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BUENAS NOCHES, JOHN

No es difícil hacerse a una rutina.

Me levantaba hacia las siete o siete y media, y me iba directamente a la playa con Étienne y Keaty. Françoise sólo venía a nadar con nosotros de vez en cuando, pues luego le costaba Dios y ayuda quitarse la sal de la larga melena. Después regresábamos al campamento y nos lavábamos en la cabaña en que estaba instalada la ducha.

El desayuno era a las ocho. El equipo que se ocupaba de la cocina hervía arroz todos los días, y cada cual le agregaba lo que quería. Casi todos lo comían solo, pero unos cuantos se tomaban la molestia de hervir algo de pescado o unas verduras. Yo no. Los primeros tres días lo mezclamos con nuestros tallarines Maggi para darle algo de sabor, pero cuando éstos se acabaron, seguimos con el arroz a palo seco.

Una vez terminado el desayuno, la gente se dispersaba. Las mañanas eran para trabajar, y todos tenían una tarea asignada. A las nueve el campamento estaba vacío.

Había cuatro tipos de tareas: pescar, cuidar de la huerta, cocinar y lo que hubiera que hacer en la carpintería.

Françoise, Étienne y yo nos dedicamos a la pesca. Antes de que llegáramos, había dos equipos de pesca. Con nosotros fueron tres. Gregorio se integró en nuestro grupo. Moshe y las dos yugoslavas formaban otro, y el tercero estaba compuesto por unos suecos que se tomaban su trabajo muy en serio y todos los días atravesaban a nado las cuevas de los acantilados para salir a mar abierto. A veces regresaban con un pez enorme que provocaba comentarios de admiración por parte de los demás.

Respecto al trabajo, me sentía muy afortunado. De no haber sido por Françoise y Étienne, que se presentaron voluntarios para ir a pescar el primer día, no habríamos dado con Gregorio, y yo quizás hubiera terminado en el equipo que cuidaba de la huerta.

Keaty era miembro de él y se pasaba todo el día quejándose. Su lugar de trabajo estaba a media hora del campamento, cerca de la cascada. El jefe del equipo era jean, el hijo de un granjero del suroeste de Francia, que pronunciaba su nombre como si se aclarara la garganta y desempeñaba su cargo con mano de hierro. El problema era que se hacía muy difícil cambiar de tarea una vez que habías escogido una. No es que hubiese reglas lijas, pero todo el mundo trabajaba en grupo, de modo que si decidías pasarte a otro equipo provocabas un verdadero trastorno.

Si no me hubiese dado por la pesca, lo más probable es que hubiera intentado unirme a los carpinteros. Las faenas de la cocina carecían de atractivo. Además de que resultaba agotador guisar todos los días para treinta personas, los tres cocineros apestaban a tripas de pescado. El cocinero jefe, apodado Anti-higiénix, guardaba en su tienda un almacén privado de pastillas de jabón. Al parecer, usaba una por semana, lo que no significa que se le notara.



La carpintería estaba dirigida por Bugs, carpintero profesional y novio de Sal. Había construido el barracón así como las cabañas, y suya había sido la idea de unir las ramas de los árboles para conseguir el techo abovedado. A juzgar por el modo en que lo trataba la gente, era obvio que gozaba de un gran respeto, no sólo porque todos dependían de su trabajo, sino también por ser el novio de Sal.

Si había un líder, ése era Sal. Cuando ella hablaba todos escuchaban. Pasaba el día recorriendo los alrededores de la laguna, controlando las diferentes tareas y cuidando que las cosas marcharan en orden. Al principio dedicó mucho tiempo a asegurarse de que nos instaláramos bien, y a veces nadaba con nosotros hasta las rocas, pero al cabo de la primera semana pareció sentirse satisfecha y apenas si la veíamos en las horas de trabajo.

