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El regreso de Canuto

 

 

Una de las mejores consecuencias de la prueba fue que des­pués todo el mundo estaba deseando conocer los detalles de lo ocurrido bajo el agua, lo que supuso que por una vez Ron compartiera el protagonismo con Harry. Éste notó que la ver­sión que Ron daba de los hechos cambiaba sutilmente cada vez que los contaba. Al principio dijo lo que parecía ser más o menos la verdad; por lo menos, coincidía con la versión de Hermione: Dumbledore había reunido en el despacho de la profesora McGonagall a todos los futuros rehenes y, después de asegurarles que no les pasaría nada y que despertarían al salir del agua, los había dormido mediante un hechizo. Una semana después, sin embargo, Ron contaba un emocionante relato de secuestro en el que se enfrentaba él solo a cincuenta tritones armados hasta los dientes, que habían tenido que re­ducirlo antes de poder atarlo.

—Pero yo tenía la varita oculta en la manga —le asegu­raba a Padma Patil, que parecía haberse vuelto más amable con Ron cuando éste se convirtió en el centro de atención, y le hablaba cada vez que se cruzaba con él por los corredo­res—. Si hubiera querido, podría haber raptado yo a esos atontados.

—¿Cuándo los ibas a raptar? ¿Mientras se mondaban de risa? —le preguntó Hermione mordazmente. Estaba muy irritable porque le tomaban mucho el pelo a propósito de que fuera ella la persona a la que Viktor Krum más valoraba.

Ron enrojeció hasta las orejas, y en adelante retomó la primera versión de los hechos.

Había empezado marzo, y el tiempo se hizo más seco, pero un viento terrible parecía despellejarles manos y cara cada vez que salían del castillo. Había retrasos en el correo porque el viento desviaba a las lechuzas del camino. La le­chuza parda que Harry había enviado a Sirius con la fecha del permiso para ir a Hogsmeade volvió el viernes por la mañana a la hora del desayuno con la mitad de las plumas revueltas. En cuanto Harry le desprendió la carta de Sirius se escapó, temiendo que la enviaran otra vez.

La carta de Sirius era casi tan corta como la anterior:

 

Id al paso de la cerca que hay al final de la carretera que sale de Hogsmeade (más allá de Dervish y Ban­ges) el sábado a las dos en punto de la tarde. Llevad toda la comida que podáis.

 

—¡No habrá vuelto a Hogsmeade! —exclamó Ron, sor­prendido.

—Eso parece —observó Hermione.

—No puedo creerlo —dijo Harry muy preocupado—. Si lo cogen...

—Hasta ahora no lo han conseguido —le recordó Ron—. Y el lugar ya no está lleno de dementores.

Harry plegó la carta, pensando. La verdad era que que­ría volver a ver a Sirius. De forma que fue a la última clase de la tarde (doble hora de Pociones) mucho más contento de lo que normalmente se sentía cuando bajaba la escalera que llevaba a las mazmorras.



Malfoy, Crabbe y Goyle habían formado un corrillo a la puerta de la clase con la pandilla de chicas de Slytherin a la que pertenecía Pansy Parkinson. Todos miraban algo que Harry no alcanzó a distinguir, y se reían por lo bajo con muchas ganas. La cara de Pansy asomó por detrás de la an­cha espalda de Goyle y los vio acercarse.

—¡Ahí están, ahí están! —anunció con una risa tonta, y el corro se rompió.

Harry vio que Pansy tenía en las manos un ejemplar de la revista Corazón de bruja. La foto con movimiento de la portada mostraba a una bruja de pelo rizado que sonreía enseñando los dientes y apuntaba a un bizcocho grande con la varita.

—¡A lo mejor encuentras aquí algo de tu interés, Gran­ger! —dijo Pansy en voz alta, y le tiró la revista a Hermione, que la cogió algo sobresaltada.

En aquel momento se abrió la puerta de la mazmorra, y Snape les hizo señas de que entraran.

Hermione, Harry y Ron se encaminaron hacia su pupi­tre al final de la mazmorra. En cuanto Snape volvió la es­palda para escribir en la pizarra los ingredientes de la poción de aquel día, Hermione se apresuró a hojear la re­vista bajo el pupitre. Al fin, en las páginas centrales, en­contró lo que buscaba. Harry y Ron se inclinaron un poco para ver mejor. Una fotografía en color de Harry encabeza­ba un pequeño artículo titulado «La pena secreta de Harry Potter»:

 

Tal vez sea diferente. Pero, aun así, es un mucha­cho que padece todos los sufrimientos típicos de la adolescencia, nos revela Rita Skeeter. Privado de amor desde la trágica pérdida de sus padres, a sus catorce años Harry Potter creía haber encontrado consuelo en Hogwarts en su novia, Hermione Gran­ger, una muchacha hija de muggles. Poco sospecha­ba que no tardaría en sufrir otro golpe emocional en una vida cuajada de pérdidas.

La señorita Granger, una muchacha nada agraciada pero sí muy ambiciosa, parece sentir de­bilidad por los magos famosos, debilidad que ni siquiera Harry ha podido satisfacer por sí solo. Desde la llegada a Hogwarts de Viktor Krum, el buscador búlgaro y héroe de los últimos Mundia­les de quidditch, la señorita Granger ha jugado con los afectos de ambos muchachos. Krum, que está abiertamente enamorado de la taimada seño­rita Granger, la ha invitado ya a visitarlo en Bul­garia durante las vacaciones de verano, no sin antes declarar que jamás había sentido lo mismo por ninguna otra chica.

Sin embargo, podrían no ser los dudosos en­cantos naturales de la señorita Granger los que han conquistado el interés de estos pobres chi­cos.

«Es fea con ganas —nos declara Pansy Parkin­son, una bonita y vivaracha alumna de cuarto cur­so—, pero es perfectamente capaz de preparar un filtro amoroso, porque es una sabelotodo. Supongo que así lo consigue.»

