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LA HORA DE LOS DIBUJOS ANIMADOS

Fijé la vista en el agua. A la fuerza tenía que hacerlo. La imagen que temblaba bajo la superficie me obligaba a concentrarme para enterarme de qué estaba mirando.

Eran corales. Corales rojos de blancas y curvas excrecencias, pero todo cambiaba de repente y se convertían en las costillas desnudas de unos cadáveres sangrientos. Diez o veinte cuerpos destrozados, tantos como lechos de coral.

-Efecto Rorschach -dijo Mister Duck.

-Mmm.

-¿Una nube de mariposas? ¿Un macizo de flores? No. Una pila de camboyanos muertos. -Soltó una risita-. No creo que pasaras esa prueba.

-Creo que tú tampoco.

-Bien dicho, Rich. Muy bien. -Mister Duck se miró las muñecas. Unas enormes costras negras cubrían sus manos y antebrazos. Parecían haber dejado de sangrar-. De verdad, Rich -añadió-. No te imaginas lo que me costó conseguir que cerraran estas putas heridas... Una verdadera pesadilla, en serio.

-¿Cómo lo hiciste?

-Bueno, me até un trapo, muy fuerte, en la parte superior de los brazos, y eso detuvo la hemorragia el tiempo suficiente para' que la sangre coagulara. Ingenioso, ¿verdad?

-Vaya historia...

-Basta, Rich. Ya está bien -me interrumpió, con la expresión de un chiquillo ansioso por contar algo-. Esto... ¿quieres saber por qué lo hice?

-¿Te refieres a por qué te curaste los cortes?

-Sí.

-De acuerdo.

-Lo hice -dijo Mister Duck con una sonrisa orgullosa- porque querías estrecharme la mano.

Enarqué las cejas.

-¿No te acuerdas? -prosiguió él-. Cuando regresaste del árbol en el que están grabados nuestros nombres y decidiste que querías estrecharme la mano. Así que me dije que no iba a permitir que Rich me estrechase la mano y yo lo pusiera perdido de sangre. ¡Ni hablar! -exclamó al tiempo que alzaba un dedo para subrayar sus palabras-. Rich estrechará una mano limpia. ¡Una mano seca! ¡Una mano como él se merece!

Yo no sabía qué decir. De hecho, se me había olvidado que deseaba estrecharle la mano, y ni siquiera estaba seguro de que siguiera deseándolo.

—Hombre...

-Chócala, Rich -dijo, tendiéndome una mano llena de manchas oscuras.

-Yo...

-¡Venga, Rich! No serás capaz de rechazar una mano tendida, ¿verdad?

-No -respondí, porque estaba en lo cierto. Nunca he rechazado una mano tendida, ni siquiera la de un enemigo-. Desde luego que no -declaré, y añadí-: Daffy.

Le tendí la mano.

Sus venas explotaron. Dos chorros rojos como los de sendas mangueras de alta presión saltaron sobre mí, cegándome.

-¡Para! -grité medio ahogado, escupiendo y apartándome de aquellos tubos a reacción.

-¡No puedo, Rich!



-¡Páralos, joder!

-¡No...!

-¡La madre que te parió!

-¡Aguarda...! ¡Aguarda, aguarda, aguarda...! Parece que dejan de...

El estruendo de los chorros se convirtió en un goteo. Abrí los ojos con mucho cuidado. Mister Duck estaba en jarras sin dejar de sangrar, sacudiendo la cabeza al ver la que había armado.

-¡Dios mío! -masculló—. ¡Qué espanto!

Lo miré con incredulidad.

-De verdad que lo siento, Rich. No encuentro excusa...

-Eres un cabrón hijo de puta, ¡Sabías lo que iba a pasar!

-No... Bueno, sí, pero...

-Lo habías planeado todo, jodido mamón.

-Era una broma.

-Una bro... -El sabor a hierro y salitre me cortó la respiración-, ¡Gilipollas!

—Lo siento de veras -gimoteó Mister Duck en tono verdaderamente quejumbroso-. No ha sido una buena broma. Será mejor que desaparezca.

Echó a andar hasta salirse del saliente rocoso, pero en vez de caer al agua se quedó flotando en el aire como si tal cosa.

-¿Puedo preguntarte algo, Rich?

-¿Qué? -dije con calculada acritud.

-¿A quién piensas traer?

-¿Traer de dónde?

-Del mundo. ¿Acaso Jed y tú no...? -Se detuvo sin completar la frase, súbitamente ceñudo, y miró hacia abajo, al espacio que se abría bajo sus pies, con expresión de sorpresa-. ¡Maldición! -gimió, y cayó como una piedra.

Me asomé por el borde del saliente. Cuando el agua quedó en calma distinguí una nube sangrienta. Esperé un poco para ver si volvía a la superficie, pero no lo hizo.

 

 

EN BUSCA DE ARROZ

JED

Jed no me dejó que despertase a Françoise y a Étienne. Me habían pedido que me despidiera antes de irme, pero Jed sacudió la cabeza y se limitó a decir: «Es innecesario». Contemplé sus cuerpos dormidos, preguntándome qué había querido significar con eso. Jed me había despertado cinco minutos antes, poniéndome la mano sobre la boca y susurrándome «Chist», tan cerca del oído que con la barba me rozó la mejilla. Eso sí que había sido innecesario.

Su cuchillo también era innecesario. Lo vi cuando ya estábamos en la playa y nos disponíamos a nadar hasta los acantilados que daban al mar abierto. Tenía la empuñadura verde y la hoja revestida de teflón.

-¿Para qué es eso? -le pregunté.

-Una herramienta de trabajo -contestó, dando el asunto por zanjado-. Un pelín siniestro, ¿eh? -añadió guiñándome un ojo, y se zambulló con el cuchillo entre los dientes.

Jed había constituido un completo misterio para mí hasta ese momento. La vez que más tiempo pasamos juntos había sido el día de nuestra llegada, cuando nos guió desde la cascada. Después de eso, casi nunca coincidimos. Le veía de vez en cuando, nunca antes del anochecer, pues volvía muy tarde al campamento, y en esas ocasiones sólo cruzábamos unas pocas palabras. No necesito más para tener una opinión sobre alguien. Emito juicios rápidos, erróneos, por lo general, y me atengo estrictamente a ellos. Pero con Jed hice una excepción y me mantuve a la expectativa, sobre todo porque suscitaba diversidad de opiniones. Antihigiénix lo apreciaba, y Keaty lo consideraba un imbécil.

-Estábamos sentados en la playa -me dijo Keaty un día, con gesto de irritación-, cuando oímos un ruido en la selva, una especie de chasquido, como si hubiera caído un coco o algo así. Jed se puso rígido de inmediato y miró fijamente por encima del hombro, igual que un comando bien adiestrado, o como si fuera incapaz de dominar sus reflejos.

-Estaba fardando.

-Exactamente. Quería que notáramos lo jodidamente alerta que estaba.

Keaty se echó a reír, sacudiendo 1a cabeza, y la emprendió con su habitual diatriba sobre lo repelente que era trabajar en la huerta.

