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EL BONITO CRIMEN DEL CARABINERO

Cuando Serafín Ortiz ingresó en el seminario de Túy tenía diecisiete años y era más bien alto*, un poco pálido, moreno de pelo* y escurrido de carnes*.

Su padre se llamaba Serafín también, y en el pueblo no tenía fama de ser demasiado buena persona; había estado guerreando en Cuba, en tiempos del general Weyler*, y cuando regresó a la Península* venía tan amarillo y tan ruin dentro de su traje de rayadillo*, que daba verdadera pena verlo. Como en Cuba había alcanzado el grado de sargento y como a su llegada a España tuvo la suerte de caerle en gracia, ¡Dios sabrá por qué!, a don Baldomero Seoane, entonces director general de aduanas, el hombre no anduvo demasiado tiempo tirado*, porque un buen día don Baldomero, que era hombre de influencia en la provincia y aun en Madrid, le arregló las cosas de forma que pudo ingresar en el cuerpo de carabineros.

En Túy prestaba servicio en el puente internacional y tal odio llegó a cogerle a los perros*, que invariablemente le ladraban, y a los portugueses, con quienes tenía a diario que tratar, que a buen seguro que sólo con el cuento de sus dos odios tendríamos tema sobrado para un libro y gordo. Dejemos esto sin embargo, y pasemos a contar las cuatro cosas* que necesitamos.

Cuando Serafín, padre, llegó a Túy, algo más repuesto ya*, con el bigote engomado y vestido de verde, jamás nadie se hubiera acordado del repatriado palúdico y enclenque de seis meses atrás. Tenía buena facha, algo chulapa, no demasiados años, y unos andares de picador a los que las personas de alcurnia* con quienes hablé me aseguraron no encontrarles nada de marcial, ni siquiera de bonitos, pero que entre las criadas hacían verdaderos estragos.

Aguantó dos primaveras soltero, pero a la tercera (como ya dice el refrán, a la tercera va la vencida*) casó con la criada de doña Basilisa, que se llamaba Eduvigis; doña Basilisa, que en su ya largo celibato gozaba en casar a los que la rodeaban, acogió la boda con simpatía, los apadrinó, con don Mariano Acebo, subteniente de carabineros y comandante de uno de los puestos; les regaló la colcha y les ofreció, solemnemente, dejar un legado para que estudiase la carrera de cura uno de sus hijos, cuando los tuviesen. Así era doña Basilisa.

Al año corto de casados vino al mundo el primer hijo, Serafín, que no es éste del que vamos a hablar, sino otro que duró cuatro meses escasos, y al otro año nació el verdadero Serafín que, aunque por la pinta que trajo parecía que no habría de durar mucho más que el otro, fue poco a poco creciendo y prosperando hasta llegar a convertirse en un mocito. Tuvieron después otro hijo, Pío, y dos hijas gemelas, Isaura y Rosa. y después se mancó el matrimonio porque Eduvigis murió de unas fiebres de Malta*.



Como Serafín, hijo, entró de dependiente en El Paraíso, el comercio de don Eloy, el Satanás*, donde tenía fijo un buen porvenir, el padre pensó que lo mejor habría de ser aplicar el legado de doña Basilisa, cuando llegase, a su segundo hijo, que aún no se sabía qué habría de ser de él y a quien parecía notársele cierta afición a las cosas de iglesia.

Pío parecía satisfecho con su suerte y ya desde pequeño se fue haciendo a la idea de* la sotana y la teja para cuando fuese mayor; Serafín, en cambio, parecía cada hora más feliz en su mostrador despachando cobertores, enaguas y toquillas a las señoras, o tachuelas, piedras de afilar y puntas de París,* a los paisanos que bajaban de las aldeas, y jamás pudo sospechar lo que el destino le tenía guardado para cuando el tiempo pasase.

Había conseguido ya Serafín ganarse la confianza del amo y un aumento de quince reales en el sueldo, cuando doña Basilisa, que era ya muy vieja, se quedó un buen día en la cama con un resfriado que acabó por enterrarla. Se le dio sepultura, se rezaron las misas, se abrió el testamento, pasó a poder de los curas el legado para la carrera de Pío, y éste entró en el seminario.

Serafín, padre, estaba encantado con la muerte de doña Basilisa, porque pensaba, y no sin razón, que había llegado como agua de mayo* a arreglar el porvenir de sus hijos, lo único que le preocupaba, según él, aunque los demás no se lo creyeran demasiado.

