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Los Mundiales de quidditch 1 page

 

 

Cogieron todo lo que habían comprado y, siguiendo al señor Weasley, se internaron a toda prisa en el bosque por el ca­mino que marcaban los faroles. Oían los gritos, las risas, los retazos de canciones de los miles de personas que iban con ellos. La atmósfera de febril emoción se contagiaba fácil­mente, y Harry no podía dejar de sonreír. Caminaron por el bosque hablando y bromeando en voz alta unos veinte mi­nutos, hasta que al salir por el otro lado se hallaron a la sombra de un estadio colosal. Aunque Harry sólo podía ver una parte de los inmensos muros dorados que rodeaban el campo de juego, calculaba que dentro podrían haber cabido, sin apretujones, diez catedrales.

—Hay asientos para cien mil personas —explicó el se­ñor Weasley, observando la expresión de sobrecogimiento de Harry—. Quinientos funcionarios han estado trabajando durante todo el año para levantarlo. Cada centímetro del edificio tiene un repelente mágico de muggles. Cada vez que los muggles se acercan hasta aquí, recuerdan de repente que tenían una cita en otro lugar y salen pitando... ¡Dios los bendiga! —añadió en tono cariñoso, encaminándose delan­te de los demás hacia la entrada más cercana, que ya estaba rodeada de un enjambre de bulliciosos magos y brujas.

—¡Asientos de primera! —dijo la bruja del Ministerio apostada ante la puerta, al comprobar sus entradas—. ¡Tri­buna principal! Todo recto escaleras arriba, Arthur, arriba de todo.

Las escaleras del estadio estaban tapizadas con una sun­tuosa alfombra de color púrpura. Subieron con la multitud, que poco a poco iba entrando por las puertas que daban a las tribunas que había a derecha e izquierda. El grupo del señor Weasley siguió subiendo hasta llegar al final de la escalera y se encontró en una pequeña tribuna ubicada en la parte más elevada del estadio, justo a mitad de camino entre los dora­dos postes de gol. Contenía unas veinte butacas de color rojo y dorado, repartidas en dos filas. Harry tomó asiento con los demás en la fila de delante y observó el estadio que tenían a sus pies, cuyo aspecto nunca hubiera imaginado.

Cien mil magos y brujas ocupaban sus asientos en las gradas dispuestas en torno al largo campo oval. Todo estaba envuelto en una misteriosa luz dorada que parecía provenir del mismo estadio. Desde aquella elevada posición, el campo parecía forrado de terciopelo. A cada extremo se levantaban tres aros de gol, a unos quince metros de altura. Justo enfren­te de la tribuna en que se hallaban, casi a la misma altura de sus ojos, había un panel gigante. Unas letras de color dorado iban apareciendo en él, como si las escribiera la mano de un gigante invisible, y luego se borraban. Al fijarse, Harry se dio cuenta de que lo que se leía eran anuncios que enviaban sus destellos a todo el estadio:



 

La Moscarda: una escoba para toda la familia: fuerte, segura y con alarma antirrobo incorpora­da ... Quitamanchas mágico multiusos de la Señora Skower: adiós a las manchas, adiós al esfuerzo ... Harapos finos, moda para magos: Londres, París, Hogsmeade...

 

Harry apartó los ojos de los anuncios y miró por encima del hombro para ver con quiénes compartían la tribuna. Hasta entonces no había llegado nadie, salvo una criatura diminuta que estaba sentada en la antepenúltima butaca de la fila de atrás. La criatura, cuyas piernas eran tan cor­tas que apenas sobresalían del asiento, llevaba puesto a modo de toga un paño de cocina y se tapaba la cara con las manos. Aquellas orejas largas como de murciélago le resul­taron curiosamente familiares...

—¿Dobby? —preguntó Harry, extrañado.