Jed era el único que no tenía una misión específica. Pasaba los días solo y solía ser el primero en salir por la mañana y el último en volver. Keaty me dijo que pasaba mucho tiempo por los alrededores de la cascada y los acantilados. A menudo se marchaba a pasar la noche en algún lugar de la isla, y no era raro que regresase con algo de marihuana fresca, que, obviamente, había conseguido en las plantaciones clandestinas.

La gente comenzaba a regresar al campamento hacia las dos y media. El equipo encargado de la cocina y los pescadores siempre eran los primeros, pues había que ponerse a guisar. Después llegaban los que trabajaban en la huerta, con verdura y fruta, y a las tres todo el mundo se encontraba en el claro.

El desayuno y la cena eran las únicas comidas del día. En realidad, no necesitábamos más. Cenábamos a las cuatro y a ¡as nueve la gente ya solía estar en la cama. No había mucho que hacer al ponerse el sol, aparte de colocarse. Como los aviones que despegaban del aeropuerto de Ko Samui o aterrizaban en é! pasaban a baja altura, los fuegos de campamento estaban prohibidos, pues el dosel vegetal no servía para ocultarlos.

Quienes carecían de tienda dormían en el barracón. Tardé un poco en acostumbrarme a pasar la noche junto con otras veintiuna personas, pero muy pronto comencé a pasármelo bien. En el barracón reinaba un gran compañerismo, que Keaty y quienes dormían en las tiendas se perdían. Practicábamos un ritual que, aun cuando no se celebrara todas las noches, siempre me hacía sonreír.

La costumbre procedía de la serie televisiva Los Walton. Al final de cada episodio, aparecía una toma de la casa de los Walton y se les oía darse las buenas noches.

En el barracón el ritual funcionaba de la siguiente forma: cuando la gente estaba a punto de dormirse, una voz somnolienta gritaba desde algún lugar en las tinieblas: «Buenas noches, John». Entonces se producía un breve silencio mientras aguardábamos expectantes, y de repente alguien decía «Buenas noches, Frankie», o Sal, o Gregorio, o Bugs o cualquiera a quien se deseara dar las buenas noches. El aludido tenía que repetir la frase dirigiéndose a alguien diferente, y así hasta nombrar a todos los que ocupábamos el barracón.

Cualquiera podía iniciar el juego y no había orden en la secuencia de nombres. Cuando quedaban ya muy pocos por nombrar, resultaba difícil recordar quién había sido mencionado y quién no, pero eso formaba parte del juego. Si alguien fallaba, respondía un coro de abucheos y exagerados suspiros, hasta que conseguía acertar.

El ritual tenía un sentido más profundo de lo que parece. No se omitía el nombre de nadie, y a Françoise, Étienne y a mí nos desearon las buenas noches desde el primer día.

Lo más bonito era cuando uno no reconocía la voz que pronunciaba su nombre. Siempre encontré reconfortante que alguien se acordara inesperadamente de mí. Me dormía cada noche preguntándome quién habría sido, y de quién me acordaría yo la vez siguiente.

NEGATIVO

La mañana del cuarto domingo de nuestra estancia en el campamento, todo el mundo bajó a la playa. Los domingos no se trabajaba.

La marea estaba baja y entre la línea de los árboles y el mar había unos doce metros de arena. Sal organizó un partido de fútbol al que se apuntaron casi todos menos Keaty y yo, que nos apostamos en una de las rocas desde la que oíamos el griterío de los jugadores. Además del entusiasmo por los videojuegos, también compartíamos nuestro desdén por el fútbol.

Un destello plateado pasó junto a mis pies.

-Te he pillado -murmuré, blandiendo un imaginario arpón.

Keaty frunció el entrecejo.

-Buena vida, ¿eh?

-¿Te refieres a la pesca?

-Ajá.

