Oficina de Patentes Descabelladas.

Se abrieron las puertas del ascensor. Harry alcanzó a ver un desordenado pasillo en el que había varios carteles torcidos de equipos de quidditch colgados en las paredes. Uno de los magos que iba en el ascensor, que llevaba un montón de escobas, salió con cierta dificultad y desapareció por allí. Las puertas se cerraron de nuevo y el ascensor dio una sacudida, pero siguió subiendo mientras la voz de mujer anunciaba:

—Sexta planta, Departamento de Transportes Mágicos, que incluye la Dirección de la Red Flu, el Consejo Regulador de Escobas, la Oficina de Trasladores y el Centro Examinador de Aparición.

Las puertas del ascensor volvieron a abrirse y salieron cuatro o cinco ocupantes; al mismo tiempo, varios aviones de papel entraron volando. Harry se quedó mirándolos mientras revoloteaban tranquilamente por encima de su cabeza; eran de color violeta claro y llevaban estampado el sello de «Ministerio de la Magia» en el borde de las alas.

—Sólo son memorándum interdepartamentales —le explicó el señor Weasley en voz baja—. Antes utilizábamos lechuzas, pero era un verdadero problema porque las mesas acababan cubiertas de excrementos...

Siguieron subiendo con el mismo traqueteo metálico, mientras los memorándum revoloteaban alrededor de la lámpara que colgaba del techo del ascensor.

—Quinta planta, Departamento de Cooperación Mágica Internacional, que incluye el Organismo Internacional de Normas de Instrucción Mágica, la Oficina Internacional de Ley Mágica y la Confederación Internacional de Magos, Sede Británica.

Cuando se abrieron otra vez las puertas, dos memorándum salieron disparados junto con unos cuantos ocupantes más del ascensor, pero entraron otros documentos que se pusieron a volar alrededor de la lámpara, cuya luz empezó a parpadear y a brillar sobre sus cabezas.

—Cuarta planta, Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas, que incluye las Divisiones de Bestias, Seres y Espíritus, la Oficina de Coordinación de los Duendes y la Agencia Consultiva de Plagas.

—Perdón —se disculpó el mago que llevaba la gallina que echaba fuego por la boca, y salió del ascensor seguido de una pequeña bandada de memorándum. Las puertas se cerraron una vez más.

—Tercera planta, Departamento de Accidentes y Catástrofes en el Mundo de la Magia, que incluye el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos, el Cuartel General de Desmemorizadores y el Comité de Excusas para los Muggles.

En esa planta salieron todos, excepto el señor Weasley, Harry y una bruja que iba leyendo un trozo de pergamino larguísimo que llegaba hasta el suelo. El resto de los memorándum siguieron volando alrededor de la lámpara mientras el ascensor subía otra vez; por fin, se abrieron las puertas y la voz anunció:

—Segunda planta, Departamento de Seguridad Mágica, que incluye la Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia, el Cuartel General de Aurores[101] y los Servicios Administrativos del Wizengamot.

—Es aquí, Harry —indicó el señor Weasley, y salieron del ascensor, junto con la bruja, a un pasillo con puertas a ambos lados—. Mi despacho está al otro lado de esta planta.

—Señor Weasley —dijo Harry cuando pasaban por delante de una ventana por la que entraba la luz del sol—, ¿estamos todavía bajo tierra?

—Sí —confirmó el señor Weasley—. Esas ventanas están encantadas. El Servicio de Mantenimiento Mágico decide el tiempo que tenemos cada día. La última vez que los de ese servicio andaban detrás de un aumento de sueldo, tuvimos dos meses seguidos de huracanes... Por aquí, Harry.

Doblaron una esquina, pasaron por unas gruesas puertas dobles de roble y salieron a una zona, espaciosa pero desordenada, dividida en cubículos de los que surgía un intenso murmullo de voces y risas. Los memorándum entraban y salían volando como cohetes en miniatura. Un letrero torcido, colgado en la puerta del cubículo más cercano, decía: «Cuartel General de Aurores.»

Harry miró con disimulo por la puerta al pasar por delante. Los Aurores habían cubierto las paredes con fotografías de sus familias y de los magos más buscados, carteles de sus equipos de quidditch favoritos y artículos de El Profeta. Dentro había un individuo, con una túnica de color escarlata y una coleta[102] más larga que la de Bill, que estaba sentado con las botas encima de la mesa dictándole un informe a su pluma. Un poco más allá, una bruja con un parche en un ojo hablaba con Kingsley Shacklebolt por encima de la pared de su compartimento.

—Buenos días, Weasley —lo saludó Kingsley con desgano cuando se acercaron a él—. Quiero hablar contigo, ¿tienes un momento?

—Si sólo es un momento, sí —contestó el señor Weasley—. Tengo mucha prisa.

Hablaban como si apenas se conocieran, y cuando Harry despegó los labios para saludar a Kingsley, el señor Weasley le dio un pisotón. Siguieron a Kingsley por un pasillo hasta llegar al último cubículo.

