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La locura del señor Crouch 6 page

 

—Ya no me tiene tanto cariño, ¿verdad? —dijo Harry sin darle importancia y doblando el periódico.

En la mesa de Slytherin, Malfoy, Crabbe y Goyle se reían de él, atornillándose el dedo en la sien, poniendo grotescas caras de loco y moviendo la lengua como las serpientes.

—¿Cómo ha sabido que te dolió la cicatriz en clase de Adivinación? —preguntó Ron—;. Ella no podía encontrarse allí, y es imposible que pudiera oír...

—La ventana estaba abierta. La abrí para poder respi­rar.

—¡Estabas en lo alto de la torre norte! —objetó Hermio­ne—. ¡Tu voz no pudo llegar hasta abajo!

—Bueno, eres tú la que se supone que está investigan­do métodos mágicos de escucha —dijo Harry—. ¡Dinos tú cómo lo hace!

—Es lo que intento averiguar —admitió Hermione—. Pero... pero...

De repente, la cara de Hermione adquirió una expre­sión extraña y absorta. Levantó una mano lentamente y se pasó los dedos por el cabello.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ron, frunciendo el entrecejo.

—Sí —musitó Hermione.

Volvió a pasarse los dedos por el cabello y luego se llevó la mano a la boca, como si hablara por un walkie-talkie invi­sible. Harry y Ron se miraron sin comprender.

—Se me acaba de ocurrir algo —explicó Hermione, mirando al vacío—. Creo que sé... porque entonces nadie se daría cuenta... ni siquiera Moody... y ella podría haber llegado al alféizar de la ventana... Pero no puede hacerlo... lo tiene tajantemente prohibido... ¡Creo que la he pillado! Necesito ir dos segundos a la biblioteca... ¡Sólo para ase­gurarme!

Diciendo esto, Hermione cogió la mochila y salió co­rriendo del Gran Comedor.

—¡Eh! —la llamó Ron—. ¡Tenemos el examen de Histo­ria de la Magia dentro de diez minutos! Vaya —dijo, volvién­dose hacia Harry—, tiene que odiar mucho a esa Skeeter para arriesgarse a llegar tarde al examen. ¿Qué vas a hacer en clase de Binns, leer otra vez?

Como estaba exento de los exámenes de fin de curso por ser campeón de Hogwarts, en todos los que había habi­do hasta el momento Harry se había sentado al final del aula y había estudiado nuevos maleficios para la tercera prueba.

—Supongo —contestó Harry.

Pero, justo entonces, la profesora McGonagall llegó ha­cia él bordeando la mesa de Gryffindor.

—Potter, después de desayunar los campeones tenéis que ir a la sala de al lado —dijo.

—¡Pero la prueba no es hasta la noche! —exclamó Harry, manchándose de huevo revuelto la pechera y temiendo ha­berse confundido de hora.

—Ya lo sé, Potter. Las familias de los campeones están invitadas a la última prueba, ya sabes. Ahora tienes la oportunidad de saludarlos.



Se fue. Harry se quedó mirándola con la boca abierta.

—No esperará que vengan los Dursley, ¿verdad? —le preguntó a Ron, desconcertado.

—Ni idea —dijo Ron—. Será mejor que me dé prisa, Harry, o llegaré tarde al examen de Binns. Hasta luego.

Harry terminó de desayunar en el Gran Comedor, que se iba vaciando rápidamente. Vio que Fleur Delacour se le­vantaba de la mesa de Ravenclaw y se juntaba con Cedric para entrar en la sala contigua. Krum se marchó cabizbajo, poco después, para unirse a ellos. Harry se quedó donde es­taba. Realmente, no quería ir a la sala. No tenía familia, por lo menos no tenía ningún familiar al que le pudiera im­portar que arriesgara la vida. Pero, justo cuando se iba a le­vantar, pensando en subir a la biblioteca para dar un últi­mo repaso a los maleficios, se abrió la puerta de la sala y Cedric asomó la cabeza.

