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III. EN LA ROMERÍA

La familia llegó a la romería con la boca dulce; entre la gaseosa y el polvo se suele formar en el paladar un sabor muy dulce, un sabor que casi se puede masticar como la mantequilla.

La romería estaba llena de soldados, llevaban un mes haciendo prácticas por aquellos terrenos, y los jefes, el día de la romería, les habían dado suelta.

—Hoy, después de teórica —había dicho cada sargento—, tienen ustedes permiso hasta la puesta del sol. Se prohibe la embriaguez y el armar bronca con los paisanos. La vigilancia tiene órdenes muy severas sobre el mantenimiento de la compostura. Orden del coronel. Rompan filas, ¡arm...!*

Los soldados, efectivamente, eran muchos; pero por lo que se veía, se portaban bastante bien. Unos bailaban con las criadas, otros daban conversación a alguna familia con buena merienda* y otros cantaban, aunque fuese con acento andaluz, una canción que era así:

Adiós, Pamplona,

Pamplona de mi querer,

mi querer.

Adiós, Pamplona,

cuándo te volveré a ver.

Eran las viejas canciones de la guerra civil, que ellos no hicieran porque cuando lo de la guerra civil tenían once o doce años, que se habían ido transmitiendo, de quinta en quinta*, como los apellidos de padres a hijos. La segunda parte decía:

No me marcho por las chicas,

que las chicas guapas son,

guapas son.

Me marcho porque me llaman

a defender la nación.

Los soldados no estaban borrachos, y a lo más que llegaban, algunos que otros, era a dar* algún traspiés, como si lo estuvieran.

La familia se sentó a pocos metros de la carretera detrás de unos puestos de churros y rodeada de otras familias que cantaban a gritos y se reían a carcajadas. Los niños jugaban todos juntos revolcándose sobre la tierra, y de vez on cuando alguno se levantaba llorando, con un rasponazo* en la rodilla o una pequeña descalabradura en la cabeza.

Los niños de doña Encarnación miraban a los otros niños con envidia. Verdaderamente, los niños del montón, los niños a quienes sus familias les dejaban revolcarse por el suelo, eran unos niños felices, triscadores como cabras, libres como los pájaros del cielo, que hacían lo que les daba la gana y a nadie le parecía mal.

Luisito, después de mucho pensarlo, se acercó a su madre, zalamero como un perro cuando menea la cola.

—Mamá, ¿me dejas jugar con esos niños?

La madre miró para el grupo y frunció el ceño.

—¿Con esos bárbaros? ¡Ni hablar! Son todos una partida de cafres*.

Después, doña Encarnación infló el papo* y continuó.

—Y además, no sé cómo te atreves ni a abrir la boca después de como te has puesto el pantalón de resina. ¡Vergüenza debiera darte!



El niño, entre la alegría de los demás, se azaró de estar triste y se puso colorado hasta las orejas. En aquellos momentos sentía hacia su madre un odio infinito.

La madre volvió a la carga.

—Ya te compró tu padre una gaseosa. ¡Eres insaciable!

El niño empezó a llorar por dentro con una amargura infinita. Los ojos le escocían como si los tuviese quemados, la boca se le quedó seca y nada faltó para que empezase a llorar, también por fuera, lleno de rabia y de desconsuelo.

Algunas familias precavidas habían ido a la romería con la mesa de comedor y seis sillas a cuestas. Sudaron mucho para traer todos los bártulos y no perder a los niños por el camino, pero ahora tenían su compensa­ción y estaban cómodamente sentados en torno a la mesa, merendando o jugando a la brisca como en su propia casa.

Luisito se distrajo mirando para una de aquellas familias y, al final, todo se le fue pasando. El chico tenía buen fondo* y no era vengativo ni rencoroso.

Un cojo, que enseñaba a la caridad de las gentes un muñón bastante asqueroso, pedía limosna a gritos al lado de un tenderete* de rosquillas; de vez en vez caía alguna perra y entonces el cojo se la tiraba a la rosquillera*. — ¡Eh! —le gritaba—. ¡De las blancas! Y la rosquillera, que era una tía gorda, picada de viruela, con los ojos pitañosos y las

carnes blandengues y mal sujetas, le echaba por los aires una rosquilla blanca como la nieve vieja, sabrosa como el buen pan del hambre y dura como el pedernal. Los dos tenían bastante buen tino.