Como es natural, los filtros amorosos están prohibidos en Hogwarts, y no cabe duda de que Albus Dumbledore estará interesado en investigar estas sospechas. Mientras tanto, las admiradoras de Harry Potter tendremos que conformarnos con esperar que la próxima vez le entregue su corazón a una candidata más digna de él.

 

—¡Te lo advertí! —le dijo Ron a Hermione entre dien­tes, mientras ella seguía con la vista fija en el artículo—. ¡Te advertí que no debías picarla! ¡Te ha presentado como una especie de... de mujer fatal!

Del rostro de Hermione desapareció la expresión de aturdimiento, y en su lugar soltó una risotada.

—¿Mujer fatal? —repitió, conteniendo la risa.

—Es como las llama mi madre —murmuró Ron, rubori­zándose.

—Si Rita no es capaz más que de esto, es que está per­diendo sus habilidades —dijo Hermione, volviendo a reírse y dejando el número de Corazón de bruja sobre una silla va­cía—. ¡Qué montón de basura!

Miró a los de Slytherin, que los observaban detenida­mente para ver si se enfadaban con el artículo. Hermione les dirigió una sonrisa sarcástica y un gesto de la mano, y tanto ella como Ron y Harry empezaron a sacar los ingre­dientes que necesitarían para la poción agudizadora del in­genio.

—Pero hay algo muy curioso —dijo Hermione diez mi­nutos después, deteniendo la mano de mortero sobre el al­mirez lleno de escarabajos—. ¿Cómo puede haberse enterado Rita Skeeter...?

—¿De qué? —se apresuró a preguntar Ron—. Tú no has preparado filtros amorosos, ¿no?

—No seas idiota —le soltó Hermione, comenzando a machacar los escarabajos—. Quiero decir... ¿cómo se habrá enterado de que Viktor Krum me ha invitado a visitarlo este verano?

Hermione se puso como un tomate al explicar esto, y evi­tó por todos los medios la mirada de Ron.

—¿Qué? —exclamó éste, dejando caer la mano de mor­tero, que hizo bastante ruido.

—Me lo pidió justo después de sacarme del lago —susu­rró Hermione—. Después de volver a transformarse la ca­beza. La señora Pomfrey nos dio una manta a cada uno, y luego él me llevó aparte para que no pudieran oírnos, y me dijo que si no tenía nada pensado para el verano, tal vez me gustaría...

—¿Y qué le respondiste? —preguntó Ron, que había re­cuperado la mano de mortero y lo estaba usando sobre la mesa, bastante lejos de donde tenía el almirez, porque no apartaba los ojos de Hermione.

—Y dijo que nunca había sentido lo mismo por ninguna otra chica —siguió Hermione, poniéndose tan colorada que en aquel momento Ron casi notaba el calor que despren­día—. Pero ¿cómo pudo oírlo Rita Skeeter? Ella no estaba por allí, ¿o sí? A lo mejor tiene una capa invisible, a lo mejor se infiltró en los terrenos del colegio para ver la segunda prueba...

—¿Y qué le respondiste tú? —repitió Ron, pegando tan fuerte con la mano de mortero que hizo una marca en el pupitre.

—Bueno, yo estaba demasiado ocupada intentando averiguar si vosotros dos estabais bien.

—Por fascinante que sea su vida social, señorita Gran­ger —dijo una voz fría detrás de ellos—, le rogaría que no tratara sobre ella en mi clase. Diez puntos menos para Gryffindor.

Snape se había ido acercando sigilosamente a su pupi­tre mientras hablaban. En aquel momento, toda la clase los observaba. Malfoy aprovechó para lucir ante Harry la ins­cripción «POTTER APESTA» de su insignia.

—¡Ah...! ¿También leyendo revistas bajo la mesa? —añadió Snape, cogiendo el ejemplar de Corazón de bru­ja—. Otros diez puntos menos para Gryffindor... Ah, claro... —Los negros ojos de Snape relucieron al dar con el artículo de Rita Skeeter—. Potter tiene que estar al día de sus apari­ciones en la prensa...

Las carcajadas de los de Slytherin resonaron en el aula, y una desagradable sonrisa dibujó una mueca en los delga­dos labios de Snape. Para indignación de Harry, comenzó a leer el artículo en voz alta.

—«La pena secreta de Harry Potter...» Vaya, vaya, Pot­ter, ¿de qué sufre usted ahora? «Tal vez sea diferente. Pero, aun así...»

Harry notaba que le ardía la cara. Snape se paraba al final de cada frase para dejar que los de Slytherin se rieran. Leído por Snape, el artículo sonaba diez veces peor.

—«... las admiradoras de Harry Potter tendremos que conformarnos con esperar que la próxima vez le entregue su corazón a una candidata más digna de él.» ¡Qué conmo­vedor! —dijo Snape con desprecio, cerrando y enrollando la revista ante las risas continuadas de los de Slytherin—. Bueno, creo que lo mejor será que los separe a los tres para que puedan pensar en sus pociones y olvidar por un mo­mento sus enmarañadas vidas amorosas. Weasley, quéde­se donde está; señorita Granger, allá, con la señorita Parkinson; Potter, a la mesa que está enfrente de la mía. Muévase, ya.

Furioso, Harry echó los ingredientes y la mochila en el caldero, y lo llevó hasta la mesa vacía que había en la par­te de delante de la mazmorra. Snape lo siguió, se sentó a su mesa y observó a Harry vaciando el caldero. Decidido a no mirarlo, Harry reanudó la tarea de machacar esca­rabajos, imaginándose la cara de Snape en cada uno de ellos.

—Toda esta atención por parte de la prensa parece ha­bérsele subido a la cabeza, que ya estaba bastante llena de presunción, Potter —dijo Snape en voz baja, cuando el resto de la clase había vuelto a lo suyo.