Harry sufrió una pequeña conmoción, pues la cara de Sirius lo miraba pestañeando desde todas las paredes, cubiertas de recortes de periódico y viejas fotografías, incluida una de Sirius haciendo de padrino en la boda de los Potter. El único espacio donde no aparecía la cara de Sirius era el que ocupaba un mapamundi en el que había clavados pequeños alfileres rojos que relucían como joyas.

—Toma —le dijo Kingsley con brusquedad al señor Weasley, poniéndole un fajo de pergaminos en las manos—. Necesito toda la información que puedas conseguir sobre vehículos muggles voladores avistados en los doce últimos meses. Hemos recibido información de que Black podría seguir utilizando su vieja motocicleta. —Kingsley le hizo un enorme guiño a Harry y añadió en un susurro—: Dale la revista, quizá la encuentre interesante. —Luego, hablando otra vez en un tono de voz normal, añadió—: Y no tardes demasiado, Weasley, el retraso en aquel informe sobre armas de juego[103] tuvo la investigación en suspenso durante más de un mes.

—Si hubieras leído mi informe sabrías que la expresión es «armas de fuego» —respondió el señor Weasley fríamente—. Y me temo que si buscas información sobre motocicletas tendrás que esperar, porque ahora estamos muy ocupados. —Bajó la voz y dijo—: A ver si puedes salir antes de las siete; Molly va a hacer albóndigas.

Le hizo señas a Harry y lo sacó del cubículo de Kingsley; pasaron por otras puertas de roble, recorrieron otro pasillo, torcieron[104] a la izquierda, desfilaron por otro pasillo más, torcieron[105] a la derecha por un nuevo pasillo, mal iluminado y feo, y por fin se encontraron ante una pared; a la izquierda había una puerta entornada que dejaba entrever un armario de escobas, y a la derecha otra puerta con una placa de latón deslustrada que decía: «Uso Indebido de Artefactos Muggles.»

El sombrío despacho del señor Weasley parecía un poco más pequeño que el armario de las escobas. Dentro había dos mesas apretujadas, y apenas quedaba espacio para moverse a su alrededor por culpa de los rebosantes archivadores que cubrían las paredes, encima de los cuales había montones de documentos en precario equilibrio. El poco espacio libre de la pared delataba las obsesiones del señor Weasley, pues estaba lleno de varios carteles de coches, entre ellos uno de un motor desmontado, dos ilustraciones de buzones que parecían recortadas de libros infantiles y un diagrama que mostraba cómo montar[106] un enchufe.

Encima de la desbordada bandeja que contenía la correspondencia sin abrir del señor Weasley, se hallaba una vieja tostadora que hipaba con desconsuelo y un par de guantes de piel vacíos que movían los pulgares. Junto a la bandeja había una fotografía de la familia Weasley. Harry se fijó en que Percy, al parecer, había salido de ella.

—No tenemos ventana —se disculpó el señor Weasley al mismo tiempo que se quitaba la cazadora y la colgaba del respaldo de su silla—. La hemos pedido, pero por lo visto no creen que la necesitemos. Siéntate, Harry, veo que Perkins todavía no ha llegado.

Harry se sentó en la silla que había detrás de la mesa de Perkins mientras el señor Weasley daba un vistazo al fajo de pergaminos que le había entregado Kingsley Shacklebolt.

—¡Ah! —dijo, sonriendo, y extrajo del montón un ejemplar de la revista El Quisquilloso—, sí... —Se puso a hojear la revista—. Sí, Kingsley tiene razón, seguro que Sirius encuentra esto muy divertido. ¡Vaya! ¿Qué será eso?

Un memorándum entró volando por la puerta abierta y se posó encima de la tostadora hipante. El señor Weasley lo desdobló y lo leyó en voz alta:

—«Tercer inodoro público regurgitante denunciado en Bethnal Green; por favor, investiguen de inmediato.» Esto ya es demasiado...

—¿Un inodoro regurgitante?

—Bromistas antimuggles —explicó el señor Weasley frunciendo el entrecejo—. La semana pasada tuvimos dos, uno en Wimbledon y otro en Elephant and Castle. Los muggles tiran de la cadena y en lugar de desaparecer todo... Bueno, ya te lo imaginas. Los pobres llaman a esos... sonajeros[107], creo que se llaman, ya sabes, los que arreglan sus cañerías y esas cosas.

—¿Fontaneros[108]?

—Eso es, pero, como es lógico, no saben qué hacer. Espero que podamos atrapar al responsable.

—¿Se encargan los Aurores de buscarlo?

—Oh, no, esto es demasiado trivial para los Aurores; lo hará la Patrulla de Seguridad Mágica. Ah, Harry, te presento a Perkins.

Un anciano mago, encorvado y de aspecto tímido, que lucía un suave y sedoso cabello blanco, acababa de entrar en la habitación jadeando.

—¡Oh, Arthur! —exclamó desesperadamente sin mirar a Harry—. Por fin te encuentro, no sabía qué hacer, si esperarte aquí o no. He enviado una lechuza a tu casa, pero veo que no la has recibido. Hace diez minutos llegó un mensaje urgente...