Un ciego salmodiaba preces a Santa Lucía en un rincón del toldo del tiro al blanco, y una gitana joven, bella y descalza, con un niño de días al pecho y otro, barrigoncete, colgado de la violenta saya de lunares, ofrecía la buenaventura por los corros.

Un niño de seis o siete años cantaba flamenco acompañándose con sus propias palmas, y un vendedor de pitos atronaba la romería tocando el no me mates con tomate, mátame con bacalao.

—Oiga, señor, ¿también se puede tocar una copita de ojén?

Doña Encarnación se volvió hacia el hijo hecha un basilisco.

— ¡Cállate, bobo! ¡Que pareces tonto! Naturalmente que se puede tocar; ese señor puede tocar todo lo que le dé la real gana.

El hombre de los pitos sonrió, hizo una reverencia y siguió paseando, parsimoniosamente, para arriba y para abajo, tocando ahora lo de la copita de ojén para tomar con café.

El cabeza de familia y su suegra, doña Adela, decidieron que un día era un día y que lo mejor sería comprar unos churros a las criaturas.

—¿Cómo se les va a pedir que tengan sentido a estas criaturitas? —decía doña Adela en un rapto da ternura y de comprensión.

—Claro, claro...

Luisito se puso contento por lo de los chu­rros, aunque cada vez entendía menos todo

lo que pasaba. Los demás niños también se pusieron muy alegres. Unos soldados pasaron cantando:

Y si no se le quitan bailando

los colores a la tabernera,

y si no se le quitan bailando,

dejailá, dejailá que se muera.

Unos borrachos andaban a patadas con una bota vacía, y un corro de flacos veraneantes de ambos sexos cantaba a coro la siguiente canción:

Si soy como soy y no como tú quieres

qué culpa tengo yo de ser así.

Daba pena ver con qué seriedad se aplicaban a su gilipollez*.

Cuando la familia se puso en marcha, en el camino de vuelta al pueblo, el astro rey se complacía en teñir de color sangre unas nubecitas alargadas que había allá lejos, en el horizonte.

IV. EL REGRESO

que en la romería no lo había pasado demasiado bien. Por la carretera abajo, con la romería ya a la espalda, la familia iba desinflada y triste como un viejo acordeón mojado. Se había levantado un gris fresquito, un airecillo serrano que se colaba por la piel, y la familia, que formaba ahora una piña* compacta, caminaba en silencio, con los pies cansados, la memoria vacía, el pelo y las ropas llenos de polvo, la ilusión

defraudada, la garganta seca y las carnes llenas de un frío inexplicable.

A los pocos centenares de pasos se cerró la noche sobre el camino: una noche oscura, sin luna, una noche solitaria y medrosa como una mujer loca y vestida de luto que vagase por los montes. Un buho silbaba, pesadamente, des­de el bosquecillo de pinos, y los murciélagos volaban, como atontados, a dos palmos de las cabezas de los caminantes. Alguna bicicleta o algún caballo adelantaban, de trecho en trecho, a la familia, y al sordo y difuso rumor de la romería había sucedido un silencio tendido, tan sólo roto, a veces, por unas voces lejanas de bronca o de jolgorio.

Luisito, el niño mayor, se armó de valentía y habló.

—Mamá.

—¿Qué?

—Me canso.

—¡Aguántate! También nos cansamos los demás y nos aguantamos. ¡Pues estaría bueno!*

El niño, que iba de la mano del padre, se calló como se calló su padre. Los niños, en esa edad en que toda la fuerza se les va en crecer, son susceptibles y románticos; quieren, confusamente, un mundo bueno, y no entien­den nada de todo lo que pasa a su alrededor.

El padre le apretó la mano.

—Oye, Encarna, que me parece que este niño quiere hacer sus cosas.

El niño sintió en aquellos momentos un inmenso cariño hacia su padre.

—Que se espere a que lleguemos a casa; éste no es sitio. No le pasará nada por aguantarse un poco; ya verás como no revienta. ¡No sé

quién me habrá metido a mí a venir a esta romería, a cansarnos y a ponernos perdidos!

