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La locura del señor Crouch 1 page

 

 

El domingo después de desayunar, Harry, Ron y Hermione fueron a la lechucería para enviar una carta a Percy, pre­guntándole, como Sirius les había sugerido, si había visto a Crouch recientemente. Utilizaron a Hedwig, porque hacia tiempo que no le encomendaban ninguna misión. Después de observarla perderse de vista desde las ventanas de la le­chucería, bajaron a las cocinas para entregar a Dobby sus calcetines nuevos.

Los elfos domésticos les dispensaron una cálida acogi­da, haciendo reverencias y apresurándose a prepararles un té. Dobby se emocionó con el regalo.

—¡Harry Potter es demasiado bueno con Dobby! —chi­lló, secándose las lágrimas de sus enormes ojos.

—Me salvaste la vida con esas branquialgas, Dobby, de verdad —dijo Harry.

—¿No hay más pastelitos de nata y chocolate? —pre­guntó Ron, paseando la vista por los elfos domésticos, que no paraban de sonreír ni de hacer reverencias.

—¡Acabas de desayunar! —dijo Hermione enfadada, pero entre cuatro elfos ya le habían llevado una enorme bandeja de plata llena de pastelitos.

—Deberíamos pedir algo de comida para mandarle a Hocicos —murmuró Harry.

—Buena idea —dijo Ron—. Hay que darle a Pig un poco de trabajo. ¿No podríais proporcionarnos algo de co­mida? —preguntó a los elfos que había alrededor, y ellos se inclinaron encantados y se apresuraron a llevarles más.

—¿Dónde está Winky, Dobby? —quiso saber Hermione, que había estado buscándola con la mirada.

—Winky está junto al fuego, señorita —repuso Dobby en voz baja, abatiendo un poco las orejas.

—¡Dios mío!

Harry también miró hacia la chimenea. Winky estaba sentada en el mismo taburete que la última vez, pero se ha­llaba tan sucia que se confundía con los ladrillos ennegrecidos por el humo que tenía detrás. La ropa que llevaba puesta estaba andrajosa y sin lavar. Sostenía en las manos una botella de cerveza de mantequilla y se balanceaba lige­ramente sobre el taburete, contemplando el fuego. Mien­tras la miraban, hipó muy fuerte.

—Winky se toma ahora seis botellas al día —le susurró Dobby a Harry.

—Bueno, no es una bebida muy fuerte —comentó Harry.

Pero Dobby negó con la cabeza.

—Para una elfina doméstica sí que lo es, señor —re­puso.

Ella volvió a hipar. Los elfos que les habían llevado los pastelitos le dirigieron miradas reprobatorias mientras vol­vían al trabajo.

—Winky está triste, Harry Potter —dijo Dobby ape­nado—. Quiere volver a su casa. Piensa que el señor Crouch sigue siendo su amo, señor, y nada de lo que Dobby le diga conseguirá persuadirla de que ahora su amo es Dumbledore.

Harry tuvo una idea brillante.



—Eh, Winky —la llamó, yendo hacia ella e inclinándo­se para hablarle—, ¿tienes alguna idea de lo que le pasa al señor Crouch? Porque ha dejado de asistir al Torneo de los tres magos.

Winky parpadeó y clavó en Harry sus enormes ojos. Volvió a balancearse ligeramente y luego dijo:

—¿El... el amo ha... dejado... ¡hip!... de asistir?

—Sí —dijo Harry—, no lo hemos vuelto a ver desde la primera prueba. El Profeta dice que está enfermo.

Winky se volvió a balancear, mirando a Harry con ojos enturbiados por las lágrimas.

—El amo... ¡hip!... ¿enfermo?

Le empezó a temblar el labio inferior.

—Pero no estamos seguros de que sea cierto —se apre­suró a añadir Hermione.

—¡El amo necesita a su... ¡hip!... Winky! —gimoteó la elfina—. El amo no puede ¡hip! apañárselas ¡hip! él solo.

