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EL GALLEGO Y SU CUADRILLA

En la provincia de Toledo, en el mes de agosto, se pueden asar las chuletas sobre las piedras del campo o sobre las losas del empedrado, en los pueblos.

La plaza está en cuesta y el el medio tiene un árbol y un pilón. Por un lado está cerrada con carros, y por el otro con talanqueras. Hace calor y la gente se agolpa donde puede; los guardias tienen que andar bajando mozos del árbol y del pilón. Son las cinco y media de la tarde y la corrida va a empezar. El Gallego dará muerte a estoque a un hermoso novillo-toro de don Luis González, de Ciudad Real.

El Gallego, que saldrá de un momento a otro por una puertecilla que hay al lado de los chiqueros, está blanco como la cal. Sus tres peones* miran para el suelo, en silencio. Llega el alcalde al balcón del ayuntamiento y el alguacil*, al verle, se acerca a los toreros.

—Que salgáis.

En la plaza no hay música, los toreros, que no torean de luces*, se estiran la chaquetilla y salen. Delante van tres, el Gallego, el Chicha y Cascorro. Detrás va Jesús Martín, de Segovia.

Después del paseíllo*, el Gallego pide permiso y se queda en camiseta. En camiseta torea mejor, aunque la camiseta sea a franjas azules y blancas, de marinero.

El Chicha se llama Adolfo Dios, también le llaman Adolfito. Representa tener unos cuarenta años y es algo bizco, grasiento y no muy largo. Lleva ya muchos años rodando por las plazuelas de los pueblos, y una vez, antes de la guerra, un toro le pegó semejante cornada*, en Collado Mediano, que no le destripó de milagro. Desde entonces, el Chicha se anduvo siempre con más ojo*.

Cascorro es natural de Chapinería en la provincia de Madrid, y se llama Valentín Cebollada. Estuvo una temporada, por esas cosas que pasan, encerrado en Ceuta, y de allí volvió con un tatuaje que le ocupa todo el pecho y que representa una señorita peinándose su larga cabellera y debajo un letrero que dice: Lolita García, la mujer más hermosa de Marruecos. ¡Viva España! Cascorro es pequeño y duro y muy sabio en el oficio. Cuando el marrajo de turno se pone a molestar y a empujar más de lo debido, Cascorro lo encela cambiándole los terrenos, y al final siempre se las arregla para que el toro acabe pegándose contra la pared o contra el pilón o contra algo. —Así se ablanda —dice. Jesús Martín, de Segovia, es el puntillero. Es largo y flaco y con cara de pocos amigos.

Tiene una cicatriz que le cruza la cara de lado a lado, y al hablar se ve que es algo tartamudo.

El Chicha, Gascorro y Jesús Martín andan siempre juntos, y cuando se enteraron de que al Gallego le había salido una corrida, se le fuerón a ofrecer. El Gallego se llama Camilo, que es un nombre que abunda algo en su país. Los de la cuadrilla, cuando lo fueron a ver, le decían:



—Usted no se preocupe, don Camilo, nosotros estaremos siempre a lo que usted mande.

El Chicha, Cascorro y Jesús Martín trataban de usted al matador y no le apeaban el tratamiento*: el Gallego andaba siempre de corbata y, de mozo, estuvo varios años estudiando farmacia.

Cuando los toreros terminaron el paseíllo, el alcalde miró para el alguacil y el alguacil lo dijo al de los chiqueros:

—Que le abras.

Se hubiera podido oír el vuelo de un pájaro. La gente se calló y por la puerta del chiquero salió un toro colorao*, viejo, escurrido*, corniveleto. La gente, en cuando el toro estuvo en la plaza, volvió de nuevo a los rugidos. El toro salió despacio, oliendo la tierra, como sin gana de pelea. Valentín lo espabiló* desde lejos y el toro dio dos vueltas a la plaza, trotando como un borrico.

El Gallego desdobló la capa y le dio tres o cuatro mantazos* como pudo. Una voz se levantó sobre el tendido:

— ¡Que te arrimes, esgraciao*!

El Chicha se acercó al Gallego y le dijo:

—No haga usted caso, don Camilo, que se

arrime su padre. ¡Qué sabrán! Este es el toreo antiguo, el que vale.