Pero Antihigiénix apreciaba a Jed. A veces, cuando tenía que salir por la noche para ir a los servicios, me los encontraba todavía despiertos, sentados junto a la cabaña de la cocina, colocándose con algo de hierba birlada de la plantación de marihuana. Y si Antihigiénix lo apreciaba, Jed no podía ser tan malo.

Las grutas que conducían a los acantilados eran tres. Una estaba en la base de la grieta que se veía desde el jardín de corales, la otra a unos doscientos metros a su derecha, y la tercera a unos cincuenta metros a su izquierda. Fue a ésta a la que nos dirigimos nadando.

Vaya baño nos dimos. El agua estaba fría y me despejó por completo. Buceé casi todo el tiempo, observando a los peces y preguntándome cuál de ellos acabaría en el plato. Era curioso la cantidad de peces que poblaba la laguna. Podíamos sacar treinta al día sin que su número pareciera mermar.

Alcanzamos la gruta cuando comenzaba a amanecer. Los acantilados, que trazaban una curva e iban a unirse con la isla, nos impedían ver el sol, pero el cielo estaba claro.

-¿Conoces este lugar? -preguntó Jed.

-Lo he visto mientras trabajaba.

-Pero nunca pasaste al otro lado.

-No. Veo la gruta cuando voy al jardín de corales... La que está bajo la grieta.

-Pero nunca pasaste al otro lado -repitió.

-No.

-Pues deberías haberlo hecho -soltó, poniendo mala cara-. Fie aquí una regla de oro: lo primero que hay que hacer cuando se llega a un lugar es saber cómo salir de él. Estas grutas son las únicas salidas de la laguna.

-Oh... -dije, encogiéndome de hombros-. ¿Es así como evitas la cascada?

-Mira.

Dio unos pasos en la entrada de la gruta y señaló hacia arriba. En la penumbra distinguí a duras penas un círculo azul del tamaño de un puño y, cuando me acostumbré a la poca luz, vi una cuerda que caía hasta nosotros.

-Es una chimenea. Si utilizas la cuerda te resultará más fácil trepar por ella.

-Y después sólo tienes que seguir por lo alto del acantilado de regreso a la isla.

-Exactamente. ¿Quieres intentarlo?

-Seguro -contesté sin vacilar, pensando que estaba poniéndome a prueba.

-Muy bien. De modo que eres un aventurero. No te creía tan amante del riesgo.

-He sabido dar con la isla -dije, irritado-. Y no me parece nada del otro mundo eso de trepar y...

-Quizá sea la isla la que ha sabido dar contigo. -Me interrumpió mirándome de reojo, y se echó a reír-. Estaba tomándote el pelo, Richard, perdona. En cualquier caso, no tenemos tiempo. El viaje nos llevará cuatro horas por lo menos.

Consulté el reloj. Eran casi las siete.

-Entonces, nuestra HEL es a las once cero cero.

-Once cero cero... -Chasqueó la lengua, me dio una palmada en el brazo y añadió, con acento estadounidense-: Así que llamas HEL a la hora estimada de llegada... Muy bien, PN, eres de los míos.

Keaty había conocido a Sal y a Bugs en Chiang Rai. Después de una incursión clandestina en la frontera birmana, Sal le preguntó si le apetecía acompañarlos al paraíso.

Gregorio conoció a Daffy en Sumatra. Le habían robado y dado una paliza y cuando intentaba llegar a Yakarta para ponerse en contacto con la embajada española se cruzó con Daffy. Este le ofreció el dinero para que se fuera a Java, pero Gregorio no lo quiso aceptar porque era evidente que Daffy andaba escaso de cuartos. «Tienes razón, que le den por culo a Java», dijo Daffy, y le contó lo de la playa.

Sal viajó dieciocho horas de autobús con Ella, que llevaba un juego de backgammon portátil.

Daffy oyó a Cassie pedir trabajo en un bar de Patpong.

Bugs entró en un restaurante flotante de Srinagar, y Antihigiénix le sirvió una comida de seis platos, comenzando por sopa caliente de coco y terminando por confitura de mango.

Moshe impidió que un ladrón le robara la mochila a Daffy en Manila.

Bugs había estado vendimiando con Jean en Blenheim, Nueva Zelanda.

Jed...

Jed apareció de repente. Saltó por la cascada y se presentó en el campamento con un saco de dormir y una bolsa empapada llena de marihuana bajo el brazo.

Según me dijo Keaty, en el campamento cundió el pánico. ¿Estaba solo? ¿Cómo había dado con la playa? ¿Lo seguía alguien? Todo el mundo estuvo como loco hasta que Sal, Bugs y Daffy se pusieron en pie y lo llevaron al barracón para hablar con él mientras los demás esperaban fuera. Todos oyeron los gritos de Daffy y a Bugs tratando de calmarlo.

Los acantilados tenían unos treinta metros de ancho, pero resultaba imposible ver el mar al otro lado porque el techo de la gruta se inclinaba a escasa distancia, hasta caer por debajo del nivel del agua. Nadar hacia la negrura no era algo que me hiciese mucha gracia, pero Jed me aseguró que el techo volvía a elevarse enseguida.

-Es pan comido -dijo-. Cuando te quieres dar cuenta ya estás al otro lado.

-¿De veras?

-Claro. Con la marea baja sólo tenemos que nadar hasta la mitad de la gruta. Con la marea alta hay que atravesarla de una sola inmersión, y aun así es fácil.

Tomó una bocanada de aire, se sumergió y me dejó solo.

Esperé un minuto, escuchando el sonido de mis chapoteos contra las paredes. El doloroso enfriamiento de los pies y las pantorrillas me recordó el juego de las zambullidas en las afueras de Ko Samui.

-Pues ya puedes apuntarme en la lista de los aventureros -dije en voz alta.

Era una broma, por supuesto, para infundirme valor. Y supongo que, de algún modo, funcionó. El eco de mis palabras resonó de un modo tan espectral que la negrura del agua me pareció más atractiva que seguir allí, indeciso.

Jed trabajó como carpintero sólo seis días, después de los cuales se entregó a lo que Keaty llamaba sus «estúpidas misiones» alrededor de la cascada.

Al principio todos comentaron el hecho. Pensaban que debía trabajar y no les gustaba nada que Sal, Bugs y Daffy se negaran a explicar por qué le permitían ir a su aire. Sin embargo, pasó el tiempo y, a medida que se acostumbraban a su cara, dejaron de hacer preguntas. Lo más importante era que nadie había aparecido tras sus pasos, con lo que se disipó el temor. Además, mantenía un suministro constante de hierba, que antes era un lujo a repartir con cuentagotas.

Keaty tenía una teoría. Puesto que Jed no había sido recluta-do, constituía un elemento desconocido y, por lo tanto, un peligro para la seguridad del campamento si decidía abandonarlo. De manera que cuando Sal advirtió que Jed era uno de esos tipos a los que les encantaban que les encomendasen misiones, se había inventado una para que se sintiera feliz.

