Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Sortilegios Weasley

 

 

Harry dio vueltas cada vez más rápido con los codos pegados al cuerpo. Borrosas chimeneas pasaban ante él a la veloci­dad del rayo, hasta que se sintió mareado y cerró los ojos. Cuando por fin le pareció que su velocidad aminoraba, estiró los brazos, a tiempo para evitar darse de bruces contra el suelo de la cocina de los Weasley al salir de la chimenea.

—¿Se lo comió? —preguntó Fred ansioso mientras le tendía a Harry la mano para ayudarlo a levantarse.

—Sí —respondió Harry poniéndose en pie—. ¿Qué era?

—Caramelo longuilinguo —explicó Fred, muy conten­to—. Los hemos inventado George y yo, y nos hemos pasado el verano buscando a alguien en quien probarlos...

Todos prorrumpieron en carcajadas en la pequeña coci­na; Harry miró a su alrededor, y vio que Ron y George esta­ban sentados a una mesa de madera desgastada de tanto restregarla, con dos pelirrojos a los que Harry no había vis­to nunca, aunque no tardó en suponer quiénes serían: Bill y Charlie, los dos hermanos mayores Weasley.

—¿Qué tal te va, Harry? —preguntó el más cercano a él, dirigiéndole una amplia sonrisa y tendiéndole una mano grande que Harry estrechó. Estaba llena de callos y ampo­llas. Aquél tenía que ser Charlie, que trabajaba en Rumania con dragones. Su constitución era igual a la de los gemelos, y diferente de la de Percy y Ron, que eran más altos y delga­dos. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida por el clima de Rumania y tan llena de pecas que parecía bronceada; los brazos eran musculosos, y en uno de ellos se veía una quemadura grande y brillante.

Bill se levantó sonriendo y también le estrechó la mano a Harry, quien se sorprendió. Sabía que Bill trabajaba para Gringotts, el banco del mundo mágico, y que había sido Pre­mio Anual de Hogwarts, y siempre se lo había imaginado como una versión crecida de Percy: quisquilloso en cuanto al incumplimiento de las normas e inclinado a mandar a todo el mundo. Sin embargo, Bill era (no había otra palabra para definirlo) guay: era alto, tenía el pelo largo y recogido en una coleta, llevaba un colmillo de pendiente e iba vestido de manera apropiada para un concierto de rock, salvo por las botas (que, según reconoció Harry, no eran de cuero sino de piel de dragón).

Antes de que ninguno de ellos pudiera añadir nada, se oyó un pequeño estallido y el señor Weasley apareció de pronto al lado de George. Harry no lo había visto nunca tan enfadado.

—¡No ha tenido ninguna gracia, Fred! ¿Qué demonios le diste a ese niño muggle?

—No le di nada —respondió Fred, con otra sonrisa ma­ligna—. Sólo lo dejé caer... Ha sido culpa suya: lo cogió y se lo comió. Yo no le dije que lo hiciera.



—¡Lo dejaste caer a propósito! —vociferó el señor Weas­ley—. Sabías que se lo comería porque estaba a dieta...

—¿Cuánto le creció la lengua? —preguntó George, con mucho interés.

—Cuando sus padres me permitieron acortársela había alcanzado más de un metro de largo.

Harry y los Weasley prorrumpieron de nuevo en una so­nora carcajada.

—¡No tiene gracia! —gritó el señor Weasley—. ¡Ese tipo de comportamiento enturbia muy seriamente las relaciones entre magos y muggles! Me paso la mitad de la vida luchan­do contra los malos tratos a los muggles, y resulta que mis propios hijos...

—¡No se lo dimos porque fuera muggle! —respondió Fred, indignado.

—No. Se lo dimos porque es un asqueroso bravucón —explicó George—. ¿No es verdad, Harry?

—Sí, lo es —contestó Harry seriamente.

—¡Ésa no es la cuestión! —repuso enfadado el señor Weasley—. Ya veréis cuando se lo diga a vuestra madre.

—¿Cuando me digas qué? —preguntó una voz tras ellos.

La señora Weasley acababa de entrar en la cocina. Era bajita, rechoncha y tenía una cara generalmente muy ama­ble, aunque en aquellos momentos la sospecha le hacía entornar los ojos.

—¡Ah, hola, Harry! —dijo sonriéndole al advertir que estaba allí. Luego volvió bruscamente la mirada a su man­do—. ¿Qué es lo que tienes que decirme?

El señor Weasley dudó. Harry se dio cuenta de que, a pesar de estar tan enfadado con Fred y George, no había te­nido verdadera intención de contarle a la señora Weasley lo ocurrido. Se hizo un silencio mientras el señor Weasley observaba nervioso a su mujer. Entonces aparecieron dos chicas en la puerta de la cocina, detrás de la señora Weas­ley: una, de pelo castaño y espeso e incisivos bastante gran­des, era Hermione Granger, la amiga de Harry y Ron; la otra, menuda y pelirroja, era Ginny, la hermana pequeña de Ron. Las dos sonrieron a Harry, y él les sonrió a su vez, lo que provocó que Ginny se sonrojara: Harry le había gustado desde su primera visita a La Madriguera.