—Hay quien se las arregla para hacer por sí mismo las labores de la casa, ¿sabes, Winky? —le dijo Hermione seve­ramente.

—¡Winky... ¡hip!... no sólo le hacía... ¡hip!... las cosas de la casa al señor Crouch! —chilló Winky indignada, balanceán­dose más que antes y derramando cerveza de mantequilla por su ya muy manchada blusa—. El amo le... ¡hip!... confia­ba a Winky todos sus... ¡hip!... secretos más importantes.

—¿Qué secretos? —preguntó Harry.

Pero Winky negó rotundamente con la cabeza, derra­mándose encima más cerveza de mantequilla.

—Winky le guarda... ¡hip!... los secretos a su amo —con­testó con brusquedad, balanceándose más y poniéndole a Harry cara de pocos amigos—. Harry Potter quiere... ¡hip!... meter las narices.

—¡Winky no debería hablarle de esa manera a Harry Potter! —la reprendió Dobby enojado—. ¡Harry Potter es noble y valiente, y no quiere meter las narices en ningún lado!

—Quiere meter las narices... ¡hip!... en las cosas priva­das y secretas... ¡hip!... de mi amo... ¡hip! Winky es una bue­na elfina doméstica... ¡hip! Winky guarda sus secretos... ¡hip!... aunque haya quien quiera fisgonear... ¡hip!... y meter las narices. —Winky cerró los párpados y de repente, sin pre­vio aviso, se deslizó del taburete y cayó al suelo delante de la chimenea, donde se puso a roncar muy fuerte. La botella vacía de cerveza de mantequilla rodó por el enlosado.

Media docena de elfos domésticos corrieron hacia ella indignados. Mientras uno cogía la botella, los otros cubrie­ron a Winky con un mantel grande de cuadros y remetieron las esquinas, ocultándola.

—¡Lamentamos que hayan tenido que ver esto, señores y señorita! —dijo un elfo que tenían al lado y que parecía muy avergonzado—. Esperamos que no nos juzguen a todos por el comportamiento de Winky, señores y señorita.

—¡Se siente desgraciada! —replicó Hermione, exaspe­rada—. ¿Por qué no intentáis animarla en vez de taparla de la vista?

—Le rogamos que nos perdone, señorita —dijo el elfo doméstico, repitiendo la pronunciadísima reverencia—, pero los elfos domésticos no tenemos derecho a sentirnos desgraciados cuando hay trabajo que hacer y amos a los que servir.

—¡Por Dios! —exclamó Hermione enfadada—. ¡Escu­chadme todos! ¡Tenéis el mismo derecho que los magos a sentiros desgraciados! ¡Tenéis derecho a cobrar un sueldo y a tener vacaciones y a llevar ropa de verdad! ¡No tenéis por qué obedecer a todo lo que se os manda! ¡Fijaos en Dobby!

—Le ruego a la señorita que deje a Dobby al margen de esto —murmuró Dobby, asustado.

Las alegres sonrisas habían desaparecido de la cara de los elfos. De repente observaban a Hermione como si fuera una peligrosa demente.

—¡Aquí tienen la comida! —chilló un elfo, y puso en los brazos de Harry un jamón enorme, doce pasteles y algo de fruta—. ¡Adiós!

Los elfos domésticos se arremolinaron en torno a los tres amigos y los sacaron de las cocinas, dándoles empujo­nes en la espalda, a la altura de la cintura.

—¡Gracias por los calcetines, Harry Potter! —gritó Dobby con tristeza desde la chimenea, donde se encontraba junto al bulto en que había quedado convertida Winky, arrebujada en el mantel.

—¿No podías cerrar la boca, Hermione? —dijo Ron eno­jado, cuando la puerta de las cocinas se cerró tras ellos de un portazo—. ¡Ahora ya no querrán que vengamos a visitar­los! ¡Hemos perdido la oportunidad de sacarle algo a Winky sobre Crouch!

—¡Ah, como si eso te preocupara! —se burló Hermio­ne—. ¡Lo que a ti te gusta es que te den de comer!