La diminuta figura levantó la cara y separó los dedos, mostrando unos enormes ojos castaños y una nariz que te­nía la misma forma y tamaño que un tomate grande. No era Dobby... pero no cabía duda de que se trataba de un elfo do­méstico, como había sido Dobby, el amigo de Harry, hasta que éste lo liberó de sus dueños, la familia Malfoy.

—¿El señor acaba de llamarme Dobby? —chilló el elfo de forma extraña, por el resquicio de los dedos. Tenía una voz aún más aguda que la de Dobby, apenas un chillido flojo y tembloroso que le hizo suponer a Harry (aunque era difícil asegurarlo tratándose de un elfo doméstico) que era hembra. Ron y Hermione se volvieron en sus asientos para mirar. Aunque Harry les había hablado mucho de Dobby, nunca ha­bían llegado a verlo personalmente. Incluso el señor Weasley se mostró interesado.

—Disculpe —le dijo Harry a la elfina—, la he confundi­do con un conocido.

—¡Yo también conozco a Dobby, señor! —chilló la elfina. Se tapaba la cara como si la luz la cegara, a pesar de que la tribuna principal no estaba excesivamente iluminada—. Me llamo Winky, señor... y usted, señor... —En ese momen­to reconoció la cicatriz de Harry, y los ojos se le abrieron hasta adquirir el tamaño de dos platos pequeños—. ¡Usted es, sin duda, Harry Potter!

—Sí, lo soy —contestó Harry.

—¡Dobby habla todo el tiempo de usted, señor! —dijo ella, bajando las manos un poco pero conservando su expre­sión de miedo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Harry—. ¿Qué tal le sienta la libertad?

—¡Ah, señor! —respondió Winky, moviendo la cabeza de un lado a otro—, no quisiera faltarle al respeto, señor, pero no estoy segura de que le hiciera un favor a Dobby al li­berarlo, señor.

—¿Por qué? —se extrañó Harry—. ¿Qué le pasa?

—La libertad se le ha subido a la cabeza, señor —dijo Winky con tristeza—. Tiene raras ideas sobre su condición, señor. No encuentra dónde colocarse, señor.

—¿Por qué no? —inquirió Harry.

Winky bajó el tono de su voz media octava para susu­rrar:

—Pretende que le paguen por trabajar, señor.

—¿Que le paguen? —repitió Harry, sin entender—. Bueno... ¿por qué no tendrían que pagarle?

La idea pareció espeluznar a Winky, que cerró los dedos un poco para volver a ocultar parcialmente el rostro.

—¡A los elfos domésticos no se nos paga, señor! —expli­có en un chillido amortiguado—. No, no, no. Le he dicho a Dobby, se lo he dicho, ve a buscar una buena familia y asién­tate, Dobby. Se está volviendo un juerguista, señor, y eso es muy indecoroso en un elfo doméstico. Si sigues así, Dobby, le digo, lo próximo que oiré de ti es que te han llevado ante el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Má­gicas, como a un vulgar duende.

—Bueno, ya era hora de que se divirtiera un poco —opi­nó Harry.

—La diversión no es para los elfos domésticos, Harry Potter —repuso Winky con firmeza desde detrás de las ma­nos que le ocultaban el rostro—. Los elfos domésticos obede­cen. No soporto las alturas, Harry Potter... —Miró hacia el borde de la tribuna y tragó saliva—. Pero mi amo me manda venir a la tribuna principal, y vengo, señor.

—¿Por qué te manda venir tu amo si sabe que no sopor­tas las alturas? —preguntó Harry, frunciendo el entrecejo.

—Mi amo... mi amo quiere que le guarde una butaca, Harry Potter, porque está muy ocupado —dijo Winky, incli­nando la cabeza hacia la butaca vacía que tenía a su lado—. Winky está deseando volver a la tienda de su amo, Harry Potter, pero Winky hace lo que le mandan, porque Winky es una buena elfina doméstica.

Aterrorizada, echó otro vistazo al borde de la tribuna, y volvió a taparse los ojos completamente. Harry se volvió a los otros.