—¿Qué tienes que decirme, Arthur? —repitió la señora Weasley en un tono de voz que daba miedo.

—Nada, Molly —farfulló el señor Weasley—. Fred y George sólo... He tenido unas palabras con ellos...

—¿Qué han hecho esta vez? —preguntó la señora Weasley—. Si tiene que ver con los «Sortilegios Weas­ley»...

—¿Por qué no le enseñas a Harry dónde va a dormir, Ron? —propuso Hermione desde la puerta.

—Ya lo sabe —respondió Ron—. En mi habitación. Durmió allí la última...

—Podemos ir todos —dijo Hermione, con una significa­tiva mirada.

—¡Ah! —exclamó Ron, cayendo en la cuenta—. De acuerdo.

—Sí, nosotros también vamos —dijo George.

—¡Vosotros os quedáis donde estáis! —gruñó la señora Weasley.

Harry y Ron salieron despacio de la cocina y, acompa­ñados por Hermione y Ginny, emprendieron el camino por el estrecho pasillo y subieron por la desvencijada escalera que zigzagueaba hacia los pisos superiores.

—¿Qué es eso de los «Sortilegios Weasley»? —preguntó Harry mientras subían.

Ron y Ginny se rieron, pero Hermione no.

—Mi madre ha encontrado un montón de cupones de pedido cuando limpiaba la habitación de Fred y George —explicó Ron en voz baja—. Largas listas de precios de co­sas que ellos han inventado. Artículos de broma, ya sabes: varitas falsas y caramelos con truco, montones de cosas. Es estupendo: nunca me imaginé que hubieran estado inven­tando todo eso...

—Hace mucho tiempo que escuchamos explosiones en su habitación, pero nunca supusimos que estuvieran fabri­cando algo —dijo Ginny—. Creíamos que simplemente les gustaba el ruido.

—Lo que pasa es que la mayor parte de los inventos... bueno, todos, en realidad... son algo peligrosos y, ¿sabes?, pensaban venderlos en Hogwarts para sacar dinero. Mi ma­dre se ha puesto furiosa con ellos. Les ha prohibido seguir fabricando nada y ha quemado todos los cupones de pedi­do... Además está enfadada con ellos porque no han conse­guido tan buenas notas como esperaba...

—Y también ha habido broncas porque mi madre quie­re que entren en el Ministerio de Magia como nuestro pa­dre, y ellos le han dicho que lo único que quieren es abrir una tienda de artículos de broma —añadió Ginny.

Entonces se abrió una puerta en el segundo rellano y asomó por ella una cara con gafas de montura de hueso y ex­presión de enfado.

—Hola, Percy —saludó Harry.

—Ah, hola, Harry —contestó Percy—. Me preguntaba quién estaría armando tanto jaleo. Intento trabajar, ¿sa­béis? Tengo que terminar un informe para la oficina, y re­sulta muy difícil concentrarse cuando la gente no para de subir y bajar la escalera haciendo tanto ruido.

—No hacemos tanto ruido —replicó Ron, enfadado—. Estamos subiendo con paso normal. Lamentamos haber en­torpecido los asuntos reservados del Ministerio.

—¿En qué estás trabajando? —quiso saber Harry.

—Es un informe para el Departamento de Cooperación Mágica Internacional —respondió Percy con aires de sufi­ciencia—. Estamos intentando estandarizar el grosor de los calderos. Algunos de los calderos importados son algo del­gados, y el goteo se ha incrementado en una proporción cer­cana al tres por ciento anual...

—Eso cambiará el mundo —intervino Ron—. Ese infor­me será un bombazo. Ya me lo imagino en la primera pági­na de El Profeta: «Calderos con agujeros.»

Percy se sonrojó ligeramente.

—Puede que te parezca una tontería, Ron —repuso aca­loradamente—, pero si no se aprueba una ley internacional bien podríamos encontrar el mercado inundado de produc­tos endebles y de culo demasiado delgado que pondrían se­riamente en peligro...

—Sí, sí, de acuerdo —interrumpió Ron, y siguió subiendo.

Percy cerró la puerta de su habitación dando un porta­zo. Mientras Harry, Hermione y Ginny seguían a Ron otros tres tramos, les llegaban ecos de gritos procedentes de la co­cina. El señor Weasley debía de haberle contado a su mujer lo de los caramelos.

La habitación donde dormía Ron en la buhardilla de la casa estaba casi igual que el verano anterior: los mismos pósters del equipo de quidditch favorito de Ron, los Chudley Cannons, que daban vueltas y saludaban con la mano desde las paredes y el techo inclinado; y en la pecera del alféizar de la ventana, que antes contenía huevas de rana, había una rana enorme. Ya no estaba Scabbers, la vieja rata de Ron, pero su lugar lo ocupaba la pequeña lechuza gris que había llevado la carta de Ron a Privet Drive para entregársela a Harry. Daba saltos en una jaulita y gorjeaba como loca.