Después de eso, el día se volvió inaguantable. Harry se hartó hasta tal punto de que Ron y Hermione se metieran el uno con el otro mientras hacían los deberes en la sala co­mún, que por la noche llevó él solo la comida de Sirius a la lechucería.

Pigwidgeon era demasiado pequeño para transportar un jamón a la montaña sin ayuda, así que Harry reclutó también otras dos lechuzas. Cuando se internaron en la oscuridad, componiendo una figura muy extraña las tres con el gran paquete, Harry se inclinó en el alféizar de la venta­na y contempló los terrenos del colegio, las oscuras y susu­rrantes copas de los árboles del bosque prohibido y las velas del barco de Durmstrang ondeando al viento. Un búho real atravesó el humo que salía de la chimenea de Hagrid, se acercó al castillo, planeó alrededor de la lechucería y desapareció de su vista. Vio a Hagrid cavando enérgicamente delante de su cabaña, y se preguntó qué estaría haciendo: era como si preparara un nuevo trozo de huerta. Mientras miraba, Madame Maxime salió del carruaje de Beauxba­tons y fue hacia Hagrid. Daba la impresión de que intenta­ba trabar conversación con él. Hagrid se apoyó en la pala, pero no parecía deseoso de prolongar la charla, porque Madame Maxime volvió a su carruaje poco después.

No le apetecía regresar a la torre de Gryffindor y oír a Ron y Hermione gruñéndose el uno al otro, así que se quedó observando cavar a Hagrid hasta que la oscuridad lo envol­vió y, a su alrededor, las lechuzas empezaron a despertar y a pasar zumbando por su lado para internarse en la noche.

 

 

Al día siguiente, para el desayuno, se había disipado el mal humor de sus amigos, y, para alivio de Harry, no se cum­plieron las pesimistas predicciones de Ron de que los elfos domésticos mandarían a la mesa de Gryffindor una pésima comida por culpa de Hermione: el tocino, los huevos y los arenques ahumados estaban tan ricos como siempre.

Cuando llegaron las lechuzas, ella las miró con impa­ciencia; parecía que esperaba algo.

—Percy no habrá tenido tiempo de responder —dijo Ron—. Enviamos a Hedwig ayer.

—No, no es eso —repuso Hermione—. Me he suscrito a El Profeta: ya estoy harta de enterarme de las cosas por los de Slytherin.

—¡Bien pensado! —aprobó Harry, levantando también la vista hacia las lechuzas—. ¡Eh, Hermione, me parece que estás de suerte!

Una lechuza gris bajaba hasta ella.

—Pero no trae ningún periódico —comentó ella decep­cionada—. Es...

Para su asombro, la lechuza gris se posó delante de su plato, seguida de cerca por cuatro lechuzas comunes, una parda y un cárabo.

—¿Cuántos ejemplares has pedido? —preguntó Harry, agarrando la copa de Hermione antes de que la tiraran las lechuzas, que se empujaban unas a otras intentando acer­carse a ella para entregar la carta primero.

—¿Qué demonios...? —exclamó Hermione, que cogió la carta de la lechuza gris, la abrió y comenzó a leerla—. Pero ¡bueno! ¡Hay que ver! —farfulló, poniéndose colo­rada.

—¿Qué pasa? —inquirió Ron.

—Es... ¡ah, qué ridículo...!

Le pasó la carta a Harry, que vio que no estaba escrita a mano, sino compuesta a partir de letras que parecían recor­tadas de El Profeta:

 

eRes una ChicA malVAdA. HaRRy PottEr se merEce alGo MejoR quE tú. vUelve a tU sitIO, mUggle.

 

—¡Son todas por el estilo! —dijo Hermione desespera­da, abriendo una carta tras otra—. «Harry Potter puede lle­gar mucho más lejos que la gente como tú...» «Te mereces que te escalden en aceite hirviendo... » ¡Ay!

