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Los Mundiales de quidditch 2 page

Harry se apresuró a apretar el botón de retroceso y lue­go el de «jugada a jugada» en sus omniculares, giró la ruedecilla de velocidad, y se los puso otra vez en los ojos.

Vio de nuevo, esta vez a cámara lenta, a Krum y Lynch cayendo hacia el suelo. Amago de Wronski: un desvío del buscador muy peligroso, leyó en las letras de color púrpura impresas en la imagen. Vio que el rostro de Krum se contor­sionaba a causa de la concentración cuando, justo a tiempo, se frenaba para evitar el impacto, mientras Lynch se estre­llaba, y comprendió que Krum no había visto la snitch: sólo se había lanzado en picado para engañar a Lynch y que lo imitara. Harry no había visto nunca a nadie volar de aque­lla manera. Krum no parecía usar una escoba voladora: se movía con tal agilidad que más bien parecía ingrávido. Harry volvió a poner sus omniculares en posición normal, y enfocó a Krum, que volaba en círculos por encima de Lynch, a quien en esos momentos los medimagos trataban de rea­nimar con tazas de poción. Enfocando aún más de cerca el rostro de Krum, Harry vio cómo sus oscuros ojos recorrían el terreno que había treinta metros más abajo. Estaba apro­vechando el tiempo para buscar la snitch sin la interferen­cia de otros jugadores.

Finalmente Lynch se incorporó, en medio de los vítores de la afición del equipo de Irlanda, montó en la Saeta de Fuego y, dando una patada en la hierba, levantó el vuelo. Su recuperación pareció otorgar un nuevo empuje al equipo de Irlanda. Cuando Mustafá volvió a pitar, los cazadores se pusieron a jugar con una destreza que Harry no había visto nunca.

En otros quince minutos trepidantes, Irlanda consi­guió marcar diez veces más. Ganaban por ciento treinta puntos a diez, y los jugadores comenzaban a jugar de mane­ra más sucia.

Cuando Mullet, una vez más, salió disparada hacia los postes de gol aferrando la quaffle bajo el brazo, el guardián del equipo búlgaro, Zograf, salió a su encuentro. Fuera lo que fuera lo que sucedió, ocurrió tan rápido que Harry no pudo verlo, pero un grito de rabia brotó de la afición de Irlanda, y el largo y vibrante pitido de Mustafá indicó falta.

—Y Mustafá está reprendiendo al guardián búlgaro por juego violento... ¡Excesivo uso de los codos! —informó Bag­man a los espectadores, por encima de su clamor—. Y... ¡sí, señores, penalti favorable a Irlanda!

Los leprechauns, que se habían elevado en el aire, eno­jados como un enjambre de avispas cuando Mullet había su­frido la falta, se apresuraron en aquel momento a formar las palabras: «¡JA, JA, JA!» Las veelas, al otro lado del campo, se pusieron de pie de un salto, agitaron de enfado sus mele­nas y volvieron a bailar.



Todos a una, los chicos Weasley y Harry se metieron los dedos en los oídos; pero Hermione, que no se había tomado la molestia de hacerlo, no tardó en tirar a Harry del brazo. Él se volvió hacia ella, y Hermione, con un gesto de impa­ciencia, le quitó los dedos de las orejas.

—¡Fíjate en el árbitro! —le dijo riéndose.

Harry miró el terreno de juego. Hasán Mustafá había aterrizado justo delante de las veelas y se comportaba de una manera muy extraña: flexionaba los músculos y se atusaba nerviosamente el bigote.

—¡No, esto sí que no! —dijo Ludo Bagman, aunque pa­recía que le hacía mucha gracia—. ¡Por favor, que alguien le dé una palmada al árbitro!

Un medimago cruzó a toda prisa el campo, tapándose los oídos con los dedos, y le dio una patada a Mustafá en la espinilla. Mustafá volvió en sí. Harry, mirando por los om­niculares, advirtió que parecía muy embarazado y que les estaba gritando a las veelas, que habían dejado de bailar y adoptaban ademanes rebeldes.

