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Retorno a La Madriguera

 

 

A las doce del día siguiente, el baúl de Harry ya estaba lleno de sus cosas del colegio y de sus posesiones más apreciadas: la capa invisible heredada de su padre, la escoba voladora que le había regalado Sirius y el mapa encantado de Hog­warts que le habían dado Fred y George el curso anterior. Había vaciado de todo comestible el espacio oculto debajo de la tabla suelta de su habitación y repasado dos veces hasta el último rincón de su dormitorio para no dejarse olvidados ninguna pluma ni ningún libro de embrujos, y había despe­gado de la pared el calendario en que marcaba los días que faltaban para el 1 de septiembre, el día de la vuelta a Hog­warts.

El ambiente en el número 4 de Privet Drive estaba muy tenso. La inminente llegada a la casa de un grupo de brujos ponía nerviosos e irritables a los Dursley. Tío Vernon se asustó mucho cuando Harry le informó de que los Weasley llegarían al día siguiente a las cinco en punto.

—Espero que le hayas dicho a esa gente que se vista adecuadamente —gruñó de inmediato—. He visto cómo van. Deberían tener la decencia de ponerse ropa normal.

Harry tuvo un presentimiento que le preocupó. Muy ra­ramente había visto a los padres de Ron vistiendo algo que los Dursley pudieran calificar de «normal». Los hijos a veces se ponían ropa muggle durante las vacaciones, pero los padres llevaban generalmente túnicas largas en diversos estados de deterioro. A Harry no le inquietaba lo que pensa­ran los vecinos, pero sí lo desagradables que podían resul­tar los Dursley con los Weasley si aparecían con el aspecto que aquéllos reprobaban en los brujos.

Tío Vernon se había puesto su mejor traje. Alguien po­dría interpretarlo como un gesto de bienvenida, pero Harry sabía que lo había hecho para impresionar e intimidar. Dudley, por otro lado, parecía algo disminuido, lo cual no se debía a que su dieta estuviera por fin dando resultado, sino al pánico. La última vez que Dudley se había encontrado con un mago adulto salió ganando una cola de cerdo que le sobresalía de los pantalones, y tía Petunia y tío Vernon tu­vieron que llevarlo a un hospital privado de Londres para que se la extirparan. Por eso no era sorprendente que Dud­ley se pasara todo el tiempo restregándose la mano nervio­samente por la rabadilla y caminando de una habitación a otra como los cangrejos, con la idea de no presentar al ene­migo el mismo objetivo.

La comida (queso fresco y apio rallado) transcurrió casi en total silencio. Dudley ni siquiera protestó por ella. Tía Petunia no probó bocado. Tenía los brazos cruzados, los labios fruncidos, y se mordía la lengua como mastican­do la furiosa reprimenda que hubiera querido echarle a Harry.



—Vendrán en coche, espero —dijo a voces tío Vernon desde el otro lado de la mesa.

—Ehhh... —Harry no supo qué contestar.

La verdad era que no había pensado en aquel detalle. ¿Cómo irían a buscarlo los Weasley? Ya no tenían coche, porque el viejo Ford Anglia que habían poseído corría libre y salvaje por el bosque prohibido de Hogwarts. Sin embar­go, el año anterior el Ministerio de Magia le había prestado un coche al señor Weasley. ¿Haría lo mismo en aquella oca­sión?

—Creo que sí —respondió al final.

El bigote de tío Vernon se alborotó con su resoplido. Normalmente hubiera preguntado qué coche tenía el señor Weasley, porque solía juzgar a los demás hombres por el ta­maño y precio de su automóvil. Pero, en opinión de Harry, a tío Vernon no le gustaría el señor Weasley aunque tuviera un Ferrari.