—¿Así que eso es un elfo doméstico? —murmuró Ron—. Son extraños, ¿verdad?

—Dobby era aún más extraño —aseguró Harry.

Ron sacó los omniculares y comenzó a probarlos, miran­do con ellos a la multitud que había abajo, al otro lado del estadio.

—¡Sensacional! —exclamó, girando el botón de retro­ceso que tenía a un lado—. Puedo hacer que aquel viejo se vuelva a meter el dedo en la nariz una vez... y otra... y otra...

Hermione, mientras tanto, leía con interés su progra­ma forrado de terciopelo y adornado con borlas.

—Antes de que empiece el partido habrá una exhibición de las mascotas de los equipos —leyó en voz alta.

—Eso siempre es digno de ver —dijo el señor Weas­ley—. Las selecciones nacionales traen criaturas de su tie­rra para que hagan una pequeña exhibición.

Durante la siguiente media hora se fue llenando lenta­mente la tribuna. El señor Weasley no paró de estrechar la mano a personas que obviamente eran magos importantes. Percy se levantaba de un salto tan a menudo que parecía que tuviera un erizo en el asiento. Cuando llegó Cornelius Fudge, el mismísimo ministro de Magia, la reverencia de Percy fue tan exagerada que se le cayeron las gafas y se le rompieron. Muy embarazado, las reparó con un golpe de la varita y a partir de ese momento se quedó en el asiento, echando miradas de envidia a Harry, a quien Cornelius Fudge saludó como si se tratara de un viejo amigo. Ya se co­nocían, y Fudge le estrechó la mano con ademán paternal, le preguntó cómo estaba y le presentó a los magos que lo acompañaban.

—Ya sabe, Harry Potter —le dijo muy alto al ministro de Bulgaria, que llevaba una espléndida túnica de terciope­lo negro con adornos de oro y parecía que no entendía una palabra de inglés—. ¡Harry Potter...! Seguro que lo conoce: el niño que sobrevivió a Quien-usted-sabe... Tiene que sa­ber quién es...

El búlgaro vio de pronto la cicatriz de Harry y, señalán­dola, se puso a decir en voz alta y visiblemente emocionado cosas que nadie entendía.

—Sabía que al final lo conseguiríamos —le dijo Fudge a Harry cansinamente—. No soy muy bueno en idiomas; para estas cosas tengo que echar mano de Barty Crouch. Ah, ya veo que su elfina doméstica le está guardando el asiento. Ha hecho bien, porque estos búlgaros quieren quedarse los mejores sitios para ellos solos... ¡Ah, ahí está Lucius!

Harry, Ron y Hermione se volvieron rápidamente. Los que se encaminaban hacia tres asientos aún vacíos de la se­gunda fila, justo detrás del padre de Ron, no eran otros que los antiguos amos de Dobby: Lucius Malfoy, su hijo Draco y una mujer que Harry supuso que sería la madre de Draco.

Harry y Draco Malfoy habían sido enemigos desde su primer día en Hogwarts. De piel pálida, cara afilada y pelo rubio platino, Draco se parecía mucho a su padre. También su madre era rubia, alta y delgada, y habría parecido guapa si no hubiera sido por el gesto de asco de su cara, que daba la impresión de que, justo debajo de la nariz, tenía algo que olía a demonios.

—¡Ah, Fudge! —dijo el señor Malfoy, tendiendo la mano al llegar ante el ministro de Magia—. ¿Cómo estás? Me parece que no conoces a mi mujer, Narcisa, ni a nuestro hijo, Draco.

—¿Cómo está usted?, ¿cómo estás? —saludó Fudge, sonriendo e inclinándose ante la señora Malfoy—. Permí­tanme presentarles al señor Oblansk... Obalonsk... al se­ñor... Bueno, es el ministro búlgaro de Magia, y, como no entiende ni jota de lo que digo, da lo mismo. Veamos quién más... Supongo que conoces a Arthur Weasley.