Harry no respondió. Sabía que Snape trataba de provo­carlo, tal como había hecho en otras ocasiones. Sin duda, quería una excusa para quitarle a Gryffindor cincuenta puntos antes del final de la clase.

—Podrías tener la equivocada impresión de que todo el mundo mágico está pendiente de ti —siguió Snape, pasando a tutearlo y en voz tan baja que nadie más podía oírlo (Harry siguió machacando los escarabajos, aunque ya los había reducido a un polvo finísimo), pero me da igual cuántas veces aparezca tu foto en los periódicos. Para mí, Potter, no eres más que un niño desagradable que cree es­tar por encima de las reglas.

Harry echó el polvo de escarabajo en el caldero y se puso a cortar las raíces de jengibre. Las manos le temblaban un poco de la cólera, pero no levantaba los ojos, como si no oye­ra lo que Snape le decía.

—Así que te advertiré algo, Potter —prosiguió Snape, con la voz aún más suave y ponzoñosa—, seas o no una di­minuta celebridad: si te pillo volviendo a entrar en mi des­pacho...

—¡Yo no me he acercado nunca a su despacho! —replicó Harry enojado, olvidando su fingida sordera.

—No me mientas —dijo Snape entre dientes, perfo­rando a Harry con sus insondables ojos negros—. Piel de serpiente arbórea africana, branquialgas... Tanto una como otra salieron de mi armario privado, y sé quién las robó.

Harry le devolvió la mirada a Snape, intentando no pes­tañear ni parecer culpable. La verdad era que él no le había robado ninguna de aquellas cosas. Era Hermione quien le había cogido la piel de serpiente arbórea africana cuando estaban en segundo: la necesitaban para la poción multi­jugos. Y, aunque aquella vez Snape había sospechado de Harry, no había podido demostrarlo. En cuanto a las bran­quialgas, era evidente que las había robado Dobby.

—No sé de qué me habla —contestó Harry fríamente.

—¡No estabas en el dormitorio la noche en que entraron en mi despacho! —le dijo Snape en voz baja—. ¡Lo sé, Pot­ter! ¡Y aunque Ojoloco Moody haya ingresado en tu club de admiradores, no por eso toleraré tu comportamiento! Una nueva incursión nocturna en mi despacho, Potter, ¡y lo pa­garás!

—Bien —repuso Harry con serenidad, volviendo a sus raíces de jengibre—, lo tendré en cuenta por si alguna vez siento impulsos de entrar.

Hubo un brillo en los ojos de Snape. Se metió la mano en la túnica negra, y por un momento Harry temió que saca­ra la varita y le echara una maldición allí mismo. Luego vio que lo que sacaba era un pequeño tarro de cristal con una poción que parecía agua. Harry la observó.

—¿Sabes qué es esto, Potter? —preguntó Snape, y sus ojos volvieron a brillar malévolamente.

—No —respondió Harry, aquella vez con total sinceridad.

—Es Veritaserum, una poción de la verdad tan podero­sa que tres gotas bastarían para que descubrieras tus más íntimos secretos ante toda la clase —dijo Snape con la voz impregnada de odio—. Desde luego, el uso de esta poción está severamente controlado por normativa ministerial. Pero, si no vigilas tus pasos, podrías descubrir que mi mano se desliza subrepticiamente —movió un poco el tarro de cristal— hasta el zumo de calabaza de tu cena. Y entonces, Potter... sabremos si has estado o no en mi despacho.

Harry no dijo nada. Una vez más, volvió su atención a las raíces de jengibre, cogió el cuchillo y las partió en roda­jas. No le hacía ni pizca de gracia lo de la poción de la ver­dad, y no dudaba de que Snape fuera capaz de echársela en el zumo. Reprimió un estremecimiento al imaginar todo lo que podría decir en ese caso. Aparte de meter en problemas a un montón de gente (para empezar, a Hermione y a Dobby), estaban todas las otras cosas que ocultaba... como el hecho de mantener contacto con Sirius y (las tripas le die­ron un retortijón sólo de pensarlo) lo que sentía por Cho. Metió también en el caldero las raíces de jengibre, pregun­tándose si debería tomar ejemplo de Moody y limitarse a be­ber de su propia petaca.

Llamaron a la puerta de la mazmorra.

—Pase —dijo Snape en su tono habitual.

Toda la clase miró hacia la puerta. Entró el profesor Karkarov y se dirigió a la mesa de Snape, enroscándose el pelo de la barbilla en el dedo. Parecía nervioso.

—Tenemos que hablar —dijo Karkarov abruptamente, cuando hubo llegado hasta Snape. Parecía tan interesado en que nadie más entendiera lo que decía, que apenas movía los labios: daba la impresión de ser un ventrílocuo de poca monta. Sin apartar los ojos de las raíces de jengibre, Harry trató de escuchar.

—Hablaremos después de clase, Karkarov... —susurró Snape, pero Karkarov lo interrumpió.

—Quiero hablar ahora, no quiero que te escabullas, Se­verus. Me has estado evitando.

—Después de clase —repitió Snape.

Con el pretexto de levantar una taza de medición para ver si había echado en ella suficiente bilis de armadillo, Harry les echó a ambos una mirada de soslayo. Karkarov parecía sumamente preocupado, y Snape, molesto.

Karkarov permaneció detrás de la mesa de Snape du­rante el resto de la doble clase. Al parecer, quería evitar que Snape se le escapara al final. Interesado en escuchar lo que Karkarov tenía que decir, Harry derramó adrede su fras­co de bilis de armadillo dos minutos antes de que sonara la campana, lo que le dio una excusa para agacharse tras el caldero a limpiar el suelo mientras el resto de la clase se di­rigía ruidosamente hacia la puerta.

—¿Qué es eso tan urgente? —oyó que Snape le pregun­taba a Karkarov en un susurro.

—Esto —dijo Karkarov.

Echando un vistazo por el borde del caldero, Harry vio que Karkarov se subía la manga izquierda de la túnica y le mostraba a Snape algo situado en la parte interior del an­tebrazo.