—Y, si no me equivoco, ¡Mustafá está tratando de ex­pulsar a las mascotas del equipo búlgaro! —explicó la voz de Bagman—. Esto es algo que no habíamos visto nunca... ¡Ah, la cosa podría ponerse fea...!

Y, desde luego, se puso fea: los golpeadores del equipo de Bulgaria, Volkov y Vulchanov, habían tomado tierra uno a cada lado de Mustafá, y discutían con él furiosamente señalando hacia los leprechauns, que acababan de formar las palabras: «¡JE, JE, JE!» Pero a Mustafá no lo cohibían los búlgaros: señalaba al aire con el dedo, claramente pidiéndo­les que volvieran al juego, y, como ellos no le hacían caso, dio dos breves soplidos al silbato.

—¡Dos penaltis a favor de Irlanda! —gritó Bagman, y la afición del equipo búlgaro vociferó de rabia—. Será mejor que Volkov y Vulchanov regresen a sus escobas... Sí... ahí van... Troy toma la quaffle...

A partir de aquel instante el juego alcanzó nuevos nive­les de ferocidad. Los golpeadores de ambos equipos jugaban sin compasión: Volkov y Vulchanov, en especial, no pare­cían preocuparse mucho si en vez de a las bludgers golpea­ban con los bates a los jugadores irlandeses. Dimitrov se lanzó hacia Moran, que estaba en posesión de la quaffle, y casi la derriba de la escoba.

—¡Falta! —corearon los seguidores del equipo de Irlan­da todos a una, y al levantarse a la vez, con su color verde, semejaron una ola.

—¡Falta! —repitió la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman—. Dimitrov pretende acabar con Moran... volando deliberadamente para chocar con ella... Eso será otro penalti... ¡Sí, ya oímos el silbato!

Los leprechauns habían vuelto a alzarse en el aire, y formaron una mano gigante que hacía un signo muy gro­sero dedicado a las veelas que tenían enfrente. Entonces las veelas perdieron el control. Se lanzaron al campo y arrojaron a los duendes lo que parecían puñados de fuego. A tra­vés de sus omniculares, Harry vio que su aspecto ya no era bello en absoluto. Por el contrario, sus caras se alargaban hasta convertirse en cabezas de pájaro con un pico temible y afilado, y unas alas largas y escamosas les nacían de los hombros.

—¡Por eso, muchachos —gritó el señor Weasley para hacerse oír por encima del tumulto—, es por lo que no hay que fijarse sólo en la belleza!

Los magos del Ministerio se lanzaron en tropel al terre­no de juego para separar a las veelas y los leprechauns, pero con poco éxito. Y la batalla que tenía lugar en el suelo no era nada comparada con la del aire. Harry movía los omnicula­res de un lado para otro sin parar porque la quaffle cambia­ba de manos a la velocidad de una bala.

—Levski... Dimitrov... Moran... Troy... Mullet... Ivano­va... De nuevo Moran... Moran... ¡Y MORAN CONSIGUE MARCAR!

Pero apenas se pudieron oír los vítores de la afición ir­landesa, tapados por los gritos de las veelas, los disparos de las varitas de los funcionarios y los bramidos de furia de los búlgaros. El juego se reanudó enseguida: primero Levski se hizo con la quaffle, luego Dimitrov...

Quigley, el golpeador irlandés, le dio a una bludger que pasaba a su lado y la lanzó con todas sus fuerzas contra Krum, que no consiguió esquivarla a tiempo: le pegó de lleno en la cara.

La multitud lanzó un gruñido ensordecedor. Parecía que Krum tenía la nariz rota, porque la cara estaba cubierta de sangre, pero Mustafá no hizo uso del silbato. La jugada lo ha­bía pillado distraído, y Harry no podía reprochárselo: una de las veelas le había tirado un puñado de fuego, y la cola de su escoba se encontraba en llamas.