—¡Vamos, Harry, te están esperando!

Totalmente perplejo, Harry se levantó. No era posible que hubieran llegado los Dursley, ¿o sí? Cruzó el Gran Comedor y abrió la puerta de la sala.

Cedric y sus padres estaban junto a la puerta. Viktor Krum se hallaba en un rincón, hablando en veloz búlgaro con su madre, una señora de pelo negro, y con su padre. Había heredado la nariz ganchuda de éste. Al otro lado de la sala, Fleur conversaba con su madre en francés. Gabrielle, la hermana pequeña de Fleur, le daba la mano a su madre. Saludó con un gesto a Harry, y él respondió de igual mane­ra. Luego vio, delante de la chimenea, sonriéndole, a Bill y a la señora Weasley.

—¡Sorpresa! —dijo muy emocionada la señora Weas­ley, mientras Harry les sonreía de oreja a oreja y caminaba hacia ellos—. ¡Pensamos que podíamos venir a verte, Harry! —se inclinó para darle un beso en la mejilla.

—¿Qué tal? —lo saludó Bill, sonriéndole y estrechándo­le la mano—. Charlie quería venir, pero no han podido darle permiso. Dice que estuviste increíble con el colacuerno.

Harry notó que Fleur Delacour miraba a Bill por enci­ma del hombro de su madre con bastante interés. No pare­cía que le disgustaran ni el pelo largo ni los pendientes con colmillos.

—Muchísimas gracias por venir —murmuró Harry, di­rigiéndose a la señora Weasley—. Por un momento pensé... los Dursley...

—Mmm —dijo la señora Weasley, frunciendo los labios. Siempre se refrenaba para no criticar a los Dursley delante de Harry, pero sus ojos refulgían cada vez que alguien los mencionaba.

—Es estupendo volver aquí —comentó Bill mirando la sala (Violeta, la amiga de la Señora Gorda, le guiñó un ojo desde su cuadro)—. Hacía cinco años que no veía este lugar. ¿Sigue por ahí el cuadro del caballero loco, sir Cado­gan?

—Sí —contestó Harry, que había conocido a sir Cado­gan el curso anterior.

—¿Y la Señora Gorda? —preguntó Bill.

—Ya estaba aquí en mis tiempos —comentó la señora Weasley—. Me echó una buena bronca la noche en que volví al dormitorio a las cuatro de la mañana.

—¿Qué hacías fuera del dormitorio a las cuatro de la mañana? —quiso saber Bill, mirando a su madre sorpren­dido.

La señora Weasley sonrió, y los ojos le brillaron.

—Tu padre y yo fuimos a dar un paseo a la luz de la luna —explicó—. Lo pilló Apollyon Pringle, que era el con­serje por aquellos días. Tu padre aún conserva las señales.

—¿Te gustaría dar una vuelta, Harry? —le ofreció Bill.

—Claro —aceptó Harry, y salieron de la sala.

Al pasar al lado de Amos Diggory, éste se volvió hacia ellos.

—Conque estás aquí, ¿eh? —dijo, mirando a Harry de arriba abajo—. Apuesto a que no te sientes tan ufano ahora que Cedric te ha alcanzado en puntuación, ¿a que no?

—¿Qué? —preguntó Harry.

—No le hagas caso —le dijo Cedric a Harry en voz baja, mirando con severidad a su padre—. Está enfadado desde que leyó el artículo de Rita Skeeter sobre el Torneo de los tres magos. Ya sabes, cuando te hizo aparecer como el único campeón de Hogwarts.

—Pero no se preocupó por corregirla, ¿verdad? —co­mentó Amos Diggory, lo bastante alto para que Harry lo oyera mientras se dirigía a la puerta con Bill y la señora Weasley—. A pesar de todo le darás una lección, Cedric. Ya lo venciste una vez, ¿no?

—¡Rita Skeeter haría cualquier cosa por causar proble­mas, Amos! —dijo malhumorada la señora Weasley—. ¡Creí que lo sabrías, trabajando en el Ministerio!