La teoría me pareció bastante improbable. Jed siempre hacía lo que Sal quería, y la diplomacia no tenía nada que ver con eso.

A pesar de mi costumbre, mantuve los ojos cerrados mientras buceaba, avanzando a tientas con los brazos extendidos e impulsándome con las piernas. Suponía que cada patada me hacía avanzar un metro, y los contaba cuidadosamente para hacerme una idea de la distancia. Cuando pasé de diez empecé a preocuparme porque sentí un dolor en los pulmones. Jed se había mostrado terminante en cuanto a que el paso submarino no me llevaría más de cuarenta segundos. Al contar quince patadas comprendí que debía plantearme la posibilidad de regresar. Decidí que antes daría tres últimas patadas, cuando mis brazos se agitaron en el aire.

Noté algo raro en cuanto respiré. El aire era fétido. Tanto que se le quitaban a uno las ganas de respirar. De hecho, tras tomar aliento un par de veces se me revolvió el estómago. Busqué alrededor, pero había tan poca luz que ni siquiera conseguía verme las manos.

-¡Jed! -llamé.

No me respondió ni el eco.

Tanteé por encima de mi cabeza hasta hundir la mano en una vellosidad húmeda y fría que se me pegó a la piel; me estremecí y una descarga de adrenalina recorrió mis venas.

-Son algas -susurré cuando el corazón dejó de atronarme los oídos. Las algas tapizaban la roca y absorbían cualquier ruido. Sentí náuseas-. Jed...

 

 

AUTOAYUDA

Me pasé varios minutos vomitando. Me doblaba con cada contracción de las tripas y devolvía con la cabeza bajo el agua, sin tiempo casi para sacarla y respirar entre arcada y arcada. Tres bascas me sacudieron antes de que el estómago se percatara de que estaba vacío. ¿Qué mierda podía hacer allí hundido entre la oscuridad y los aminoácidos?

Primero pensé en seguir adelante, dando por supuesto que mi precipitación me había llevado a sacar la cabeza antes de tiempo en una bolsa de aire producida por un descenso de la marea. Pero una cosa era decirlo y otra hacerlo. El vómito me había zarandeado tanto que no sabía por dónde tirar. Eso me llevó a pensar que debía averiguar cuánto medía aproximadamente la bolsa de aire, lo cual sí estaba a mi alcance. Haciendo de tripas corazón, levanté la mano y la metí entre las algas. Era asqueroso pero lo soporté, hasta que toqué la roca a la distancia de un brazo por encima de mi cabeza.

Tras unos minutos de desorientación, conseguí hacerme una idea de lo que me rodeaba. La bolsa, que tenía unos dos metros de ancho por tres de largo, presentaba en uno de sus extremos un saliente angosto pero en el que era posible sentarse. El resto de cuanto me rodeaba era roca viva que se hundía en el agua. Los pies y las manos me indicaron que bajo la superficie había cuatro pasadizos, aunque quizá fuesen más.

No era un hallazgo estimulante. Si hubiesen sido dos, uno me habría llevado al océano y el otro a la laguna. Pero cualquiera sabía adonde conducían los otros. Ya me imaginaba nadando en un laberinto.

Oí mi propia voz calculando probabilidades.

-Dos de cuatro. Una de dos. Cincuenta por ciento.

Todas sonaban fatal.

La otra alternativa era quedarme allí y esperar a que Jed acudiese en mi busca, lo que no me apetecía. Podía darme un pasmo si me quedaba en aquella boca de lobo chapoteando en mi propia vomitona y sin la menor idea de cuándo comenzaría a respirar dióxido de carbono. La perspectiva era particularmente siniestra. Me vi acurrucado en el estrecho saliente mientras me sumía poco a poco en un lóbrego sueño.

Mantuve la serenidad un minuto, tratando de que se me ocurriese algo, hasta que me entró el pánico y me puse a chapotear como un loco, yéndome contra las paredes, ahogándome entre sollozos, arrancando algas a puñados. Me golpeé el codo contra la roca y sentí que la sangre corría por mi brazo.

-¡Socorro! ¡Socorro!

Mi voz sonó lastimera como un lloriqueo, y tan estremecedora que me obligó a callar. Poco después, el miedo dio paso al asco. Aspiré una bocanada de aire fétido y me sumergí. Esta vez no conté las patadas que daba ni me preocupé por qué camino seguir. Enfilé uno de los pasadizos y nadé tan rápido como pude.

LA LISTA

Tomé un camino incorrecto. Me golpeé los pies y las manos contra las paredes del pasadizo y sentí en el pecho una presión espantosa, como si me hubiese tragado un pomelo. Al cabo de unos cincuenta segundos empecé a ver rojo a través de las tinieblas. «Eso significa que me estoy muriendo», pensé al tiempo que el rojo se ponía cada vez más brillante y el pomelo me oprimía la nuez de Adán. En medio de aquel rojo apareció un punto de luz amarilla que, supuse, no tardaría en volverse blanca. Me acordé de que en un programa de la tele decían que los moribundos ven luces al final de un túnel según se les van muriendo las células cerebrales.

Súbitamente resignado, imprimí menos vigor a mis patadas. Mi poderosa brazada se convirtió en el errático chapoteo de un perrito. Cuando sentí que la roca me raspaba el vientre, ignoraba si estaba boca arriba o boca abajo.

Decir que aquello me cabreó quizá suene petulante, pero no sé de qué otro modo describirlo. Creo que, a pesar de la perplejidad, una parte de mi mente lamentaba equivocarse en cuanto a mi teoría sobre el instante anterior al Game over. No me debatía ni estaba luchando del modo en que siempre había imaginado que lo haría. Me estaba desmayando, eso era todo. El desconcierto produjo un nuevo impulso de energía, junto con la idea de que el que viera todo rojo quizá no significase que me moría, al fin y al cabo. Podía ser una luz, la del sol a través del agua y de mis párpados fuertemente cerrados. Hice acopio de fuerzas y conseguí dar un patadón.

Me dirigí hacia la luz y el aire fresco. La claridad me obligó a parpadear, y boqueé como un pez ensartado. La imagen de Jed se formó lentamente ante mis ojos. Estaba sentado en una roca, junto a un bote largo, del mismo color verde azulado que el mar.

-Eh -dijo-, te has tomado tu tiempo.

Tardé en responder, empeñado como estaba en tragar aire.

-Has tardado una eternidad. ¿Qué has estado haciendo? -preguntó.

-Ahogándome -fue todo lo que pude responder.

-¿En serio? ¿Sabes algo de motores? He intentado poner éste en marcha, pero no lo he conseguido.

Intenté encaramarme a la roca, pero me fallaron las fuerzas y me fui de nuevo al agua.

-¿No me has oído? -dije entre jadeos.

-Ya lo creo -contestó, pasándose distraídamente el cuchillo por la barba como si se afeitara-. Sé que tiene gasolina porque el depósito está lleno, y los suecos me aseguraron que lo habían utilizado el otro día.