—Ya sé, lo del inodoro regurgitante —comentó el señor Weasley.

—No, no, no es el inodoro, es la vista de ese chico, Potter. Han cambiado la hora y el lugar: empieza a las ocho en punto y se celebra abajo, en la vieja sala número diez del tribunal...

—En la vieja sala... Pero si a mí me dijeron... ¡Por las barbas de Merlín! —El señor Weasley consultó su reloj, soltó un grito y se levantó de un brinco de la silla—. ¡Rápido, Harry, hace cinco minutos que deberíamos estar allí!

Perkins se pegó a los archivadores mientras el señor Weasley salía corriendo del despacho con Harry pisándole los talones.

—¿Por qué han cambiado la hora? —preguntó éste, casi sin aliento, mientras pasaban a toda velocidad por delante de los cubículos de los Aurores; la gente asomaba la cabeza y se quedaba mirándolos. Harry tenía la sensación de que se había dejado las tripas en la mesa de Perkins.

—¡No tengo ni idea, pero menos mal que hemos venido con tiempo; si no te hubieras presentado habría sido catastrófico! —El señor Weasley se detuvo patinando junto a los ascensores y pulsó con impaciencia el botón de «Bajar»—. ¡Vamos!

Apareció el ascensor, acompañado de fuertes ruidos metálicos, y subieron en él rápidamente. Cada vez que el ascensor se detenía en una planta, el señor Weasley se ponía a maldecir, furioso, y aporreaba el botón número nueve.

—Esas salas del tribunal no se utilizan desde hace años —explicó el señor Weasley con enojo—. No sé cómo se les ha ocurrido celebrar la vista allí, a menos que... Pero no...

Una bruja regordeta, que llevaba una copa humeante, entró en ese momento en el ascensor, y el señor Weasley no dio más explicaciones.

—El Atrio —dijo la gélida voz femenina, y las rejas doradas se abrieron mostrando a Harry una lejana vista de las estatuas doradas de la fuente. La bruja regordeta salió del ascensor, y entró un mago de piel cetrina y rostro muy triste.

—Buenos días, Arthur —saludó con voz sepulcral mientras el ascensor empezaba a descender de nuevo—. No se te ve mucho por aquí abajo.

—Es un asunto urgente, Bode —dijo el señor Weasley, que se balanceaba sobre la punta de los pies y lanzaba nerviosas miradas a Harry.

—¡Ah, sí! —exclamó Bode mirando a Harry sin pestañear—. Claro.

Harry ya no era capaz de experimentar más emociones, pero la imperturbable mirada de Bode no hizo que se sintiera muy cómodo.

—Departamento de Misterios —anunció la voz femenina, y no dijo nada más.

—Rápido, Harry —lo apremió el señor Weasley cuando las puertas del ascensor se abrieron, y entonces echaron a correr por un pasillo muy distinto de los superiores.

Las paredes estaban desnudas; no había ventanas ni puertas, aparte de una, negra y sencilla, situada al final. Harry pensó que entrarían por ella, pero el señor Weasley lo agarró por un brazo y lo arrastró hacia la izquierda, donde había una abertura que conducía a unos escalones.

—Por aquí, por aquí —indicó el señor Weasley, jadeante, bajando los escalones de dos en dos—. El ascensor no llega tan abajo... ¿Por qué la celebrarán aquí?

Llegaron al final de los escalones y corrieron por un nuevo pasillo muy parecido al que conducía a la mazmorra de Snape en Hogwarts, con bastas paredes de piedra en las que había soportes con antorchas. Las puertas de ese pasillo eran de madera muy gruesa, con cerrojos y cerraduras de hierro.

—Sala... diez... Creo que... Ya casi... Sí.

El señor Weasley se detuvo frente a una sucia y oscura puerta con un inmenso cerrojo de hierro y se apoyó en la pared, llevándose una mano al pecho, donde notaba una fuerte punzada.

—Adelante —dijo entrecortadamente, señalando la puerta con el pulgar—. Entra.

—¿Usted no... entra... conmigo?

—No, no, yo no estoy autorizado. ¡Buena suerte!

El corazón de Harry latía con violencia contra su nuez. Tragó saliva, giró el pesado pomo de hierro de la puerta y entró en la sala del tribunal.


La vista

 

 

Harry no pudo contener un grito de asombro. La enorme mazmorra en la que había entrado le resultaba espantosamente familiar. No sólo la había visto antes, sino que había estado allí. Era el lugar que había visitado dentro del pensadero de Dumbledore, donde había visto cómo sentenciaban a los Lestrange a cadena perpetua en Azkaban.

Las paredes eran de piedra oscura, y las antorchas apenas las iluminaban. Había gradas vacías a ambos lados, pero enfrente, en los bancos más altos, había muchas figuras entre sombras. Estaban hablando en voz baja, pero cuando la gruesa puerta se cerró detrás de Harry se hizo un tremendo silencio.

Una fría voz masculina resonó en la sala del tribunal:

—Llegas tarde.