—¡Cállate, Pig! —le dijo Ron, abriéndose paso entre dos de las cuatro camas que apenas cabían en la habitación—. Fred y George duermen con nosotros porque Bill y Charlie ocupan su cuarto —le explicó a Harry—. Percy se queda la habitación toda para él porque tiene que trabajar.

—¿Por qué llamas Pig a la lechuza? —le preguntó —Harry a Ron.

—Porque es tonto —dijo Ginny—. Su verdadero nom­bre es Pigwidgeon.

—Sí, y ése no es un nombre tonto —contestó sarcástica­mente Ron—. Ginny lo bautizó. Le parece un nombre adora­ble. Yo intenté cambiarlo, pero era demasiado tarde: ya no responde a ningún otro. Así que ahora se ha quedado con Pig. Tengo que tenerlo aquí porque no gusta a Errol ni a Hermes. En realidad, a mí también me molesta.

Pigwidgeon revoloteaba veloz y alegremente por la jau­la, gorjeando de forma estridente. Harry conocía demasiado a Ron para tomar en serio sus palabras: siempre se había quejado de su vieja rata Scabbers, pero cuando creyó que Crookshanks, el gato de Hermione, se la había comido, se disgustó muchísimo.

—¿Dónde está Crookshanks? —preguntó Harry a Her­mione.

—Fuera, en el jardín, supongo. Le gusta perseguir a los gnomos; nunca los había visto.

—Entonces, ¿Percy está contento con el trabajo? —in­quirió Harry, sentándose en una de las camas y observando a los Chudley Cannons, que entraban y salían como balas de los pósters colgados en el techo.

—¿Contento? —dijo Ron con desagrado—. Creo que no habría vuelto a casa si mi padre no lo hubiera obligado. Está obsesionado. Pero no le menciones a su jefe. «Según el señor Crouch... Como le iba diciendo al señor Crouch... El señor Crouch opina... El señor Crouch me ha dicho...» Un día de éstos anunciarán su compromiso matrimonial.

—¿Has pasado un buen verano, Harry? —quiso saber Hermione—. ¿Recibiste nuestros paquetes de comida y todo lo demás?

—Sí, muchas gracias —contestó Harry—. Esos pasteles me salvaron la vida.

—¿Y has tenido noticias de...? —comenzó Ron, pero se calló en respuesta a la mirada de Hermione.

Harry se dio cuenta de que Ron quería preguntarle por Sirius. Ron y Hermione se habían involucrado tanto en la fuga de Sirius que estaban casi tan preocupados por él como Harry. Sin embargo, no era prudente hablar de él delante de Ginny. A excepción de ellos y del profesor Dumbledore, nadie sabía cómo había escapado Sirius ni creía en su ino­cencia.

—Creo que han dejado de discutir —dijo Hermione para disimular aquel instante de apuro, porque Ginny mi­raba con curiosidad tan pronto a Ron como a Harry—. ¿Qué tal si bajamos y ayudamos a vuestra madre con la cena?

—De acuerdo —aceptó Ron.

Los cuatro salieron de la habitación de Ron, bajaron la escalera y encontraron a la señora Weasley sola en la coci­na, con aspecto de enfado.

—Vamos a comer en el jardín —les dijo en cuanto en­traron—. Aquí no cabemos once personas. ¿Podríais sacar los platos, chicas? Bill y Charlie están colocando las mesas. Vosotros dos, llevad los cubiertos —les dijo a Ron y a Harry. Con más fuerza de la debida, apuntó con la varita a un mon­tón de patatas que había en el fregadero, y éstas salieron de sus mondas tan velozmente que fueron a dar en las paredes y el techo—. ¡Dios mío! —exclamó, apuntando con la varita al recogedor, que saltó de su lugar y empezó a moverse por el suelo recogiendo las patatas—. ¡Esos dos! —estalló de pron­to, mientras sacaba cazuelas del armario. Harry compren­dió que se refería a Fred y a George—. No sé qué va a ser de ellos, de verdad que no lo sé. No tienen ninguna ambición, a menos que se considere ambición dar tantos problemas como pueden.

Depositó ruidosamente en la mesa de la cocina una ca­zuela grande de cobre y comenzó a dar vueltas a la varita dentro de la cazuela. De la punta salía una salsa cremosa conforme iba removiendo.

—No es que no tengan cerebro —prosiguió irritada, mientras llevaba la cazuela a la cocina y encendía el fuego con otro toque de la varita—, pero lo desperdician, y si no cambian pronto, se van a ver metidos en problemas de verdad. He recibido más lechuzas de Hogwarts por causa de ellos que de todos los demás juntos. Si continúan así terminarán en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia.

La señora Weasley tocó con la varita el cajón de los cu­biertos, que se abrió de golpe. Harry y Ron se quitaron de en medio de un salto cuando algunos de los cuchillos salieron del cajón, atravesaron volando la cocina y se pusieron a cor­tar las patatas que el recogedor acababa de devolver al fre­gadero.

—No sé en qué nos equivocamos con ellos —dijo la seño­ra Weasley posando la varita y sacando más cazuelas—. Llevamos años así, una cosa detrás de otra, y no hay mane­ra de que entiendan... ¡OH, NO, OTRA VEZ!