Asentí con la cabeza. Pescar era fácil. Había dado por supuesto que mi condición de occidental maleado por la urbe me impediría la práctica de un oficio tan antiguo, pero lo cierto es que me resultó tan sencillo como todo lo demás. Lo único que tenía que hacer era situarme en una peña, aguardar a que pasara un pez y ensartarlo. El truco residía en la soltura de la muñeca, como cuando se juega con un disco volador, para que el arpón entrase en el agua sin perder la fuerza del impulso.

Keaty se pasó una mano por la cabeza. No se la había afeitado desde nuestra llegada, y una pelusa cubría ahora su cráneo.

-Te diré qué ocurre -anunció.

-¿Mmmm?

-Es el calor. Pescar es siempre refrescante, mientras que en una huerta te cueces.

-¿Qué me dices de la cascada?

-Está a unos diez minutos. Llegas, te bañas y cuando vuelves ya estás sudando otra vez.

-¿Has hablado con Sal?

-Ayer. Dice que me puedo cambiar de grupo siempre que encuentre a alguien que me sustituya, pero ¿quién va a querer trabajar allí?

-Jean lo hace.

-Sí. Jean lo hace. El jodido Jean le Florette.

-Jean le Jodette -dije yo, y se echó a reír.

De la playa nos llegó un griterío. Al parecer, Étienne acababa de marcar un gol. Lo vimos correr en círculos agitando una mano, y a Bugs, capitán del otro equipo, regañar a su portero. Vi a Françoise entre los árboles, sentada con un grupito de espectadores, aplaudiendo.

Me puse en pie.

-¿Te apetece un baño?

-Seguro.

-¿Qué te parece si nadamos hasta los corales? Todavía no les he echado un vistazo, y deseo hacerlo desde hace tiempo.

--Estupendo. Pero llevemos la máscara de Greg. No tiene sentido nadar sin máscara entre los corales.

Miré de nuevo hacia la playa, donde se había reanudado el partido. Bugs avanzaba con el balón, zigzagueando por la arena, y Étienne le pisaba los talones.

-Ve tú a buscarla; yo te esperaré aquí.

-De acuerdo.

Keaty se zambulló desde la peña y braceó bajo el agua. Su silueta se recortó contra el fondo hasta que lo perdí de vista. Cuando salió a la superficie, se encontraba a una distancia considerable.

-Traeré algo de hierba también -gritó.

Alcé el pulgar, y volvió a sumergirse.

Aparté la vista de la playa y la dirigí hacia los acantilados en busca de una grieta en la superficie rocosa que Gregorio me había señalado el día anterior. Según él, lo más espectacular de los jardines de coral se encontraba justo allí.

Tardé en dar con ella, aun cuando estaba seguro de que la buscaba en el lugar adecuado. Gregorio me había señalado la grieta, que se abría al final de una línea de rocas que cruzaba la laguna a modo de pasarela. Las rocas estaban, pero la grieta había desaparecido.

Hasta que la encontré. Gregorio me la había indicado al anochecer, cuando la hendidura era una mancha más oscura sobre los acantilados envueltos en las sombras. Pero ahora, bajo el sol de la mañana, el borde mellado de la grieta era un destello blanco en la pared de granito.

-Igual que un negativo -dije en voz alta, sonriendo ante mi confusión.

El viento me trajo otro clamor procedente de la playa. El equipo de Bugs había empatado.

CORALES

Me sumergí lastrado por dos piedras del tamaño de una piña, y una vez en el fondo me senté con las piernas cruzadas y sujeté aquéllas en mi regazo para que me impidieran flotar.

Los bancos de coral se extendían a mi alrededor semejantes a pagodas de brillantes colores, fundidas y desplegadas en las cálidas aguas tropicales. Mi presencia hizo que algo casi imperceptible, una leve ondulación de luz difusa, se moviera en el abanico de sus pliegues. Agucé la vista para captar el extraño efecto, pero me resultó imposible. El destello había sido brevísimo y los corales tenían el mismo aspecto de antes.