Harry pasó la mayor parte de la tarde en su habita­ción. No podía soportar la visión de tía Petunia escudri­ñando a través de los visillos cada pocos segundos como si hubieran avisado que andaba suelto un rinoceronte. A las cinco menos cuarto Harry volvió a bajar y entró en la sala. Tía Petunia colocaba y recolocaba los cojines de manera compulsiva. Tío Vernon hacía como que leía el periódico, pero no movía los minúsculos ojos, y Harry supuso que en realidad escuchaba con total atención por si oía el ruido de un coche. Dudley estaba hundido en un sillón, con las ma­nos de cerdito puestas debajo de él y agarrándose firme­mente la rabadilla. Incapaz de aguantar la tensión que había en el ambiente, Harry salió de la habitación y se fue al recibidor, a sentarse en la escalera, con los ojos fijos en el reloj y el corazón latiéndole muy rápido por la emoción y los nervios.

Pero llegaron las cinco en punto... y pasaron. Tío Vernon, sudando ligeramente dentro de su traje, abrió la puer­ta de la calle, escudriñó a un lado y a otro, y volvió a meter la cabeza en la casa.

—¡Se retrasan! —le gruñó a Harry.

—Ya lo sé —murmuró Harry—. A lo mejor hay proble­mas de tráfico, yo qué sé.

Las cinco y diez... las cinco y cuarto... Harry ya empeza­ba a preocuparse. A las cinco y media oyó a tío Vernon y a tía Petunia rezongando en la sala de estar.

—No tienen consideración.

—Podríamos haber tenido un compromiso.

—Tal vez creen que llegando tarde los invitaremos a cenar.

—Ni soñarlo —dijo tío Vernon. Harry lo oyó ponerse en pie y caminar nerviosamente por la sala—. Recogerán al chico y se irán. No se entretendrán. Eso... si es que vienen. A lo mejor se han confundido de día. Me atrevería a decir que la gente de su clase no le da mucha importancia a la puntualidad. O bien es que en vez de coche tienen una cafe­tera que se les ha avena... ¡Ahhhhhhhhhhhhh!

Harry pegó un salto. Del otro lado de la puerta de la sala le llegó el ruido que hacían los Dursley moviéndose ate­rrorizados y descontroladamente por la sala. Un instante después, Dudley entró en el recibidor como una bala, com­pletamente lívido.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry—. ¿Qué ocurre? Pero Dudley parecía incapaz de hablar y, con movi­mientos de pato y agarrándose todavía las nalgas con las manos, entró en la cocina. En el interior de la chimenea de los Dursley, que tenía empotrada una estufa eléctrica que simulaba un falso fuego, se oían golpes y rasguños.

—¿Qué es eso? —preguntó jadeando tía Petunia, que había retrocedido hacia la pared y miraba aterrorizada la estufa—. ¿Qué es, Vernon?

La duda sólo duró un segundo. Desde dentro de la chi­menea cegada se podían oír voces.

—¡Ay! No, Fred... Vuelve, vuelve. Ha habido algún error. Dile a George que no... ¡Ay! No, George, no hay espa­cio. Regresa enseguida y dile a Ron...

—A lo mejor Harry nos puede oír, papá... A lo mejor puede ayudarnos a salir...

Se oyó golpear fuerte con los puños al otro lado de la estufa.

—¡Harry! Harry, ¿nos oyes?

Los Dursley rodearon a Harry como un par de lobos hambrientos.

—¿Qué es eso? —gruñó tío Vernon—. ¿Qué pasa?

—Han... han intentado llegar con polvos flu —explicó Harry, conteniendo unas ganas locas de reírse—. Pueden viajar de una chimenea a otra... pero no se imaginaban que la chimenea estaría obstruida. Un momento...

Se acercó a la chimenea y gritó a través de las tablas:

—¡Señor Weasley! ¿Me oye?

El martilleo cesó. Alguien, dentro de la chimenea, chis­tó: «¡Shh!»

—¡Soy Harry, señor Weasley. ..! La chimenea está cegada. No podrán entrar por aquí.

—¡Maldita sea! —dijo la voz del señor Weasley—. ¿Para qué diablos taparon la chimenea?

—Tienen una estufa eléctrica —explicó Harry.

—¿De verdad? —preguntó emocionado el señor Weas­ley—. ¿Has dicho ecléctica? ¿Con enchufe? ¡Santo Dios! ¡Eso tengo que verlo...! Pensemos... ¡Ah, Ron!

La voz de Ron se unió a la de los otros.