Dio la impresión de que el señor Diggory iba a decir algo hiriente, pero su mujer le puso una mano en el brazo, y él no hizo más que encogerse de hombros y apartarse.

Harry disfrutó mucho la mañana caminando por los te­rrenos soleados con Bill y la señora Weasley, mostrándoles el carruaje de Beauxbatons y el barco de Durmstrang. La señora Weasley sentía curiosidad por el sauce boxeador, que había sido plantado después de que ella había dejado el colegio, y recordaba con todo detalle al guardabosque que había precedido a Hagrid, un hombre llamado Ogg.

—¿Cómo está Percy? —preguntó Harry cuando cami­naban por los invernaderos.

—No muy bien —dijo Bill.

—Está bastante alterado —explicó la señora Weasley bajando la voz y mirando a su alrededor—. El Ministerio quiere que no se hable de la desaparición del señor Crouch, pero a Percy lo han llamado para preguntarle acerca de las instrucciones que Crouch le ha estado enviando. Piensan que pudieran no haber sido escritas realmente por él. Percy está sometido a demasiada tensión. No lo han dejado que sustituya esta noche al señor Crouch en el tribunal. Va a hacerlo Cornelius Fudge.

Volvieron al castillo para la comida.

—¡Mamá... Bill! —exclamó Ron, atónito, acudiendo a la mesa de Gryffindor—. ¿Qué hacéis aquí?

—Hemos venido a ver a Harry en la última prueba —dijo con alegría la señora Weasley—. Tengo que decir que me gus­ta el cambio, no tener que cocinar. ¿Qué tal el examen?

—Eh... bien —contestó Ron—. No pude recordar todos los nombres de los duendes rebeldes, así que me inventé algunos. Pero bien —añadió, sirviéndose empanada de Cornualles, mientras la señora Weasley lo miraba con se­veridad—. Todos se llaman cosas como Bodrod el Barbudo y Urg el Guarro, así que no fue difícil.

Fred, George y Ginny fueron también a sentarse con ellos, y Harry lo pasó tan bien que le parecía estar de vuelta en La Madriguera. No se acordó de preocuparse por la prue­ba de aquella noche, y hasta que Hermione apareció en me­dio de la comida no recordó tampoco que ella había tenido una iluminación sobre Rita Skeeter.

—¿Nos vas a decir...?

Hermione negó con la cabeza pidiendo que se callara, y miró a la señora Weasley.

—Hola, Hermione —la saludó ella, mucho menos afec­tuosa de lo habitual.

—Hola —le respondió Hermione, con una sonrisa que vaciló ante la fría expresión de la señora Weasley.

Harry miró a una y a otra, y luego dijo:

—Señora Weasley, usted no creería esas mentiras que escribió Rita Skeeter en Corazón de bruja, ¿verdad? Porque Hermione y yo no somos novios.

—¡Ah! —exclamó la señora Weasley—. No... ¡por su­puesto que no!

Pero a partir de ese momento empezó a mostrarse más cariñosa con Hermione.

Harry, Bill y la señora Weasley pasaron la tarde dando un largo paseo por el castillo y volvieron al Gran Comedor para el banquete de la noche. Para entonces, Ludo Bagman y Cornelius Fudge se habían incorporado a la mesa de los profesores. Bagman parecía muy contento, pero Cornelius Fudge, que estaba sentado junto a Madame Máxime, tenía una mirada severa y no hablaba. Madame Máxime no le­vantaba la vista del plato, y a Harry le pareció que tenía los ojos enrojecidos. Hagrid no dejaba de mirarla desde el otro lado de la mesa.

Hubo más platos de lo habitual, pero Harry, que empe­zaba a estar realmente nervioso, no comió mucho. Cuando el techo encantado comenzó a pasar del azul a un morado oscuro, Dumbledore, en la mesa de los profesores, se puso en pie y se hizo el silencio.