Fue un momento muy tenso. El señor Weasley y el se­ñor Malfoy se miraron el uno al otro, y Harry recordó clara­mente la última ocasión en que se habían visto: había sido en la librería Flourish y Blotts, y se habían peleado. Los fríos ojos del señor Malfoy recorrieron al señor Weasley y luego la fila en que estaba sentado.

—Por Dios, Arthur —dijo con suavidad—, ¿qué has te­nido que vender para comprar entradas en la tribuna prin­cipal? Me imagino que no te ha llegado sólo con la casa.

Fudge, que no escuchaba, dijo:

—Lucius acaba de aportar una generosa contribución para el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, Arthur. Ha venido aquí como invitado mío.

—¡Ah... qué bien! —dijo el señor Weasley, con una son­risa muy tensa.

El señor Malfoy observó a Hermione, que se puso algo colorada pero le devolvió la mirada con determinación. Harry comprendió qué era lo que provocaba aquella mueca de desprecio en los labios del señor Malfoy: los Malfoy se enorgullecían de ser de sangre limpia; lo que quería decir que consideraban de segunda clase a cualquiera que proce­diera de familia muggle, como Hermione. Sin embargo, el señor Malfoy no se atrevió a decir nada delante del ministro de Magia. Con la cabeza hizo un gesto desdeñoso al señor Weasley, y continuó caminando hasta llegar a sus asientos. También Draco lanzó a Harry, Ron y Hermione una mirada de desprecio, y luego se sentó entre sus padres.

—Asquerosos —murmuró Ron cuando él, Harry y Her­mione se volvieron de nuevo hacia el campo de juego.

Un segundo más tarde, Ludo Bagman llegaba a la tri­buna principal como si fuera un indio lanzándose al ataque de un fuerte.

—¿Todos listos? —preguntó. Su redonda cara relucía de emoción como un queso de bola grande—. Señor ministro, ¿qué le parece si empezamos?

—Cuando tú quieras, Ludo —respondió Fudge compla­cido.

Ludo sacó la varita, se apuntó con ella a la garganta y dijo:

¡Sonorus! —Su voz se alzó por encima del estruendo de la multitud que abarrotaba ya el estadio y retumbó en cada rincón de las tribunas—. Damas y caballeros... ¡bien­venidos! ¡Bienvenidos a la cuadringentésima vigésima se­gunda edición de la Copa del Mundo de quidditch!

Los espectadores gritaron y aplaudieron. Ondearon mi­les de banderas, y los discordantes himnos de sus naciones se sumaron al jaleo de la multitud. El enorme panel que te­nían enfrente borró su último anuncio (Grageas multisabo­res de Bertie Bott: ¡un peligro en cada bocado!) y mostró a continuación: BULGARIA: 0; IRLANDA: 0.

—Y ahora, sin más dilación, permítanme que les pre­sente a... ¡las mascotas del equipo de Bulgaria!

Las tribunas del lado derecho, que eran un sólido blo­que de color escarlata, bramaron su aprobación.

—Me pregunto qué habrán traído —dijo el señor Weas­ley, inclinándose en el asiento hacia delante—. ¡Aaah! —De pronto se quitó las gafas y se las limpió a toda prisa en la tela de la túnica—. ¡Son veelas!

—¿Qué son vee...?

Pero un centenar de veelas acababan de salir al campo de juego, y la pregunta de Harry quedó respondida. Las vee­las eran mujeres, las mujeres más hermosas que Harry hu­biera visto nunca... pero no eran (no podían ser) humanas. Esto lo desconcertó por un momento, mientras trataba de averiguar qué eran realmente: qué podía hacer brillar su piel de aquel modo, con un resplandor plateado; o qué era lo que hacía que, sin que hubiera viento, el pelo dorado se les abriera en abanico detrás de la cabeza. Pero en aquel mo­mento comenzó la música, y Harry dejó de preguntarse so­bre su carácter humano. De hecho, no se hizo ninguna pregunta en absoluto.

