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I. EL PEQUEÑO VERANEANTE SE BAÑA

El pequeño veraneante había mostrado cierta buena disposición para trepar peñas difíciles, sortear pasos dudosos, saltar zanjas, escalar montes no muy altos y subirse a los pinos. El pequeño veraneante sabía, asimismo, distinguir las moras verdes de las maduras, las castañas de Indias de las castañas pilongas*, el trigo del maíz y las gallinas ponedoras de las palomas torcaces. El pequeño veraneante, a no dudarlo, iba adquiriendo a pasos agigantados todo un aire imponente de avezado viajero.

Aún quebraban en él algún que otro detalle un tanto dudoso—bañarse en calzoncillos, por ejemplo—, pero a fuerza de aplicación y buenos sentimientos, el pequeño veraneante iba corrigiéndolos o, cuando menos, depurándolos.

El pequeño veraneante tenía sus horas repartidas con cierta sabiduría; de tal a tal, dormir;

de ésta a la otra, comer; de cual a cual, pasear; de aquella a la de más allá, acompañar al baño a las señoras que tenían sus maridos en Madrid. El pequeño veraneante jamás se salía un ápice de lo previsto; pensaba, con Descartes*, en que la importancia de la norma estribaba en que no dejara de serlo.

En los escasos ratos del día que su culto por la norma le dejaban libre, el pequeño veraneante se dedicaba a los más varios menesteres: sentarse, levantarse, coleccionar sellos, pedir el periódico prestado, fumar cigarrillos, o asistir a distancia a la siempre aleccionadora y etimológica polémica de sus compañeros de hotel sobre si Balsaín se debía escribir con B o con V. El pequeño veraneante —en su plausible afán de hacer engordar sin descanso el acerbo* de su cultura— era todo oídos en aquellos instantes en que la sabiduría, como una diosa, etcétera.

Pues bien; la cosa — como siempre, en última instancia, sucede con todo — fue sencilla, quizás bien mirado, hasta demasiado enternecedoramente sencilla. Vedla.

Era una mañana radiante. El sol estaba en su cénit*, el pajarito en su rama, el negro toro —es un decir— en su prado, y el agua, ¡ay, el agua!, y el agua estaba en su río. Todo era paz en torno. La naturaleza vestía sus primeras galas de mujer mientras los veraneantes vestían sus últimas camisas del invierno, esas camisas que empiezan a descoserse y a coserse, a romperse y a zurcirse y ya nadie logra saber jamás cuando, verdaderamente, llegan a estar a punto de ser tiradas a la basura.

El aspecto del campo era bonito. Por el polvoriento sendero, como si nada, iban camino del río cuatro personas: tres mujeres y un hombre. Tal era su aspecto de seriedad que, de haber habido un poeta lírico escondido entre las breñas, se hubiera apresurado a escribir en su block:



Cuatro personas marchaban

por el camino del río.

Las de delante, sobrinas.

El de detrás era el tío.

Sin embargo, en este caso, aunque parezca extraño, el poeta no habría estado en lo cierto: los cuatro caminantes no eran, como el vate en su ingenuidad supusiera, un tío con sus tres sobrinas, en fila india, sino el pequeño veraneante—nuestro pequeño veraneante —, su mujer y dos señoras más, éstas del subgrupo de las de los maridos en Madrid.

El cuarteto iba camino del baño: unas frígidas pozas escondidas, como grillos enamorados, entre zarzales y helechos.

Llegado que hubieron* —como dicen los eruditos, los filólogos y los aficionados— al lugar en cuestión*, nuestro pequeño veraneante y las tres señoras a su custodia, entonaron himnos de salutación al campo y se sentaron sobre el verde y blando césped de la orilla. Las tres señoras—que no habían pasado una pulmonía quince días atrás — se pusieron en traje de baño, si bien con el firme propósito de no mojarse más que los pies.

El pequeño veraneante, tímido como una corza soltera, retozaba con un palito de poza en poza, midiendo profundidades y recordando

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aquello tan ejemplar de la inmensidad del océano y nuestra propia e insustancial pequeñez.

Sus tres mujeres, admiradas de sus dotes de explorador, le animaban con frases donosas a que continuara sus brillantes escarceos.

—A aquella. Súbete a aquella.

Y el pequeño veraneante, dócil y galante como un caballero de la corte de los Luises*, se subía a la otra peña, bien sabe Dios que sólo por complacer.

El sol marcaba en el reloj del cielo — ¡qué barbaridad!—la hora del mediodía, cuando nuestro pequeño veraneante, confiado en sus pletóricas facultades, y en el momento en que exclamaba, como un gladiador triunfante: ¡He aquí la poza profunda! ¡Miradla detenidamente!, perdió pie* —nadie pudo explicárselo— y se cayó al agua. Fueron unos momentos de intensa emoción que las tres mujeres aprovecharon para correr, como gráciles* golondrinas, en dirección contraria a la poza.

Un jilguero silbaba en la enramada.

Al tiempo de desnudarse y de secarse al sol, pobre y abandonado y con las tres mujeres, posiblemente sentadas ya en el hall del hotel, nuestro pequeño, fraterno, entrañable y recóndito veraneante, pensaba, como para consolarse, en un telegrama a los buenos amigos lejanos, en un telegrama que no puso, pero que muy bien pudo haber puesto: El baño bueno punto nuestras mujeres bien y precavidas punto abrazos.


Date: 2015-12-11; view: 834


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