—Lo siento —se disculpó Harry, nervioso—. No... no sabía que habían cambiado la hora y el lugar.

—De eso no tiene la culpa el Wizengamot —dijo la voz—. Esta mañana te hemos enviado una lechuza. Siéntate.

Harry miró la silla que había en el centro de la sala, que tenía los reposabrazos cubiertos de cadenas. Había visto cómo aquellas cadenas cobraban vida y ataban a la persona que se había sentado en la silla. Echó a andar por el suelo de piedra y sus pasos produjeron un fuerte eco. Cuando se sentó, con cautela, en el borde de la silla, las cadenas tintinearon amenazadoramente, pero no lo ataron. Estaba muy mareado, a pesar de lo cual miró a la gente que estaba sentada en los bancos de enfrente.

Había unas cincuenta personas que, por lo que pudo observar, llevaban túnicas de color morado con una ornamentada «W» de plata en el lado izquierdo del pecho; todas lo miraban fijamente, algunas con expresión muy adusta, y otras con franca curiosidad.

En medio de la primera fila estaba Cornelius Fudge, el ministro de la Magia. Fudge era un hombre corpulento que solía llevar un bombín[109] de color verde lima, aunque ese día no se lo había puesto; tampoco lucía aquella sonrisa indulgente que le había dedicado a Harry cuando en una ocasión habló con él. Una bruja de mandíbula cuadrada y con el pelo gris muy corto estaba sentada a la izquierda de Fudge; llevaba un monóculo y su aspecto era verdaderamente severo. A la derecha de Fudge había otra bruja, pero estaba sentada con la espalda apoyada en el respaldo del banco, de manera que su rostro quedaba en sombras.

—Muy bien —dijo Fudge—. Hallándose presente el acusado, por fin podemos empezar. ¿Están preparados? —preguntó a las demás personas que ocupaban el banco.

—Sí, señor —respondió una voz ansiosa que Harry reconoció al instante.

Era Percy, el hermano de Ron, que estaba sentado al final del banco de la primera fila. Harry miró a Percy esperando ver en su rostro alguna señal de reconocimiento, pero no la encontró. Percy tenía los ojos clavados en su pergamino, y una pluma preparada en la mano.

—Vista disciplinaria del doce de agosto —comenzó Fudge con voz sonora, y Percy empezó a tomar notas de inmediato— por el delito contra el Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad y contra el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos, cometido por Harry James Potter, residente en el número cuatro de Privet Drive, Little Whinging, Surrey.

»Interrogadores: Cornelius Oswald Fudge, ministro de la Magia; Amelia Susan Bones, jefa del Departamento de Seguridad Mágica; Dolores Jane Umbridge, subsecretaria del ministro. Escribiente del tribunal, Percy Ignatius Weasley...

—Testigo de la defensa, Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore —dijo una voz queda por detrás de Harry, quien giró la cabeza con tanta brusquedad que se hizo daño en el cuello.

En ese instante Dumbledore cruzaba con aire resuelto y sereno la habitación; llevaba una larga túnica de color azul marino y la expresión de su rostro era de absoluta tranquilidad. Su barba y su melena, largas y plateadas, relucían a la luz de las antorchas; cuando llegó junto a Harry miró a Fudge a través de sus gafas de media luna, que reposaban hacia la mitad de su torcida nariz.

Los miembros del Wizengamot murmuraban, y todas las miradas se dirigieron hacia Dumbledore. Algunos parecían enfadados, otros un poco asustados; dos de las brujas más ancianas de la fila del fondo, sin embargo, levantaron una mano y lo saludaron.

Al ver a Dumbledore, una profunda emoción surgió en el pecho de Harry, un reforzado y esperanzador sentimiento parecido al que le había producido la canción del fénix. Estaba deseando mirar a Dumbledore a los ojos, pero éste no lo miraba a él: tenía la vista clavada en Fudge, que no podía disimular su nerviosismo.

—¡Ah! —exclamó el ministro, que parecía sumamente desconcertado—. Dumbledore. Sí. Veo que..., que... recibió nuestro mensaje... de que habíamos cambiado el lugar y la hora de la vista...

—Pues no, no lo he recibido —contestó Dumbledore con tono alegre—. Sin embargo, debido a un providencial error, llegué al Ministerio con tres horas de antelación, de modo que no ha habido ningún problema.

—Sí..., bueno... Supongo que necesitaremos otra silla... Esto..., Weasley, ¿podría...?

—No se moleste, no se moleste —dijo Dumbledore con amabilidad; sacó su varita mágica, la sacudió levemente y una mullida butaca de chintz apareció de la nada junto a la silla de Harry.

Dumbledore se sentó, juntó las yemas de sus largos dedos y miró a Fudge por encima de ellos con una expresión de educado interés. Los miembros del Wizengamot seguían murmurando y moviéndose inquietos en los bancos; solo se calmaron cuando Fudge volvió a hablar.