—¿Qué te parece? —añadió Karkarov, haciendo aún el mismo esfuerzo por mover los labios lo menos posible—. ¿Ves? Nunca había estado tan clara, nunca desde...

—¡Tapa eso! —gruñó Snape, recorriendo la clase con los ojos.

—Pero tú también tienes que haber notado... —comen­zó Karkarov con voz agitada.

—¡Podemos hablar después, Karkarov! —lo cortó Sna­pe—. ¡Potter! ¿Qué está haciendo?

—Limpiando la bilis de armadillo, profesor —contestó haciéndose el inocente, al tiempo que se levantaba y le ense­ñaba el trapo empapado que tenía en la mano.

Karkarov giró sobre los talones y salió de la mazmorra a zancadas. Parecía tan preocupado como enojado. Como no quería quedarse a solas con un Snape excepcionalmente ai­rado, Harry echó los libros y los ingredientes de Pociones en la mochila y salió a toda pastilla para contarles a Ron y Her­mione lo que había presenciado.

 

 

A las doce del día siguiente salieron del castillo bajo un dé­bil sol plateado que brillaba sobre los campos. El tiempo era más suave de lo que había sido en lo que llevaban de año, y cuando llegaron a Hogsmeade los tres se habían quitado la capa y se la habían echado al hombro. En la mochila de Harry llevaban la comida que Sirius les había pedido: una docena de muslos de pollo, una barra de pan y un frasco de zumo de calabaza que les habían servido en la comida.

Fueron a Tiroslargos Moda a comprar un regalo para Dobby, y se divirtieron eligiendo los calcetines más estram­bóticos que vieron, incluido un par con un dibujo de reful­gentes estrellas doradas y plateadas y otro que chillaba mucho cuando empezaba a oler demasiado. A la una y me­dia subieron por la calle principal, pasaron Dervish y Ban­ges y salieron hacia las afueras del pueblo.

Harry nunca había ido por allí. El ventoso callejón salía del pueblo hacia el campo sin cultivar que rodeaba Hogs­meade. Las casas estaban por allí más espaciadas y tenían jardines más grandes. Caminaron hacia el pie de la monta­ña que dominaba Hogsmeade, doblaron una curva y vieron al final del camino unas tablas puestas para ayudar a pasar una cerca. Con las patas delanteras apoyadas en la tabla más alta y unos periódicos en la boca, un perro negro, muy grande y lanudo, parecía aguardarlos. Lo reconocieron enseguida.

—Hola, Sirius —saludó Harry, cuando llegaron hasta él.

El perro olió con avidez la mochila de Harry, meneó la cola, y luego se volvió y comenzó a trotar por el campo cu­bierto de maleza que subía hacia el rocoso pie de la mon­taña. Harry, Ron y Hermione traspasaron la cerca y lo si­guieron.

Sirius los condujo a la base misma de la montaña, don­de el suelo estaba cubierto de rocas y cantos rodados, y em­pezó a ascender por la ladera: un camino fácil para él, con sus cuatro patas; pero Harry, Ron y Hermione se quedaron pronto sin aliento. Siguieron subiendo tras Sirius durante casi media hora por el mismo camino pedregoso, empinado y serpenteante. El perro movía la cola mientras ellos suda­ban bajo el sol. A Harry le dolían los hombros por las co­rreas de la mochila.

Al final Sirius se perdió de vista, y, cuando llegaron al lugar en que había desaparecido, vieron una estrecha aber­tura en la piedra. Se metieron por ella con dificultad y se en­contraron en una cueva fresca y oscura. Al fondo, atado a una roca, se hallaba el hipogrifo Buckbeak. Mitad caballo gris y mitad águila gigante, sus fieros ojos naranja brillaron al verlos. Los tres se inclinaron notoriamente ante él, y, después de observarlos por un momento, Buckbeak dobló sus escamosas rodillas delanteras y permitió que Hermione se acercara y le acariciara el cuello con plumas. Harry, sin embargo, miraba al perro negro, que acababa de convertirse en su padrino.

Sirius llevaba puesta una túnica gris andrajosa, la mis­ma que llevaba al dejar Azkaban, y estaba muy delgado. Te­nía el pelo más largo que cuando se había aparecido en la chimenea, y sucio y enmarañado como el curso anterior.

—¡Pollo! —exclamó con voz ronca, después de haberse quitado de la boca los números atrasados de El Profeta y ha­berlos echado al suelo de la cueva.

Harry sacó de la mochila el pan y el paquete de muslos de pollo y se lo entregó.

—Gracias —dijo Sirius, que lo abrió de inmediato, co­gió un muslo y se puso a devorarlo sentado en el suelo de la cueva—. Me alimento sobre todo de ratas. No quiero ro­bar demasiada comida en Hogsmeade, porque llamaría la atención.

Sonrió a Harry, pero a éste le costó esfuerzo devolverle la sonrisa.

—¿Qué haces aquí, Sirius? —le preguntó.

—Cumplir con mi deber de padrino —respondió Sirius, royendo el hueso de pollo de forma muy parecida a como lo habría hecho un perro—. No te preocupes por mí: me hago pasar por un perro vagabundo de muy buenos modales.

Seguía sonriendo; pero, al ver la cara de preocupación de Harry, dijo más seriamente:

—Quiero estar cerca. Tu última carta... Bueno, diga­mos simplemente que cada vez me huele todo más a cha­musquina. Voy recogiendo los periódicos que la gente tira, y, a juzgar por las apariencias, no soy el único que empieza a preocuparse.

Señaló con la cabeza los amarillentos números de El Profeta que estaban en el suelo. Ron los cogió y los desple­gó.

Harry, sin embargo, siguió mirando a Sirius.

—¿Y si te atrapan? ¿Qué pasará si te descubren?

