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I. LOS PREPARATIVOS

El cabeza de familia vino todo el tiempo pensando en la romería; en el tren, la gente no hablaba de otra cosa.

—¿Te acuerdas cuando Paquito, el de la de telégrafos, le saltó el ojo* a la doña Pura?

—Sí que me acuerdo; aquella sí que fue

sonada*. Un guardia civil decía que tenía que venir el señor juez a levantar el ojo.

—¿Y te acuerdas de cuando aquel señorito se cayó, con pantalón blanco y todo*, en la sartén del churrero?

—También me acuerdo. ¡Qué voces pegaba el condenado! ¡En seguida se echaba de ver que eso de estar frito debe dar mucha rabia!

El cabeza de familia iba los sábados al pueblo, a ver a los suyos, y regresaba a la capital el lunes muy de mañana para que le diese tiempo de llegar a buena hora a la oficina. Los suyos, como él decía, eran siete: su señora, cinco niños y la mamá de su señora. Su señora se llamaba doña Encarnación y era gorda y desconsiderada; los niños eran todos largos y delgaditos, y se llamaban: Luis (diez años), Encarnita (ocho años), José MaríaT(seis años), Laurentino (cuatro años) y Adelita (dos años). Por los veranos se les pegaba un poco el sol y tomaban un color algo bueno, pero al mes de estar de vuelta en la capital, estaban otra vez pálidos y ojerosos como agonizantes. La mamá de su señora se llamaba doña Adela y, además de gorda y desconsiderada, era coqueta y exigente. ¡A la vejez, viruelas*! La tal doña Adela era un vejestorio repipio* que tenía alma de gusano comemuertos.

El cabeza de familia estaba encantado de ver lo bien que había caído su proyecto* de ir todos juntos a merendar a la romería. Lo dijo a la hora de la cena y todos se acostaron pronto para estar bien frescos y descansados al día siguiente.

El cabeza de familia, después de cenar, se sentó en el jardín en mangas de camisa, como

hacía todos los sábados por la noche, a fumarse un cigarrillo y pensar en la fiesta. A veces, sin embargo, se distraía y pensaba en otra cosa: en la oficina, por ejemplo, o en el plan Marshall*, o en el campeonato de copa.

Y llegó el día siguiente. Doña Adela dis­puso que, para no andarse con apuros de última hora, lo mejor era ir a misa de siete en vez de a misa de diez. Levantaron a los niños media hora antes, les dieron el desayuno y los prepararon de domingo; hubo sus prisas y sus carreras, porque media hora es tiempo que pronto pasa, pero al final se llegó a tiempo.

Al cabeza de familia lo despertó su señora.

— ¡Arriba, Carlitos; vamos a misa!
—Pero, ¿qué hora es?

—Son las siete menos veinte.

El cabeza de familia adoptó un aire suplicante.



—Pero, mujer, Encarna, déjame dormir, que estoy muy cansado; ya iré a misa más tarde.

—Nada. ¡Haberte acostado antes!* Lo que tú quieres es ir a misa de doce.

—Pues, sí. ¿Qué ves de malo?

—¡Claro! ¡Para que después te quedes a tomar un vermú con los amigos! ¡Estás tú muy visto!

A la vuelta de misa, a eso de las ocho menos cuarto, el cabeza de familia y los cinco niños se encontraron con que no sabían lo que hacer. Los niños se sentaron en la escalerita del jardín, pero doña Encarna les dijo que iban a coger frío, así, sin hacer nada. Al padre se le ocurrió que diesen todos juntos, con él a la cabeza, un paseíto por unos desmontes que

había detrás de la casa, pero la madre dijo que eso no se le hubiera ocurrido ni al que asó la manteca*, y que los niños lo que necesitaban era estar descansados para por la tarde. El cabeza de familia, en vista de su poco éxito, subió hasta la alcoba, a ver si podía echarse un rato, un poco a traición, pero se encontró con que a la cama ya le habían quitado las ropas. Los niños anduvieron vagando como almas en pena hasta eso de las diez, en que los niños del jardín de al lado se levantaron y el día empezó a tomar, poco más o menos, el aire de todos los días.

A las diez también, o quizá un poco más tarde, el cabeza de familia compró el periódico de la tarde anterior y una revista taurina, con lo que, administrándola bien, tuvo lectura casi hasta el mediodía. Los niños, que no se hacían cargo de las cosas, se portaron muy mal y se pusieron perdidos de tierra; de todos ellos, la única que se portó un poco bien fue Encarnita—que llevaba un trajecito azulina y un gran lazo malva en el pelo—, pero la pobre tuvo mala suerte, porque le picó una avispa en un carrillo, y doña Adela, su abuelita, que la oyó gritar, salió hecha un basilisco, la llamó mañosa y antojadiza y le dio media docena de tortas*, dos de ellas bastante fuertes. Después, cuando doña Adela se dio cuenta de que a la nieta lo que le pasaba era que le había picado una avispa, le empezó a hacer arrumacos y a compadecerla, y se pasó el resto de la mañana apretándole una perra gorda* contra la picadura.