—¿Qué hacemos aquí? ¿Algo ha ido mal?

—No, Ron, qué va —dijo sarcásticamente la voz de Fred—. Éste es exactamente el sitio al que queríamos venir.

—Sí, nos lo estamos pasando en grande —añadió Geor­ge, cuya voz sonaba ahogada, como si lo estuvieran aplas­tando contra la pared.

—Muchachos, muchachos... —dijo vagamente el señor Weasley—. Estoy intentando pensar qué podemos hacer... Sí... el único modo... Harry, échate atrás.

Harry se retiró hasta el sofá, pero tío Vernon dio un paso hacia delante.

—¡Esperen un momento! —bramó en dirección a la chi­menea—. ¿Qué es lo que pretenden...?

¡BUM!

La estufa eléctrica salió disparada hasta el otro extremo de la sala cuando todas las tablas que tapaban la chime­nea saltaron de golpe y expulsaron al señor Weasley, Fred, George y Ron entre una nube de escombros y gravilla suelta. Tía Petunia dio un grito y cayó de espaldas sobre la mesita del café. Tío Vernon la cogió antes de que pegara contra el suelo, y se quedó con la boca abierta, sin habla, mirando a los Weasley, todos con el pelo de color rojo vivo, incluyendo a Fred y George, que eran idénticos hasta el último detalle.

—Así está mejor —dijo el señor Weasley, jadeante, sa­cudiéndose el polvo de la larga túnica verde y colocándose bien las gafas—. ¡Ah, ustedes deben de ser los tíos de Harry!

Alto, delgado y calvo, se dirigió hacia tío Vernon con la mano tendida, pero tío Vernon retrocedió unos pasos para alejarse de él, arrastrando a tía Petunia e incapaz de pro­nunciar una palabra. Tenía su mejor traje cubierto de polvo blanco, así como el cabello y el bigote, lo que lo hacía parecer treinta años más viejo.

—Eh... bueno... disculpe todo esto —dijo el señor Weas­ley, bajando la mano y observando por encima del hombro el estropicio de la chimenea—. Ha sido culpa mía: no se me ocurrió que podía estar cegada. Hice que conectaran su chi­menea a la Red Flu, ¿sabe? Sólo por esta tarde, para que pudiéramos recoger a Harry. Se supone que las chimeneas de los muggles no deben conectarse... pero tengo un conocido en el Equipo de Regulación de la Red Flu que me ha hecho el favor. Puedo dejarlo como estaba en un segundo, no se preocupe. Encenderé un fuego para que regresen los mu­chachos, y repararé su chimenea antes de desaparecer yo mismo.

Harry sabía que los Dursley no habían entendido ni una palabra. Seguían mirando al señor Weasley con la boca abierta, estupefactos. Con dificultad, tía Petunia se alzó y se ocultó detrás de tío Vernon.

—¡Hola, Harry! —saludó alegremente el señor Weas­ley—. ¿Tienes listo el baúl?

—Arriba, en la habitación —respondió Harry, devol­viéndole la sonrisa.

—Vamos por él —dijo Fred de inmediato. Él y George salieron de la sala guiñándole un ojo a Harry. Sabían dónde estaba su habitación porque en una ocasión lo habían ayu­dado a fugarse de ella en plena noche. A Harry le dio la im­presión de que Fred y George esperaban echarle un vistazo a Dudley, porque les había hablado mucho de él.

—Bueno —dijo el señor Weasley, balanceando un poco los brazos mientras trataba de encontrar palabras con las que romper el incómodo silencio—. Tie... tienen ustedes una casa muy agradable.

Como la sala habitualmente inmaculada se hallaba ahora cubierta de polvo y trozos de ladrillo, este comentario no agradó demasiado a los Dursley. El rostro de tío Vernon se tiñó otra vez de rojo, y tía Petunia volvió a quedarse bo­quiabierta. Pero tanto uno como otro estaban demasiado asustados para decir nada.

El señor Weasley miró a su alrededor. Le fascinaba todo lo relacionado con los muggles. Harry lo notó impacien­te por ir a examinar la televisión y el vídeo.