—Vosotros tres y Dumbledore sois los únicos por aquí que saben que soy un animago —dijo Sirius, encogiéndose de hombros y siguiendo con el pollo.

Ron le dio un codazo a Harry y le pasó los ejemplares de El Profeta. Eran dos: el primero llevaba el titular «La miste­riosa enfermedad de Bartemius Crouch»; el segundo, «La bruja del Ministerio sigue desaparecida. El ministro de Ma­gia se ocupa ahora personalmente del caso».

Harry miró el artículo sobre Crouch. Las frases le salta­ban a los ojos: «No se lo ha visto en público desde noviem­bre... la casa parece desierta... El Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas rehúsa hacer comenta­rios... El Ministerio se niega a confirmar los rumores de en­fermedad crítica...»

—Suena como si se estuviera muriendo —comentó Harry—. Pero no puede estar tan enfermo si se ha colado en Hogwarts...

—Mi hermano es el ayudante personal de Crouch —in­formó Ron a Sirius—. Dice que lo que tiene Crouch se debe al exceso de trabajo.

—Eso sí, la última vez que lo vi de cerca parecía enfer­mo —añadió Harry pensativamente, sin dejar el periódi­co—. La noche en que salió mi nombre del cáliz...

—Se está llevando su merecido por despedir a Winky —dijo Hermione con frialdad. Estaba acariciando a Buck­beak, que mascaba los huesos de pollo que Sirius iba dejan­do—. Apuesto a que se arrepiente de haberlo hecho. Apuesto a que ahora que ella no está para cuidarlo se da cuenta de lo que valía.

—Hermione está obsesionada con los elfos domésticos —le explicó Ron a Sirius, dirigiendo a Hermione una mira­da severa.

Pero Sirius parecía interesado.

—¿Crouch despidió a su elfina doméstica?

—Sí, en los Mundiales de quidditch —repuso Harry, y se puso a contar la historia de la aparición de la Marca Te­nebrosa y de que habían encontrado a Winky con la varita de él en la mano, y del enojo del señor Crouch.

Cuando Harry hubo concluido, Sirius se puso de nuevo en pie y comenzó a pasear de un lado a otro de la cueva.

—A ver si lo he entendido todo bien —dijo después de un rato, blandiendo un nuevo muslo de pollo—. Primero vis­teis en la tribuna principal a la elfina, que le estaba guar­dando un sitio a Crouch, ¿no es así?

—Sí —respondieron los tres al mismo tiempo.

—Pero Crouch no apareció en todo el partido.

—No —confirmó Harry—. Me parece que dijo que había estado muy ocupado.

Sirius paseó en silencio por la cueva. Luego preguntó:

—¿Miraste en los bolsillos si estaba la varita después de dejar la tribuna principal, Harry?

—Eh... —Harry intentó recordar—. No —contestó por fin—. No la necesité antes de llegar al bosque. Entonces metí la mano en el bolsillo, y lo único que encontré fueron los omniculares. —Miró a Sirius—. ¿Crees que el que hizo aparecer la Marca Tenebrosa me robó la varita en la tribuna principal?

—Tal vez —dijo Sirius.

—¡Winky no robó esa varita! —aseguró Hermione con vehemencia.

—La elfina no estaba sola en la tribuna principal, ¿ver­dad? —dijo Sirius frunciendo el entrecejo mientras seguía paseando—. ¿Quién más había sentado detrás de ti?

—Mucha gente —explicó Harry—. Funcionarios búlga­ros... Cornelius Fudge... los Malfoy...

—¡Los Malfoy! —exclamó Ron de repente, tan alto que su voz retumbó en la cueva. Buckbeak sacudió la cabeza nervioso—. ¡Seguro que fue Lucius Malfoy!

—¿Nadie más?

—Nadie —dijo Harry.

—Sí, había alguien más: Ludo Bagman —recordó Her­mione.

—¡Ah, sí...!

—No sé nada de Bagman, salvo que fue golpeador en las Avispas de Wimbourne —comentó Sirius, sin dejar de pasear—. ¿Cómo es?

—Guay. Se empeña en ofrecerme ayuda para el Torneo de los tres magos.

—¿De verdad? —El ceño de Sirius se hizo más profun­do—. ¿Por qué lo hará?

—Dice que tiene debilidad por mí.

—Mmm. —Sirius se quedó pensativo.

—Lo vimos en el bosque justo antes de que apareciera la Marca Tenebrosa —le dijo Hermione a Sirius—. ¿Os acor­dáis? —añadió volviéndose a Ron y Harry.

—Sí, pero no se quedó en el bosque —observó Ron—. En cuanto le hablamos del altercado, se fue al campamento.

—¿Cómo lo sabes? —objetó Hermione—. ¿Cómo sabes adónde fue al desaparecerse?

—¡Vamos! —exclamó Ron en tono escéptico—. ¿Es que crees que fue Bagman el que hizo aparecer la Marca Tene­brosa?

—Antes sospecho de él que de Winky —replicó Hermio­ne con testarudez.

—Ya te lo he dicho —señaló Ron, dirigiendo a Sirius una significativa mirada—, está obsesionada con los elfos dom...

Pero Sirius levantó la mano para que se callara.

—¿Qué hizo Crouch después de que apareció la Marca Tenebrosa y de que hubieron descubierto a su elfina con la varita de Harry?

—Se fue a mirar entre los arbustos —explicó Harry—, pero no encontró a nadie más.

—Claro —susurró Sirius, paseando de un lado a otro—, claro, quería encontrar a cualquier otro que no fuera su elfina doméstica... ¿Y entonces la despidió?

—Sí —contestó Hermione muy acalorada—, la despidió sólo porque no se había quedado en la tienda y dejado que la pisotearan.

—¡Deja en paz a la elfina, Hermione! —le dijo Ron.

Pero Sirius negó con la cabeza.

—Ella ha calado a Crouch mejor que tú, Ron. Si quieres saber cómo es alguien, mira de qué manera trata a sus infe­riores, no a sus iguales.