-¡Jed! Me he metido en una bolsa de aire con más salidas que... -No se me ocurrió ningún símil que expresase un gran número de salidas-. ¡Casi me ahogo!

-¿Una bolsa de aire? -preguntó dirigiéndome por primera vez la mirada y bajando el cuchillo-. ¿Estás seguro?

-¡Claro que estoy seguro, joder!

-¿Dónde?

-No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Por ahí, en algún sitio. -Me volví hacia la entrada de la gruta. Estaba temblando.

Jed frunció el entrecejo.

-Qué cosa tan rara. He pasado cien veces por ahí y nunca he dado con ninguna bolsa de aire.

-¿Crees que miento?

-No... ¿Y dices que con varias salidas?

-Cuatro, por lo menos. Las conté a tientas y no sé por cuál tiré. Ha sido una pesadilla.

-Quizá tomaste el camino equivocado. Mierda, Richard, lo siento. De verdad que no pensé que pudiera pasar algo así. He cruzado tantas veces esa gruta, que ya lo hago de modo automático. De todas maneras, no deja de ser curioso. Todos los de la playa han atravesado esa gruta y nadie se ha perdido.

-Pues yo sí -dije, y dejé escapar un suspiro.

-Ha sido mala suerte, desde luego. -Me tendió una mano para izarme hasta la roca.

-He estado a punto de morir.

-Ya lo creo -admitió, sacudiendo la cabeza-. Lo lamento.

Una parte de mí sentía el deseo de enfadarse, pero sin aclararme el motivo. Me tumbé de espaldas, y me puse a contemplar las nubes. Una mota plateada trazaba un rastro de vapor en el cielo, e imaginé a la gente que iba dentro preguntarse qué ocurriría en las islas de aquí abajo mientras miraban por las ventanillas la extensión del golfo de Tailandia. Estaba seguro de que más de uno debía de estar mirando mi isla.

Ni en un millón de años llegarían a imaginarse lo que pasaba. Al pensar en ello sonreí sin salir de mi aturdimiento.

Jed me devolvió a la puta realidad.

-Hueles que da asco.

-Estoy cubierto de vómitos -expliqué.

-Y te está sangrando el codo.

El brazo me dolió en cuanto le eché un vistazo.

-Joder. Estoy hecho una mierda.

-No -repuso Jed, sacudiendo la cabeza-. Es el bote lo que está hecho una mierda.

El bote tenía seis metros de largo y más de uno de ancho, con un solo botalón de bambú a su derecha. Estaba amarrado a las rocas por su banda izquierda y protegido por unas hojas de palmera que hacían las veces de amortiguadores, al abrigo del exiguo puerto formado por la entrada de la gruta.

Dentro de la embarcación había algunos de los aparejos de pesca de los suecos. Observé con envidia que sus arpones eran más largos que los nuestros, y tenían un salabardo. No es que necesitáramos un salabardo en la laguna, pero me habría gustado tener uno. También vi sedales y anzuelos, lo que explicaba por qué obtenían siempre los peces más grandes.

Pese a lo que Jed acababa de decir, le tomé cariño al bote casi de inmediato. Me gustaba su línea, tan propia del Sureste Asiático, los adornos pintados de la proa y el intenso olor a grasa y a madera empapada de salitre. Lo que más me complacía era lo familiar que me resultaba todo aquello gracias a los recuerdos de otros viajes por otras islas de otros lugares. Era estupendo tener una memoria que te permitiera sentir nostalgia por unas cosas tan exóticas.

Acumular recuerdos o experiencias era el principal objetivo de mis viajes. Comencé a viajar del mismo modo que el filatélico se pone a coleccionar sellos, con una lista de las cosas que quería ver o llevar a cabo, bastante banales en su mayor parte. Quería ver el Taj Mahal, Borobudur, las terrazas de arroz de Bagio, Angkor Wat. Entre las menos -o quizá las más- prosaicas figuraba la visión de la extrema pobreza. Lo consideraba una experiencia imprescindible para quien quisiera que se le considerase interesante y mundano.

Eso fue, naturalmente, lo primero que taché de la lista, para pasar a otros propósitos de carácter más oscuro. Estaba obsesionado con verme en el centro de un motín, entre la f uria de los tiros y los gases lacrimógenos.

También buscaba un encuentro con mi propia muerte. Tenía dieciocho años cuando conocí en Hong Kong a un viejo marinero asiático que me contó que en Vietnam lo habían atracado a punta de pistola. La historia terminaba con el cañón de una pistola en el pecho y el anuncio de que iban a pegarle un tiro.

-Lo más curioso cuando te enfrentas a la muerte -me dijo- es que no tienes miedo. Estás tranquilo. Alerta, naturalmente, pero tranquilo.

Asentí con un enérgico movimiento de cabeza, no porque contara con una experiencia personal al respecto, sino porque estaba tan emocionado que no sabía qué otra cosa hacer.

Las plantaciones de marihuana coincidían perfectamente con ese apartado de la lista, como así también la bolsa de aire, con la salvedad de que yo no podía decir que me había mantenido alerta (naturalmente) pero tranquilo, una observación de la que estaba decidido a sacar provecho algún día.

Al cabo de veinte minutos me encontraba en plena forma.

-Venga -dije, incorporándome-. Pongamos el motor en marcha.

-El motor está jodido. No puedes ponerlo en marcha. Será mejor que regresemos y lo arreglen los suecos.

-Claro que puedo ponerlo en marcha. He estado un montón de veces en este tipo de embarcaciones.

Jed me miró con expresión de duda, pero me hizo ademán de que lo intentara.

Me arrastré dentro del bote y me dejé caer en la popa, donde descubrí alborozado que conocía el tipo de motor, uno de esos que se ponen en marcha como si fuera una cortadora de césped, enrollando una cuerda a una rueda de volante para tirar luego de ella.

Al mirarlo más de cerca encontré un nudo al final de la cuerda y la ranura en la rueda donde encajarlo.

-Lo he intentado cincuenta veces -murmuró Jed cuando yo colocaba el nudo en su lugar.

-Es una cuestión de muñeca -le expliqué, con deliberado tono de alegría-. Primero un movimiento lento y luego un tirón rápido.

-¿Ah, sí?

Antes de dar el tirón eché un último vistazo. No buscaba nada en particular, pero quería presumir de experto, y el farol me salió bien. Vi un pequeño interruptor de metal, casi tapado por la grasa y el polvo, con las palabras «on-off». Miré hacia atrás de soslayo y disimulé al colocarlo en la posición adecuada.

-¡Vamos allá! —grité tirando de la cuerda.

El motor se puso en marcha sin un solo quejido.

TIERRA AL OESTE

Fue delicioso abandonar aquel pequeño puesto entre traqueteos y humos del motor para poner proa a Ko Pha-Ngan. Aunque me habían dicho que su mejor época había pasado ya, Fiat Rin aún conservaba algo de su legendaria reputación. Tal como me había ocurrido con Patpong Road o los senderos del opio en el Triángulo de Oro, me apetecía conocer de qué iba aquel rollo, aparte de hacer algo importante para nuestra playa. Sabía que Sal valoraba que me hubiera presentado voluntario, lo que hacía que me sintiera implicado en una tarea seria y útil.