Acababa de abrir el último sobre, y un líquido verde ama­rillento con un olor a gasolina muy fuerte se le derramó en las manos, que empezaron a llenarse de granos amarillos.

—¡Pus de bubotubérculo sin diluir! —dijo Ron, cogiendo con cautela el sobre y oliéndolo.

Con lágrimas en los ojos, Hermione intentaba limpiarse las manos con una servilleta, pero tenía ya los dedos tan llenos de dolorosas úlceras que parecía que se hubiera pues­to un par de guantes gruesos y nudosos.

—Será mejor que vayas a la enfermería —le aconsejó Harry al tiempo que echaban a volar las lechuzas—. Noso­tros le explicaremos a la profesora Sprout adónde has ido...

—¡Se lo advertí! —dijo Ron mientras Hermione se apre­suraba a salir del Gran Comedor, soplándose las manos—. ¡Le advertí que no provocara a Rita Skeeter! Fíjate en ésta. —Leyó en voz alta una de las cartas que Hermione había dejado en la mesa—. «He leído en Corazón de bruja cómo has jugado con Harry Potter, y quiero decirte que ese chico ya ha pasado por cosas muy duras en esta vida. Pienso en­viarte una maldición por correo en cuanto encuentre un so­bre lo bastante grande.» ¡Va a tener que andarse con cuidado!

Hermione no asistió a Herbología. Al salir del inverna­dero para ir a clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, Harry y Ron vieron a Malfoy, Crabbe y Goyle descendiendo la escalinata de la puerta del castillo. Pansy Parkinson iba cuchicheando y riéndose tras ellos con el grupo de chicas de Slytherin. Al ver a Harry, Pansy le gritó:

—Potter, ¿has roto con tu novia? ¿Por qué estaba tan al­terada en el desayuno?

Harry no le hizo caso: no quería darle la satisfacción de que supiera cuántos problemas les estaba causando el ar­tículo de Corazón de bruja.

Hagrid, que en la clase anterior les había dicho que ya habían acabado con los unicornios, los esperaba fuera de la cabaña con una nueva remesa de cajas. Al verlas, a Harry se le cayó el alma a los pies. ¿Les tocaría cuidar otra camada de escregutos? Pero, cuando llegaron lo bastante cerca para echar un vistazo, vieron un montón de animalitos negros de aspecto esponjoso y largo hocico. Tenían las patas delante­ras curiosamente planas, como palas, y miraban a la clase sin dejar de parpadear, algo sorprendidos de la atención que atraían.

—Son escarbatos —explicó Hagrid cuando la clase se congregó en torno a ellos—. Se encuentran sobre todo en las minas. Les gustan las cosas brillantes... Mirad.

Uno de los escarbatos dio un salto para intentar quitar­le de un mordisco el reloj de pulsera a Pansy Parkinson, que gritó y se echó para atrás.

—Resultan muy útiles como detectores de tesoros —dijo Hagrid contento—. Pensé que hoy podríamos diver­tirnos un poco con ellos. ¿Veis eso? —Señaló el trozo grande de tierra recién cavada en la que Harry lo había visto traba­jar desde la ventana de la lechucería—. He enterrado algu­nas monedas de oro. Tengo preparado un premio para el que coja al escarbato que consiga sacar más. Pero lo prime­ro que tenéis que hacer es quitaros las cosas de valor; luego escoged un escarbato y preparaos para soltarlo.

Harry se quitó el reloj, que sólo llevaba por costumbre, dado que ya no funcionaba, y lo guardó en el bolsillo. Luego cogió un escarbato, que le metió el hocico en la oreja, olfa­teando. Era bastante cariñoso.

—Esperad —dijo Hagrid mirando dentro de una caja—, aquí queda un escarbato. ¿Quién falta? ¿Dónde está Her­mione?

—Ha tenido que ir a la enfermería —explicó Ron.

—Luego te lo explicamos —susurró Harry, viendo que Pansy Parkinson estaba muy atenta.