—Esto es lo mejor. Ya verás como esta moneda pronto te alivia.

La niña decía que sí, no muy convencida, porque sabía que a la abuelita lo mejor era no contradecirla y decirle a todo amén*.

Mientras tanto, la madre, doña Encarna, daba órdenes a las criadas como un general en plena batalla. El cabeza de familia leía, por aquellos momentos, la reseña de una faena de Paquito Muñoz. Según el revistero, el chico había estado muy bien...

Y el tiempo, que es lento, pero seguro, fue pasando, hasta que llegó la hora de comer. La comida tardó algo más que de costumbre, porque con eso de haber madrugado tanto, ya se sabe: la gente se confía y, al final, los unos por los otros, la casa sin barrer.

A eso de las tres o tres y cuarto, el cabeza de familia y los suyos se sentaron a la mesa. Tomaron de primer plato fabada asturiana; al cabeza de familia, en verano, le gustaban mucho las ensaladas y los gazpachos y, en general, los platos en crudo. Después tomaron filetes, y de postre, un plátano. A la niña de la avispa le dieron, además, un caramelo de menta; el angelito tenía el carrillo como un volcán. Su padre, para consolarla, le explicó que peor había quedado la avispa, insecto que se caracteriza, entre otras cosas, porque, para herir, sacrifica su vida. La niña decía ¿sí?, pero no tenía un gran aire de estar oyendo eso que se llama una verdad como una casa*, ni denotaba, tampoco, un interés excesivo, digámoslo así.

Después de comer, los niños recibieron la orden de ir a dormir la siesta, porque como los días eran tan largos, lo mejor sería salir hacia eso de las seis. A Encarnita la dejaron que no

se echase, porque para eso le había picado una avispa.

Doña Adela y doña Encarnación se metieron en la cocina a dar los últimos toques a la cesta con la tortilla de patatas, los filetes empanados y la botella de vichy catalán para la vieja, que andaba nada más que regular de las vías digestivas; los niños se acostaron, por eso de que a la fuerza ahorcan*, y el cabeza de familia y la Encarnita se fueron a dar un paseíto para hacer la digestión y contemplar un poco la naturaleza, que es tan varia.

El reloj marcaba las cuatro. Guando el minutero diese dos vueltas completas, a las seis, la familia se pondría en marcha, carretera adelante, camino de la romería.

Todos los años había una romería...

II. EL CAMINO

Contra lo que en un principio se había pensado, doña Encarnación y doña Adela levantaron a los niños de la siesta a las cuatro y media. Acabada de preparar la cesta con las vituallas de la merienda, nada justificaba ya esperar una hora larga sin hacer nada, mano sobre mano como unos tontos.

Además el día era bueno y hermoso, incluso demasiado bueno y hermoso, y convenía aprovechar un poco el sol y el aire.

Dicho y hecho; no más dadas las cinco, la familia se puso en marcha camino de la romería. Delante iban el cabeza de familia y los dos hijos mayores: Luis, que estaba ya hecho un pollo, y Encarnita, la niña a quien le había picado la avispa; les seguía doña Adela con

José María y Laurentíno. Uno de cada mano, y cerraba la comitiva doña Encarnación, con Adelita en brazos. Entre la cabeza y la cola de la comitiva, al principio no había más que unos pasos; pero a medida que fueron andando, la distancia fue haciéndose mayor y, al final, estaban separados casi por un kilómetro; ésta es una de las cosas que más preocupan a los sargentos cuando tienen que llevar tropa por el monte: que los soldados se les van sembrando por el camino.

La cesta de la merienda, que pesaba bastan­te, la llevaba Luis en la sillita de ruedas de su hermana pequeña. A las criadas, la Nico y la Estrella, les habían dado suelta, porque, en realidad, no hacían más que molestar, todo el día por el medio, metiéndose donde no las llamaban.

Durante el trayecto pasaron las cosas de siempre, poco más o menos: un niño tuvo sed y le dieron un capón* porque no había agua por ningún lado; otro niño quiso hacer una cosa y le dijeron a gritos que eso se pedía antes de salir de casa; otro niño se cansaba y le preguntaron, con un tono de desprecio profundo, que de qué le servía respirar el aire de la sierra. Novedades gordas, ésa es la verdad, no hubo ninguna digna de mención.