Las veelas se pusieron a bailar, y la mente de Harry se quedó totalmente en blanco, sólo ocupada por una suerte de dicha. En ese momento, lo único que en el mundo merecía la pena era seguir viendo a las veelas; porque, si ellas dejaban de bailar, ocurrirían cosas terribles...

A medida que las veelas aumentaban la velocidad de su danza, unos pensamientos desenfrenados, aún indefinidos, se iban apoderando de la aturdida mente de Harry. Quería hacer algo muy impresionante, y tenía que ser en aquel mismo instante. Saltar desde la tribuna al estadio parecía una buena idea... pero ¿sería suficiente?

—Harry, ¿qué haces? —le llegó la voz de Hermione des­de muy lejos.

Cesó la música. Harry cerró los ojos y volvió a abrirlos. Se había levantado del asiento, y tenía un pie sobre la pared de la tribuna principal. A su lado, Ron permanecía inmóvil, en la postura que habría adoptado si hubiera pretendido saltar desde un trampolín.

El estadio se sumió en gritos de protesta. La multitud no quería que las veelas se fueran, y lo mismo le pasaba a Harry. Por supuesto, apoyaría a Bulgaria, y apenas acerta­ba a comprender qué hacía en su pecho aquel trébol grande y verde. Ron, mientras tanto, hacía trizas, sin darse cuenta, los tréboles de su sombrero. El señor Weasley, sonriendo, se inclinó hacia él para quitárselo de las manos.

—Lamentarás haberlos roto en cuanto veas a las mas­cotas de Irlanda —le dijo.

—¿Eh? —musitó Ron, mirando con la boca abierta a las veelas, que acababan de alinearse a un lado del terreno de juego.

Hermione chasqueó fuerte la lengua y tiró de Harry para que se volviera a sentar.

—¡Lo que hay que ver! —exclamó.

—Y ahora —bramó la voz de Ludo Bagman— tengan la bondad de alzar sus varitas para recibir a... ¡las mascotas del equipo nacional de Irlanda!

En aquel momento, lo que parecía ser un cometa de co­lor oro y verde entró en el estadio como disparado, dio una vuelta al terreno de juego y se dividió en dos cometas más pequeños que se dirigieron a toda velocidad hacia los postes de gol. Repentinamente se formó un arco iris que se exten­dió de un lado a otro del campo de juego, conectando las dos bolas de luz. La multitud exclamaba «¡oooooooh!» y luego «¡aaaaaaah!», como si estuviera contemplando un castillo de fuegos de artificio. A continuación se desvaneció el arco iris, y las dos bolas de luz volvieron a juntarse y se abrieron: formaron un trébol enorme y reluciente que se levantó en el aire y empezó a elevarse sobre las tribunas. De él caía algo que parecía una lluvia de oro.

—¡Maravilloso! —exclamó Ron cuando el trébol se ele­vó sobre el estadio dejando caer pesadas monedas de oro que rebotaban al dar en los asientos y en las cabezas de la multitud. Entornando los ojos para ver mejor el trébol, Harry apreció que estaba compuesto de miles de hombreci­tos diminutos con barba y chalecos rojos, cada uno de los cuales llevaba una diminuta lámpara de color oro o verde.

—¡Son leprechauns! —explicó el señor Weasley, alzan­do la voz por encima del tumultuoso aplauso de los espec­tadores, muchos de los cuales estaban todavía buscando monedas de oro debajo de los asientos.

—¡Aquí tienes! —dijo Ron muy contento, poniéndole a Harry un montón de monedas de oro en la mano—. ¡Por los omniculares! ¡Ahora me tendrás que comprar un regalo de Navidad, je, je!

El enorme trébol se disolvió, los leprechauns se fueron hacia el lado opuesto al que ocupaban las veelas, y se senta­ron con las piernas cruzadas para contemplar el partido.