Se pasó una mano por la cara sin afeitar, intentando pensar.

—Todas esas ausencias de Barty Crouch... Se toma la molestia de enviar a su elfina doméstica para que le guarde un asiento en los Mundiales, pero no aparece para ver el partido; trabaja muy duro para reinstaurar el Torneo, y lue­go también se ausenta... Nada de eso es propio de él. Si antes de esto había dejado alguna vez de ir al trabajo por enferme­dad, me como a Buckbeak.

—¿Conoces a Crouch, entonces? —le preguntó Harry.

La cara de Sirius se ensombreció. De pronto pareció tan amenazador como la noche en que Harry lo había visto por primera vez, cuando aún creía que era un asesino.

—Conozco a Crouch muy bien —dijo en voz baja—. Fue el que ordenó que me llevaran a Azkaban... sin juicio.

—¿Qué? —exclamaron a la vez Ron y Hermione.

—¡Bromeas! —dijo Harry.

—No, no bromeo —respondió Sirius, arrancando otro bocado al muslo de pollo—. Crouch era director del Depar­tamento de Seguridad Mágica, ¿no lo sabíais?

Harry, Ron y Hermione negaron con la cabeza.

—Todos pensaban que sería el siguiente ministro de Magia —explicó Sirius—. Barty Crouch es un gran mago y está sediento de poder. Ah, no, nunca apoyó a Voldemort —añadió, comprendiendo lo que significaba la expresión de Harry—. No, Barty Crouch fue siempre un declarado ene­migo del lado tenebroso. Pero, entonces, un montón de gen­te que estaba también contra el lado tenebroso... Bueno, no lo entenderíais: sois demasiado jóvenes...

—Eso es lo que dijo mi padre en los Mundiales —dijo Ron con un dejo de irritación en la voz—. ¿Por qué no lo in­tentas?

Sirius sonrió un instante.

—Vale, lo intentaré... —Paseó unos momentos por la cueva, y luego empezó a hablar—: Imaginaos que Volde­mort está ahora mismo en su momento de máximo poder. No sabéis quiénes lo apoyan, no sabéis quién es de los suyos y quién no, pero sabéis que puede controlar a la gente para que haga cosas terribles sin poder evitarlo. Tenéis miedo por vosotros mismos, por vuestra familia y por vuestros amigos. Cada semana llegan las noticias de nuevas muer­tes, nuevas desapariciones, nuevas torturas... El Ministerio de Magia está sumido en el caos, no sabe qué hacer, intenta que los muggles no se den cuenta de nada, pero, entre tanto, también van muriendo muggles. El terror, el pánico y la confusión cunden por todas partes... Así estaban las cosas.

»Bueno, esas situaciones sacan a la luz lo mejor de algu­nas personas y lo peor de otras. Las intenciones de Crouch tal vez fueran buenas al principio, no lo sé. Ascendió rápida­mente en el Ministerio y empezó a aplicar medidas muy du­ras contra los partidarios de Voldemort. Concedió nuevos poderes a los aurores: por ejemplo, permiso para matar en vez de capturar. Y yo no fui el único al que entregaron a los dementores sin juicio previo. Crouch empleó la violencia contra la violencia, y autorizó el uso de las maldiciones im­perdonables contra los sospechosos. Diría que llegó a ser tan cruel y despiadado como los que estaban en el lado te­nebroso. Tenía sus partidarios, por supuesto: mucha gente que pensaba que aquél era el mejor modo de hacer las cosas, y muchos magos y brujas pedían que asumiera el poder como nuevo ministro de Magia. Cuando desapareció Volde­mort, parecía que era sólo cuestión de tiempo que Crouch ocupara el cargo más alto del escalafón, pero entonces suce­dió algo bastante inoportuno. —Sirius sonrió con triste­za—. El propio hijo de Crouch fue descubierto con un grupo de mortífagos que se las habían arreglado para salir de Azkaban. Según parecía, buscaban a Voldemort para reins­taurar su poder.

—¿Pillaron al hijo de Crouch? —preguntó Hermione con voz entrecortada.

—Sí —contestó Sirius, tirándole a Buckbeak el hueso de pollo; luego se apresuró a coger la barra de pan y partirla por la mitad—. Un golpe duro para Barty, me imagino. Tal vez debería haber dedicado más tiempo a la familia, tal vez debería haber trabajado algo menos y vuelto a su casa an­tes, de vez en cuando, para conocer a su propio hijo.

Empezó a devorar el pan a grandes bocados.

—¿Su propio hijo era un mortífago? inquino Harry.

—No lo sé realmente —repuso Sirius, metiéndose más pan en la boca—. Yo ya estaba en Azkaban cuando lo llevaron. Éstas son cosas que en su mayor parte he averiguado después de haber salido. Desde luego, el muchacho fue descu­bierto en compañía de gente que me apostaría el cuello a que eran mortífagos, pero tal vez sólo estuviera en el lugar equi­vocado en el momento equivocado, como la elfina doméstica.

—¿Intentó liberar a su hijo? —susurró Hermione.

Sirius soltó una risa que sonó casi como un ladrido.

—¿Liberar a su hijo? ¡Creía que habías entendido cómo es, Hermione! Quería apartar del camino todo lo que pudie­ra manchar su reputación; había dedicado su vida entera a escalar puestos para llegar a ministro de Magia. Ya lo viste despedir a su elfina doméstica porque lo había vuelto a aso­ciar con la Marca Tenebrosa... ¿No te da eso a entender cómo es? El amor paternal de Crouch se limitó a concederle un juicio y, según parece, no fue más que una oportunidad para demostrar lo mucho que aborrecía al muchacho... Lue­go lo mandó derecho a Azkaban.

—¿Entregó a su propio hijo a los dementores? —pre­guntó Harry en voz baja.