Frente a mí reposaba una extraña criatura cuyo nombre -pepino de mar- surgió en mi mente tan sólo porque alguna vez lo había oído mencionar. Por mí como si se hubiera llamado calabacín de mar. Tenía unos treinta centímetros de largo y el grosor de mi antebrazo, y presentaba una serie de pequeños tentáculos en el extremo más cercano. Moví uno de los abanicos de coral hacia él para ver qué pasaba. El pepino no se movió, así que, envalentonado, lo toqué con el dedo. Era la cosa más suave que había tocado nunca. Su cuerpo sedoso no ofreció más que una levísima resistencia, por lo que retiré el dedo para no rasgarle la piel.

«Vaya, qué curioso», pensé con una sonrisa. Retener el aliento me colocaba. Por el zumbido de la sangre en los oídos y la creciente presión en los pulmones, calculé que debían de quedarme menos de veinte segundos de inmersión. Elevé la vista. A unos dos metros, y sentado en un saliente rocoso, Keaty movía plácidamente las piernas como un bebé en su cunita, bajo la atenta mirada de un pequeño pez azul particularmente interesado en sus tobillos. Cada vez que pasaban por su lado, parecía estar a punto de darles un bocado, pero se detenía en seco a un par de centímetros de distancia. Luego, cuando se acercaban de nuevo a él, el pez agitaba las aletas y se retiraba, maldiciendo quizá su falta de coraje.

Noté que el agua corría por mis sienes. Al tener la cabeza hacia arriba, la presión del aire encerrado hacía que la máscara se despegase de mi piel. Bajé rápidamente la cabeza y empujé el cristal para restablecer el vacío, pero fue inútil. Había entrado demasiada agua. Solté las piedras del regazo y dejé que mi cuerpo ascendiera hasta la superficie.

Al pasar junto al tobillo de Keaty, lo pellizqué con las uñas como si fuesen unos dientes diminutos.

-¿Por qué lo has hecho?

Me froté la piel allí donde la máscara se ajustaba a mi rostro, pues me picaba. Keaty se restregaba el tobillo.

-Erase una vez un pececito... -dije, y me eché a reír.

-¿Qué pececito?

-El que quería morderte y no se atrevía.

Keaty sacudió la cabeza.

-Pensé que era un tiburón.

-¿Hay tiburones por aquí?

-Millones.

Señaló con el dedo hacia el acantilado que había a su espalda, indicando el mar abierto, y sacudió de nuevo la cabeza.

-Me has dado un buen susto.

-Lo siento.

Salí del agua y me senté a su lado en el saliente rocoso.

-Se lo pasa uno muy bien allí abajo. Sería estupendo contar con una escafandra autónoma o algo parecido. En un minuto no da tiempo de nada.

-O una manguera -apuntó Keaty, sacando del bolsillo una caja de plástico con marihuana y varias hojas de papel de fumar-. Pasé una temporada en Ujung Kulon hace un par de años. ¿Has estado allí?

-En Charita.

-Bien, pues en Ujung Kulon había algunos corales, y los tipos de por allí usaban una manguera. Eso te da cierto margen de tiempo, aunque la verdad es que no te puedes mover mucho. De todos modos...

-No creo que aquí haya una manguera.

-Yo tampoco.

Aguardé a que Keaty terminara de liar el porro.

-De modo que has viajado mucho.

-Bastante. Tailandia, Indonesia, México, Guatemala, Colombia, Turquía, India y Nepal. Y... algo de Paquistán. Estuve tres días en Karachi, durante una escala técnica. ¿Eso cuenta?

-Me parece que no.

-Ya. Y tú, ¿has viajado mucho?

Me encogí de hombros.

-Nunca he estado en América ni en África. Siempre me he movido por Asia. Y por Europa, claro. ¿Qué pasa con Europa? ¿Cuenta?

-No, si tú no cuentas Karachi. -Encendió el canuto-. ¿Tienes algún país favorito?

—Me costaría decidirme entre Indonesia y Filipinas -respondí tras reflexionar un instante.

-¿Y el peor?