Era con diferencia lo más divertido que hubieran visto nunca en clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Los escar­batos entraban y salían de la tierra como si ésta fuera agua, y acudían corriendo a su estudiante respectivo para deposi­tar el oro en sus manos. El de Ron parecía especialmente eficiente. No tardó en llenarle el regazo de monedas.

—¿Se pueden comprar y tener de mascotas, Hagrid? —le preguntó emocionado, mientras su escarbato volvía a hundirse en la tierra, salpicándole la túnica.

—A tu madre no le haría gracia, Ron —repuso Hagrid sonriendo—, porque destrozan las casas. Me parece que ya deben de haberlas recuperado todas —añadió paseando por el trozo de tierra excavado, mientras los escarbatos conti­nuaban buscando—. Sólo enterré cien monedas. ¡Ah, ahí está Hermione!

Se acercaba por la explanada. Llevaba las manos llenas de vendajes, y parecía triste. Pansy Parkinson la miró es­crutadoramente.

—¡Bueno, comprobemos cómo ha ido la cosa! —dijo Ha­grid—. ¡Contad las monedas! Y no merece la pena que in­tentes robar ninguna, Goyle —agregó, entornando los ojos de color azabache—. Es oro leprechaun: se desvanece al cabo de unas horas.

Goyle se vació los bolsillos, enfurruñado. Resultó que el que más monedas había recuperado era el escarbato de Ron, así que Hagrid le dio como premio una enorme tableta de chocolate de Honeydukes. En esos momentos sonó la cam­pana del colegio anunciando la comida. Todos regresaron al castillo salvo Harry, Ron y Hermione, que se quedaron ayu­dando a Hagrid a guardar los escarbatos en las cajas. Harry se dio cuenta de que Madame Maxime los observaba por la ventanilla del carruaje.

—¿Qué te ha pasado en las manos, Hermione? —pre­guntó Hagrid, preocupado.

Hermione le contó lo de los anónimos que había recibi­do aquella mañana, y el sobre lleno de pus de bubotu­bérculo.

—¡Bah, no te preocupes! —le dijo Hagrid amablemente, mirándola desde lo alto de su estatura—. Yo también recibí cartas de ésas después de que Rita Skeeter escribió sobre mi madre. «Eres un monstruo y deberían sacrificarte.» «Tu madre mató a gente inocente, y si tú tuvieras un poco de dignidad, te tirarías al lago.»

—¡No! —exclamó Hermione, asustada.

—Sí —dijo Hagrid, levantando las cajas de los escarba­tos y arrimándolas a la pared de la cabaña—. Es gente que está chiflada, Hermione. No abras ninguna más. Échalas al fuego según vengan.

—Te has perdido una clase estupenda —le dijo Harry a Hermione de camino al castillo—. Los escarbatos molan, ¿a que sí, Ron?

Pero Ron miraba ceñudo el chocolate que Hagrid le ha­bía dado. Parecía preocupado por algo.

—¿Qué pasa? —le preguntó Harry—. ¿No está bue­no?

—No es eso —replicó Ron—. ¿Por qué no me dijiste lo del oro?

—¿Qué oro?

—El oro que te di en los Mundiales de quidditch —ex­plicó Ron—. El oro leprechaun que te di en pago de los omniculares. En la tribuna principal. ¿Por qué no me dijiste que había desaparecido?

Harry tuvo que hacer un esfuerzo para entender de qué hablaba Ron.

—Ah... —dijo recordando—. No sé... no me di cuenta de que hubiera desaparecido. Creo que estaba más preocupado por la varita.

Subieron la escalinata de piedra, entraron en el vestíbulo y fueron al Gran Comedor para la comida.

—Tiene que ser estupendo —dijo Ron de repente, cuan­do ya estaban sentados y habían comenzado a servirse ros­bif con budín de Yorkshire— eso de tener tanto dinero que uno no se da cuenta si le desaparece un puñado de galeones.

—¡Mira, esa noche tenía otras cosas en la cabeza! —contestó Harry perdiendo un poco la paciencia—. Y no era el único, ¿recuerdas?