—Y ahora, damas y caballeros, ¡demos una calurosa bienvenida a la selección nacional de quidditch de Bulgaria! Con ustedes... ¡Dimitrov!

Una figura vestida de escarlata entró tan rápido mon­tada sobre el palo de su escoba que sólo se pudo distinguir un borrón en el aire. La afición del equipo de Bulgaria aplaudió como loca.

—¡Ivanova!

Una nueva figura hizo su aparición zumbando en el aire, igualmente vestida con una túnica de color escarlata.

—¡Zograf!, ¡Levski!, ¡Vulchanov!, ¡Volkov! yyyyyyyyy... ¡Krum!

—¡Es él, es él! —gritó Ron, siguiendo a Krum con los omniculares. Harry se apresuró a enfocar los suyos.

Viktor Krum era delgado, moreno y de piel cetrina, con una nariz grande y curva y cejas negras y muy pobladas. Se­mejaba una enorme ave de presa. Costaba creer que sólo tu­viera dieciocho años.

—Y recibamos ahora con un cordial saludo ¡a la selección nacional de quidditch de Irlanda! —bramó Bag­man—. Les presento a... ¡Connolly!, ¡Ryan!, ¡Troy!, ¡Mullet!, ¡Moran!, ¡Quigley! yyyyyyyyy... ¡Lynch!

Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego. Harry dio vueltas a una ruedecilla late­ral de los omniculares para ralentizar el movimiento de los jugadores hasta conseguir ver la inscripción «Saeta de Fue­go» en cada una de las escobas y los nombres de los jugadores bordados en plata en la parte de atrás de las túnicas.

—Y ya por fin, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!

Entonces, caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con una túnica dorada que hacía jue­go con el estadio. Era delgado, pequeño y totalmente calvo salvo por el bigote, que no tenía nada que envidiar al de tío Vernon. Debajo de aquel bigote sobresalía un silbato de pla­ta; bajo un brazo llevaba una caja de madera, y bajo el otro, su escoba voladora. Harry volvió a poner en velocidad nor­mal sus omniculares y observó atentamente a Mustafá mientras éste montaba en la escoba y abría la caja con un golpe de la pierna: cuatro bolas quedaron libres en ese momento: la quaffle, de color escarlata; las dos bludgers ne­gras, y (Harry la vio sólo durante una fracción de segundo, porque inmediatamente desapareció de la vista) la alada, dorada y minúscula snitch. Soplando el silbato, Mustafá emprendió el vuelo detrás de las bolas.

—¡Comieeeeeeeeenza el partido! —gritó Bagman—. To­dos despegan en sus escobas y ¡Mullet tiene la quaffle! ¡Troy! ¡Moran! ¡Dimitrov! ¡Mullet de nuevo! ¡Troy! ¡Levski! ¡Moran!

Aquello era quidditch como Harry no había visto nun­ca. Se apretaba tanto los omniculares contra los cristales de las gafas que se hacía daño con el puente. La velocidad de los jugadores era increíble: los cazadores se arrojaban la quaffle unos a otros tan rápidamente que Bagman apenas tenía tiempo de decir los nombres. Harry volvió a poner la ruedecilla en posición de «lento», apretó el botón de «jugada a jugada» que había en la parte de arriba y empezó a ver el juego a cámara lenta, mientras los letreros de color púrpura brillaban a través de las lentes y el griterío de la multitud le golpeaba los tímpanos.

Formación de ataque «cabeza de halcón», leyó en el ins­tante en que los tres cazadores del equipo irlandés se junta­ron, con Troy en el centro y ligeramente por delante de Mullet y Moran, para caer en picado sobre los búlgaros. Finta de Porskov, indicó el letrero a continuación, cuando Troy hizo como que se lanzaba hacia arriba con la quaffle, apar­tando a la cazadora búlgara Ivanova y entregándole la quaffle a Moran. Uno de los golpeadores búlgaros, Volkov, pegó con su pequeño bate y con todas sus fuerzas a una bludger que pasaba cerca, lanzándola hacia Moran. Moran se apartó para evitar la bludger, y la quaffle se le cayó. Levski, elevándose desde abajo, la atrapó.