Con Serafín en la tienda, Pío estudiando para cura y las hijas, a pesar de su corta edad, de criadas de servir, las dos en casa de don Espíritu Santo Casáis, el cónsul portugués, Serafín, padre, quedaba en el mejor de los mundos y podía dedicar su tiempo, ya con entera libertad, al vino del Ribero*, que no le desagradaba nada, por cierto, y a Manolita, que le desagradaba aún menos todavía y con quien acabó viviendo.

Pero ocurre que cuando el hombre más feliz se cree, se tuercen las cosas a lo mejor con tanta rapidez que, cuando uno se llama a aviso para enderezarlas, o es ya tarde del todo, como en este caso, o falta ya tan poco que viene a ser lo mismo. Lo digo porque con la muerte del seminarista empezó la cosa a ir de mal en peor, para acabar como el verdadero rosario de la aurora*; sin embargo, como de cada vida nacen media docena de vidas diferentes y de cada desgracia lo mismo pueden salir seis nuevas desgracias como seis bienaventuranzas de los ángeles, y como de cierto ya es sabido que no hay mal que cien años dure, si bien podemos dar como seguro que el carabinero esté tostándose a estas fechas en poder de Belcebú*, como justo pago a sus muchos pecados cometidos, nadie podrá asegurar por la gloria de sus muertos que las dos hijas y el hijo que le quedaron no hayan tenido un momento de

claridad a última hora que les haya evitado ir a hacer compañía al padre en la caldera.

El pobre Pío agarró una sarna en el seminario que más que estudiante de cura llegó a parecer gato sin dueño, de pelado y carcomido como le iba dejando; el médico le recetó que se diese un buen baño, y efectivamente el pobre se acercó hasta el Miño* para ver de purificarse aunque, sabe Dios si por la falta de costumbre o por qué, lo cierto es que tan puro y tan espiritual llegó a quedar, que no se le volvió a ver de vivo; el cadáver lo fue a encontrar la guardia civil al cabo de mucho tiempo flotando, como una oveja muerta, cerca ya de La Guardia.

Cuando Serafín se enteró de la muerte del hijo, montó en cólera y salió como una flecha a casa de las hermanas de doña Basilisa, de doña Digna y doña Perfecta.

Cuando llegó habían salido a la novena*, y en la casa no había nadie más que la criada, una portuguesa medio mulata que se llamaba Dolorosa y que lo recibió hecha un basilisco y no le dejó pasar de la escalera; Serafín se sentó en el primer peldaño esperando a que llegasen las señoritas, pero poco antes de que esto sucediera, tuvo que salir hasta el portal porque Dolorosa le echó una palangana de agua, según dijo a gritos y, después de echársela, porque le estaba llenando la casa de humo. En el portal poco tiempo tuvo que aguardar, porque doña Digna y doña Perfecta llegaron en seguida; él les salió al paso y nunca enhoramala lo hubiera hecho, porque las viejas, que en su pudibundez en conserva estaban más recelosas que conejo fuera de veda, en cuanto

que olieron el olor del tabaco, empezaron a persignarse y en cuanto que adivinaron un hombre saliéndoles al encuentro, echaron a correr pegando tales gritos, que mismamente pareciera que las estaban despedazando.

En vano fue que el carabinero tratase de apaciguarlas, porque cada vez que se le ocurría decirles alguna palabra redoblaban ellas los aullidos.

— ¡Pero doña Digna, por los clavos del Señor, que soy yo, que soy Serafín! ¡Pero doña Perfecta!

Lo cierto fue que como las viejas, cada vez más espantadas, habían llegado ya a la Corredera y parecían no dar mayores señales de cordura, Serafín prefirió dejarlas que siguiesen escandalizando y marchar a su casa a decidir él solo qué se debiera hacer.

Doña Digna y doña Perfecta aseguraban a las visitas que era el mismísimo diablo quien las estaba esperando en el portal (que rociaron a la mañana siguiente con agua bendita), mientras Serafín, por otra parte, decía a quien quisiera oírle que las dos viejas estaban embrujadas.

Serafín, en su casa, pensó que todo sería mejor antes que renunciar al legado de doña Basilisa, y a tal efecto mandó llamar a su ya único hijo para enterarle de lo que había decidido: que fuese el sucesor del hermano. En un principio, Serafín, hijo, se mostró algo reacio a la idea, que no le ilusionaba demasiado, y recurrió a darle a su padre las soluciones más peregrinas, desde que fuese él quien entrase en el seminario hasta llegar a un arreglo con los curas para repartirse el legado. El padre,

aunque la primera solución la rechazó de plano, pensó durante algunos días en la segunda, que si no llegó a poner en práctica fue probablemente por no estar ya por entonces en Túy don Joaquín, quien se hubiera encargado de arreglar la cosa.