Harry estaba deseando que alguien interrumpiera el partido para que pudieran atender a Krum. Aunque estuvie­ra de parte de Irlanda, Krum le seguía pareciendo el mejor jugador del partido. Obviamente, Ron pensaba lo mismo.

—¡Esto tiene que ser tiempo muerto! No puede jugar en esas condiciones, míralo...

—¡Mira a Lynch! —le contestó Harry.

El buscador irlandés había empezado a caer repentina­mente, y Harry comprendió que no se trataba del «Amago de Wronski»: aquello era de verdad.

—¡Ha visto la snitch! —gritó Harry—. ¡La ha visto! ¡Míralo!

Sólo la mitad de los espectadores parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La afición irlandesa se levantó como una ola verde, gritando a su buscador... pero Krum fue detrás. Harry no sabía cómo conseguía ver hacia dónde se dirigía. Iba dejando tras él un rastro de gotas de sangre, pero se puso a la par de Lynch, y ambos se lanzaron de nue­vo hacia el suelo...

—¡Van a estrellarse! —gritó Hermione.

—¡Nada de eso! —negó Ron.

—¡Lynch sí! —gritó Harry.

Y acertó. Por segunda vez, Lynch chocó contra el suelo con una fuerza tremenda, y una horda de veelas furiosas empezó a darle patadas.

—La snitch, ¿dónde está la snitch? —gritó Charlie, des­de su lugar en la fila.

—¡La tiene...! ¡Krum la tiene...! ¡Ha terminado! —gritó Harry.

Krum, que tenía la túnica roja manchada con la sangre que le caía de la nariz, se elevaba suavemente en el aire, con el puño en alto y un destello de oro dentro de la mano.

El tablero anunció «BULGARIA: 160; IRLANDA: 170» a la multitud, que no parecía haber comprendido lo ocurrido. Luego, despacio, como si acelerara un enorme Jumbo, un bramido se alzó entre la afición del equipo de Irlanda, y fue creciendo más y más hasta convertirse en gritos de alegría.

—¡IRLANDA HA GANADO! —voceó Bagman, que, como los mismos irlandeses, parecía desconcertado por el repen­tino final del juego—. ¡KRUM HA COGIDO LA SNITCH, PERO IRLANDA HA GANADO! ¡Dios Santo, no creo que nadie se lo esperara!

—¿Y para qué ha cogido la snitch? —exclamó Ron, al mismo tiempo que daba saltos en su asiento, aplaudiendo con las manos elevadas por encima de la cabeza—. ¡El muy idiota ha dado por finalizado el juego cuando Irlanda les sa­caba ciento sesenta puntos de ventaja!

—Sabía que nunca conseguirían alcanzarlos —le respondió Harry, gritando para hacerse oír por encima del estruen­do, y aplaudiendo con todas sus fuerzas—: los cazadores del equipo de Irlanda son demasiado buenos. Quiso terminar lo mejor posible, eso es todo...

—Ha estado magnífico, ¿verdad? —dijo Hermione, in­clinándose hacia delante para verlo aterrizar, mientras un enjambre de medimagos se abría camino hacia él entre los leprechauns y las veelas, que seguían peleándose—. Está hecho una pena...

Harry volvió a mirar por los omniculares. Era difícil ver lo que ocurría en aquel momento, porque los leprechauns zumbaban de un lado para otro por el terreno de juego, pero consiguió divisar a Krum entre los medimagos. Parecía más hosco que nunca, y no les dejaba ni que le limpiaran la san­gre. Sus compañeros lo rodeaban, moviendo la cabeza de un lado a otro y con aspecto abatido. A poca distancia, los jugadores del equipo de Irlanda bailaban de alegría bajo una lluvia de oro que les arrojaban sus mascotas. Por todo el estadio se agitaban las banderas, y el himno nacional de Irlanda atronaba en cada rincón. Las veelas recuperaron su aspecto habitual, nuevamente hermosas, aunque tristes.