—¡TROY MARCA! —bramó Bagman, y el estadio entero vibró entre vítores y aplausos—. ¡Diez a cero a favor de Irlanda!

—¿Qué? —gritó Harry, mirando a un lado y a otro como loco a través de los omniculares—. ¡Pero si Levski acaba de coger la quaffle!

—¡Harry, si no ves el partido a velocidad normal, te vas a perder un montón de jugadas! —le gritó Hermione, que botaba en su asiento moviendo los brazos en el aire mien­tras Troy daba una vuelta de honor al campo de juego.

Harry miró por encima de los omniculares, y vio que los leprechauns, que observaban el partido desde las líneas de banda, habían vuelto a elevarse y a formar el bri­llante y enorme trébol. Desde el otro lado del campo, las veelas los miraban mal encaradas.

Enfadado consigo mismo, Harry volvió a poner la rue­decilla en velocidad normal antes de que el juego se reanu­dara.

Harry sabía lo suficiente de quidditch para darse cuen­ta de que los cazadores de Irlanda eran soberbios. Forma­ban un equipo perfectamente coordinado, y, por las posiciones que ocupaban, parecía como si cada uno pudiera leer la mente de los otros. La escarapela que llevaba Harry en el pecho no dejaba de gritar sus nombres: «¡Troy... Mu­llet... Moran!» Al cabo de diez minutos, Irlanda había mar­cado otras dos veces, hasta alcanzar el treinta a cero, lo que había provocado mareas de vítores atronadores entre su afición, vestida de verde.

El juego se tomó aún más rápido pero también más brutal. Volkov y Vulchanov, los golpeadores búlgaros, apo­rreaban las bludgers con todas sus fuerzas para pegar con ellas a los cazadores del equipo de Irlanda, y les impedían hacer uso de algunos de sus mejores movimientos: dos veces se vieron forzados a dispersarse y luego, por fin, Ivanova lo­gró romper su defensa, esquivar al guardián, Ryan, y mar­car el primer tanto del equipo de Bulgaria.

—¡Meteos los dedos en las orejas! —les gritó el señor Weasley cuando las veelas empezaron a bailar para cele­brarlo.

Harry además cerró los ojos: no quería que su mente se evadiera del juego. Tras unos segundos, se atrevió a echar una mirada al terreno de juego: las veelas ya habían dejado de bailar, y Bulgaria volvía a estar en posesión de la quaffle.

—¡Dimitrov! ¡Levski! ¡Dimitrov! Ivanova... ¡ ¡eh!! —bra­mó Bagman.

Cien mil magos y brujas ahogaron un grito cuando los dos buscadores, Krum y Lynch, cayeron en picado por en medio de los cazadores, tan veloces como si se hubieran tirado de un avión sin paracaídas. Harry siguió su descenso con los omniculares, entrecerrando los ojos para tratar de ver dónde estaba la snitch...

—¡Se van a estrellar! —gritó Hermione a su lado.

Y así parecía... hasta que en el último segundo Viktor Krum frenó su descenso y se elevó con un movimiento de es­piral. Lynch, sin embargo, chocó contra el suelo con un gol­pe sordo que se oyó en todo el estadio. Un gemido brotó de la afición irlandesa.

—¡Tonto! —se lamentó el señor Weasley—. ¡Krum lo ha engañado!

—¡Tiempo muerto! —gritó la voz de Bagman—. ¡Exper­tos medimagos tienen que salir al campo para examinar a Aidan Lynch!

—Estará bien, ¡sólo ha sido un castañazo! —le dijo Charlie en tono tranquilizador a Ginny, que se asomaba por encima de la pared de la tribuna principal, horrorizada—. Que es lo que andaba buscando Krum, claro...


Date: 2015-12-11; view: 633


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