Por el camino, al principio, no había nadie —algún pastorcito, quizá, sentado sobre una piedra y con las ovejas muy lejos—, pero al irse acercando a la romería fueron apareciendo mendigos aparatosos, romeros muy repeinados que llegaban por otros atajos, algún buhonero tuerto o barbudo con la bandeja de baratijas colgada del cuello, guardiaciviles de servicio,

parejas de enamorados que estaban esperando a que se pusiese el sol, chicos de la colonia* ya mayorcitos —de catorce a quince años— que decían que estaban cazando ardillas, y soldados, muchos soldados, que formaban grupos y cantaban asturianadas, jotas y el mariachi con un acento muy en su punto.

A la vista ya de la romería —así como a unos quinientos metros de la romería—, el cabeza de familia y Luis y Encarnita, que estaba ya mejor de la picadura, se sentaron a esperar al resto de la familia. El pinar ya había empezado y, bajo la copa de los pinos, el calor era aún más sofocante que a pleno sol. El cabeza de familia, nada más salir* de casa, había echado la americana en la silla de Adelita y se había remangado la camisa y ahora los brazos los tenía todos colorados y le escocían bastante; Luis le explicaba que eso le sucedía por falta de costumbre, y que don Saturnino, el padre de un amigo suyo, lo pasó muy mal hasta que mudó la piel. Encarnita decía que sí, que claro; sentada en una piedra un poco alta, con su trajecito azulina y su gran lazo, la niña estaba muy mona, esa es la verdad; parecía uno do esos angelitos que van en las procesiones.

Cuando llegaron la abuela y los dos nietos y al cabo de un rato, la madre con la niña pequeña en brazos, se sentaron también a reponer fuerzas, y dijeron que el paisaje era muy hermoso y que era una bendición de Dios poder tomarse un descanso todos los años para coger fuerzas para el invierno.

—Es muy tonificador —decía doña Adela echando un trago de la botella de vichy catalán—, lo que se dice muy tonificador.

Los demás tenían bastante sed, pero se la tuvieron que aguantar porque la botella de la vieja era tabú —igual que una vaca sagrada— y fuente no había ninguna en dos leguas a la redonda. En realidad, habían sido poco precavidos, porque cada cual podía haberse traído su botella; pero, claro está, a lo hecho, pecho: aquello ya no tenía remedio y, además, a burro muerto, cebada al rabo*.

La familia, sentada a la sombra del pinar, con la boca seca, los pies algo cansados y toda la ropa llena de polvo, hacía verdaderos es­fuerzos por sentirse feliz. La abuela, que era la que había bebido, era la única que hablaba:

— ¡Ay, en mis tiempos! ¡Aquéllas sí que eran romerías!

El cabeza de familia, su señora y los niños, ni la escuchaban; el tema era ya muy conocido, y además la vieja no admitía interrupciones. Una vez en que, a eso de ¡ay, en mis tiempos!, el yerno le contestó, en un rapto* de valor: ¿se refiere usted a cuando don Amadeo?*, se armó un cisco tremendo, que más vale no recor­dar. Desde entonces el cabeza de familia, cuando contaba el incidente a su primo y com­pañero de oficina Jaime Collado, que era así como su confidente y su paño de lágrimas, decía siempre: el pronunciamiento.

Al cabo de un rato de estar todos descan­sando y casi en silencio, el niño mayor se levantó de golpe y dijo:

-¡Ay!

El hubiera querido decir:

— ¡Mirad por dónde viene un vendedor de gaseosas!

Pero lo cierto fue que sólo se le escapó un quejido. La piedra donde se había sentado estaba llena de resina y el chiquillo, al levantarse, se había cogido un pellizco. Los demás, menos doña Adela, se fueron también levantando; todos estaban perdidos de resina*.

Doña Encarnación se encaró con su marido.

—¡Pues sí que has elegido un buen sitio! Esto me pasa a mí por dejaros ir delante, ¡nada más que por eso!

El cabeza de familia procuraba templar gaitas.

—Bueno, mujer, no te pongas así; ya mandaremos la ropa al tinte*.

— ¡Qué tinte ni qué niño muerto*! ¡Esto no hay tinte que lo arregle!

Doña Adela, sentada todavía, decía que su hija tenía razón, que eso no lo arreglaba ningún tinte y que el sitio no podía estar peor elegido.

—Debajo de un pino —decía—, ¿qué va a haber? ¡Pues resina!

Mientras tanto, el vendedor de gaseosas se había acercado a la familia.

— ¡Hay, gaseosas, tengo gaseosas! Señora - le dijo a doña Adela—, ahí se va a poner usted buena de resina*.

El cabeza de familia, para recuperar el favor perdido, le preguntó al hombre:

—¿Están frescas?

— ¡Psché! Más bien del tiempo.
—Bueno, déme cuatro.

Las gaseosas estaban calientes como caldo y sabían a pasta de los dientes. Menos mal que la romería ya estaba, como quien dice, al alcance de la mano.


Date: 2015-12-11; view: 764


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