—Sí —repitió éste moviendo sus notas de un sitio para otro—. Bueno. Está bien. Los cargos. Sí... —Separó una hoja de pergamino del montón que tenía delante, respiró hondo y leyó en voz alta—: Los cargos contra el acusado son los siguientes: que a sabiendas, deliberadamente y consciente de la ilegalidad de sus actos, tras haber recibido una anterior advertencia por escrito del Ministerio de la Magia por un delito similar, realizó un encantamiento Patronus en una zona habitada por muggles, en presencia de un muggle, el dos de agosto a las nueve y veintitrés minutos, lo cual constituye una violación del Párrafo C del Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad, mil ochocientos setenta y cinco, y también de la Sección Trece de la Confederación Internacional del Estatuto del Secreto de los Brujos. ¿Es usted Harry James Potter, residente en el número cuatro de Privet Drive, Little Whinging, Surrey? —preguntó Fudge, fulminando a Harry con la mirada por encima del pergamino.

—Sí —respondió él.

—Recibió una advertencia oficial del Ministerio por utilizar magia ilegal hace tres años, ¿no es cierto?

—Sí, pero...

—Y aun así, ¿conjuró usted un Patronus la noche del dos de agosto? —inquirió Fudge.

—Sí —contestó Harry—, pero...

—¿A sabiendas de que no le está permitido utilizar la magia fuera de la escuela hasta que haya cumplido diecisiete años?

—Sí, pero...

—¿A sabiendas de que se encontraba en una zona llena de muggles?

—Sí, pero...

—¿Completamente consciente de que estaba muy cerca de un muggle en ese momento?

—¡Sí! —exclamó Harry con enojo—. Pero sólo lo hice porque estábamos...

La bruja del monóculo lo interrumpió con una voz retumbante:

—¿Hizo aparecer un Patronus hecho y derecho?

—Sí —afirmó Harry—, porque...

—¿Un Patronus corpóreo?

—Un... ¿qué? —preguntó Harry.

—¿Su Patronus tenía una forma bien definida? Es decir, ¿no era simplemente vapor o humo?

—Sí, tenía forma —asintió Harry impaciente y, a la vez, un poco desesperado—. Es un ciervo. Siempre es un ciervo.

—¿Siempre? —bramó Madame Bones.

—¡Sí! —dijo Harry—. Hace más de un año que lo hago.

—¿Y tiene usted quince años?

-Sí, y...

—¿Dónde aprendió a hacer eso? ¿En el colegio?

—Sí, el profesor Lupin me enseñó en mi tercer año porque...

—Impresionante —opinó Madame Bones mirándolo con atención—, un verdadero Patronus a esa edad... Francamente impresionante.

Algunos de los magos y de las brujas que la rodeaban se pusieron a murmurar de nuevo; unos cuantos movían la cabeza afirmativamente, mientras que otros la movían negativamente y fruncían el entrecejo.

—¡No se trata de lo impresionante que fuera el conjuro! —advirtió Fudge con voz de mal genio—. ¡De hecho, yo diría que cuanto más impresionante, peor, dado que el chico lo hizo delante de un muggle!

Los que habían fruncido el entrecejo murmuraron en señal de aprobación, pero fue el mojigato movimiento que Percy hizo con la cabeza lo que incitó a hablar a Harry:

—¡Lo hice por los Dementores! —exclamó en voz alta antes de que alguien volviera a interrumpirlo.

Se había imaginado que habría más murmullos, pero el silencio que se apoderó de la sala le pareció incluso más denso que el anterior.

—¿Dementores? —se extrañó Madame Bones tras una pausa, y alzó sus tupidas cejas hasta que estuvo a punto de caérsele el monóculo—. ¿Qué quieres decir, muchacho?

—¡Quiero decir que había dos Dementores en aquel callejón y que nos atacaron a mi primo y a mí!

—¡Ah! —dijo Fudge sonriendo con suficiencia mientras recorría con la mirada a los miembros del Wizengamot, como invitándolos a compartir el chiste—. Sí. Sí, ya me imaginaba que escucharíamos algo semejante.

—¿Dementores en Little Whinging? —preguntó Madame Bones con profunda sorpresa—. No entiendo...

—¿No entiendes, Amelia? —dijo Fudge sin dejar de sonreír—. Déjame que te lo explique. Este chico ha estado pensándoselo bien y ha llegado a la conclusión de que los Dementores le proporcionarían una bonita excusa, una excusa fenomenal. Los muggles no pueden ver a los Dementores, ¿verdad que no, chico? Muy conveniente, muy conveniente... Así sólo cuenta tu palabra, sin testigos...

—¡No estoy mintiendo! —gritó Harry, y sus palabras ahogaron otro estallido de murmullos del tribunal—. Había dos Dementores, que se nos acercaban desde los dos extremos del callejón; todo quedó a oscuras y hacía mucho frío, y mi primo los sintió y salió corriendo...

—¡Basta! ¡Basta! —ordenó Fudge con una expresión muy altanera en el rostro—. Lamento interrumpir lo que sin duda habría sido una historia muy bien ensayada...

Dumbledore carraspeó. El Wizengamot volvió a guardar silencio.