El hijo resistió todavía unos días más; pero, como era débil de carácter y como veía que si no cedía no iba a sacar en limpio* más que puñetazos del padre, un buen día, cuando éste veía ya el legado convertido en misas, dijo que sí, que bueno, que sería él quien se sacrificaría si hacía falta, y entró. Tenía por entonces, como ya dijimos, diecisiete años.

Se vistió con la ropa del hermano, que le estaba algo escasa, y por encargo expreso de su padre fue a hacer una visita a doña Perfecta y doña Digna, quienes se mostraron muy afables y quienes le soltaron un sermonéete hablándole de las verdaderas vocaciones y de lo muy necesarias que eran, sobre todo para luchar contra el Enemigo Malo, que acecha todas las ocasiones para perdernos y que, sin ir más lejos, el otro día las estaba a ellas esperando en el portal.

El mocete se reía por dentro (y trabajo le costó no hacerlo por fuera también), porque ya había oído relatar al padre la aventura, pero disimuló, que era lo prudente, aguantó un ratito a las dos hermanas, les besó la mano después y se marchó radiante de gozo con la peseta que le metieron en el bolsillo para premiar su hermoso gesto, según le dijeron. Cuando Dolorosa le abrió la puerta aparecía compungida, quién sabe si por la ducha que

le propinara pocos días atrás al padre de tan ejemplar joven.

Los primeros tiempos de seminario no fueron los más duros y momento llegó a haber incluso en que se creyó con vocación. Lo malo vino más tarde, cuando empezó a encontrar vacías las largas horas de su día y a echar de menos sus chácharas tramposas con las compradoras y hasta los gritos del Satanás. Empezó a estar triste, a perder la color*, a desmejorar, a encontrar faltos de interés el latín y la teología...

Miraba correr las horas, desmadejado, arrastrando los pies por los pasillos o dormitando en las aulas o en la capilla, y a partir de entonces cualquiera cosa hubiera dado a cambio de su libertad, de esa libertad que tres años más tarde había de recuperar.

El padre se seguía dando cada vez más al vino y tenía ya una de esas borracheras crónicas que le llenan a uno el cuello de granos, la nariz de colorado y la imaginación de pensamientos siniestros. Fue también a visitar a las hermanas de doña Basilisa, sacaron ellas su conversación favorita —la del demonio del portal —, y aunque Dolorosa podía echarlo el día menos pensado todo a perder contando lo que sabía, se las fue él arreglando de forma de sacarles los dineros*, a cambio de su protección y gracias a los demonios que hacía aparecer para luego espantar, y tan atemorizaditas llegó a tenerlas que acabó resultándole más fácil hurgarles en la bolsa* que echar una firma delante del comisario a fin de mes*.

Pasó el tiempo, seguían las cosas tan iguales las unas a las otras que ya ni merecía la pena

hacerles caso, doña Perfecta y doña Digna eran más viejas todavía...

Serafín, padre, iba ya todas las tardes a casa de las viejas, donde le daban siempre de merendar una taza de café con leche y un pedazo de rosca, y allí se quedaba hasta las ocho o las ocho y media, hora en que las hermanas se iban a cenar su huevito pasado y él se marchaba, después de haberse desprendido de sus consejos contra el demonio, a la taberna de Pinto, donde esperaba a que la diera la hora de cenar.

En el figón de Pinto se hizo amigo de un chófer portugués que se llamaba Madureira y que llevaba un solitario en un dedo del tamaño de un garbanzo y tan falso como él. Madureira era un hombre de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, moreno reluciente, con los colmillos de oro y con toda la traza* de no tener muchos escrúpulos de conciencia ni pararse demasiado en barras*. Vivía emigrado de su país —según decía, por ser amigo de Paiva Couceiro* —, y como el hombre no se resignaba a vivir como un cartujo*, sino que le gustaba tener siempre un duro en el bolsillo, se buscaba la vida como mejor Dios, o probablemente el diablo le diera a entender.

Serafín le veía con frecuencia en casa de Pinto hablando siempre a gritos ante un coro de jenízaros* que le miraban embobados, y aunque al principio no sentía por él ninguna atracción, ni siquiera curiosidad, por eso quizá de ser portugués, al final, como siempre ocurre, empezó a saludarlo, primero una vez en Puente Caldelas, donde coincidieron una tarde; después, en Túy, por la calle, y por último en el

figón, donde se encontraban todas las noches.