Al coger la varita de la mesa, ésta lanzó un fuerte chilli­do y se convirtió en un ratón de goma gigante.

—¡Otra de sus varitas falsas! —gritó—. ¿Cuántas veces les he dicho a esos dos que no las dejen por ahí?

Cogió su varita auténtica, y al darse la vuelta descubrió que la salsa humeaba en el fuego.

—Vamos —le dijo Ron a Harry apresuradamente, co­giendo un puñado de cubiertos del cajón—. Vamos a echar­les una mano a Bill y a Charlie.

Dejaron sola a la señora Weasley y salieron al patio por la puerta de atrás.

Apenas habían dado unos pasos cuando Crookshanks, el gato color canela y patizambo de Hermione, salió del jardín a toda velocidad con su cola de cepillo enhiesta y persiguien­do lo que parecía una patata con piernas llenas de barro. Harry recordó que aquello era un gnomo. Con su palmo de altura, golpeaba en el suelo con los pies como los palillos en un tambor mientras corría a través del patio, y se zambulló de cabeza en una de las botas de goma que había junto a la puerta. Harry oyó al gnomo riéndose a mandíbula batiente mientras Crookshanks metía la pata en la bota intentando atraparlo. Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casa lle­gó un ruido como de choque. Comprendieron qué era lo que había causado el ruido cuando entraron en el jardín y vieron que Bill y Charlie blandían las varitas haciendo que dos me­sas viejas y destartaladas volaran a gran altura por encima del césped, chocando una contra otra e intentando hacerse retroceder mutuamente. Fred y George gritaban entusias­mados, Ginny se reía y Hermione rondaba por el seto, apa­rentemente dividida entre la diversión y la preocupación.

La mesa de Bill se estrelló contra la de Charlie con un enorme estruendo y le rompió una de las patas. Se oyó entonces un traqueteo, y, al mirar todos hacia arriba, vieron a Percy asomando la cabeza por la ventana del segundo piso.

—¿Queréis hacer menos ruido? —gritó.

—Lo siento, Percy —se disculpó Bill con una risita—. ¿Cómo van los culos de los calderos?

—Muy mal —respondió Percy malhumorado, y volvió a cerrar la ventana dando un golpe. Riéndose por lo bajo, Bill y Charlie posaron las mesas en el césped, una pegada a la otra, y luego, con un toquecito de la varita mágica, Bill vol­vió a pegar la pata rota e hizo aparecer por arte de magia unos manteles.

A las siete de la tarde, las dos mesas crujían bajo el peso de un sinfín de platos que contenían la excelente comida de la señora Weasley, y los nueve Weasley, Harry y Hermione tomaban asiento para cenar bajo el cielo claro, de un azul intenso. Para alguien que había estado alimentándose todo el verano de tartas cada vez más pasadas, aquello era un pa­raíso, y al principio Harry escuchó más que habló mientras se servía empanada de pollo con jamón, patatas cocidas y en­salada.

Al otro extremo de la mesa, Percy ponía a su padre al corriente de todo lo relativo a su informe sobre el grosor de los calderos.

—Le he dicho al señor Crouch que lo tendrá listo el martes —explicaba Percy dándose aires—. Eso es algo antes de lo que él mismo esperaba, pero me gusta hacer las cosas aún mejor de lo que se espera de mí. Creo que me agradecerá que haya terminado antes de tiempo. Quiero de­cir que, como ahora hay tanto que hacer en nuestro departamento con todos los preparativos para los Mundiales, y la verdad es que no contamos con el apoyo que necesitaríamos del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos... Ludo Bagman...

—Ludo me cae muy bien —dijo el señor Weasley en un tono afable—. Es el que nos ha conseguido las entradas para la Copa. Yo le hice un pequeño favor: su hermano, Otto, se vio metido en un aprieto a causa de una segadora con pode­res sobrenaturales, y arreglé todo el asunto...

—Desde luego, Bagman es una persona muy agradable —repuso Percy desdeñosamente—, pero no entiendo cómo pudo llegar a director de departamento. ¡Cuando lo compa­ro con el señor Crouch...! Desde luego, si se perdiera un miembro de nuestro departamento, el señor Crouch inten­taría averiguar qué ha sucedido. ¿Sabes que Bertha Jorkins lleva desaparecida ya más de un mes? Se fue a Albania de vacaciones y no ha vuelto...

—Sí, le he preguntado a Ludo —dijo el señor Weasley, frunciendo el entrecejo—. Dice que Bertha se ha perdido ya un montón de veces. Aunque, si fuera alguien de mi depar­tamento, me preocuparía...