Una hora después, sin embargo, cuando Ko Pha-Ngan comenzó a dibujarse en el horizonte, la complacencia dejó paso a la ansiedad. Era la misma sensación que había experimentado bajo la cascada. Fui súbitamente consciente de que el encuentro con el mundo me conduciría de nuevo a las cosas que había logrado olvidar, aunque no estaba muy seguro de qué cosas eran ésas, pues las había olvidado. De lo que sí estaba seguro era que no me apetecía recordarlas. También advertí, pese a que el ruido del motor nos impedía dirigirnos la palabra, que Jed pensaba lo mismo que yo. Estaba sentado tan rígido como se lo permitían los vaivenes del bote, sujetando la caña del timón y con la mirada fija en la isla ante nosotros.

Busqué los cigarrillos en los bolsillos del pantalón. Había tenido la precaución de llevar un paquete (esperaba que la envoltura de celofán lo hubiese protegido del agua), y había guardado las cerillas en la cajita de plástico que usaba Keaty para que no se mojara el papel de fumar.

-Es mi posesión más preciada -me había dicho antes de dármela-. Defiéndela con tu vida.

-Cuenta con ello -repuse de inmediato, imaginándome lo que sería viajar durante tres horas en bote sin una dosis de nicotina.

Encender el cigarrillo fue un poco más complicado, porque las cerillas eran de una marca tailandesa muy barata y se astillaban si las frotabas con demasiada fuerza. Las tres primeras se rompieron, y el viento apagó la cuarta. Sólo había guardado diez en la cajita, y ya me estaba poniendo nervioso cuando, por fin, lo conseguí. Jed encendió otro cigarrillo con la brasa del mío, y los dos seguimos mirando hacia Ko Pha-Ngan.

Al cabo de un rato vi una franja de suave arena blanca entre el azul y el verde.

Para no pensar en el mundo me puse a pensar en Françoise.

Étienne y yo habíamos estado en el jardín de coral unos días antes, para ver quién se lanzaba mejor al agua. Cuando le pedimos a Françoise que actuara de juez, ella nos miró y, encogiéndose de hombros, sentenció:

-Sois los dos muy buenos.

-Sí -dijo Étienne-, pero ¿quién es el mejor?

-Es muy difícil determinarlo -contestó Françoise entre risas, y se encogió nuevamente de hombros-. De verdad. Sois tan bueno el uno como el otro -concluyó, y nos dio un besito en la mejilla a cada uno.

Su reacción también fue una sorpresa para mí. Lo cierto es que Étienne se zambullía mucho mejor que yo. No tenía dificultad alguna en los lanzamientos de espaldas, tanto en el estilo cisne como en la tijereta, ni con cualquier otro tipo de salto, incluidos los que no tienen nombre, mientras que yo sólo dominaba el salto de espaldas, y eso con una voltereta que hacía que por lo general entrara en el agua con los pies por delante. En cuanto a la zambullida en sí, la de Étienne era tan recta como un arpón de bambú. Yo no necesitaba verme para saber que lo mío era más bien como la caída de un árbol con ramas y todo.

De modo que Françoise había mentido al decir que ambos éramos igual de buenos. Se trataba de una mentira muy curiosa, que no ocultaba un ápice de malicia, y a primera vista diplomática, pero desconcertante y difícil de clasificar.

-Tierra al oeste -oí decir entre el ruido del motor. La voz de Jed disipó mi ensoñación.

Miré alrededor y me llevé la mano abierta al oído.

-¿Qué? -grité.

-Me dirijo hacia el oeste. ¡Hay más terreno para desembarcar y menos cabañas!

Alcé el pulgar y me volví hacia la proa. Pensando en Françoise no había caído en la cuenta de que estábamos tan cerca de Ko Pha-Ngan que ya divisaba las sombras de los cocoteros bajo el sol del mediodía.

REENCUENTRO

Jed paró el motor a unos cien metros de la costa, y seguimos con los remos. La idea era pasar inadvertidos, y la verdad es que no tuvimos que esforzarnos demasiado. Aquella franja de tierra estaba desierta, salvo por unas chozas medio en ruinas y con todo el aspecto de llevar mucho tiempo deshabitadas.

Saltamos al agua y arrastramos el bote hasta la orilla.

-¿Vamos a dejarlo aquí? -pregunté cuando pisamos la arena.

-No. Tenemos que ocultarlo -respondió Jed. Señaló la hilera de árboles y añadió-: Ese parece un buen sitio. Ve a dar un vistazo y asegúrate de que todo está tan solitario como parece.

-De acuerdo.

Salí a la carrera y me detuve casi de inmediato. Me costaba mantener el equilibrio después de la travesía en bote, y aunque me recuperé enseguida, durante un par de minutos tuve que esforzarme para no caer.

A poca distancia encontré un par de palmeras con el espacio justo entre ambas para que pasara la embarcación y unos matorrales lo bastante espesos para ocultarla si la tapábamos con unas ramas. La choza más cercana quedaba a más de cincuenta metros.

-Este lugar está muy bien -grité.

-Bien. Échame una mano.

Todo habría sido más fácil si hubiéramos sido tres. El motor pesaba tanto que hubo que levantar la popa para que la hélice no se hundiera en la arena, empujando al mismo tiempo el peso muerto de la proa. Si en la arena fue difícil, cuando pisamos la hierba aquello se convirtió en una tarea de mil demonios. Aunque empujábamos con todas nuestras fuerzas, apenas si avanzábamos.

-¡Mierda! -exclamé entre jadeos cuando ya casi habíamos llegado a los árboles-. ¿Es siempre tan duro?

-¿El qué?

-Conseguir arroz.

-Desde luego -repuso Jed, enjugándose el sudor de la barba. Unas gotas grasientas corrieron por sus muñecas hasta los codos-. ¿Por qué te creías que hay que pedir voluntarios?

De un modo u otro logramos arrastrar el bote hasta el matorral. Una vez camuflado, nadie habría podido dar con él a menos que supiera dónde buscarlo.

Incluso llegamos a pensar que quizá luego no lográsemos encontrarlo, por lo que marcamos el lugar clavando en la arena un palo en forma de horquilla.

Estábamos exhaustos, pero teníamos dos cosas con las que consolarnos. Una, que sería mucho más fácil volver a ponerlo en el agua, porque era cuesta abajo y el mar constituía una diana más amplia que el hueco entre dos palmeras. La otra, que nos íbamos a dar un atracón en cuanto llegáramos a Hat Rin.

Nos pusimos en marcha con el mejor de los ánimos, charlando de los refrescos que nos íbamos a tomar y discutiendo sobre si el Sprite era mejor que la Coca-Cola o no. Jed fue quien primero vio a la pareja, aunque tan lejos del bote que no nos preocupamos demasiado. Al cruzarnos con ellos los miré directamente a la cara, pero sólo para tener la sonrisa lista en el caso de que nos saludaran.