Al Madureira* le llamaban por mal nombre Caga n'a tenda*, porque según los deslenguados, le habían echado de la botica de don Tomás Vallejo, donde en otro tiempo prestara sus servicios, por haberle cazado el dueño haciendo sus necesidades debajo del mostrador, y tan mal le parecía el mote y tan fuera de sus cabales se ponía* al oírlo, que en una ocasión y a un pobre viajante catalán, que no sabía lo que quería decir y debió creerse que era el nombre, le arreó tal navajazo en los vacíos* y en medio de una partida de tute*, que de no haber querido Dios que el catalán tuviese buena encarnadura y curase en los días de ley, a estas horas seguiría Caga n'a tenda encerrado en una mazmorra y más aburrido y más harto que una mona.

El Madureira y Serafín acabaron siendo amigos, porque en el fondo estaban hechos tal para cual*, y la amistad, que fue subiendo de tono poco a poco y desde la noche en que los dos se sorprendieron, al mismo tiempo, haciendo trampas en el juego y se miraron con la misma mirada de cómplices, quedó sellada definitivamente con el más duradero de los sellos: el miedo de cada uno a la palabra del otro.

Desde aquel día, y sin que mediase palabra alguna de acuerdo, se consideraron ya como socios y empezaron a hablar de sus turbios manejos con la mayor confianza del mundo.

El Madureira enteró a Serafín de sus dos inmediatos proyectos, y como a éste le parecieron bien, dieron ya el golpe juntos. El cartero Telmo Várela se quedó sin las sesenta

pesetas que llevaba para pagar un giro, y al cobrador de la línea de autobuses le arrearon una paliza tremenda por no querer atender a razones y entregarles las ciento diez pesetas que llevaba camino de la administración.

A Serafín le encantó la disposición del Madureira y su buena mano para elegir la víctima, y como ni el cartero ni el cobrador pudieron reconocer a los que les llevaron los dineros, se frotaba las manos con gozo pensando en los tiempos de bonanza que le aguardaban con los cuartos de los demás.

Se repartieron las ganancias con igualdad, diecisiete duros cada uno, porque el Madureira en esto presumía de cabal, y siguieron planeando y dando pequeños golpes afortunados que les iban dejando libres algunas pesetas.

El Madureira, sin embargo, ansioso siempre de volar más alto y de ampliar el negocio, acosaba constantemente a Serafín para animarlo a dar el golpe gordo que había de enriquecerlos: el atraco a doña Perfecta y doña Digna quienes, según era fama en el pueblo, guardaban en su casa un verdadero capital en joyas antiguas y en peluconas*.

A Serafín le repugnaba robar a las viejas a quienes visitaba todas las tardes y quienes encontraban en él un valedor contra el demonio, porque en el fondo todavía le quebada una llamita de conciencia; pero como Caga n'a tenda era más hábil que un rayo*, y como acabó metiéndole miedo con no sé qué maniobra infalible que tenía en su mano para ponerlo, sin que pudiera ni rechistar, en manos de la guardia civil, acabó por ceder y por resignarse a planear el asunto, aunque desde el primer

momento puso como condición no tocar ni un pelo de la ropa a las viejas, pasase lo que pasase.

Efectivamente, tomaron sus medidas, hicieron sus cálculos, echaron sus cuentas, dejaron que pasase el tiempo que sobraba, y un buen día, el día de San Luis, rey de Francia, dieron el golpe: el golpe gordo, según decía Madureira.

La cosa estaba bien pensada; Serafín iría como todas las tardes, tomaría su taza de café con leche y les hablaría del demonio, y Madureira llamaría a la puerta preguntando por él; subiría —con la cara tapada— y amenazaría a las dos viejas con matarlas si gritaban; Serafín haría como que las defendía, y entre los dos se las arreglarían para encerrarlas en un armario ropero que estaba en el pasillo y de donde las sacaría Serafín, muy compungido, al final de todo.

Sólo quedaban dos problemas por resolver: la mulata Dolorosa y el interrogatorio que le harían a Serafín. A la primera acordaron ponerle una carta dos días antes desde Valença do Miño, diciéndole que fuese corriendo, que su hermana Ermelinda se estaba muriendo de lepra, que era lo que le daba más miedo, y en cuanto al segundo decidieron, después de mucho pensarlo, que lo mejor sería dejarlo atado y amordazado, y que dijese al juez, cuando le preguntase, que los ladrones eran dos; las viejas tendrían que resignarse a quedar encerradas en el armario, pero no se iban a morir por eso.