-Probablemente China. Hice un viaje asqueroso por China. Cinco días sin hablar con nadie excepto en los restaurantes, para pedir una comida, por cierto, espantosa.

Keaty se echó a reír.

-Donde yo lo pasé peor fue en Turquía. Iba a permanecer un par de meses, pero me fui a las dos semanas.

-¿Y el mejor?

Keaty miró alrededor, dio una profunda calada y me pasó el porro.

-Tailandia. Quiero decir, este lugar, que en realidad no es Tailandia, puesto que hay tailandeses, aunque... Pero... sí, este lugar.

-Este lugar es único... ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

-Algo más de dos años. Conocí a Sal en Chiang Rai y nos hicimos amigos. Viajamos un poco por aquí y por allá. Después me habló de este sitio y me convenció de venir con ella.

Dejé caer al agua la colilla del canuto.

-Háblame de Daffy. Nadie cuenta nada de él.

-Ya. La gente quedó conmocionada al saberlo. -Se rascó la barba, pensativo-. No soy el más indicado para hablarte de él. Apenas lo conocía. Era un poco distante, al menos conmigo. Quiero decir que yo sabía quién era él, pero no hablábamos mucho.

-¿Y quién era?

-¿Me estás tomando el pelo?

-No. Ya te lo he dicho, nadie lo menciona, de modo que...

-¿Todavía no has visto el árbol que está junto a la cascada? -preguntó Keaty, frunciendo el entrecejo.

-Me parece que no.

-¡Mierda! O sea, que no tienes ni idea, ¿verdad, Rich? Y eso que llevas aquí... ¿cuánto? ¿Un mes?

-Un poco más.

-Pero, tío... -sonrió-. Mañana te llevaré a ver el árbol, para que te aclares.

-¿Por qué no ahora?

-Porque quiero nadar... Me encanta hacerlo cuando estoy colocado. Además, ahora me toca a mí usar la máscara.

-Me gustaría mucho...

Keaty se dejó resbalar en el agua.

-Mañana. ¿Qué prisa tienes? Has esperado todo un mes.

Ajustó la cinta de la máscara a la base del cráneo y se sumergió. Fin de la discusión.

-De acuerdo -dije, dejando que la marihuana y la vida en la playa empañaran mi curiosidad-. Mañana, entonces.

Cuando me tocó el turno con la máscara de Gregorio, busqué alguna veladura en los colores del coral, pero el extraño efecto no volvió a repetirse. Los habitantes del lugar permanecieron ocultos en sus pagodas. O quizá mi presencia dejó de inquietarlos.

BUGS

Esa misma tarde, en cuanto comenzó a oscurecer, nos dieron nuestros collares de valvas. No fue en el transcurso de una gran ceremonia ni nada por el estilo. Sal y Bugs se limitaron a avanzar hasta donde estábamos sentados y entregárnoslos. Sin embargo, para mí supuso un gran acontecimiento. A pesar de que todos nos trataban como amigos, el que fuésemos los únicos sin collar ponía de manifiesto nuestra condición de novatos, de modo que su concesión significaba el reconocimiento oficial de que habíamos sido aceptados.

-¿Cuál es el mío? -preguntó Françoise, examinándolos cuidadosamente.

-El que tú quieras, Françoise -repuso Sal.

-Creo que voy a quedarme con éste. Me gusta el color de la valva más grande -dijo Françoise, mirándonos a Étienne y a mí con cierta expresión de desafío.

-¿Cuál quieres, Étienne? -inquirí.

-Elige tú.

-Me da igual.

-A mí también.

-Entonces...

Nos encogimos de hombros y nos echamos a reír. Sal se inclinó -para tomar los otros collares de manos de Françoise.

-Aquí tenéis -dijo, solucionando así el problema de la elección.

Eran los dos muy parecidos, aunque el mío llevaba en el centro el brazo de una estrella de mar roja.