—Funcionan por eclectricidad, ¿verdad? —dijo en tono de entendido—. ¡Ah, sí, ya veo los enchufes! Yo colecciono enchufes —añadió dirigiéndose a tío Vernon—. Y pilas. Tengo una buena colección de pilas. Mi mujer cree que estoy chiflado, pero ya ve.

Era evidente que tío Vernon era de la misma opinión que la señora Weasley. Se movió ligeramente hacia la de­recha para ponerse delante de tía Petunia, como si pensa­ra que el señor Weasley podía atacarlos de un momento a otro.

Dudley apareció de repente en la sala. Harry oyó el gol­peteo del baúl en los peldaños y comprendió que el ruido había hecho salir a Dudley de la cocina. Fue caminando pe­gado a la pared, vigilando al señor Weasley con ojos desor­bitados, e intentó ocultarse detrás de sus padres. Por des­gracia, las dimensiones de tío Vernon, que bastaban para ocultar a la delgada tía Petunia, de ninguna manera podían hacer lo mismo con Dudley.

—¡Ah, éste es tu primo!, ¿no, Harry? —dijo el señor Weasley, tratando de entablar conversación.

—Sí —dijo Harry—, es Dudley.

Él y Ron se miraron y luego apartaron rápidamente la vista. La tentación de echarse a reír fue casi irresistible. Dudley seguía agarrándose el trasero como si tuviera miedo de que se le cayera. El señor Weasley, en cambio, parecía sinceramente preocupado por el peculiar comportamiento de Dudley. Por el tono de voz que empleó al volver a hablar, Harry comprendió que el señor Weasley suponía a Dudley tan mal de la cabeza como los Dursley lo suponían a él, con la diferencia de que el señor Weasley sentía hacia el mucha­cho más conmiseración que miedo.

—¿Estás pasando unas buenas vacaciones, Dudley? —preguntó cortésmente.

Dudley gimoteó. Harry vio que se agarraba aún con más fuerza el enorme trasero.

Fred y George regresaron a la sala, transportando el baúl escolar de Harry. Miraron a su alrededor en el momen­to en que entraron y distinguieron a Dudley. Se les iluminó la cara con idéntica y maligna sonrisa.

—¡Ah, bien! —dijo el señor Weasley—. Será mejor darse prisa.

Se remangó la túnica y sacó la varita. Harry vio a los Dursley echarse atrás contra la pared, como si fueran uno solo.

¡Incendio! —exclamó el señor Weasley, apuntando con su varita al orificio que había en la pared.

De inmediato apareció una hoguera que crepitó como si llevara horas encendida. El señor Weasley se sacó del bolsi­llo un saquito, lo desanudó, cogió un pellizco de polvos de dentro y lo echó a las llamas, que adquirieron un color verde esmeralda y llegaron más alto que antes.

—Tú primero, Fred —indicó el señor Weasley.

—Voy —dijo Fred—. ¡Oh, no! Esperad...

A Fred se le cayó del bolsillo una bolsa de caramelos, y su contenido rodó en todas direcciones: grandes caramelos con envoltorios de vivos colores.

Fred los recogió a toda prisa y los metió de nuevo en los bolsillos; luego se despidió de los Dursley con un gesto de la mano y avanzó hacia el fuego diciendo: «¡La Madriguera!» Tía Petunia profirió un leve grito de horror. Se oyó una es­pecie de rugido en la hoguera, y Fred desapareció.

—Ahora tú, George —dijo el señor Weasley—. Con el baúl.

Harry ayudó a George a llevar el baúl hasta la hoguera, y lo puso de pie para que pudiera sujetarlo mejor. Luego, gritó «¡La Madriguera!», se volvió a oír el rugido de las llamas y George desapareció a su vez.

—Te toca, Ron —indicó el señor Weasley.

—Hasta luego —se despidió alegremente Ron. Tras di­rigirle a Harry una amplia sonrisa, entró en la hoguera, gri­tó «¡La Madriguera!» y desapareció.

Ya sólo quedaban Harry y el señor Weasley.

—Bueno... Pues adiós —les dijo Harry a los Dursley.