—Damas y caballeros, dentro de cinco minutos les pedi­ré que vayamos todos hacia el campo de quidditch para pre­senciar la tercera y última prueba del Torneo de los tres magos. En cuanto a los campeones, les ruego que tengan la bondad de seguir ya al señor Bagman hasta el estadio.

Harry se levantó. A lo largo de la mesa, todos los de Gryffindor lo aplaudieron. Los Weasley y Hermione le de­searon buena suerte, y salió del Gran Comedor, con Cedric, Fleur y Krum.

—¿Qué tal te encuentras, Harry? —le preguntó Bag­man, mientras bajaban la escalinata de piedra por la que se salía del castillo—. ¿Estás tranquilo?

—Estoy bien —dijo Harry. Era bastante cierto: a pesar de sus nervios, seguía repasando mentalmente los malefi­cios y encantamientos que había practicado, y saber que los podía recordar todos lo hacía sentirse mejor.

Llegaron al campo de quidditch, que estaba totalmente irreconocible. Un seto de seis metros de altura lo bordeaba. Había un hueco justo delante de ellos: era la entrada al enorme laberinto. El camino que había dentro parecía oscu­ro y terrorífico.

Cinco minutos después empezaron a ocuparse las tribunas. El aire se llenó de voces excitadas y del ruido de pisadas de cientos de alumnos que se dirigían a sus sitios. El cielo era de un azul intenso pero claro, y empezaban a aparecer las primeras estrellas. Hagrid, el profesor Moody, la profesora McGonagall y el profesor Flitwick llegaron al estadio y se aproximaron a Bagman y los campeones. Lleva­ban en el sombrero estrellas luminosas, grandes y rojas. Todos menos Hagrid, que las llevaba en la espalda de su chaleco de piel de topo.

—Estaremos haciendo una ronda por la parte exterior del laberinto —dijo la profesora McGonagall a los campeones—. Si tenéis dificultades y queréis que os rescaten, echad al aire chispas rojas, y uno de nosotros irá a salvaros, ¿en­tendido?

Los campeones asintieron con la cabeza.

—Pues entonces... ya podéis iros —les dijo Bagman con voz alegre a los cuatro que iban a hacer la ronda.

—Buena suerte, Harry —susurró Hagrid, y los cuatro se fueron en diferentes direcciones para situarse alrededor del laberinto.

Bagman se apuntó a la garganta con la varita, murmu­ró «¡Sonorus!», y su voz, amplificada por arte de magia, re­tumbó en las tribunas:

—¡Damas y caballeros, va a dar comienzo la tercera y última prueba del Torneo de los tres magos! Permítanme que les recuerde el estado de las puntuaciones: empatados en el primer puesto, con ochenta y cinco puntos cada uno... ¡el señor Cedric Diggory y el señor Harry Potter, ambos del colegio Hogwarts! —Los aplausos y vítores provocaron que algunos pájaros salieran revoloteando del bosque prohibido y se perdieran en el cielo cada vez más oscuro—. En segun­do lugar, con ochenta puntos, ¡el señor Viktor Krum, del Instituto Durmstrang! —Más aplausos—. Y, en tercer lu­gar, ¡la señorita Fleur Delacour, de la Academia Beauxba­tons!

Harry pudo distinguir a duras penas, en medio de las tribunas, a la señora Weasley, Bill, Ron y Hermione, que aplaudían a Fleur por cortesía. Los saludó con la mano, y ellos le devolvieron el saludo, sonriéndole.

—¡Entonces... cuando sople el silbato, entrarán Harry y Cedric! —dijo Bagman—. Tres... dos... uno...

Dio un fuerte pitido, y Harry y Cedric penetraron rápi­damente en el laberinto.

Los altísimos setos arrojaban en el camino sombras ne­gras y, ya fuera a causa de su altura y su espesor, o porque estaban encantados, el bramido de la multitud se apagó en cuanto traspasaron la entrada. Harry se sentía casi corno si volviera a estar sumergido. Sacó la varita, susurró «¡Lu­mos!», y oyó a Cedric que hacía lo mismo detrás de él. Después de unos cincuenta metros, llegaron a una bifurcación. Se miraron el uno al otro.