Tal como lo pensaron lo hicieron.

Cuando doña Digna le abrió la puerta a Serafín, tirando de la cadenita que iba todo

a lo largo de la escalera, creyó oportuno disculparse:

—¡Como Dolorosa no está! ¿Sabe?

—¡Ah! ¿No?

—¡No! ¡Como tuvo que ir a Valença a la muerte de su hermana!

—¡Ah, sí?

—¡Sí! Que la pobre está a la muerte con la dichosa lepra, ¿no lo sabía?

—¡Ni una palabra, doña Digna!

—Es que no somos nada, Ortiz, ¡nada! ¡Sólo aquellos que se preparan para el servicio del Señor...!

A Serafín le dio un vuelco el corazón en el pecho al oír aquellas palabras, porque le vino a la imaginación la figura del hijo. Era extraño; él no era un sentimental, precisamente, pero en aquel instante poco le faltó para salir escapando. Estaba como azarado cuando se sentó enfrente de las viejas, como todas las tardes, y delante de su taza de café con leche; una taza sin asa, honda y hermosa como la imagen de la abundancia.

Doña Digna continuó:

—Ya ve usted, Ortiz. ¡Quién había de pensar en lo de la pobre Ermelinda*!

—¡Ya, ya!

—¡Tan joven! Cincuenta y un años acababa de cumplir. ¡Dios la acoja en su santo seno!

—¡Pobre...!

Serafín no sabía qué hacer ni qué decir. Se azaró, se quemó con el café con leche, que no había dejado enfriar, tosió un poco por hacer algo...

Doña Digna seguía:

—Ya ve usted, ¡no puede una estar tranquila!

Doña Perfecta, que hacía media* debajo de la bombilla, se pasaba la tarde dando profundos suspiros, como siempre.

-¡Ay!

Doña Digna volvía a coger por los pelos el hilito de la conversación.

—Y como una ya no es ninguna niña... Créame usted, Ortiz; algunas veces me da por pensar que Dios Nuestro Señor es demasiado misericordioso con nosotras... Que nos va a llamar, de un momento a otro, al lado de nuestra pobre Basilisa...

Serafín tenía miedo, un miedo extraño e invencible, como no había tenido nunca... Pensaba, para darse valor: ¡mira tú que un carabinero con miedo!, pero no conseguía ahuyentarlo. Iba perdiendo aplomo, confianza en sí mismo... ¡Como Madureira no tuviese mayor presencia de ánimo!*

Doña Digna no callaba.

—Y después el demonio, con sus tentaciones... ¡En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén Jesús! Dicen que también los grandes santos sufrieron de tentaciones del Enemigo, ¿no cree usted?

Serafín parecía como despertar de un sueño profundo.

— ¡Ya lo creo! ¡Y qué tentaciones; da horror sólo pensarlo!

Doña Digna empezaba a sentirse feliz. Ortiz ¡sabía tantas cosas del demonio!

—¿Y recuerda usted alguna, Ortiz? ¡Usted siempre se acordará de alguna!

Serafín tenía que hacer un gran esfuerzo para hablar.

—¡La de San Pedro!

—¿San Pedro también?

—¡Huy, el que más!

—¿Y qué San Pedro era? San Pedro Apóstol, San Pedro Nolasco...

—¡Qué preguntas! ¡Que San Pedro va a ser! Pues... ¡San Pedro!

—¡Claro! Es que una es tan ignorante... Doña Perfecta, debajo de la bombilla, volvía a suspirar.

Doña Digna seguía acosando a preguntas sobre el demonio a Serafín. Y Serafín hablaba, hablaba, sin saber lo que decir, arrastrando las palabras, que a veces parecían como no querer pasar de la garganta, sin atreverse a mirarla, hosco, indeciso... Pensó despedirse y no volver a aparecer por allí; un secreto temor a Caga n'a tenda, un secreto temor que sin embargo no quería confesarse, le obligaba a permanecer pegado a la silla. Tuvo una lucha interna atroz; su vida, toda su vida, desde antes aún de marcharse a Cuba, se le aparecía de la manera más absurda y caprichosa, sin que él la llamase, sin que hiciera nada por recordarla, como si estuviese en sus últimos momentos...

Se acordó del general Weyler, pequeñito, valiente como un león, voluntarioso, cuando decía aquellas palabras tan hermosas de la voluntad.