No lo hicieron. Mantuvieron los ojos clavados en la arena, y advertí por la expresión de su rostro que estaban tan ocupados en no caerse como yo momentos antes.

-¿Te has fijado? -pregunté cuando ya no podían oírme-. Todavía no es la hora de comer y ya van pasados de rosca.

-Demasiada priva.

-O demasiada farlopa.

Jed asintió con la cabeza, carraspeó y escupió en el suelo.

-Drogatas de mierda.

Una hora más tarde nos encontrábamos entre el bullicio de las filas de cabañas playeras, con gente que tomaba el sol y jugaba con discos voladores. Me extrañó que no llamáramos la atención de nadie. Me sorprendía que no les pareciéramos tan raros como ellos a nosotros.

-Vamos a comer -dijo jed, cuando ya estábamos casi en medio de Hat Rin, así que nos metimos en el café más cercano y nos sentamos.

El hormigón bajo los pies me produjo una sensación curiosa, y también la silla de plástico en que me senté. Era una silla normal, similar a las que había en la escuela, un asiento curvado con un agujero en el respaldo y patas de metal en forma de V, pero extraordinariamente incómoda. No encontraba la postura adecuada. O me deslizaba hacia el suelo o me colgaba del borde del asiento, lo que tampoco tenía sentido.

-¿Tú cómo coño lo haces? -murmuré.

Jed levantó la vista del menú.

-No sé cómo ponerme...

-Te parece todo muy raro, ¿verdad?

-Muy raro.

-¿Y qué me dices de tu imagen?

-¿Qué quieres decir?

-Que cuándo te miraste por última vez en un espejo...

Me encogí de hombros. Junto a la cabaña donde estaba la ducha había un espejito de maquillaje que los hombres usaban para afeitarse, pero que no mostraba más que un fragmento de la cara. Aparte de eso, llevaba casi un mes sin tener ni idea de mi aspecto.

-Por ahí hay un lavabo con un espejo. Anda y échate un vistazo. Te llevarás una sorpresa.

-¿Por qué lo dices? -pregunté, frunciendo el entrecejo y súbitamente preocupado-. ¿Le pasa algo a mi cara?

-Compruébalo por ti mismo. Ya verás.

Vaya si me llevé una sorpresa. El tipo que me devolvió la mirada era un completo desconocido. Tenía la piel más oscura de lo que nunca hubiera imaginado, el sol me había aclarado el pelo, que ahora, además de haberse ensortijado, era más castaño que negro, y mis dientes lucían tan blancos que parecían a punto de saltar del rostro. También aparentaba más edad -veintiséis o veintisiete- y la nariz estaba cubierta de pecas. Eso era lo más sorprendente, ya que jamás había tenido pecas.

Me pasé cinco minutos mirándome, pasmado. Y me habría pasado una hora si Jed no me hubiese llamado para pedir la comida.

-¿Qué opinión te ha merecido? -me preguntó cuando volví a ia mesa haciendo muecas como un idiota.

-Muy raro. ¿Por qué no te echas un vistazo tú también? Es estupendo.

-No... Llevo seis meses sin mirarme en un espejo. Así cuando lo haga me caeré de culo.

-¡Seis meses!

-Ajá. O más. -Me lanzó el menú-. Venga. ¿Qué va a ser? Estoy hambriento.

Examiné la larga lista, deteniéndome en los pasteles de plátano.

-Creo que un par de hamburguesas de queso -dije, cuando me lo hube pensado mejor.

-Hamburguesas de queso. ¿Algo más?

-Pues... Tallarines picantes con pollo. Al fin y al cabo estamos en Tailandia.

Jed se puso en pie, mirando de reojo a los que tomaban el sol en la playa.

-Eso dicen -contestó ásperamente, y se fue a pedir la comida.

Mientras esperábamos nos pusimos a ver la televisión. El café tenía un vídeo al fondo en el que ponían La lista de Schindler. Schindler observaba montado a caballo la evacuación de los guetos, con la vista fija en una niña con un abrigo rojo.

-¿Qué te parece el abrigo? -preguntó Jed, sorbiendo su Coca-Cola mientras yo hacía lo mismo con mi Sprite.

-¿Qué le pasa?

-¿Sabes si está coloreado a pincel sobre el celuloide?

-¿Fotograma a fotograma, como en los dibujos animados?

-Sí.

-Venga ya. Lo habrán hecho con ordenador, como en Parque Jurásico.

-Ah... -Vació la botella y se relamió los labios-. Algo único.

-¿La lista de Schindler?

-No, capullo. La Coca-Cola.

Tardaron siglos en traernos la comida, tanto que cuando llegó Schindler estaba mirando de nuevo el abrigo rojo. Si conocéis la película, sabréis que eso ocurre una hora después de que lo viera por primera vez. Una hora o más. Afortunadamente, descubrí una vieja máquina de Invasores espaciales, con la que me entretuve durante la espera.

KAMPUCHEA

Jed me dio a elegir. Podía irme con él a conseguir el arroz o quedarme en la playa y esperarlo. Decidí quedarme, porque no me necesitaba para nada. Además, quería hacer unas compras. Tenía que reponer cigarrillos y conseguir pilas para la Gameboy de Keaty.

Encontré un café con una tienda -en realidad un mostrador de cristal con unas cuantas cosas debajo-, y después de comprar las pilas y los cigarrillos, aún me quedaba dinero para unos pocos regalos.

Conseguir jabón para Antihigiénix no fue nada fácil. Los había de varias clases, occidentales y tailandeses, pero ninguno de la marca que él usaba. Miré un rato por los mostradores hasta dar con el jabón Luxume, del que se decía que era «lujurioso aunque perfumado». El «aunque» me despistó un poco, pero lo de «perfumado» resolvió todas mis dudas, pues sabía lo importante que eso era para Antihigiénix. Después compré un paquete de cuchillas de afeitar para compartirlo con Étienne, Gregorio y Keaty, y un tubo de Colgate para Françoise. Nadie usaba pasta dentífrica en el campamento, había diez cepillos de dientes para todos, y quienes lo preferían masticaban una ramita todas las mañanas. A Françoise no le disgustaba compartir el cepillo de dientes, pero echaba de menos el dentífrico, de modo que di por supuesto que el regalo sería de su agrado.

Luego compré varias bolsas de caramelos, pues no quería que nadie se quedara sin su regalo, y finalmente unas bermudas. Las que llevaba estaban muy viejas y no me iban a durar más de un mes o dos.

Una vez acabadas mis compras, no me quedaba otra cosa que hacer. Me tomé otro Sprite, bastante rápido, y decidí matar el tiempo paseando por Hat Rin, pero al cabo de unos cientos de metros cambié de idea. No había mucho que ver aparte de las cabañas de la playa, así que en vez de pasear me senté en la arena con los pies metidos en el agua, pensando en lo mucho que se iban a alegrar todos en el campamento cuando llegara con mis regalos. Me imaginé una escena en plan Astérix, con una gran tiesta para celebrar el regreso tras la aventura. No teníamos jabalís ni vino de las Galias, pero sí marihuana y arroz para dar y tomar.