-Muchas gracias, Sal -dije, y me lo puse alrededor del cuello.

-Agradéceselo a Bugs, que fue quien lo hizo.

-De acuerdo. Gracias, Bugs. Es un collar realmente bonito.

Bugs asintió con la cabeza, aceptando en silencio el cumplido, y echó a andar hacia el barracón.

Yo no sabía qué pensar de Bugs, lo cual era raro, porque en principio se trataba de la clase de persona que debería haberme caído bien. Era más ancho de hombros y musculoso que yo, y como jefe de los carpinteros se mostraba diestro en los trabajos manuales; además, me daba la impresión de ser muy inteligente. Aunque esto era más difícil de precisar, pues hablaba poco, lo cierto es que cuando lo hacía decía cosas sensatas. Sin embargo, pese a tener tantas cualidades, había algo en él que no acababa de convencerme.

Por ejemplo, el gesto silencioso con que aceptó mi agradecimiento por el collar tenía más que ver con los modos de Clint Eastwood que con el mundo real. En otra ocasión, cuando nos disponíamos a tomar un plato de sopa, Gregorio dijo que esperaría a que se enfriara. La sopa todavía estaba al fuego y borboteaba. Bugs se empeñó en tomar una cucharada directamente de la olla. Y así lo hizo, sin más. Es un detalle tan insignificante que al mencionarlo casi me siento ridículo, aunque quizá lo que voy a contar ahora sea digno de mención. El lunes de mi segunda semana en el campamento, vi que Bugs trataba de colocar una puerta batiente a la entrada de una cabaña que servía de almacén. La cosa no era fácil, porque sólo tenía dos manos y necesitaba tres: dos para mantener fija la puerta en su lugar y una tercera para sostener el martillo con el que encajar una claveta en la bisagra. Lo observé durante un rato, preguntándome si debía ayudarlo, y cuando estaba a punto de hacerlo el martillo se le escapó de la mano. Al intentar atraparlo, la puerta le cayó sobre una pierna.

-Mierda -dije, y eché a correr hacia él- ¿Estás bien?

Bugs bajó la mirada. Se había hecho una fea herida en la espinilla de la que chorreaba sangre.

-No pasa nada -dijo, agachándose para recoger el martillo.

-¿Quieres que te ayude a sujetar la puerta?

Bugs negó con la cabeza.

Volví a mi sitio y seguí afilando unas cañas de bambú para hacer arpones. Cinco minutos después fallé un golpe y me hice un corte en el pulgar.

-¡Joder! -grité.

Bugs ni siquiera levantó la cabeza. Cuando Françoise se acercó corriendo hacia mí, aún más bonita por el desasosiego que se había dibujado en su rostro, noté lo a gusto que se sentía Bugs, martilleando estoicamente la clavija mientras la sangre enrojecía el polvo a sus pies.

-Esto duele un montón -le dije a Françoise cuando estuvo a mi lado, esforzándome en levantar la voz lo suficiente para que Bugs me oyera.

Puesto a ello, añadiré otra cosa que me molestaba de Bugs: su nombre.

A mí me parece que hacerse llamar Bugs era como decir: «Soy un tipo estoico y taciturno, pero no me tomo muy en serio. ¡Me hago llamar Bugs Bunny!». En ésta, al igual que en mis otras apreciaciones, no había una verdadera razón para el desagrado, sino para la irritación. Lo cierto era que Bugs se tomaba sumamente en serio.

Dediqué dos semanas a tratar de conocerlo, sin dejar de preguntarme de dónde habría sacado su nombre. Si hubiera sido estadounidense, como Sal, habría supuesto que lo habían bautizado como Bugs Bunny. No es que me ría de los estadounidenses, pero hay que reconocer que de vez en cuando tienen nombres muy raros. Bugs, sin embargo, era sudafricano, y me costaba mucho imaginar que la Warner Brothers gozara de tanta influencia en Pretoria, aunque debo admitir que en cierta ocasión conocí a una sudafricana que se llamaba Goose, oca, así que nunca se sabe.