—Yo no sabía que el oro leprechaun se desvanecía —murmuró Ron—. Creí que te estaba pagando. No tendrías que haberme regalado por Navidad el sombrero de los Chudley Cannons.

—Olvídalo, ¿quieres? —le pidió Harry.

Ron ensartó con el tenedor una patata asada y se quedó mirándola. Luego dijo:

—Odio ser pobre.

Harry y Hermione se miraron. Ninguno de los dos sabía qué decir.

—Es un asco —siguió Ron, sin dejar de observar la pa­tata—. No me extraña que Fred y George quieran ganar di­nero. A mí también me gustaría. Quisiera tener un escarbato.

—Bueno, ya sabemos qué regalarte la próxima Navi­dad —dijo Hermione para animarlo. Pero, como continuaba triste, añadió—: Vamos, Ron, podría ser peor. Por lo menos no tienes los dedos llenos de pus. —Hermione estaba te­niendo dificultades para manejar el tenedor y el cuchillo con los dedos tan rígidos e hinchados—. ¡Odio a esa Skeeter! —exclamó—. ¡Me vengaré de esto aunque sea lo último que haga en la vida!

 

· · ·

 

Hermione continuó recibiendo anónimos durante la sema­na siguiente, y, aunque siguió el consejo de Hagrid y dejó de abrirlos, varios de ellos eran vociferadores, así que estallaron en la mesa de Gryffindor y le gritaron insultos que oyeron to­dos los que estaban en el Gran Comedor. Hasta los que no habían leído Corazón de bruja se enteraron de todo lo relativo al supuesto triángulo amoroso Harry-Hermione-Krum. Harry estaba harto de explicar a todo el mundo que Hermione no era su novia.

—Ya pasará —le dijo a Hermione—. Basta con que no hagas caso... La gente terminó por aburrirse de lo que ella escribió sobre mí.

—¡Tengo que enterarme de cómo logra escuchar las conversaciones privadas cuando se supone que tiene prohi­bida la entrada a los terrenos del colegio! —contestó Her­mione irritada.

Hermione se quedó al término de la siguiente clase de Defensa Contra las Artes Oscuras para preguntarle algo al profesor Moody. El resto de la clase estaba deseando mar­charse: Moody les había puesto un examen de desvío de maleficios tan duro que muchos de ellos sufrían pequeñas heridas. Harry padecía un caso agudo de orejas bailonas, y tenía que sujetárselas con las manos mientras salía de clase.

—Bueno, ¡por lo menos está claro que Rita no usó una capa invisible! —dijo Hermione jadeando cinco minutos más tarde, cuando alcanzó a Ron y Harry en el vestíbulo y le apartó a éste una mano de la oreja bailona para que pudiera oírla—. Moody dice que no la vio por ningún lado durante la segunda prueba, ni cerca de la mesa del tribunal ni cerca del lago.

—¿Serviría de algo pedirte que lo olvidaras, Hermione? —le preguntó Ron.

—¡No! —respondió ella testarudamente—. ¡Tengo que saber cómo escuchó mi conversación con Viktor! ¡Y cómo averiguó lo de la madre de Hagrid!

—A lo mejor te ha pinchado —dijo Harry.

—¿Pinchado? —repitió Ron sin entender—. ¿Qué quie­res decir, que le ha clavado alfileres?

Harry explicó lo que eran los micrófonos ocultos y los equipos de grabación. Ron lo escuchaba fascinado, pero Hermione los interrumpió:

—Pero ¿es que no leeréis nunca Historia de Hogwarts?

—¿Para qué? —repuso Ron—. Si tú te la sabes de me­moria... Sólo tenemos que preguntarte.

—Todos esos sustitutos de la magia que usan los mug­gles (electricidad, informática, radar y todas esas cosas) no funcionan en los alrededores de Hogwarts porque hay de­masiada magia en el aire. No, Rita está usando la magia para escuchar a escondidas. Si pudiera averiguar lo que es... ¡Ah, y si es ilegal, la tendré en mis redes!