—De hecho, tenemos un testigo de la presencia de Dementores en ese callejón —dijo Dumbledore—. Un testigo que no es Dudley Dursley, quiero decir.

El rostro regordete de Fudge pareció deshincharse, como si le hubieran quitado el aire. Clavó por un instante la mirada en Dumbledore y luego, recobrando la compostura, replicó:

—Me temo que no tenemos tiempo para escuchar más mentiras, Dumbledore. Quiero liquidar este asunto cuanto antes...

—Quizá me equivoque —repuso Dumbledore en tono agradable—, pero estoy seguro de que los Estatutos del Wizengamot contemplan el derecho del acusado a presentar testigos para defender su versión de los hechos, ¿no es así? ¿No es ésa la política del Departamento de Seguridad Mágica, Madame Bones? —continuó, dirigiéndose a la bruja del monóculo.

—Así es —contestó ésta—. Completamente cierto.

—Muy bien. ¡Muy bien! —exclamó Fudge con brusquedad—. ¿Dónde está esa persona?

—Ha venido conmigo —afirmó Dumbledore—. Está esperando fuera. ¿Quieres que...?

—¡No! Weasley, vaya usted —ordenó Fudge a Percy, quien se levantó de inmediato, bajó a toda prisa los escalones de piedra del estrado y pasó corriendo junto a Dumbledore y Harry sin mirarlos siquiera.

Percy regresó pasados unos momentos seguido de la señora Figg. Parecía asustada y más chiflada que nunca. Harry lamentó que no se hubiera quitado las zapatillas de tela escocesa.

Dumbledore se puso en pie y cedió su butaca a la señora Figg, y luego hizo aparecer otra para él.

—¿Nombre completo? —preguntó Fudge a voz en grito cuando la señora Figg, muy nerviosa, se hubo sentado en el borde de su asiento.

—Arabella Doreen Figg —respondió con su temblorosa voz.

—¿Y quién es usted exactamente? —siguió preguntando Fudge con una voz altiva que indicaba aburrimiento.

—Soy una vecina de Little Whinging. Vivo cerca de donde vive Harry Potter.

—No tenemos constancia de que en Little Whinging vivan más magos o brujas que Harry Potter —saltó Madame Bones—. Esa circunstancia siempre ha sido controlada con meticulosidad debido a..., debido a lo ocurrido en el pasado.

—Soy una squib —aclaró la señora Figg—. Quizá por eso no me tengan registrada.

—¿Una squib? —intervino Fudge escudriñando con recelo a la señora Figg—. Lo comprobaremos. Haga el favor de darle los detalles de su origen a mi ayudante, el señor Weasley. Por cierto —añadió mirando a derecha e izquierda—, ¿los squibs pueden ver a los Dementores?

—¡Por supuesto! —exclamó la señora Figg con indignación.

Fudge la miró desde lo alto del banco mientras arqueaba las cejas.

—Muy bien —admitió con actitud distante—. ¿Qué tiene que contarnos?

—Había salido a comprar comida para gatos en la tienda de la esquina, al final del paseo Glicinia, a eso de las nueve, la noche del dos de agosto —contó la señora Figg, hablando atropelladamente, como si se hubiera aprendido de memoria lo que estaba diciendo—, cuando oí ruidos en el callejón que comunica la calle Magnolia con el paseo Glicinia. Al acercarme a la entrada del callejón, vi a unos Dementores que corrían...

—¿Que corrían? —la interrumpió Madame Bones—. Los Dementores no corren, se deslizan.

—Eso quería decir —se corrigió la señora Figg, y unas manchas rosas aparecieron en sus marchitas mejillas—. Se deslizaban por el callejón hacia lo que me pareció que eran dos chicos.

—¿Cómo eran? —preguntó Madame Bones entornando los ojos hasta que el borde del monóculo desapareció bajo la piel.

—Bueno, uno era muy gordo y el otro delgaducho...

—No, no —dijo Madame Bones impaciente—. Los Dementores. Describa a los Dementores.

—¡Ah! —exclamó la señora Figg con un suspiro, y las manchas rosas de sus mejillas empezaron a extenderse por el cuello—. Eran grandes, muy grandes. Y llevaban capas.

Harry notaba un espantoso vacío en el estómago. Dijera lo que dijese la señora Figg, él tenía la impresión de que, como máximo, habría visto un dibujo de un Dementor, y era imposible que un dibujo transmitiera el verdadero aspecto de aquellos seres: su fantasmagórica forma de moverse, suspendidos unos centímetros por encima del suelo, el olor a podrido que desprendían y aquel horroroso estertor que emitían cuando absorbían el aire que los rodeaba...

En la segunda fila, un mago rechoncho con gran bigote negro se acercó a la oreja de su vecina, una bruja de pelo crespo, para susurrarle algo al oído.

—Grandes y con capas —repitió Madame Bones con voz cortante mientras Fudge resoplaba con sorna—. Entiendo. ¿Algo más?

—Sí —respondió la señora Figg—. Los sentí. Todo se quedó frío, y era una noche de verano muy calurosa, créame. Y sentí... como si no quedara ni una pizca de felicidad en el mundo... y recordé... cosas espantosas.