Pero ellos no respondieron. Harry avanzó hacia el fue­go; pero, justo cuando llegaba ante él, el señor Weasley lo sujetó con una mano. Observaba atónito a los Dursley.

—Harry les ha dicho adiós —dijo—. ¿No lo han oído?

—No tiene importancia —le susurró Harry al señor Weasley—. De verdad, me da igual.

Pero el señor Weasley no le quitó la mano del hombro.

—No va a ver a su sobrino hasta el próximo verano —dijo indignado a tío Vernon—. ¿No piensa despedirse de él?

El rostro de tío Vernon expresó su ira. La idea de que un hombre que había armado aquel estropicio en su sala de es­tar le enseñara modales era insoportable. Pero el señor Weasley seguía teniendo la varita en la mano, y tío Vernon clavó en ella sus diminutos ojos antes de contestar con tono de odio:

—Adiós.

—Hasta luego —respondió Harry, introduciendo un pie en la hoguera de color verde, que resultaba de una agrada­ble tibieza. Pero en aquel momento oyó detrás de él un ho­rrible sonido como de arcadas y a tía Petunia que se ponía a gritar.

Harry se dio la vuelta. Dudley ya no trataba de ocultarse detrás de sus padres, sino que estaba arrodillado junto a la mesita del café, resoplando y dando arcadas ante una cosa roja y delgada de treinta centímetros de largo que le salía de la boca. Tras un instante de perplejidad, Harry comprendió que aquella cosa era la lengua de Dudley... y vio que delante de él, en el suelo, había un envoltorio de colores brillantes.

Tía Petunia se lanzó al suelo, al lado de Dudley, agarró el extremo de su larga lengua y trató de arrancársela; como es lógico, Dudley gritó y farfulló más que antes, intentando que ella desistiera. Tío Vernon daba voces y agitaba los bra­zos, y el señor Weasley no tuvo más remedio que gritar para hacerse oír.

—¡No se preocupen, puedo arreglarlo! —chilló, avan­zando hacia Dudley con la mano tendida.

Pero tía Petunia gritó aún más y se arrojó sobre Dudley para servirle de escudo.

—¡No se pongan así! —dijo el señor Weasley, desespe­rado—. Es un proceso muy simple. Era el caramelo. Mi hijo Fred... es un bromista redomado. Pero no es más que un en­cantamiento aumentador... o al menos eso creo. Déjenme, puedo deshacerlo...

Pero, lejos de tranquilizarse, los Dursley estaban cada vez más aterrorizados: tía Petunia sollozaba como una his­térica y tiraba de la lengua de Dudley dispuesta a arrancár­sela; Dudley parecía estar ahogándose bajo la doble presión de su madre y de su lengua; y tío Vernon, que había perdido completamente el control de sí mismo, cogió una figura de porcelana del aparador y se la tiró al señor Weasley con to­das sus fuerzas. Éste se agachó, y la figura de porcelana fue a estrellarse contra la descompuesta chimenea.

—¡Vaya! —exclamó el señor Weasley, enfadado y blan­diendo la varita—. ¡Yo sólo trataba de ayudar!

Aullando como un hipopótamo herido, tío Vernon aga­rró otra pieza de adorno.

—¡Vete, Harry! ¡Vete ya! —gritó el señor Weasley, apuntando con la varita a tío Vernon—. ¡Yo lo arreglaré!

Harry no quería perderse la diversión, pero un segundo adorno le pasó rozando la oreja izquierda, y decidió que sería mejor dejar que el señor Weasley resolviera la situación. Entró en el fuego dando un paso, sin dejar de mirar por en­cima del hombro mientras decía «¡La Madriguera!». Lo últi­mo que alcanzó a ver en la sala de estar fue cómo el señor Weasley esquivaba con la varita el tercer adorno que le arrojaba tío Vernon mientras tía Petunia chillaba y cubría con su cuerpo a Dudley, cuya lengua, como una serpiente pi­tón larga y delgada, se le salía de la boca. Un instante des­pués, Harry giraba muy rápido, y la sala de estar de los Dursley se perdió de vista entre el estrépito de llamas de co­lor esmeralda.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 451


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