—Por supuesto, Bertha es un caso perdido —siguió Percy—. Creo que se la han estado pasando de un departa­mento a otro durante años: da más problemas de los que resuelve. Pero, aun así, Ludo debería intentar encontrarla. El señor Crouch se ha interesado personalmente... Ya sa­bes que ella trabajó en otro tiempo en nuestro departamen­to, y creo que el señor Crouch le tiene estima. Pero Bagman no hace más que reírse y decir que ella seguramente inter­pretó mal el mapa y llegó hasta Australia en vez de Alba­nia. En fin —Percy lanzó un impresionante suspiro y bebió un largo trago de vino de saúco—, tenemos ya bastantes problemas en el Departamento de Cooperación Mágica Internacional para que intentemos encontrar al personal de otros departamentos. Como sabes, hemos de organizar otro gran evento después de los Mundiales. —Se aclaró la garganta como para llamar la atención de todos, y miró al otro extremo de la mesa, donde estaban sentados Harry, Ron y Hermione, antes de continuar—: Ya sabes de qué hablo, papá —levantó ligeramente la voz—: el asunto ultrasecreto.

Ron puso cara de resignación y les susurró a Harry y a Hermione:

—Ha estado intentando que le preguntemos de qué se trata desde que empezó a trabajar. Seguramente es una ex­posición de calderos de culo delgado.

En el medio de la mesa, la señora Weasley discutía con Bill a propósito de su pendiente, que parecía ser una adqui­sición reciente.

—... con ese colmillazo horroroso ahí colgando... Pero ¿qué dicen en el banco?

—Mamá, en el banco a nadie le importa un comino lo que me ponga mientras ganen dinero conmigo —explicó Bill con paciencia.

—Y tu pelo da risa, cielo —dijo la señora Weasley, aca­riciando su varita—. Si me dejaras darle un corte...

—A mí me gusta —declaró Ginny, que estaba sentada al lado de Bill—. Tú estás muy anticuada, mamá. Además, no tienes más que mirar el pelo del profesor Dumbledore...

Junto a la señora Weasley, Fred, George y Charlie ha­blaban animadamente sobre los Mundiales.

—Va a ganar Irlanda —pronosticó Charlie con la boca llena de patata—. En las semifinales le dieron una paliza a Perú.

—Ya, pero Bulgaria tiene a Viktor Krum —repuso Fred.

—Krum es un buen jugador, pero Irlanda tiene siete es­tupendos jugadores —sentenció Charlie—. Ojalá Inglate­rra hubiera pasado a la final. Fue vergonzoso, eso es lo que fue.

—¿Qué ocurrió? —preguntó interesado Harry, lamen­tando más que nunca su aislamiento del mundo mágico mientras estaba en Privet Drive. Harry era un apasionado del quidditch. Jugaba de buscador en el equipo de Gryffindor desde el primer curso, y tenía una Saeta de Fuego, una de las mejores escobas de carreras del mundo.

—Fue derrotada por Transilvania, por trescientos no­venta a diez —repuso Charlie con tristeza—. Una actuación terrorífica. Y Gales perdió frente a Uganda, y Escocia fue vapuleada por Luxemburgo.

Antes de que tomaran el postre, helado casero de fre­sas, el señor Weasley hizo aparecer mediante un conjuro unas velas para alumbrar el jardín, que se estaba quedando a oscuras, y para cuando terminaron, las polillas revolotea­ban sobre la mesa y el aire templado olía a césped y a ma­dreselva. Harry había comido maravillosamente y se sentía en paz con el mundo mientras contemplaba a los gnomos que saltaban entre los rosales, riendo como locos y corrien­do delante de Crookshanks.

Ron observó con atención al resto de su familia para asegurarse de que estaban todos distraídos hablando y le preguntó a Harry en voz muy baja:

—¿Has tenido últimamente noticias de Sirius?

Hermione vigilaba a los demás mientras no se perdía palabra.

—Sí —dijo Harry también en voz baja—, dos veces. Pa­rece que está muy bien. Anteayer le escribí. Es probable que envíe la contestación mientras estamos aquí.

Recordó de pronto el motivo por el que había escrito a Sirius y, por un instante, estuvo a punto de contarles a Ron y a Hermione que la cicatriz le había vuelto a doler y el sue­ño que había tenido... pero no quiso preocuparlos precisa­mente en aquel momento en que él mismo se sentía tan tranquilo y feliz.

—Mirad qué hora es —dijo de pronto la señora Weasley, consultando su reloj de pulsera—. Ya tendríais que estar to­dos en la cama, porque mañana os tendréis que levantar con el alba para llegar a la Copa. Harry, si me dejas la lista de la escuela, te puedo comprar las cosas mañana en el callejón Diagon. Voy a comprar las de todos los demás porque a lo mejor no queda tiempo después de la Copa. La última vez el partido duró cinco días.

—¡Jo! ¡Espero que esta vez sea igual! —dijo Harry entu­siasmado.

—Bueno, pues yo no —replicó Percy en tono moralis­ta—. Me horroriza pensar cómo estaría mi bandeja de asun­tos pendientes si faltara cinco días del trabajo.

—Desde luego, alguien podría volver a ponerte una caca de dragón, ¿eh, Percy? —dijo Fred.

—¡Era una muestra de fertilizante proveniente de No­ruega! —respondió Percy, poniéndose muy colorado—. ¡No era nada personal!

—Sí que lo era —le susurró Fred a Harry, cuando se le­vantaban de la mesa—. Se la enviamos nosotros.