Su voz tembló un momento y se apagó.

Madame Bones abrió un poco los ojos. Harry vio unas marcas rojas debajo de su ceja, donde se le había clavado el monóculo.

—¿Qué hicieron los Dementores? —preguntó Madame Bones, y Harry sintió una ráfaga de esperanza.

—Atacaron a los chicos —afirmó la señora Figg, que hablaba con una voz más fuerte y más segura mientras el rubor iba desapareciendo de su cara—. Uno de los muchachos había caído al suelo. El otro se echaba hacia atrás, intentando repeler al Dementor. Ése era Harry. Sacudió dos veces la varita, pero sólo salió un vapor plateado. Al tercer intento consiguió un Patronus que arremetió contra el primer Dementor y luego, siguiendo las instrucciones de Harry, ahuyentó al que se había abalanzado sobre su primo. Eso fue..., eso fue lo que pasó —terminó la señora Figg de manera no muy convincente.

Madame Bones se quedó mirando a la mujer sin decir nada. Fudge no la miraba, sino que removía sus papeles. Finalmente, levantó la vista y, con tono agresivo, le espetó:

—Eso fue lo que usted vio, ¿no?

—Eso fue lo que pasó —repitió la señora Figg.

—Muy bien —dijo Fudge—. Ya puede irse.

La señora Figg, asustada, miró primero a Fudge y luego a Dumbledore; a continuación se levantó y se fue, arrastrando los pies hacia la puerta, que se cerró detrás de ella produciendo un ruido sordo.

—No es un testigo muy convincente —sentenció Fudge con altivez.

—No sé qué decir —replicó Madame Bones con su atronadora voz—. De hecho, ha descrito los efectos de un ataque de Dementores con gran precisión. Y no sé por qué iba a decir que estaban allí si no estaban.

—¿Dos Dementores deambulando por un barrio de muggles y tropezando por casualidad con un mago? —inquirió Fudge con sorna—. No hay muchas probabilidades de que eso ocurra. Ni siquiera Bagman se atrevería a apostar...

—¡Oh, no! Creo que ninguno de nosotros piensa que los Dementores estuviesen allí por casualidad —lo interrumpió Dumbledore sin darle mucha importancia.

La bruja que estaba sentada a la derecha de Fudge, con la cara en sombras, se movió un poco, pero los demás permanecieron muy quietos y callados.

—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Fudge con tono glacial.

—Significa que creo que les ordenaron ir allí —contestó Dumbledore.

—¡Me parece que si alguien hubiera ordenado a un par de Dementores que fueran a pasearse por Little Whinging, habríamos tenido constancia de ello! —bramó Fudge.

—No si actualmente los Dementores estuvieran recibiendo órdenes de alguien que no es el Ministerio de la Magia —repuso Dumbledore sin perder la calma—. Ya te he explicado lo que opino de este asunto, Cornelius.

—Sí, ya me lo has explicado —dijo Fudge con energía—, y no tengo ningún motivo para creer que tus opiniones sean otra cosa que paparruchas[110], Dumbledore. Los Dementores están donde tienen que estar, en Azkaban, y hacen todo lo que nosotros les ordenamos.

—En ese caso —prosiguió Dumbledore en voz baja pero con mucha claridad— tenemos que preguntarnos por qué alguien del Ministerio ordenó a un par de Dementores que fueran a ese callejón el dos de agosto...

En medio del absoluto silencio con que fueron recibidas las palabras de Dumbledore, la bruja que estaba sentada a la derecha de Fudge se inclinó hacia delante y Harry pudo verla por primera vez.

Le pareció que era como un sapo, enorme y blanco. Era bajita y rechoncha, con una cara ancha y fofa, muy poco cuello, como tío Vernon, y una boca también muy ancha y flácida. Tenía los ojos grandes, redondos y un poco saltones. Hasta el pequeño lazo de terciopelo negro que llevaba en el pelo, corto y rizado, le recordó a una gran mosca que la bruja fuese a cazar con una larga y pegajosa lengua en cualquier momento.

—La presidencia le concede la palabra a Dolores Jane Umbridge, subsecretaría del ministro —dijo Fudge.

La bruja habló con una voz chillona, cantarina e infantil que sorprendió a Harry, pues estaba esperando oírla croar.

—Estoy segura de que no lo he entendido bien, profesor Dumbledore —afirmó con una sonrisa tonta que hizo aún más fríos sus redondos ojos—. ¡Qué necia soy! Pero ¡por un brevísimo instante me ha parecido que insinuaba usted que el Ministerio de la Magia había ordenado a los Dementores que atacaran a este muchacho!

Soltó una risa clara que hizo que a Harry se le erizara el vello de la nuca. Algunos miembros del Wizengamot rieron con ella. Sin embargo, estaba más claro que el agua que ninguno de ellos lo encontraba divertido.