—«Vueno», hemos luchado «vrravamente» —dijo detrás de Harry una voz lúgubre. Miró hacia atrás: era el ministro búlgaro de Magia.

—¡Usted habla nuestro idioma! —dijo Fudge, ofendi­do—. ¡Y me ha tenido todo el día comunicándome por ges­tos!

—«Vueno», eso fue muy «divertida» —dijo el ministro búlgaro, encogiéndose de hombros.

—¡Y mientras la selección irlandesa da una vuelta de honor al campo, escoltada por sus mascotas, llega a la tribu­na principal la Copa del Mundo de quidditch! —voceó Bagman.

A Harry lo deslumbró de repente una cegadora luz blanca que bañó mágicamente la tribuna en que se halla­ban, para que todo el mundo pudiera ver el interior. Entornando los ojos y mirando hacia la entrada, pudo dis­tinguir a dos magos que llevaban, jadeando, una gran copa de oro que entregaron a Cornelius Fudge, el cual aún parecía muy contrariado por haberse pasado el día comunicán­dose por señas sin razón.

—Dediquemos un fuerte aplauso a los caballerosos per­dedores: ¡la selección de Bulgaria! —gritó Bagman.

Y, subiendo por la escalera, llegaron hasta la tribuna los siete derrotados jugadores búlgaros. Abajo, la multitud aplaudía con aprecio. Harry vio miles y miles de omniculares apuntando en dirección a ellos.

Uno a uno, los búlgaros desfilaron entre las butacas de la tribuna, y Bagman los fue nombrando mientras es­trechaban la mano de su ministro y luego la de Fudge. Krum, que estaba en último lugar, tenía realmente muy mal aspecto. Los ojos negros relucían en medio del rostro ensangrentado. Todavía agarraba la snitch. Harry perci­bió que en tierra sus movimientos parecían menos ágiles. Era un poco patoso y caminaba cabizbajo. Pero, cuando Bagman pronunció el nombre de Krum, el estadio entero le dedicó una ovación ensordecedora.

Y a continuación subió el equipo de Irlanda. Moran y Connolly llevaban a Aidan Lynch. El segundo batacazo pa­recía haberlo aturdido, y tenía los ojos desenfocados. Pero sonrió muy contento cuando Troy y Quigley levantaron la Copa en el aire y la multitud expresó estruendosamente su aprobación. A Harry le dolían las manos de tanto aplaudir.

Al final, cuando la selección irlandesa bajó de la tribu­na para dar otra vuelta de honor sobre las escobas (Aidan Lynch montado detrás de Connolly, agarrándose con fuerza a su cintura y todavía sonriendo como aturdido), Bagman se apuntó con la varita a la garganta y susurró: ¡Quietus!

—Se hablará de esto durante años —dijo con la voz ronca—. Ha sido un giro verdaderamente inesperado. Es una pena que no haya durado más... Ah, ya... ya... ¿Cuánto os debo?

Fred y George acababan de subirse sobre los respaldos de sus butacas y permanecían frente a Ludo Bagman con una amplia sonrisa y la mano tendida hacia él.

 

 

La Marca Tenebrosa

 

 

—No le digáis a vuestra madre que habéis apostado —im­ploró a Fred y George el señor Weasley, bajando despacio por la escalera alfombrada de púrpura.

—No te preocupes, papá —respondió Fred muy ale­gre—. Tenemos grandes planes para este dinero, y no que­remos que nos lo confisquen.

Por un momento dio la impresión de que el señor Weas­ley iba a preguntar qué grandes planes eran aquéllos; pero, tras reflexionar un poco, pareció decidir que prefería no sa­berlo.