 

 

El traslador

 

 

Cuando, en la habitación de Ron, la señora Weasley lo za­randeó para despertarlo, a Harry le pareció que acababa de acostarse.

—Es la hora de irse, Harry, cielo —le susurró, dejándo­lo para ir a despertar a Ron.

Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sen­tó en la cama. Fuera todavía estaba oscuro. Ron decía algo incomprensible mientras su madre lo levantaba. A los pies del colchón vio dos formas grandes y despeinadas que sur­gían de sendos líos de mantas.

—¿Ya es la hora? —preguntó Fred, más dormido que despierto.

Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, los cuatro bajaron la escalera camino de la cocina.

La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un grue­so cinturón de cuero.

—¿Qué os parece? —pregunto—. Se supone que vamos de incógnito... ¿Parezco un muggle, Harry?

—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.

—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe... Pe... Percy? —pre­guntó George, sin lograr reprimir un descomunal bostezo.

—Bueno, van a aparecerse, ¿no? —dijo la señora Weas­ley, cargando con la olla hasta la mesa y comenzando a ser­vir las gachas de avena en los cuencos con un cazo—, así que pueden dormir un poco más.

Harry sabía que aparecerse era algo muy difícil; había que desaparecer de un lugar y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.

—O sea, que siguen en la cama... —dijo Fred de malhu­mor, acercándose su cuenco de gachas—. ¿Y por qué no po­demos aparecernos nosotros también?

—Porque no tenéis la edad y no habéis pasado el exa­men —contestó bruscamente la señora Weasley—. ¿Y dón­de se han metido esas chicas?

Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.

—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? —preguntó Harry.

—Desde luego —respondió el señor Weasley, poniendo a buen recaudo las entradas en el bolsillo trasero del panta­lón—. El Departamento de Transportes Mágicos tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La aparición no es fácil, y cuando no se hace como se debe puede traer complicaciones muy desagrada­bles. Esos dos que os digo se escindieron.

Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.

—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.

—La mitad del cuerpo quedó atrás —explicó el señor Weasley, echándose con la cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—. Y, por supuesto, estaban inmoviliza­dos. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que es­perar a que llegara el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un montón de papeleo, os lo puedo asegurar, con tantos muggles que vie­ron los trozos que habían dejado atrás...

Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de Privet Drive.

—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.

—Sí —respondió el señor Weasley con tranquilidad—. Pero les cayó una buena multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren la escoba: es más lenta, pero más segura.

—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?

—Charlie tuvo que repetir el examen —dijo Fred, con una sonrisita—. La primera vez se lo cargaron porque apa­reció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que te­nía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra, ¿os acordáis?

—Bueno, pero aprobó a la segunda —dijo la señora Weasley, entre un estallido de carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.

—Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas —dijo George—. Desde entonces, se ha aparecido todas las maña­nas en el piso de abajo para demostrar que es capaz de ha­cerlo.

Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en la cocina, pálidas y somnolientas.

—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —pre­guntó Ginny, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.

—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.

—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?

—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch...

—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.

—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.

—¿Qué tienes en el bolsillo?

—¡Nada!

—¡No me mientas!

La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:

¡Accio!

Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de George, que en vano intentó aga­rrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano exten­dida de la señora Weasley.

—¡Os dijimos que los destruyerais! —exclamó, furiosa, la señora Weasley, sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos longuilinguos—. ¡Os dijimos que os deshicierais de todos! ¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!

Fue una escena desagradable. Evidentemente, los ge­melos habían tratado de sacar de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el encantamiento convocador para encontrarlos todos.

¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y los caramelos salieron de los lugares más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los vaqueros de Fred.

—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le gri­tó Fred a su madre, cuando ella los tiró.

—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses! —excla­mó ella—. ¡No me extraña que no tuvierais mejores notas!

El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La se­ñora Weasley aún tenía el entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los geme­los, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a su madre.

—Bueno, pasadlo bien —dijo la señora Weasley—, y portaos como Dios manda —añadió dirigiéndose a los ge­melos, pero ellos no se volvieron ni respondieron—. Os enviaré a Bill, Charlie y Percy hacia mediodía —añadió, mientras el señor Weasley, Harry, Ron, Hermione y Ginny se marchaban por el oscuro patio precedidos por Fred y George.

Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un pálido resplandor en el horizonte, a su derecha, indicaba que el amanecer se hallaba próximo. Harry, que había estado pensando en los miles de magos que se concentrarían para ver los Mundiales de quidditch, apretó el paso para caminar junto al señor Weasley.

—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo no­ten los muggles? —preguntó.

—Ha sido un enorme problema de organización —dijo el señor Weasley con un suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los Mundia­les, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate que intentára­mos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el an­dén nueve y tres cuartos... Así que teníamos que encontrar un buen páramo desierto y poner tantas precauciones anti­muggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando en ello durante meses. En primer lugar, por su­puesto, había que escalonar las llegadas. La gente con en­tradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes. Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen, claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de los mug­gles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano. Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos trasladores. Son objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas. Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estra­tégicos a lo largo de Gran Bretaña, y el más próximo lo tene­mos en la cima de la colina de Stoatshead. Es allí adonde nos dirigimos.