—Sí —respondió Sirius, y ya no estaba nada sonrien­te—. Vi cuando los dementores lo condujeron, los vi a través de los barrotes de mi celda. Lo metieron en una cercana a la mía. No tendría más de diecinueve años. Al caer la noche gritaba llamando a su madre. Al cabo de unos días se calmó, sin embargo... Todos terminan calmándose... salvo cuando gritan en sueños.

Por un momento, al rememorar la prisión, la mirada triste de Sirius resultó más triste que nunca.

—Entonces, ¿sigue en Azkaban? —inquirió Harry.

—No —contestó Sirius con voz apagada—. No, ya no está allí. Murió un año después de entrar.

—¿Murió?

—No fue el único —dijo Sirius con amargura—. La ma­yoría se vuelven locos, y muchos terminan por dejar de co­mer. Pierden la voluntad de vivir. Se sabía cuándo iba a morir alguien porque los dementores lo sentían, se excita­ban. El muchacho parecía bastante enfermo cuando llegó. Como Crouch era un importante miembro del Ministerio, él y su mujer pudieron visitarlo en el lecho de muerte. Fue la última vez que vi a Barty Crouch, casi llevando a rastras a su mujer cuando pasaron por delante de mi celda. Según parece, ella murió también poco después. De pena. Se con­sumió igual que el muchacho. Crouch no fue a buscar el ca­dáver de su hijo. Los propios dementores lo enterraron junto a la fortaleza: yo los vi hacerlo.

Sirius dejó a un lado el pan que acababa de levantar para llevárselo a la boca, y en su lugar cogió el frasco de zumo de calabaza y lo apuró.

—Y de esa forma Crouch lo perdió todo justo cuando pa­recía que ya lo había alcanzado —continuó, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Había sido un héroe, prepa­rado para convertirse en ministro de Magia; y un instante más tarde su hijo había muerto, su mujer también, el nom­bre de su familia estaba deshonrado y, según he escuchado después de salir de la cárcel, su popularidad había caído en picado. Cuando el chico murió, a la gente empezó a darle pena y se preguntaron por qué un chico de tan buena fami­lia se había descarriado de aquella manera. La respuesta que encontraron fue que su padre nunca se había preocupa­do mucho por él. Y por eso el cargo lo consiguió Cornelius Fudge, y a Crouch lo relegaron al Departamento de Coope­ración Mágica Internacional.

Hubo un prolongado silencio. Harry recordó la manera en que a Crouch se le salían los ojos de las órbitas al encon­trar en el bosque a su desobediente elfina doméstica, la no­che de los Mundiales de quidditch. Aquél, pues, era el motivo por el que Crouch se había excedido de tal manera al encon­trar a Winky bajo la Marca Tenebrosa. Le había recordado a su hijo, el antiguo escándalo y su caída en desgracia en el Ministerio.

—Moody dice que Crouch está obsesionado con atrapar magos tenebrosos —le dijo Harry a Sirius.

—Sí, he oído que se ha convertido en una especie de ma­nía suya —repuso Sirius, asintiendo con la cabeza—. Segu­ramente piensa que todavía tiene esperanzas de recobrar su antigua popularidad si atrapa algún mortífago.

—¡Y se coló en Hogwarts para registrar el despacho de Snape! —exclamó Ron eufórico, mirando a Hermione.

—Sí, y eso no tiene ningún sentido —dijo Sirius.

—¡Claro que lo tiene! —exclamó Ron emocionado.

Pero Sirius negó con la cabeza.

—Mira, si Crouch quiere investigar a Snape, ¿por qué no va a las pruebas del Torneo? Sería una excusa ideal para hacer visitas regulares a Hogwarts y tenerlo vigilado.

—O sea, que crees que Snape se trae algo entre manos —dijo Harry, pero Hermione lo interrumpió:

—Me da igual lo que digáis. Dumbledore confía en Snape...

—Vamos, Hermione —dijo Ron impaciente—, ya sabe­mos que Dumbledore es muy inteligente y todo eso, pero siempre es posible que un mago tenebroso realmente listo lo pueda engañar.

—Entonces, ¿por qué Snape salvó a Harry la vida en primero, eh? ¿Por qué no lo dejó morir?

—No lo sé. A lo mejor le daba miedo que Dumbledore lo pusiera de patitas en la calle.

—¿Qué piensas tú, Sirius? —preguntó Harry, y Ron y Hermione dejaron de discutir para escuchar.

—Pienso que los dos tenéis algo de razón —contestó Sirius, mirándolos pensativamente—. En cuanto supe que Snape daba clase aquí me pregunté por qué Dumbledore lo había contratado. Snape siempre ha sentido fascinación por las artes oscuras; ya en el colegio era famoso por ello. Era un pelota empalagoso de pelo grasiento —añadió, y Harry y Ron se sonrieron el uno al otro—. Cuando llegó al colegio co­nocía más maldiciones que la mayoría de los que estaban en séptimo, y formó parte de una pandilla de Slytherin que luego resultaron casi todos mortífagos. —Sirius levantó los dedos y comenzó a contar con ellos los nombres—. Rosier y Wilkes: a los dos los mataron los aurores un año antes de la caída de Voldemort; los Lestrange, que son matrimonio, es­tán en Azkaban; Avery, del que he oído que se quitó de en medio diciendo que había actuado bajo los efectos de la mal­dición imperius, todavía anda suelto. Pero, que yo sepa, con­tra Snape no hubo denuncias. No es que eso signifique gran cosa: son muchos los que nunca fueron atrapados. Y desde luego Snape es lo bastante listo y astuto para mantenerse al margen de los problemas.

—Snape conoce muy bien a Karkarov, pero lo disimula —dijo Ron.

—¡Sí, tendrías que haber visto la cara que puso Snape cuando Karkarov entró ayer en Pociones! —se apresuró a añadir Harry—. Karkarov quería hablar con Snape, y lo acusó de estar evitándolo. Parecía realmente preocupado. Le mostró a Snape algo que tenía en el brazo, pero no vi qué era.