—¿No tenemos ya bastantes motivos de preocupación, para emprender también una vendetta contra Rita Skeeter? —le preguntó Ron.

—¡No te estoy pidiendo ayuda! —replicó Hermione—. ¡Me basto yo sola!

Subió por la escalinata de mármol sin volver la vista atrás. Harry estaba seguro de que iba a la biblioteca.

—¿Qué te apuestas a que vuelve con una caja de insig­nias de «Odio a Rita Skeeter»? —comentó Ron.

Hermione no les pidió que la ayudaran en su venganza contra Rita Skeeter, algo que ambos le agradecían porque el trabajo se amontonaba en los días previos a la semana de Pascua. Harry se maravillaba de que Hermione fuera capaz de investigar medios mágicos de escucha además de cumplir con todo lo que tenían que hacer para clase. Él trabajaba mu­chísimo sólo para conseguir terminar los deberes, aunque también se ocupaba de enviar a Sirius regularmente paque­tes de comida a la cueva de la montaña. Después del último verano, sabía muy bien lo que era pasar hambre. Le incluía notas diciéndole que no ocurría nada extraordinario y que continuaban esperando la respuesta de Percy.

Hedwig no volvió hasta el final de las vacaciones de Pascua. La carta de Percy iba adjunta a un paquete con huevos de Pascua que enviaba la señora Weasley. Tanto el huevo de Ron como el de Harry parecían de dragón, y es­taban rellenos de caramelo casero. El de Hermione, en cam­bio, era más pequeño que un huevo de gallina. Al verlo se quedó decepcionada.

—¿Tu madre no leerá por un casual Corazón de bruja? —preguntó en voz baja.

—Sí —contestó Ron con la boca llena de caramelo—. Lo compra por las recetas de cocina.

Hermione miró con tristeza su diminuto huevo.

—¿No queréis ver lo que ha escrito Percy? —dijo Harry.

La carta de Percy era breve y estaba escrita con verda­dero mal humor:

 

Como constantemente declaro a El Profeta, el señor Crouch se está tomando un merecido descanso. Envía regularmente lechuzas con instrucciones. No, en rea­lidad no lo he visto, pero creo que puedo estar seguro de conocer la letra de mi superior. Ya tengo bastan­te que hacer en estos días aparte de intentar sofocar esos ridículos rumores. Os ruego que no me volváis a molestar si no es por algo importante. Felices Pas­cuas.

 

Otros años, en primavera, Harry se entrenaba a fondo para el último partido de la temporada. Aquel año, sin embargo, era la tercera prueba del Torneo de los tres magos la que ne­cesitaba prepararse, pero seguía sin saber qué tenía que ha­cer. Finalmente, en la última semana de mayo, al final de una clase de Transformaciones, lo llamó la profesora McGo­nagall.

—Esta noche a las nueve en punto tienes que ir al cam­po de quidditch —le dijo—. El señor Bagman se encontrará allí para hablaros de la tercera prueba.

De forma que aquella noche, a las ocho y media, dejó a Ron y Hermione en la torre de Gryffindor para acudir a la cita. Al cruzar el vestíbulo se encontró con Cedric, que salía de la sala común de Hufflepuff.

—¿Qué crees que será? —le preguntó a Harry, mien­tras bajaba con él la escalinata de piedra y salían a la oscu­ridad de una noche encapotada—. Fleur no para de hablar de túneles subterráneos: cree que tendremos que encontrar un tesoro.

—Eso no estaría mal —dijo Harry, pensando que senci­llamente le pediría a Hagrid un escarbato para que hiciera el trabajo por él.

Bajaron por la oscura explanada hasta el estadio de quidditch, entraron a través de una abertura en las gradas y salieron al terreno de juego.

—¿Qué han hecho? —exclamó Cedric indignado, parán­dose de repente.


Date: 2015-12-11; view: 462


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