Pronto se vieron rodeados por la multitud que aban­donaba el estadio para regresar a las tiendas de campa­ña. El aire de la noche llevaba hasta ellos estridentes cantos mientras volvían por el camino iluminado de farolas, y los leprechauns no paraban de moverse velozmente por encima de sus cabezas, riéndose a carcajadas y agitando sus faroles. Cuando por fin llegaron a las tiendas, nadie te­nía sueño y, dada la algarabía que había en torno a ellos, el señor Weasley consintió en que tomaran todos juntos una última taza de chocolate con leche antes de acostarse. No tardaron en enzarzarse en una agradable discusión sobre el partido. El señor Weasley se mostró en desacuerdo con Charlie en lo referente al comportamiento violento, y no dio por finalizado el análisis del partido hasta que Ginny se cayó dormida sobre la pequeña mesa, derramando el choco­late por el suelo. Entonces los mandó a todos a dormir. Her­mione y Ginny se metieron en su tienda, y Harry y el resto de los Weasley se pusieron el pijama y se subieron cada uno a su litera. Desde el otro lado del campamento llegaba aún el eco de cánticos y de ruidos extraños.

—¡Cómo me alegro de haber librado hoy! —murmuró el señor Weasley ya medio dormido—. No me haría ninguna gracia tener que decirles a los irlandeses que se acabó la fiesta.

Harry, que se había acostado en una de las literas supe­riores, encima de Ron, estaba boca arriba observando la lona del techo de la tienda, en la que de vez en cuando resplandecían los faroles de los leprechauns. Repasaba algu­nas de las jugadas más espectaculares de Krum, y se moría de ganas de volver a montar en su Saeta de Fuego y probar el «Amago de Wronski». Oliver Wood no había logrado nun­ca transmitir con sus complejos diagramas la sensación de aquella jugada... Harry se imaginó a sí mismo vistiendo una túnica con su nombre bordado a la espalda e intentó repre­sentarse la sensación de oír la ovación de una multitud de cien mil personas cuando Ludo Bagman pronunciaba su nombre ante el estadio: «¡Y con ustedes... Potter!»

Harry no llegaría a saber a ciencia cierta si se había dormido o no (sus fantasías de vuelos en escoba al estilo de Krum podrían muy bien haber acabado siendo auténticos sueños); lo único que supo fue que, de repente, el señor Weasley estaba gritando.

—¡Levantaos! ¡Ron, Harry... deprisa, levantaos, es ur­gente!

Harry se incorporó de un salto y se golpeó la cabeza con la lona del techo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Intuyó que algo malo ocurría, porque los ruidos del campamento parecían distintos. Los cánticos habían cesa­do. Se oían gritos, y gente que corría.

Bajó de la litera y cogió su ropa, pero el señor Weasley, que se había puesto los vaqueros sobre el pijama, le dijo:

—No hay tiempo, Harry... Coge sólo tu chaqueta y sal... ¡rápido!

Harry obedeció y salió a toda prisa de la tienda, delante de Ron.

A la luz de los escasos fuegos que aún ardían, pudo ver a gente que corría hacia el bosque, huyendo de algo que se acercaba detrás, por el campo, algo que emitía ex­traños destellos de luz y hacía un ruido como de disparos de pistola. Llegaban hasta ellos abucheos escandalosos, carcajadas estridentes y gritos de borrachos. A continua­ción, apareció una fuerte luz de color verde que iluminó la escena.

A través del campo marchaba una multitud de magos, que iban muy apretados y se movían todos juntos apuntan­do hacia arriba con las varitas. Harry entornó los ojos para distinguirlos mejor. Parecía que no tuvieran rostro, pero luego comprendió que iban tapados con capuchas y másca­ras. Por encima de ellos, en lo alto, flotando en medio del aire, había cuatro figuras que se debatían y contorsionaban adoptando formas grotescas. Era como si los magos enmas­carados que iban por el campo fueran titiriteros y los que flotaban en el aire fueran sus marionetas, manejadas me­diante hilos invisibles que surgían de las varitas. Dos de las figuras eran muy pequeñas.