Pensó ser valiente, tener voluntad.

— ¡Bueno, doña Digna! ¡Usted me perdonará!

Sentía vergüenza de permanecer allí ni un solo instante más.

—Hoy tengo que hacer en el puente. ¡Mañana será otro día!

—¡Pero, hombre, Ortiz! ¡Ahora que me esta ba usted instruyendo con su charla!

—¡Qué quiere usted, doña Digna! El deber...

—Pero, bueno, unos minutitos más... Espere un momento; le voy a dar una copita de jerez. ¿O es que no le gusta el jerez?

—No se moleste, doña Digna.

—No es molestia, ya sabe usted que no es molestia, que se le aprecia...

Doña Digna fue hacia el aparador; andaba buscando una copita cuando sonó la campanilla, ¡tilín, tilín! Doña Digna se incorporó.

—¡Qué extraño! ¿Quién será* a estas horas?

Doña Perfecta volvió a suspirar:

-¡Ay!

Después dijo:

— ¡Quién sabe si serán las del registrador! ¡Mira que no estar Dolorosa...!

Serafín estaba mudo de terror. Se sobrepuso un poco, lo poco que pudo, y dijo con menos voz que un agonizante:

—Ño se moleste, doña Digna; yo abriré.

Sus pasos resonaban sobre la caja de la escalera como sobre un tambor: bajó lentamente, casi solemnemente, apoyándose en el pasamanos. Doña Digna oyó los pasos y le gritó:

— ¡Ortiz, puede usted usar el tirador! ¡Está ahí mismo!

Serafín no contestó. Estaba ya ante la puerta sin saber qué hacer; hubiera sido capaz de entregar su alma al demonio por ahorrarse aquellos segundos de tortura. Arrimó la cara

a la puerta y preguntó, todavía con una leve esperanza:

—¡Quién!

—¡Abre! ¡Ya sabes de sobra quién soy!

—¡No abro! ¡No me da la gana de abrir!

—¡Abre, te digo!; ¡Ya sabes, si no abres!

Serafín no sabía nada, absolutamente nada, pero aquella amenaza le quebró la resistencia; aquella resistencia fácil de quebrar porque estaba más en las manos que en el corazón. Caga n'a tenda le tenía dominado como a un niño, ahora se daba cuenta...

Abrió. Caga n'a tenda, contra lo convenido, no traía la cara tapada; se le quedó mirando fijamente y le dijo, muy quedo, con una voz que parecía cascada por el odio:

— ¡Hijo de la grandísima...!* ¡Ni eres hombre, ni eres nada¡ ¡Tira para arriba!*

Serafín subió; iba en silencio, al lado del portugués, y los pasos de ambos sonaban como martillazos en sus sienes. Doña Digna preguntó:

—¿Quién era?

Nadie le contestó. Se miraron los dos hombres; no hizo falta más. Caga n'a tenda miraba como debieron mirar los navegantes de la época de los descubrimientos; en el fondo era un caballero. Serafín Ortiz...

Caga n'a tenda llevaba un martillo en la mano; Serafín cogió un paraguas al pasar por el recibidor.

Doña Digna volvió a preguntar:

—¿Quién era?

Caga n'a tenda entró en el comedor y empezó un discurso que parecía que iba a ser largo, muy largo.

—Soy yo, señora; no se mueva, que no le quiero hacer daño; no grite. Yo sólo quiero las peluconas...

Doña Digna y doña Perfecta rompieron a gritar como condenadas. Caga n'a tenda le arreó un martillazo en la cabeza a doña Digna y la tiró al suelo; después le dio cinco o seis martillazos más. Cuando se levantó le relucían sus colmillos de oro en una sonrisa siniestra; tenía la camisa salpicada de sangre...

Serafín mató a doña Perfecta; más por vergüenza que por cosa alguna. La mató a paraguazos*, pegándole palos en la cabeza, pinchándole con el regatón en la barriga... Perdió los estribos y se ensañó: siempre le parecía que estaba viva todavía. La pobrecita no dijo ni esta boca es mía...

Saquearon, no todo lo que esperaban, y salieron escapando.

*

Serafín fue a aparecer en el monte Aloya, con la cabeza machacada a martillazos. De Caga n'a tenda no volvió a saberse ni palabra.

El revuelo que en el pueblo se armó con el doble asesinato de las señoritas de Moreno Arda, no es para descrito.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 1931


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CAMILO JOSÉ CELA Y SU OBRA | I. EL PEQUEÑO VERANEANTE SE BAÑA
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