-Saigón -dijo de repente una voz masculina cerca de mí-. Una locura.

-Eso he oído -concedió otra voz, ésta femenina.

-Estuvimos un par de meses. Es como Bangkok hace diez años. Puede que mejor.

Me volví y vi a dos chicas y dos chicos que tomaban el sol. Las chicas eran inglesas; los chicos, australianos. Todos hablaban en voz muy alta, tanto que daba la impresión de que se dirigían a todos quienes pasaban por allí.

-Sí, pero si Saigón era una locura, la jodida Kampuchea era como para no creérselo -dijo el otro australiano, un tipo flaco con el pelo cortado al rape, largas patillas y una orlita de barba en la perilla-. Pasamos seis semanas allí. Nos habríamos quedado más tiempo, pero se nos acabó el dinero. Tuvimos que volver a Tailandia para cobrar un puto giro postal.

-Un buen sitio para pasar seis meses -coincidió su compañero.

-Para pasar seis años.

Volví la cabeza hacia el mar. Era una conversación bastante sosa, pensé, de la que no valía la pena estar pendiente. Pero lo cierto es que no podía evitarlo, y no tenía nada que ver con el volumen de sus voces. Me llamaba la atención el tipo que había hablado de Kampuchea. Me preguntaba si ése sería el nuevo nombre de Camboya.

Me incliné hacia ellos sin pensármelo dos veces.

-Perdón, pero ¿por qué llamáis Kampuchea a Camboya?

Los cuatro me miraron.

-Quiero decir... -continué-, se trata de Camboya, ¿no es así?

El segundo australiano meneó la cabeza, no porque yo le desagradara, sino como si intentara hacerse una idea de qué pintaba yo allí.

-Camboya, ¿no es así? -repetí, por si no me había oído.

-Kampuchea. Acabamos de estar allí.

Me puse en pie y me acerqué a ellos.

-Pero ¿quién la llama Kampuchea?

-Los camboyanos.

-Los camboyanos, no los kampucheanos.

-¿Cómo? -dijo frunciendo el entrecejo.

-Quería saber de dónde habíais sacado la palabra «Kampuchea ».

-Oye, tío -soltó el primer australiano-, ¿qué más da que la llamemos Kampuchea?

-No es eso lo que importa. Yo creía que Kampuchea era el nombre utilizado por los Jemeres Rojos, aunque quizás estuviese equivocado. A lo mejor es el nombre antiguo de Camboya, aunque... -Dejé la frase sin terminar, súbitamente consciente de que me observaban como si pensasen que estaba pirado. Intenté componer ursa sonrisa, y añadí-: No tiene importancia, en realidad... Sólo me ha llamado la atención... Eso es todo... Kampuchea... No lo había oído nunca...

Silencio.

Empecé a ponerme colorado. Estaba seguro de haber metido la pata, pero no sabía cómo lo había hecho. Intenté explicarme mejor, pero la confusión y los nervios empeoraron las cosas.

-Estaba sentado allí y te oí decir «Kampuchea», que para mí es como los Jemeres Rojos llamaban al país, pero también usaste el antiguo nombre de Ciudad Ho Chi Minh... Saigón... No es que esté comparando al Vietcong con los Jemeres Rojos, desde luego... pero...

-¿Pero qué?

Difícil pregunta.

-No, nada -respondí al cabo de un par de segundos.

-Entonces, ¿por qué nos das la lata, tío?

No supe qué contestar. Me encogí de hombros y eché a andar hacia la bolsa donde guardaba mis compras.

-Otro pirado. No los soporto -oí murmurar a mis espaldas, lo cual hizo que me ardieran las orejas y me cosquillearan los dedos. No me pasaba desde que era un crío.

Me sentía fatal cuando me senté, hecho polvo y sin entender cuál había sido mi error. Me había unido a su conversación, eso era todo, no me parecía tan terrible. Decidí que se trataba de la diferencia entre la playa y el mundo. Mi playa, donde cualquiera podía intervenir en la conversación que le viniera en gana, y el mundo, donde no se podía. Al cabo de pocos minutos me puse de pie. Ahora hablaban en voz mucho más baja, y tuve la lastimosa sensación de que yo era la causa. Di con una palmera adecuadamente aislada a poca distancia de la playa y me senté a su sombra. Había quedado con Jed a las siete en el café donde habíamos comido, de modo que tenía unas horas por delante. Demasiadas. La espera adquirió todo el aspecto de un espinoso desafío.

Me fumé dos cigarrillos y medio, uno detrás de otro. Iba a fumarme tres o más, pero el tercero me produjo un ataque de tos que duró cinco minutos. Lo apagué de mala gana y lo hundí en la arena.

Aquella situación embarazosa me había puesto furioso. Antes veía Hat Rin con descuidado interés, pero ahora lo miraba con los ojos del odio. Sentía la mierda alrededor de mí, las sonrisas de tiburón de los tailandeses y un necio hedonismo perseguido con demasiada diligencia para parecer auténtico. Y, sobre todo, percibía el aroma de la decadencia, que se cernía sobre Hat Rin como los mosquitos sobre los cuerpos al sol, volando en círculos dulzones que apestaban a sudor y crema bronceadora. Los viajeros de verdad habían desaparecido rumbo a la siguiente isla; los de medio pelo se preguntaban adonde se había ido la fiesta y las hordas de turistas se disponían a saquear las ruinas.

Entonces comprendí la verdadera belleza de nuestra playa escondida. Pensar en la posibilidad de que la laguna corriese la misma suerte que Hat Rin me heló la sangre. Comencé a ver los cuerpos bronceados e indolentes que me rodeaban como si estuviera fotografiando al enemigo, familiarizándome con las imágenes, retocándolas. Una pareja pasaba de vez en cuando por mi lado y hasta mí llegaban fragmentos de su conversación. Debí de oír veinte lenguas y acentos diferentes, sin entender la mayor parte de ellos, aunque todos me sonaron a amenaza.

El tiempo pasó sin otra compañía que la de semejantes pensamientos, así que cuando los párpados comenzaron a pesarme, dejé que se cerraran. El calor y el madrugón pudieron más que yo. Echar una cabezada sería la mejor solución.

REPROCHE

La música comenzó a las ocho, y menos mal, porque podría haber dormido hasta la medianoche. Eran cuatro o cinco equipos de sonido esparcidos por la playa, cada uno con su propia lista de discos. Sólo oía con claridad un par de ellos, los que tenía más cerca, pero los bajos parecían vibrar en mi cabeza. Me froté los ojos, me puse de pie entre maldiciones y eché a correr hacia el café de la playa.

Aunque no cabía un alma, encontré a Jed enseguida. Ocupaba la misma mesa en que habíamos comido; tenía una botella de cerveza en la mano y todo el aspecto de estar cabreado.