—Hasta luego —dijo Harry, y tiró por el de la izquierda, mientras Cedric cogía el de la derecha.

Harry oyó por segunda vez el silbato de Bagman: Krum acababa de entrar en el laberinto. Harry se apresuró. El ca­mino que había escogido parecía completamente desierto. Giró a la derecha y corrió, sosteniendo la varita por encima de la cabeza para tratar de ver lo más lejos posible. Pero se­guía sin haber nada a la vista.

Se escuchó por tercera vez, distante, el silbato de Ludo Bagman. Ya estaban todos los campeones dentro del laberinto.

Harry miraba atrás a cada rato. Sentía la ya conocida sensación de que alguien lo vigilaba. El laberinto se volvía más oscuro a cada minuto, conforme el cielo se oscurecía. Llegó a una segunda bifurcación.

¡Oriéntame! —le susurró a su varita, poniéndola ho­rizontalmente sobre la palma de la mano.

La varita giró y señaló hacia la derecha, a pleno seto. Eso era el norte, y sabía que tenía que ir hacia el noroeste para llegar al centro del laberinto. La mejor opción era tomar la calle de la izquierda, y girar a la derecha en cuanto pudiera.

También aquella calle estaba vacía, y cuando encontró un desvío a la derecha y lo cogió, volvió a hallar su camino libre de obstáculos. No sabía por qué, pero aquella ausencia de problemas lo desconcertaba. ¿No tendría que haberse en­contrado ya con algo? Parecía que el laberinto le estuviera tendiendo una trampa para que se sintiera seguro y confia­do. Luego oyó moverse algo justo tras él. Levantó la varita, lista para el ataque, pero el haz de luz que salía de ella se proyectó solamente en Cedric, que acababa de salir de una calle que había a mano derecha. Cedric parecía muy asusta­do: llevaba ardiendo una manga de la túnica.

—¡Los escregutos de cola explosiva de Hagrid! —dijo entre dientes—. ¡Son enormes! ¡Acabo de escapar ahora mismo!

Movió la cabeza a los lados, y salió de la vista por otro camino. Deseando poner la máxima distancia posible entre él y los escregutos, Harry se alejó a toda prisa. Entonces, al volver una esquina, vio...

Un dementor caminaba hacia él. Avanzaba con sus más de tres metros de altura, el rostro tapado por la capucha, las manos extendidas, putrefactas, llenas de pústulas, palpan­do a ciegas el camino hacia él. Harry oyó su respiración rui­dosa, sintió que su húmeda frialdad empezaba a absorberlo, pero sabía lo que tenía que hacer...

Intentó pensar en la cosa más feliz que se le ocurriera; se concentró con todas sus fuerzas en la idea de salir del la­berinto y celebrarlo con Ron y Hermione, levantó la varita y gritó:

¡Expecto patronum!

Un ciervo de plata salió del extremo de su varita y fue galopando hacia el dementor, que cayó de espaldas, trope­zando en el bajo de la túnica... Harry no había visto nunca tropezar a un dementor.

—¡Anda! —exclamó, yendo tras el patronus plateado—, ¡tú eres un boggart! ¡Riddíkulo!

Se oyó un golpe, y el mutable ser estalló en una voluta de humo. El ciervo de plata se desvaneció. A Harry le hubie­ra gustado que se quedara para acompañarlo... Pero siguió, avanzando todo lo rápida y sigilosamente que podía, agu­zando los oídos, con la varita en alto.

Izquierda, derecha, de nuevo izquierda... Dos veces se encontró en callejones sin salida. Repitió el encantamiento brújula, y se dio cuenta de que se había desviado demasiado hacia el este. Volvió sobre sus pasos, tomó una calle a la de­recha, y vio una extraña neblina dorada que flotaba delante de él.