El toro se fue al pilón y se puso a beber. El alguacil llamó al Gallego al burladero y le dijo:

—Que le pongáis las banderillas. El Chicha y Cascorro le pusieron al toro, a fuerza de sudores, dos pares cada uno. El toro, al principio, daba un saltito y después se quebaba como si tal cosa. El Gallego se fue al alcalde y le dijo:

—Señor alcalde, el toro está muy entero, ¿le podemos poner dos pares más?

El alcalde vio que los que estaban con él en el balcón le decían que no con la cabeza.

—Déjalo ya. Anda, coge el pincho* y arrímate, que para eso te pago.

El Gallego se calló, porque para trabajar en público hay que ser muy humilde y muy respetuoso. Cogió los trastos, brindó al respetable* y dejó su gorra de visera en medio del suelo, al lado del pilón.

Se fue hacia el toro con la muleta en la izquierda y el toro no se arrancó. La cambió de mano y el toro se arrancó antes de tiempo. El Gallego salió por el aire y, antes de que lo recogieran, el toro volvió y le pinchó en el cuello. El Gallego se puso de pie y quiso se­guir. Dio tres muletazos más, y después, como echaba mucha sangre, el alguacil le dijo: —Que te vayas.

Al alguacil se lo había dicho el alcalde, y al alcalde se lo había dicho el médico. Cuando el médico le hacía la cura, el Gallego le pregun­taba:

—¿Quién cogió el estoque?

—Cascorro.

—¿Lo ha matado?

—Aún no.

Al cabo de un rato, el médico le dijo al Gallego:

—Has tenido suerte, un centímetro más y te descabella*.

El Gallego ni contestó. Fuera se oía un escándalo fenomenal. Cascorro, por lo visto, no estaba muy afortunado.

—¿Lo ba matado ya?

—Aún no.

Pasó mucho tiempo, y el Gallego, con el cuello vendado, se asomó un poco a la reja. El toro estaba con los cuartos traseros apoyados en el pilón, inmóvil, con la lengua fuera, con tres estoques clavados en el morrillo y en el lomo; un estoque le salía un poco por debajo, por entre las patas. Alguien del público decía que a eso no había derecho, que eso estaba prohibido. Gascorro estaba rojo y quería pincharle más veces. Media docena de guardiaciviles estaban en el redondel, para impedir que la gente bajara...

 

 

BAILEEN LA PLAZA

La corrida de toros ha terminado. Aún no se han ido las autoridades del balcón del ayuntamiento y aún los mozos más jóvenes, los que todavía no están emparejados, no acabaron de empapar en sangre los pisos de esparto de las alpargatas. Las alpargatas mojadas en sangre de toro duran una eternidad; según dicen, cuando a la sangre de toro se mezcla algo de sangre de torero, las alpargatas se vuelven duras como el hierro y ya no se rompen jamás.

Hombres ya maduros, casados y cargados de hijos, usan todavía el par de alpargatas que empaparon en la sangre de Chepa del Escorial, aquel novillero* a quien un toro colorao mató, el verano del año de la República, de cuarenta y tantas cornadas sin volver la cabeza.

Los mozos y las mozas, en dos grandes grupos aparte que se entremesclan un poco por el

borde, se miran con un mirar bovino, caluroso y extraño. La charanga rompe a tocar el paso-doble Suspiros de España, y las mozas, como a una señal, se ponen a bailar unas con otras. Bailan moviendo el hombro a compás y arrastrando los pies. Sobre la plaza comienza a levantarse una densa nube de polvo que huele a churros, a sudor y a pachulí*. Algunos mozos, más osados, rompen las parejas de las mozas; hay unos momentos de incertidumbre, que duran poco, cuando todavía no está claro quién va a bailar con quién. Los mozos bailan con el pitillo en la boca y no hablan; llevan el mirar perdido y la gorra de visera en la mano derecha, apoyada sobre el lomo de la moza. Los forasteros, que siempre son más decididos, hablan a veces.

—Baila usted muy bien, joven.

La moza sonríe.

—No; que me dejo llevar...

El mozo hace un esfuerzo y, vuelve al ataque. Antes ha mirado a los ojos de la moza, que le huyen como dos liebres espantadas.