Al grupo se iban juntando otros magos, que reían y apuntaban también con sus varitas a las figuras del aire. La marcha de la multitud arrollaba las tiendas de campaña. En una o dos ocasiones, Harry vio a alguno de los que mar­chaban destruir con un rayo originado en su varita alguna tienda que le estorbaba el paso. Varias se prendieron. El gri­terío iba en aumento.

Las personas que flotaban en el aire resultaron repen­tinamente iluminadas al pasar por encima de una tienda de campaña que estaba en llamas, y Harry reconoció a una de ellas: era el señor Roberts, el gerente del cámping. Los otros tres bien podían ser su mujer y sus hijos. Con la varita, uno de los de la multitud hizo girar a la señora Roberts has­ta que quedó cabeza abajo: su camisón cayó entonces para revelar unas grandes bragas. Ella hizo lo que pudo para ta­parse mientras la multitud, abajo, chillaba y abucheaba alegremente.

—Dan ganas de vomitar —susurró Ron, observando al más pequeño de los niños muggles, que había empezado a dar vueltas como una peonza, a veinte metros de altura, con la cabeza caída y balanceándose de lado a lado como si estu­viera muerto—. Dan verdaderas ganas de vomitar...

Hermione y Ginny llegaron a toda prisa, poniéndose la bata sobre el camisón, con el señor Weasley detrás. Al mis­mo tiempo salieron de la tienda de los chicos Bill, Charlie y Percy, completamente vestidos, arremangados y con las va­ritas en la mano.

—Vamos a ayudar al Ministerio —gritó el señor Weas­ley por encima de todo aquel ruido, arremangándose él tam­bién—. Vosotros id al bosque, y no os separéis. ¡Cuando hayamos solucionado esto iré a buscaros!

Bill, Charlie y Percy se precipitaron al encuentro de la multitud. El señor Weasley corrió tras ellos. Desde todos los puntos, los magos del Ministerio se dirigían a la fuente del problema. La multitud que había bajo la familia Roberts se acercaba cada vez más.

—Vamos —dijo Fred, cogiendo a Ginny de la mano y ti­rando de ella hacia el bosque.

Harry, Ron, Hermione y George los siguieron. Al llegar a los primeros árboles volvieron la vista atrás. La multitud seguía creciendo. Distinguieron a los magos del Ministerio, que intentaban introducirse por entre el numeroso grupo para llegar hasta los encapuchados que iban en el centro: les estaba costando trabajo. Debían de tener miedo de lan­zar algún embrujo que tuviera como consecuencia la caída al suelo de la familia Roberts.

Las farolas de colores que habían iluminado el camino al estadio estaban apagadas. Oscuras siluetas daban tum­bos entre los árboles, y se oía el llanto de niños; a su alrededor, en el frío aire de la noche, resonaban gritos de ansiedad y voces aterrorizadas. Harry avanzaba con dificultad, em­pujado de un lado y de otro por personas cuyos rostros no podía distinguir. De pronto oyó a Ron gritar de dolor.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hermione nerviosa, deteniéndose tan de repente que Harry chocó con ella—. ¿Dónde estás, Ron? Qué idiotez... ¡Lumos!

La varita se encendió, y su haz de luz se proyectó en el camino. Ron estaba echado en el suelo.

—He tropezado con la raíz de un árbol —dijo de malhu­mor, volviendo a ponerse en pie.

—Bueno, con pies de ese tamaño, lo difícil sería no tro­pezar —dijo detrás de ellos una voz que arrastraba las pala­bras.

Harry, Ron y Hermione se volvieron con brusquedad. Draco Malfoy estaba solo, cerca de ellos, apoyado tranquila­mente en un árbol. Tenía los brazos cruzados y parecía que había estado contemplando todo lo sucedido desde un hueco entre los árboles.

Ron mandó a Malfoy a hacer algo que, como bien sabía Harry, nunca habría dicho delante de su madre.

—Cuida esa lengua, Weasley —le respondió Malfoy, con un brillo en los ojos—. ¿No sería mejor que echarais a correr? No os gustaría que la vieran, supongo...