Harry se acercó con cautela, apuntando con el haz de luz de la varita. Parecía algún tipo de encantamiento. Se pre­guntó si podría deshacerse de ella.

¡Reducio! —exclamó.

El encantamiento salió como un disparo y atravesó la niebla, dejándola intacta. Se lo tendría que haber imagina­do: la maldición reductora era sólo para objetos sólidos. ¿Qué ocurriría si seguía a través de la niebla? ¿Merecía la pena probar, o sería mejor retroceder?

Seguía dudando cuando un grito agudo quebró el si­lencio.

—¿Fleur? —gritó Harry.

Nadie contestó. Miró hacia todos lados. ¿Qué le habría sucedido a ella? El grito parecía proceder de delante. Tomó aire, y se internó corriendo en la niebla encantada.

El mundo se puso boca abajo. Harry estaba colgado del suelo, con el pelo levantado, las gafas suspendidas en el aire y a punto de caerse al cielo sin fondo. Se las colocó encima de la nariz, y comprobó, aterrorizado, su situación: era como si tuviera los pies pegados con cola al césped, que se había convertido en techo, y bajo él se extendía el infinito cielo oscuro y estrellado. Pensó que, si trataba de mover un pie, se caería de la tierra.

«Piensa —se dijo, mientras la sangre le bajaba a la ca­beza—. Piensa...»

Pero ninguno de los encantamientos que había estu­diado servía para combatir una repentina inversión del cielo y la tierra. ¿Se atrevería a desplazar un pie? Oía la sangre latiendo en los oídos. Tenía dos opciones: intentar moverse, o lanzar chispas rojas para ser rescatado y des­calificado.

Cerró los ojos, para no ver el espacio infinito que tenía debajo, y levantó el pie derecho con todas sus fuerzas, sepa­rándolo del techo de césped.

De inmediato, el mundo volvió a colocarse. Harry cayó de rodillas a un suelo maravillosamente sólido. La impre­sión lo dejó momentáneamente sin fuerzas. Volvió a tomar aliento, se levantó y corrió; volvió la vista mientras se aleja­ba de la niebla dorada, que, a la luz de la luna, centelleaba con inocencia.

Se detuvo en un cruce y miró buscando algún rastro de Fleur. Estaba seguro de que había sido ella la que había gritado. ¿Qué era lo que había encontrado? ¿Estaría bien? No había rastro de chispas rojas: ¿quería eso decir que había lo­grado salir del peligro, o que se hallaba en un apuro tan grande que ni siquiera podía utilizar la varita? Harry tomó el camino de la derecha con una sensación de creciente an­gustia... pero, al mismo tiempo, no podía evitar pensar: «una menos».

La Copa tenía que estar cerca, y parecía que Fleur ya no competía. Él había llegado hasta allí... ¿Y si realmente conseguía ganar? Fugazmente, y por primera vez desde que se había visto convertido en campeón, se vio a sí mis­mo levantando la Copa de los tres magos ante el resto del colegio.

Pasaron otros diez minutos sin más encuentro que el de las calles sin salida. Dos veces torció por la misma calle equivocada. Finalmente dio con una ruta distinta, y comen­zó a avanzar por ella, ya no tan aprisa. La varita se balan­ceaba en su mano haciendo oscilar su sombra en los setos. Luego dobló otra esquina, y se encontró ante un escreguto de cola explosiva.

Cedric tenía razón: era enorme. De unos tres metros de largo, era lo más parecido a un escorpión gigante: tenía el aguijón curvado sobre la espalda, y su grueso caparazón brillaba a la luz de la varita de Harry, con la que le apun­taba.

¡Desmaius!

El encantamiento dio en el caparazón del escreguto y rebotó. Harry se agachó justo a tiempo, pero le llegó olor de pelo quemado: el encantamiento le había chamuscado la parte superior del cabello. El escreguto lanzó una ráfaga de fuego por la cola, y se lanzó raudo hacia él.