—¿Que le mostró a Snape algo que tenía en el brazo? —repitió Sirius, desconcertado. Se pasó los dedos distraída­mente por el pelo sucio, y volvió a encogerse de hombros—. Bueno, no tengo ni idea de qué puede ser... pero si Karkarov está de verdad preocupado y acude a Snape en busca de soluciones... —Sirius miró la pared de la cueva, y luego hizo una mueca de frustración—. Aún queda el hecho de que Dumbledore confía en Snape, y ya sé que Dumbledore con­fía en personas de las que otros no se fiarían, pero no creo que le permitiera dar clase en Hogwarts si hubiera estado alguna vez al servicio de Voldemort.

—Entonces, ¿por qué están tan interesados Moody y Crouch en su despacho? —insistió Ron.

—Bueno —dijo Sirius pensativamente—, no me extra­ñaría que Ojoloco hubiera entrado en el despacho de todos los profesores en cuanto llegó a Hogwarts. Se toma la De­fensa Contra las Artes Oscuras muy en serio. No creo que confíe absolutamente en nadie, y no me sorprende después de todo lo que ha visto. Sin embargo, tengo que decir una cosa de Moody, y es que nunca mató si podía evitarlo: siem­pre cogía a todo el mundo vivo si era posible. Era un tipo duro, pero nunca descendió al nivel de los mortífagos. Crouch, en cambio, es harina de otro costal... ¿Estará de verdad enfermo? Si lo está, ¿cómo hace el esfuerzo de entrar en el despacho de Snape? Y si no lo está... ¿qué se trae entre manos? ¿Qué era tan importante en los Mundiales para que no apareciera en la tribuna principal? ¿Y qué ha estado ha­ciendo mientras se suponía que tenía que juzgar las prue­bas del Torneo?

Sirius se quedó en silencio, aún mirando la pared de la cueva. Buckbeak husmeaba por el suelo pedregoso, buscan­do algún hueso que hubiera pasado por alto.

Al cabo, Sirius levantó la vista y miró a Ron.

—Dices que tu hermano es el ayudante personal de Crouch... ¿Podrías preguntarle si ha visto a Crouch última­mente?

—Puedo intentarlo —respondió Ron dudando—. Pero mejor que no parezca que sospecho que Crouch puede estar tramando algo chungo. Percy lo adora.

—¿Y podrías intentar averiguar si tienen alguna pista sobre Bertha Jorkins? —dijo Sirius, señalando el segundo ejemplar de El Profeta.

—Bagman me dijo que no —observó Harry.

—Sí, lo citan en este artículo —dijo Sirius, señalando el periódico con un gesto de cabeza—. Se toma a broma lo de Bertha, y comenta su mala memoria. Bueno, puede que haya cambiado desde que yo la conocí, pero la Bertha de entonces no era nada olvidadiza, todo lo contrario. No te­nía muchas luces, pero sí una memoria excelente para el chismorreo. Eso le daba un montón de problemas, porque nunca sabía tener la boca cerrada. Me imagino que en el Ministerio de Magia sería más un estorbo que otra cosa. Tal vez por eso Bagman no se ha molestado demasiado en buscarla...

Sirius exhaló un profundo suspiro y se frotó los ojos.

—¿Qué hora es?

Harry miró el reloj. Luego recordó que no funcionaba desde que se había sumergido en el lago.

—Son las tres y media —informó Hermione.

—Será mejor que volváis al colegio —dijo Sirius, ponién­dose en pie—. Ahora escuchad. —Le dirigió a Harry una mi­rada especialmente dura—. No quiero que os escapéis del colegio para venir a verme, ¿de acuerdo? Conformaos con enviarme notas. Sigo queriendo conocer cualquier cosa rara que ocurra. Pero no salgas de Hogwarts sin permiso: resul­taría una oportunidad ideal para atacarte.

—Nadie ha intentado atacarme hasta ahora, salvo un dragón y un par de grindylows —contestó Harry.

Pero Sirius lo miró con severidad.

—Me da igual... No respiraré tranquilo hasta que el Torneo haya finalizado, y eso no será hasta junio. Y no lo ol­vidéis: si hablais de mí entre vosotros, llamadme Hocicos, ¿vale?

Le entregó a Harry el frasco y la servilleta vacíos, y se despidió de Buckbeak dándole unas palmadas en el cuello.

—Iré con vosotros hasta la entrada del pueblo —dijo—, a ver si me puedo hacer con otro periódico.

Antes de salir de la cueva volvió a transformarse en el perro grande y negro, y todos juntos descendieron por la la­dera de la montaña, cruzaron el campo pedregoso y volvie­ron al punto de la cerca donde estaban las tablas para pasarla con más facilidad. Allí les permitió que le dieran unas palmadas en el cuello en señal de despedida, antes de volverse y salir para dar una vuelta por los alrededores del pueblo.

Los tres emprendieron el camino de vuelta al castillo pasando de nuevo por Hogsmeade.

—Me pregunto si Percy sabrá todo eso de Crouch —dijo Ron, de camino al castillo—. Pero a lo mejor le da igual... a lo mejor lo admiraría más por ello. Sí, Percy adora las nor­mas. Diría que Crouch se negó a saltárselas incluso por su propio hijo.

—Percy no entregaría a los dementores a nadie de su familia —afirmó Hermione severamente.

—No lo sé —dijo Ron—. Si pensara que nos interponía­mos en su camino de ascenso... Percy es muy ambicioso, ¿sa­bes?

Subieron la escalinata de piedra de acceso al castillo, y, al entrar en el vestíbulo, les llegó un delicioso olor a comida procedente del Gran Comedor.

—¡Pobre Hocicos! —dijo Ron, suspirando—. Tiene que quererte mucho, Harry... ¡Imagínate, vivir a base de ratas!

 

 


Date: 2015-12-11; view: 492


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