—Si es cierto que los Dementores sólo reciben órdenes del Ministerio de la Magia, y si también es cierto que dos Dementores atacaron a Harry y a su primo hace una semana, se deduce, por lógica, que alguien del Ministerio ordenó el ataque —aventuró Dumbledore con educación—. Aunque, evidentemente, esos dos Dementores en particular podían estar fuera del control del Ministerio...

—¡No hay Dementores fuera del control del Ministerio! —le espetó Fudge, que se había puesto rojo como un tomate.

Dumbledore, condescendiente, inclinó la cabeza.

—Entonces no cabe duda de que el Ministerio llevará a cabo una rigurosa investigación para averiguar qué hacían dos Dementores tan lejos de Azkaban y por qué atacaron sin autorización.

—¡No te corresponde a ti decidir lo que el Ministerio de la Magia tiene que hacer o dejar de hacer, Dumbledore! —exclamó Fudge, cuyo rostro estaba adquiriendo un tono morado del que tío Vernon habría estado orgulloso.

—Por supuesto que no —dijo Dumbledore con la misma serenidad—. Me he limitado a expresar mi convencimiento de que este asunto no dejará de ser investigado.

Dumbledore miró a Madame Bones, que se colocó bien el monóculo y observó con atención a Dumbledore frunciendo el entrecejo.

—¡Quiero recordar a todos los presentes que el comportamiento de esos Dementores, suponiendo que no sean producto de la imaginación de este chico, no es el tema de la presente vista! —aclaró Fudge—. ¡Estamos aquí para analizar el atentado de Harry Potter contra el Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad!

—Claro que sí —coincidió Dumbledore—, pero la presencia de dos Dementores en ese callejón está relacionada con el caso. La cláusula número siete del Decreto estipula que se puede emplear la magia delante de muggles en circunstancias excepcionales, y dado que esas circunstancias excepcionales incluyen situaciones en que se ve amenazada la vida de un mago o de una bruja, ellos mismos o cualquier otro mago, bruja o muggle que se encuentre en el lugar de los hechos en el momento de...

—¡Ya conocemos la cláusula número siete, muchas gracias! —gruñó Fudge.

—Por supuesto —aceptó Dumbledore con cortesía—. Entonces estamos de acuerdo en que el hecho de que Harry utilizara un encantamiento Patronus en ese momento encaja perfectamente en la categoría de circunstancias excepcionales que describe la cláusula, ¿no?

—Suponiendo que sea cierto que había Dementores, lo cual pongo en duda.

—Lo ha confirmado un testigo presencial —le recordó Dumbledore—. Si todavía dudas de su veracidad, vuelve a llamarla e interrógala otra vez. Estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente en declarar de nuevo.

—Yo..., eso... no... —rugió Fudge moviendo los papeles que tenía delante—. ¡Quiero liquidar este asunto hoy mismo, Dumbledore!

—Pero, como es lógico, no te importaría tener que escuchar a un testigo las veces que hiciera falta, a no ser que, por no hacerlo, te arriesgaras a cometer una grave injusticia —insinuó Dumbledore.

—¡Una grave injusticia! ¡Por las barbas de...! —gritó Fudge—. ¿Te has molestado alguna vez en enumerar los cuentos chinos que se ha inventado este chico, Dumbledore, mientras intentabas encubrir sus flagrantes usos indebidos de la magia fuera del colegio? Supongo que ya te has olvidado del encantamiento levitatorio que empleó hace tres años...

—¡No fui yo! ¡Fue un elfo doméstico! —protestó Harry.

—¿Lo ves? —bramó Fudge señalando aparatosamente a Harry—. ¡Un elfo doméstico! ¡En una casa de muggles! Ya me contarás[111].

—El elfo doméstico en cuestión trabaja en la actualidad para el Colegio Hogwarts —aclaró Dumbledore—. Si quieres puedo hacerlo venir aquí de inmediato para declarar.

—¡No tengo tiempo de escuchar a elfos domésticos! Además, ésa no fue la única vez que... ¡Recuerda que infló a su tía, por todos los demonios! —chilló Fudge, que luego dio un puñetazo en el estrado y volcó un tintero.

—Y en aquella ocasión tuviste la amabilidad de no presentar cargos contra él, aceptando, supongo, que ni siquiera los mejores magos controlan siempre sus emociones —afirmó Dumbledore con calma mientras Fudge intentaba quitar la mancha de tinta de sus notas.

—Y todavía no me he metido con lo que hace en el colegio.

—Pero como el Ministerio no tiene autoridad para castigar a los alumnos de Hogwarts por faltas cometidas en el colegio, la conducta de Harry allí no viene al caso en esta vista —sentenció Dumbledore con mayor educación que nunca, pero con un deje de frialdad en la voz.

—¡Vaya! —exclamó Fudge—. ¡Así que lo que haga en el colegio no es asunto nuestro! ¿Eso crees?

—El Ministerio no tiene competencia para expulsar a los alumnos de Hogwarts, Cornelius, como ya te recordé la noche del dos de agosto —dijo Dumbledore—. Y tampoco tiene derecho a confiscar varitas mágicas hasta que los cargos hayan sido comp


Date: 2015-12-11; view: 499


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