—¿Cómo se llama usted?

—Es usted muy curioso...

El mozo, aunque siempre recibe la misma respuesta, está unos instantes sin saber qué decir.

—No, joven; no es que* sea curioso.

—¿Entonces?

—Es que era para llamarla por su nombre. ¿No me dice usted cómo se llama?

La banda ha arrancado con un vals, y la pareja, que no se suelta, sigue la conversación:

—Sí; ¿por qué no? Me llamo Paquita, para servirle.

La moza, después de su confesión, se azara un poco y mira para los lados.

—Oiga, que esto es un vals; no me agarre tan fuerte...

Al vals sucede un pasodoble, y al pasodoble otro vals. Algunas veces, y como para complacer a todos, la murga toca un fox de un ritmo antiguo, veloz y entrecortado, como el volar de los vencejos.

Las parejas tienen un gesto entre cansado y evadido y, si se fijasen un poco, notarían que les duelen los pies. La plaza está de bote en bote con la gente de los tendidos, de los balcones, de los carros y de las talanqueras volcadas, como un chocolate a la española, sobre la arena. No puede darse un paso ni casi respirar. Suena la campanilla de la rifa: — ¡A probar la suerte! ¡A diez la tira! —rechina el cornetín de las varietés:— ¡La pareja de baile de París, sólo por un día! —, grazna el viejo churrero tuerto su mercancía:— ¡Que aquí me dejo la vida, que queman, que queman!—, y un mendigo adolescente enseña sus piernas flaquitas a un corro de niños, pasmados y renegridos.

Mientras viene cayendo, desde muy lejos, la noche, comienzan a encenderse las tímidas bombillas de la plaza. Sobre el rugido ensordecedor del pueblo en fiesta se distinguen de cuando en cuando algunos compases de España cañí. Si de repente, como por un milagro, se muriesen todos los que se divierten, podría oírse sobre el extraño silencio el lamentarse sin esperanza del pobre Horchatero Chico, que con una cornada en la barriga, aún no se ha muerto. Horchatero Chico, vestido de luces

y moribundo, está echado sobre un jergón en en salón de sesiones del ayuntamiento. Le rodean sus peones y un cura viejo; el médico dijo que volvería.

Las lucecillas rojas, y verdes, y amarillas, y azules de los tenderetes*, también comienzan a encenderse. Un perro escuálido se escabulle, con una morcilla en la boca, por entre la gente, y dos carteristas venidos de la capital operan sobre los mirones de una partida de correlativa* en el café Madrileño.

Los mozos con éxito hablan, ya sin bailar, con la moza propicia.

—Pues, sí; yo soy de ahí abajo, de Collado.

La moza coquetea como una princesa.

—¡Huy, qué borrachos son los de su pueblo!

—Los hay peores.

—Pues también es verdad.

Un grupo de chicas, cogidas del brazo, cantan coplas con la música del ¡Ay, qué tío!, y un grupo de quintos entona canciones patrióticas; menos mal que todos son de infantería; si fuesen de armas distintas, ya se habrían roto la cara a tortas*.

Cae la noche; las preguntas de los mozos adquieren un tinte casi picante.

—Oiga, joven, ¿tiene usted novio?

La moza se calla siempre; a veces, ofendida; en ocasiones, mimosa.

Un borracho perora sin que nadie lo mire. Fuera de la plaza, el vientecillo de la noche sube por las callejas.

Sobre el sordo rumor del baile, casi a compás del pasodoble de Pan y toros, las campanas de la parroquia doblan a muerto sin que nadie las oiga.

Horchatero Chico, natural de Colmenar, soltero, de veinticuatro años de edad y de profesión matador de reses bravas (novillos y toros), acaba de estirar la pata; vamos, quiere decirse que acaba de entregar su alma a Dios.

—Oiga, joven, ¿está usted comprometida?

La moza dice que no con un hilo de voz emocionada.

—Entonces, ¿me permite usted que la trate de tú?

La pareja, en el oscuro rincón, tiene las manos enlazadas con dulzura, como las bucólicas parejas de los tapices.

Un murciélago vuela, entontecido, a ras de los toldos de lona de los puestos y de las barracas.

 


Date: 2015-12-11; view: 1330


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