El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el pue­blo de Ottery St. Catchpole, donde se alzaba una enorme montaña negra.

—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó Harry con curiosidad.

—Bueno, pueden ser cualquier cosa —respondió el se­ñor Weasley—. Cosas que no llamen la atención, desde luego, para que los muggles no las cojan y jueguen con ellas... Cosas que a ellos les parecerán simplemente ba­sura.

Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del negro impe­netrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las manos y los pies helados. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.

Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoats­head no les quedaban fuerzas para hablar, y a menudo trope­zaban en las escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. A Harry le costaba respirar, y las piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.

—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...

Hermione llegó en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.

—Ahora sólo falta el traslador —dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las gafas y buscando a su alrededor—. No será grande... Vamos...

Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito rasgó el aire.

—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.

Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos siluetas altas.

—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.

El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro ru­bicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.

—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocéis a su hijo Ce­dric.

Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y buscador del equipo de quidditch de la casa Hufflepuff, en Hogwarts.

—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.

Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un gesto de cabeza. Aún no habían per­donado a Cedric que venciera al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch del año anterior.

—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.

—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivi­mos justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y vosotros?

—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de apa­rición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones... que es lo que nos han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a otros...

Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry y a Hermione.

—¿Son todos tuyos, Arthur?

—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley, se­ñalando a sus hijos—. Ésta es Hermione, amiga de Ron... y éste es Harry, otro amigo...

—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?

—Ehhh... sí —contestó Harry.

Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.

—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!

A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.

—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te dije que fue un accidente...

—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? —dijo Amos de manera cordial, dando a su hijo una palmada en la espal­da—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de costumbre... Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡No hay que ser un genio para saber quién es el mejor!

—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir el se­ñor Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si espera­mos a alguien más, Amos?

—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron entradas —repuso el señor Dig­gory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta zona, ¿o sí?

—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que nos preparemos.

Miró a Harry y a Hermione.

—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más: con poner un dedo será suficiente.

Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochi­las que llevaban, los nueve se reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.

Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Nadie ha­bló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería aquella imagen a cualquier muggle que se presentara en aquel mo­mento por allí: nueve personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella bota sucia, vieja y asquerosa, esperando...

—Tres... —masculló el señor Weasley, mirando al re­loj—, dos... uno...

Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un gan­cho, justo debajo del ombligo, tirara de él hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra; pudo notar a Ron y a Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índi­ce pegado a la bota, como por atracción magnética. Y enton­ces...

Tocó tierra con los pies. Ron se tambaleó contra él y lo hizo caer. El traslador golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.

Harry levantó la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie aunque el viento los zarandea­ba. Todos los demás se habían caído al suelo.

—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.

 

 

Bagman y Crouch

 

 

Harry se desembarazó de Ron y se puso en pie. Habían llega­do a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhu­morado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hom­bre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.

—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogien­do la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Harry vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperad... voy a buscar dónde estáis... Weasley... Weasley...

Consultó la lista del pergamino.

—Está a unos cuatrocientos metros en aquella direc­ción. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.

—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.

Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harry vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizon­te, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despi­dieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tien­das. Nada más verlo, Harry reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.

—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.

—Buenos días —respondió el muggle.

—¿Es usted el señor Roberts?

—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

—Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas des­de hace un par de días, según creo.

—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

—Efectivamente —repuso el señor Weasley.

—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Ro­berts.

—¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?

—De veinte —lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pen­diente de cada palabra.

—¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...

—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Ro­berts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.

—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

—¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley. El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.

—El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no sue­le reservar.

—¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Ro­berts no se lo daba.

—Sí —dijo pensativamente el muggle—. Gente de to­das partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda es­cocesa y poncho.

—¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.

—Es una especie de... no sé... como una especie de con­centración —explicó el señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.

En ese momento, al lado de la puerta principal de la ca­sita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que lle­vaba pantalones bombachos.

¡Obliviate! —dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.

El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.

—Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron—, y el cambio.

—Muchas gracias —repuso el señor Weasley.

El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Pare­cía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley:

—Nos está dando muchos problemas. Necesita un en­cantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.

Y, sin más, se desapareció.

—Creía que el señor Bagman era el director del Depar­tamento de Deportes y Juegos Mágicos —dijo Ginny sor­prendida—. No debería ir hablando de las bludgers cuando hay muggles cerca, ¿no os parece?

—Sí, es verdad —admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco... bueno... laxo en lo referente a se­guridad. Sin embargo, sería imposible encontrar a un direc­tor del Departamento de Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de quidditch, ¿sa­béis? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.

Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cu­bierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aun­que habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el señor Roberts recelara. En medio del pra­do se levantaba una extravagante tienda en seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada. Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a conti­nuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.

—Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Mirad, éste es nuestro sitio.

Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño le­trero clavado en la tierra que decía «Weezly».

—¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy con­tento el señor Weasley—. El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se despren­dió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entu­siasmo—, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los mug­gles lo hacen así siempre... Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?

