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II. EL PEQUEÑO VERANEANTE VA DE PESCA

El día estaba radiante, luminoso. Un aire fresco, tierno y aromático como un panecillo, corría sobre las verdes y suaves orillas del río. Era por la mañana temprano y los patos recién despiertos batían las alas con violencia, desperezándose, antes de echarse a volar camino de la balsa. Olía el campo a florecitas granadas, señoritas en enagua, tiernas gotitas de rocío y otras bellas sustancias a la acuarela. En el cielo diáfano, las golondrinas, tan gentiles, se dedicaban a digerir mosquitos de tenues alas color ala de mosca. Un gazapillo retozaba en torno de la aromática mata de cantueso y una lagartija sin rabo se guarecía cabe la roca; roca, naturalmente, de cuarzo cristalizado en hexaedros.

Era hermoso en verdad el marco multicolor que eligió nuestro pequeño veraneante para pescar su trucha.

Una sensación de sosiego — una pegajosa, adherente sensación de sosiego que parecía resina — caía, lenta, del tupido pinar. Los helechos de envolver mantequilla se mecían, indiferentes, sobre el agua friísima, y la ardilla trepadora se dedicaba a eso, a trepar, mientras la señora que madrugaba sentía dimanar la providencial ayuda de los hermosos versos de El tren expreso o de ¡Quien pudiera escribir!*, tan correctos como aleccionadores.

A todo esto, nuestro pequeño veraneante, vestido de punta en blanco, con un hermoso jipi* en la sesera y una impresionante caña de pescar toda llena de rueditas, al hombro,

bajaba con decidido ademán —ya es sabido que nada es más osado que la ignorancia— por la ladera, que llevaba al río. Con él iba un amigo suyo —llamémosle, por llamarle de alguna manera, don José Ramón, que hace bastante bien—, hombre ducho en lides de pesca, buen técnico en lombrices, moscas, devones* y demás porquerías, y aficionado serio y conspicuo que miraba el color de las nubes cuando las había, buscaba Dios sabe qué misteriosas orientaciones del viento y devolvía a las aguas las truchas desnutridas que hubieran sido un desdoro para su canana de paja del Tirol suavemente dorada a fuego lento. Don José Ramón —a diferencia de nuestro pequeño veraneante, que era un incauto — sabía perfectamente lo que se pescaba.

Pues bien: ya en la orilla, don José Ramón abandonó a nuestro pequeño y entrañable veraneante y se marchó, solo y altivo, río arriba, en pos de las pozas recónditas donde las truchas, como por entretenerse, pican el anzuelo en el menor descuido.

Nuestro pequeño veraneante se sentó en la orilla, caña en ristre*, y esperó. De cuando en cuando miraba para detrás, por si era visto, sacaba el anzuelo del agua y le renovaba el cebo, que se había llevado, ¡tan desconsideradamente!, aquella trucha que pasó y que no faltó nada, verdaderamente, para que* hubiera quedado colgada, como un calcetín, al extremo del sedal.



Alimentando truchas y contemplando el paisaje, nuestro pequeño veraneante había ya herido de muerte a la mañana. El sol marcaba ya poco menos que el mediodía, cuando por

la orilla del río abajo se vio venir a otro pescador. Era un hombre joven, armado con una caña bastante peor, pero por lo visto, bastante más eficaz que la de nuestro pequeño veraneante o la de su amigo don José Ramón. El hombre de la caña mala llevaba al costado un fardelejo rebosante de peces. Verlo y tramar nuestro pequeño veraneante toda una suerte de malévolas inclinaciones, fue todo uno. Cuando estuvo al alcance, nuestro pequeño veraneante le soltó:

—Qué... ¿Buena pesca?

— ¡Bah, según cómo se mire!

—Pero hombre, yo veo su bolsa llena de truchas.

—Sí, alguna picó. ¿Y a usted, qué tal se le ha dado?

—No sé. Hace cinco minutos que he bajado.

Nuestro pequeño veraneante sintió que el corazón le latía más fuerte cuando mentía como un bellaco. Quiso variar el sesgo de la charla y preguntó, como distraídamente:

—Hombre, a propósito, ¿no ha visto usted por ahí arriba a un señor que lleva una chaqueta verde?

—Sí, allá lo dejé. ¡Llevaba una caña magnífica!

— ¡Ya lo creo, muy buena! Y qué, ¿sabe
usted si pescó algo?

—No, señor, no había pescado nada, ni creo que lo pesque; llevaba demasiado plomo.

Nuestro pequeño veraneante hizo un esfuerzo supremo y, mirándole fijamente a los ojos, le dijo al pescador de la caña mala y eficaz.

—Le doy a usted diez duros por una trucha pequeña. ¿Hace?*

—Es que, mire usted..., yo no vendo.

—Le doy a usted veinte duros. ¿Hace?

El pescador de la caña que servía para pescar, miró para el horizonte, se atusó el bigote, se metió un dedo en la nariz y exclamó, con el gesto solemne como un senador romano:

— ¡Hace!

Nuestro pequeño veraneante colgó su truchita del anzuelo y esperó. Cuando don José
Ramón llegó, nuestro pequeño veraneante
tiró con fuerza de la caña, dio unos cuantos
gritos y se revolcó, jubiloso, sobre la verde
orilla. Nuestro pequeño veraneante era un
actor dramático consumado. Don José Ramónlo miró y dejó caer la cabeza, abatida, sobreel pecho. Acababa de recibir un rudo golpe moral.


Date: 2015-12-11; view: 700


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