-¿Dónde mierda te habías metido? -preguntó cuando me senté a su lado-. Llevo un buen rato esperándote.

-Lo siento -respondí-. Me he dormido... He tenido un mal día.

-Un mal día, ¿eh? Confío que no haya sido tan malo como el mío.

-¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿No has conseguido el arroz?

-Sí que he conseguido el arroz, Richard. No te preocupes por eso.

Su tono de voz me inquietó tanto que lo miré fijamente.

-Entonces, ¿qué?

-Ya me contarás.

-¿Qué quieres que te cuente?

-Cuéntame lo del par de yanquis.

-¿Dos yanquis?

Jed bebió un trago de cerveza.

-Dos yanquis a los que he oído hablar de un lugar llamado Edén en la reserva marina.

-¡Mierda!

—Te conocen, Richard. Saben cómo te llamas. Y tienen un mapa. -Cerró con fuerza los ojos, como si se contuviera para no perder los estribos-. ¡Un puto mapa, Richard! Se lo estaban enseñando a unos alemanes. Y quién sabe cuántos más lo han visto.

Sacudí la cabeza, absolutamente confuso.

-Lo había olvidado...

-¿Quiénes son?

-Aguarda, Jed. No lo entiendes. No les dije nada de la playa. Fueron ellos quienes me lo dijeron. Ya lo sabían.

-¿Quiénes son ellos? -preguntó dando un golpe con la botella en la mesa.

-Zeph y Sammy. Los conocí en Ko Samui.

-Sigue.

-Ocupaban el búngalo contiguo al mío. Pasamos unos ratos juntos, y la noche anterior a nuestra salida hacia Phelong se pusieron a hablar de la playa.

-¿ Espontáneamente ?

-¡Sí! ¡Desde luego!

-Por eso les hiciste un mapa.

-No. ¡No dije una palabra, Jed! ¡Ninguno de nosotros lo hizo!

-¿De dónde sale el mapa entonces?

-A la mañana siguiente... Lo dibujé y se lo eché por debajo de la puerta.

Saqué un cigarrillo e intenté encenderlo, pero me temblaban tanto las manos que sólo lo conseguí al tercer intento.

-¿Por qué?

-¡Estaba preocupado!

-Te dio por dibujarles el mapa. ¡Sin que ni siquiera te lo pidieran!

-Yo ni siquiera sabía si la playa existía en realidad. Partíamos sin saber lo que nos esperaba. Tenía que decirle a alguien adonde íbamos por si algo salía mal.

-¿Qué podía salir mal?

-¡No lo sé! ¡No sabíamos nada! ¡Lo único que no quería era desaparecer sin dejar rastro!

Jed apoyó la cabeza en las manos.

-Eso puede tener malas consecuencias, Richard.

-Podíamos haber desaparecido en la reserva marina sin que nadie...

-Eso lo entiendo -me interrumpió Jed asintiendo suavemente con la cabeza.

Guardamos silencio durante unos minutos, Jed mirando fijamente la mesa y yo cualquier cosa que no fuera él. Una chica negra rechoncha, con el pelo recogido en una cinta de cuentas, perseguía a un último Invasor Espacial, casi un borrón en la pantalla de tan rápido como se movía, sin conseguir darle alcance, por lo que abandonó la máquina antes de que el intruso alcanzara su objetivo. El barullo del local me impidió oír la explosión de la aeronave, pero la vi en la expresión de la chica.

Jed levantó la cabeza.

-Esos dos yanquis... ¿son capaces de presentarse en el campamento?

-Es posible. No los conozco lo suficiente.

-Joder, qué panorama. -Jed se inclinó hacia delante y me puso una mano en el antebrazo-. Oye -añadió-. No tienes nada que reprocharte.

Negué con la cabeza.

-De verdad. Lo digo en serio -insistió-. Pase lo que pase con esos yanquis, tú no tienes la culpa. Yo habría hecho lo mismo de haber estado en tu pellejo.

-¿Qué quieres decir con eso de «pase lo que pase»?

-Quiero decir... Quiero decir que pase lo que pase, no hay nada que echarte en cara. Eso es lo importante, Richard. Si quieres reprochárselo a alguien, repróchaselo a Daffy. -Suspiró profundamente-, O a mí.

-¿A ti?

-Sí. A mí.

Abrí la boca para pedirle que se explicara mejor, pero él me detuvo levantando la mano.

-No hay más que hablar.

-De acuerdo -repuse en voz baja.

-Mira, a lo mejor no pasa nada. Lo más seguro es que esos yanquis se marchen al cabo de unas semanas y se lleven el mapa. Incluso aunque se queden en Tailandia, no es probable que se molesten en dar con nosotros. Tienen toda la pinta de ser unos chiflados, y el viaje no es nada fácil.

-Ojalá tengas razón -dije sin dar mucho crédito a mis palabras, pues recordaba la forma de comportarse de aquellos dos.

-Ojalá. No podemos hacer otra cosa, aparte de eso... -Apuró su cerveza-. Tenemos que llevar los sacos de arroz al bote esta noche; no quiero moverlos a plena luz del día. ¿Estás listo?

-Sí.

-Bien -dijo, poniéndose en pie-. Vamos allá.

Los sacos de arroz se encontraban entre dos cabañas en un callejón que había detrás del café, envueltos en una tela embreada de la que tiramos dispuestos a cubrir el largo trecho hasta el bote.

Al salir de Hat Rin, nos dimos un respiro para comernos unos caramelos de los que yo había comprado.

-Siento haberme encabronado -dijo Jed cuando le pasé la bolsa.

-No importa.

—Sí que importa. Lo siento de veras. No te lo merecías.

Me encogí de hombros. Ya lo creo que me lo merecía.

-No te he preguntado qué te salió mal -añadió Jed.

-Bah, nada en particular... Hat Rin, eso es todo. El lugar... o la gente. Me sacan de quicio.

-A mí también. Que les den por el culo, ¿no te parece?

-Eso mismo... Que se los folien.

-¿Richard?

-Dime.

-No menciones lo de los yanquis cuando lleguemos al campamento.

-Pero...

-No creo que Sal y Bugs lo entendieran.

Lo miré, pero estaba entretenido desenvolviendo un caramelo.

-Si crees que eso es lo que debo hacer...

-Sí, lo creo.

Tardamos otras tres horas en llegar al palo en forma de horquilla, que brillaba hundido en la arena bajo la luz de la luna. Dejamos allí nuestra carga y Jed se puso a desatar la tela embreada para extender los sacos en la arena, mientras yo me iba a ver el bote, cuya proa se intuía a duras penas entre la espesa oscuridad del arbolado. Tocar nuestro medio de escape me sirvió para tranquilizarme.

Cuando volví, Jed dormía. Me tumbé a su lado y miré las estrellas, recordando la noche en que las había mirado con Françoise. En algún lugar del firmamento había un mundo paralelo en el que yo no le había dado a nadie el mapa. Al pensarlo, deseé que ese mundo fuera éste.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 682


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