El silencio volvió de nuevo a envolver al grupo. Luisito aprovechándose de la oscuridad, dejó que dos gruesos y amargos lagrimones le rodasen por las mejillas. Iba triste, muy triste y se tenía por uno de los niños más desgracia­dos del mundo y por el más infeliz y desdichado, sin duda alguna, de toda la colonia.

Sus hermanos, arrastrando cansinamente los pies por la polvorienta carretera, notaban una vaga e imprecisa sensación de bienestar, mezcla de crueldad y de compasión, de alegría y de dolor.

La familia, aunque iba despacio, adelantó a una pareja de enamorados, que iba aún más despacio todavía.

Doña Adela se puso a rezongar en voz baja diciendo que aquello no era más que frescura, desvergüenza y falta de principios. Para la señora era recusable todo lo que no fuera el nirvana* o la murmuración, sus dos ocupaciones favoritas.

Un perro aullaba, desde my lejos, prolonga­damente, mientras los grillos cantaban, sin demasiado entusiasmo, entre los sembrados.

A fuerza de andar y andar, la familia, al tomar una curva que se llamaba el recodo del Cura, se encontró cerca ya de las primeras luces del pueblo. Un suspiro de alivio sonó, muy bajo, dentro de cada espíritu. Todos, hasta el cabeza de familia, que al día siguiente, muy temprano, tendría que coger el tren camino de la capital y de la oficina, notaron una alegría inconfesable al encontrarse ya tan cerca de casa; después de todo, la excursión podía darse

por bien empleada sólo por sentir ahora que ya no faltaban sino* minutos para terminarla. El cabeza de familia se acordó de un chiste que sabía y se sonrió. El chiste lo había leído en el periódico, en una sección titulada, con mucho ingenio, El humor de los demás: un señor estaba de pie en una habitación pegándose mar-tillazos en la cabeza y otro señor que estaba sen­tado le preguntaba: pero, hombre, Peters, ¿por qué se pega usted esos martillazos?, y Peters, con un gesto beatífico, le respondía: ¡ah, si viese usted lo a gusto que quedo cuando paro!

En la casa, cuando la familia llegó, estaban ya las dos criadas, la Nico y la Estrella, pre­parando la cena y trajinando de un lado para otro.

— ¡Hola, señorita! ¿Lo han pasado bien?

Doña Encarnación hizo un esfuerzo.

—Sí, hija; muy bien. Los niños la han gozado mucho. ¡A ver, niños!—cambió—, ¡quitaos los pantalones, que así vais a ponerlo todo perdido de resina!

La Estrella, que era la niñera —una chica peripuesta y pizpireta, con los labios y las uñas pintados y todo el aire de una señorita de conjunto sin contrato que quiso veranear y reponerse un poco—, se encargó de que los niños obedecieran.

Los niños, en pijama y bata, cenaron y se acostaron. Como estaban rendidos se durmie­ron en seguida. A la niña de la avispa, a la Encarnita, ya le había pasado el dolor; ya casi ni tenía hinchada la picadura.

El cabeza de familia, su mujer y su suegra cenaron a renglón seguido de acostarse los

niños. Al principio de la cena hubo cierto emba­razoso silencio; nadie se atrevía a ser quien primero hablase: la excursión a la romería estaba demasiado fija en la memoria de los tres. El cabeza de familia, para distraerse, pensaba en la oficina; tenía entre manos un expediente para instalación de nueva industria*, muy entretenido*; era un caso bonito, incluso de cierta dificultad, en torno al que giraban intereses muy considerables. Su señora servía platos y fruncía el ceño para que todos se diesen cuenta de su mal humor. La suegra suspiraba profundamente entre sorbo y sorbo de vichy.

—¿Quieres más?

—No, muchas gracias; estoy muy satisfecho.

— ¡Qué fino te has vuelto!

—No, mujer; como siempre...

Tras otro silencio prolongado, la suegra echó su cuarto a espadas.

—Yo no quiero meterme en nada, allá vosotros; pero yo siempre os dije que me parecía una barbaridad grandísima meter a los niños semejante caminata en el cuerpo.

La hija levantó la cabeza y la miró; no pensaba en nada. El yerno bajó la cabeza y miró para el plato, para la rueda de pescadilla frita; empezó a pensar, procurando fijar bien la atención, en aquel interesante expediente de instalación de nueva industria.

Sobre las tres cabezas se mecía un vago presentimiento de tormenta...

 


Date: 2015-12-11; view: 851


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