Harry no había acampado en su vida: los Dursley no lo habían llevado nunca con ellos de vacaciones, preferían de­jarlo con la señora Figg, una vecina anciana. Sin embargo, entre él y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emo­ción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lo­graron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.

Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertene­cían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Hermione parecía haberse dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.

—Estaremos un poco apretados —dijo—, pero cabre­mos. Entrad a echar un vistazo.

Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de forma muy parecida al de la señora Figg: las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de ganchillo, y olía a gato.

—Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weas­ley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tie­ne lumbago, el pobre.

Cogió la tetera polvorienta y la observó por dentro.

—Necesitaremos agua...

—En el plano que nos ha dado el muggle hay señalada una fuente —dijo Ron, que había entrado en la tienda detrás de Harry y no parecía nada asombrado por sus dimensiones internas—. Está al otro lado del prado.

—Bien, ¿por qué no vais por agua Harry, Hermione y tú? —El señor Weasley les entregó la tetera y un par de ca­zuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para hacer fuego.

—Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente...?

—¡La seguridad antimuggles, Ron! —le recordó el se­ñor Weasley, impaciente ante la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los muggles de verdad acampan, hacen fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!

Después de una breve visita a la tienda de las chicas, que era un poco más pequeña que la de los chicos pero sin olor a gato, Harry, Ron y Hermione cruzaron el campamento con la tetera y las cazuelas.

Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levan­taba, pudieron ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor. Hasta entonces Harry no se había preguntado nunca cuántas bru­jas y magos habría en el mundo; nunca había pensado en los magos de otros países.

Los campistas empezaban a despertar, y las más ma­drugadoras eran las familias con niños pequeños. Era la primera vez que Harry veía magos y brujas de tan corta edad. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta de una tienda con forma de pirá­mide, dándole con una varita a una babosa, que poco a poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha. Cuando llega­ban a su altura, la madre salió de la tienda.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No... to­ques... la varita... de papá... ¡Ay!

Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:

—¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!

Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo ma­yores que Kevin. Montaban en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando el húmedo césped con los dedos de los pies. Un mago del Ministerio que parecía tener mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado:

—¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo viera...

Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar. Tres magos africanos enfundados en tú­nicas blancas conversaban animadamente mientras asa­ban algo que parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de brujas nortea­mericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, senta­das bajo una destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las brujas de Salem.» Desde el interior de las tiendas por las que iban pa­sando les llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo

—Eh... ¿son mis ojos, o es que se ha vuelto todo verde? —preguntó Ron.

No eran los ojos de Ron. Habían llegado a un área en la que las tiendas estaban completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que unos ex­traños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes. De pronto oyeron sus nombres a su espalda:

—¡Harry!, ¡Ron!, ¡Hermione!

Era Seamus Finnigan, su compañero de cuarto curso de la casa Gryffindor. Estaba sentado delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo rubio cobrizo que debía de ser su madre, y su mejor amigo, Dean Thomas, también de Gryffindor.

—¿Os gusta la decoración? —preguntó Seamus, son­riendo, cuando los tres se acercaron a saludarlos—. Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.

—El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras simpatías? —dijo la señora Finni­gan—. Tendríais que ver lo que han colgado los búlgaros en sus tiendas. Supongo que estaréis del lado de Irlanda —añadió, mirando a Harry, Ron y Hermione con sus bri­llantes ojillos.

Se fueron después de asegurarle que estaban a favor de Irlanda, aunque, como dijo Ron:

—Cualquiera dice otra cosa rodeado de todos ésos.

—Me pregunto qué habrán colgado en sus tiendas los búlgaros —dijo Hermione.

—Vamos a echar un vistazo —propuso Harry, señalan­do una gran área de tiendas que había en lo alto de la lade­ra, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria, roja, verde y blanca.

En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas colgaba el mismo póster, que mos­traba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras. La fo­tografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el entrecejo.

—Es Krum —explicó Ron en voz baja.

—¿Quién? —preguntó Hermione.

—¡Krum! —repitió Ron—. ¡Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria!

—Parece que tiene malas pulgas —comentó Hermione, observando la multitud de Krums que parpadeaban, ceñudos.

—¿Malas pulgas? —Ron levantó los ojos al cielo—. ¿Qué más da eso? Es increíble. Y es muy joven, además. Sólo tiene dieciocho años o algo así. Es genial. Esperad a esta noche y lo veréis.

Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se pusieron al final, inmediatamente detrás de dos hombres que estaban enzarzados en una acalorada discusión. Uno de ellos, un mago muy anciano, llevaba un camisón largo es­tampado. El otro era evidentemente un mago del Ministe­rio: tenía en la mano unos pantalones de mil rayas y parecía a punto de llorar de exasperación.

—Tan sólo tienes que ponerte esto, Archie, sé bueno. No puedes caminar por ahí de esa forma: el muggle de la entra­da está ya receloso.

—Me compré


Date: 2015-12-11; view: 466


<== previous page | next page ==>
Retorno a La Madriguera | Los Mundiales de quidditch 1 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.05 sec.)