¡Impedimenta! —gritó Harry. El embrujo dio de nuevo en el caparazón del escreguto y rebotó. Harry re­trocedió algunos pasos tambaleándose antes de caer—. ¡IMPEDIMENTA!

El escreguto se hallaba a unos centímetros de él en el momento en que quedó paralizado: había conseguido darle en la parte de abajo, que era carnosa y sin caparazón. Ja­deando, Harry se apartó de él y corrió, con todas sus fuer­zas, en la dirección opuesta: el embrujo obstaculizador no era permanente, y el escreguto recuperaría de un momento a otro la movilidad de las patas.

Tomó un camino a la izquierda y resultó ser un callejón sin salida; otro a la derecha, y dio en otro. No tuvo más re­medio que detenerse y volver a utilizar el encantamiento brújula. Desanduvo lo andado y escogió un camino que pa­recía ir al noroeste.

Llevaba unos minutos caminando a toda prisa por el nuevo camino, cuando oyó algo en la calle que iba paralela a la suya que lo hizo detenerse en seco.

—¿Qué vas a hacer? —gritaba la voz de Cedric—. ¿Qué demonios pretendes hacer?

Y a continuación se oyó la voz de Krum:

¡Crucio!

El aire se llenó de repente con los gritos de Cedric. Ho­rrorizado, Harry echó a correr, tratando de encontrar la manera de entrar en la calle de Cedric. Como no vio ningún acceso, intentó utilizar de nuevo la maldición reductora. No resultó muy efectiva, pero consiguió hacer un pequeño agu­jero en el seto, a través del cual metió la pierna y pataleó contra ramas y zarzas hasta conseguir abrir un boquete. Se metió por él rasgándose la túnica y, al mirar a la derecha, vio a Cedric, que se retorcía y sacudía en el suelo, y a Krum de pie a su lado.

Harry salió del agujero y se levantó, apuntando a Krum con la varita justo cuando éste miraba hacia él. Entonces Krum se volvió y echó a correr.

¡Desmaius! —gritó Harry.

El encantamiento pegó a Krum en la espalda. Se detu­vo en seco, cayó de bruces y se quedó inmóvil, boca abajo, tendido en la hierba. Harry corrió hacia Cedric, que había dejado de retorcerse y jadeaba con las manos en la cara.

—¿Estás bien? —le preguntó, cogiéndolo del brazo.

—Sí —dijo Cedric sin aliento—. Sí... no puedo creerlo... Venía hacia mí por detrás... Lo oí, me volví y me apuntó con la varita.

Se levantó. Seguía temblando. Los dos miraron a Krum.

—Me cuesta creerlo... Creía que era un tipo legal —dijo Harry, mirando a Krum.

—Yo también lo creía —repuso Cedric.

—¿Oíste antes el grito de Fleur? —preguntó Harry.

—Sí —respondió Cedric—. ¿Crees que Krum la alcanzó también a ella?

—No lo sé.

—¿Lo dejamos aquí? —preguntó Cedric.

—No. Creo que deberíamos lanzar chispas rojas. Alguien vendrá a recogerlo... Si no, lo más fácil es que se lo coma un escreguto.

—Es lo que se merece —musitó Cedric, pero aun así le­vantó la varita y disparó al aire una lluvia roja que brilló por encima de Krum, marcando el punto en que se encontraba.

Harry y Cedric permanecieron por un momento en la oscuridad, mirando a su alrededor. Luego Cedric dijo:

—Bueno, supongo que lo mejor es seguir...

—¿Qué? —dijo Harry—. Ah... sí... bien...

Fue un instante extraño: él y Cedric se habían sentido brevemente unidos contra Krum, pero enseguida volvie­ron a comprender que eran contrincantes. Siguieron por el oscuro camino sin hablar; luego Harry giró a la izquier­da, y Cedric a la derecha. Pronto dejaron de oírse sus pa­sos.


Date: 2015-12-11; view: 435


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