Señaló a Hermione con un gesto de la cabeza, al mismo tiempo que desde el cámping llegaba un sonido como de una bomba y un destello de luz verde iluminaba por un momen­to los árboles que había a su alrededor.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Hermione desa­fiante.

—Que van detrás de los muggles, Granger —explicó Malfoy—. ¿Quieres ir por el aire enseñando las bragas? No tienes más que darte una vuelta... Vienen hacia aquí, y les divertiría muchísimo.

—¡Hermione es bruja! —exclamó Harry.

—Sigue tu camino, Potter —dijo Malfoy sonriendo ma­liciosamente—. Pero si crees que no pueden distinguir a un sangre sucia, quédate aquí.

—¡Te voy a lavar la boca! —gritó Ron. Todos los presen­tes sabían que sangre sucia era una denominación muy ofensiva para referirse a un mago o bruja que tenía padres muggles.

—No importa, Ron —dijo Hermione rápidamente, aga­rrándolo del brazo para impedirle que se acercara a Malfoy.

Desde el otro lado de los árboles llegó otra explosión, más fuerte que cualquiera de las anteriores. Cerca de ellos gritaron algunas personas.

Malfoy soltó una risita.

—Qué fácil es asustarlos, ¿verdad? —dijo con calma—. Supongo que papá os dijo que os escondierais. ¿Qué preten­de? ¿Rescatar a los muggles?

—¿Dónde están tus padres? —preguntó Harry, a quien le hervía la sangre—. Tendrán una máscara puesta, ¿no?

Malfoy se volvió hacia Harry, sin dejar de sonreír.

—Bueno, si así fuera, me temo que no te lo diría, Potter.

—Venga, vámonos —los apremió Hermione, arrojándo­le a Malfoy una mirada de asco—. Tenemos que buscar a los otros.

—Mantén agachada tu cabezota, Granger —dijo Mal­foy con desprecio.

—Vámonos —repitió Hermione, y arrastró a Ron y a Harry de nuevo al camino.

—¡Os apuesto lo que queráis a que su padre es uno de los enmascarados! —exclamó Ron, furioso.

—¡Bueno, con un poco de suerte, el Ministerio lo atra­pará! —repuso Hermione enfáticamente—. ¿Dónde están los otros?

Fred, George y Ginny habían desaparecido, aunque el camino estaba abarrotado de gente que huía sin dejar de echar nerviosas miradas por encima del hombro hacia el campamento.

Un grupo de adolescentes en pijama discutía a voces, un poco apartados del camino. Al ver a Harry, Ron y Her­mione, una muchacha de pelo espeso y rizado se volvió y les preguntó rápidamente:

Où est Madame Maxime? Nous l’avons perdue...

—Eh... ¿qué? —preguntó Ron.

—¡Oh...!

La muchacha que acababa de hablar le dio la espalda, y, cuando reemprendieron la marcha, la oyeron decir clara­mente:

—«Ogwarts.»

—Beauxbatons —murmuró Hermione.

—¿Cómo? —dijo Harry.

—Que deben de ser de Beauxbatons —susurró Hermio­ne—. Ya sabéis: la Academia de Magia Beauxbatons... He leído algunas cosas sobre ella en Evaluación de la educa­ción mágica en Europa.

—Ah... Ya... —respondió Harry.

—Fred y George no pueden haber ido muy lejos —dijo Ron, que sacó la varita mágica, la encendió como la de Her­mione y entrecerró los ojos para ver mejor a lo largo del ca­mino.

Harry buscó la suya en los bolsillos de la chaqueta, pero no la encontró. Lo único que había en ellos eran los omnicu­lares.

—No, no lo puedo creer... ¡He perdido la varita!

—¿Bromeas?

Ron y Hermione levantaron las suyas lo suficiente para iluminar el terreno a cierta distancia. Harry miró a su alre­dedor, pero no había ni rastro de la varita.


Date: 2015-12-11; view: 446


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