No importa. Volvamos a la noche en que me entregaron el collar.

-Buenas noches, John.

Silencio... Pánico.

¿Es que no me habían oído? ¿Me habría saltado alguna regla del protocolo? Quizás el valor que me infundía el collar no bastaba, quizá sólo los jefes de grupo podían iniciar el ritual, o quienes llevaban más de doce meses en el campamento...

Mi corazón comenzó a latir violentamente. Entonces empecé a sudar.

«Bueno. Qué se le va a hacer -pensé-. Todo ha terminado. Me iré mañana por la mañana antes del amanecer. Sólo tengo que nadar de regreso a Ko Samui, y probablemente me devoren los tiburones. No importa. Me lo merezco...»

-Buenas noches, Ella -dijo una voz amodorrada.

Me quedé helado.

-Buenas noches, Jesse -susurró otra voz.

-Buenas noches, Sal.

-Buenas noches, Moshe.

-Buenas noches, Cassie.

-Buenas noches, Greg.

-Buenas noches...

CERO

En cuanto a mi color, no me podía quejar. El cielo estuvo cubierto durante los primeros días, y cuando comenzó a clarear yo ya estaba lo bastante bronceado como para tomar el sol olvidándome de las posibles quemaduras, tal como comprobé al comparar mi piel morena con la que ocultaban las bermudas.

-¡Genial! -exclamé al observar el contraste.

Étienne volvió la cabeza. Estaba sentado al borde de la roca, refrescándose las piernas en el agua. Su piel tenía ese envidiable tono dorado que yo jamás lograría alcanzar. En el mejor de los casos, mi tono era el de un campo recién labrado. Algo así como un caoba oscuro, aunque sería más exacto definirlo como terroso a secas.

-¿Qué te pasa? -preguntó.

-Mi bronceado -respondí-. Me estoy poniendo demasiado moreno.

Étienne asintió con la cabeza, sin perder su aire ausente ni dejar de dar tirones a su collar.

-Pensé que te referías a este lugar.

-¿A la playa?

-Cuando oí que decías «genial» creí que te referías a lo bien que se está aquí.

-Oh, bueno, pienso en eso con frecuencia... Quiero decir que ha merecido la pena, ¿no te parece? Tanto nadar, las plantaciones de marihuana...

-Sí que ha merecido la pena.

-La pesca, los baños, la comida, esta gente tan encantadora. Una cosa tan sencilla... y, sin embargo... si pudiera detener el mundo y retrasar los relojes para que todo comenzase de nuevo, creo que lo haría empezar aquí. -Sacudí la cabeza; ya estaba bien de divagaciones-. Sabes a qué me refiero, ¿no?

-Piensas exactamente igual que yo.

-¿De veras?

-Ajá. Todos pensamos igual.

Me puse en pie y miré alrededor. Françoise y Gregorio salían del agua a unas peñas de distancia, y más allá, casi en los acantilados que miraban al mar, Moshe y las dos yugoslavas destacaban como tres puntos de color. Hasta mí llegaba el martilleo de Bugs y los carpinteros que trabajaban en algún nuevo proyecto, y distinguí una figura solitaria que caminaba a lo largo de la orilla. Supuse que era Ella hasta que, al mirar de soslayo para evitar el reverbero de la arena, reconocí a Sal.

Recordé el modo en que Sal me había ayudado a hacerme una composición de lugar: «Te parecerá un lugar maravilloso en cuanto lo veas tal cual es». Me eché hacia atrás y cerré los ojos al calor del sol. Sal estaba en lo cierto.

Una súbita salpicadura de agua en las piernas acabó con mi ensoñación. Abrí los ojos y bajé la mirada. Un pez se movía en el cubo, acercándose al instante anterior al Game over. Lo observé durante un rato, impresionado por su tenacidad. Siempre me ha sorprendido lo mucho que tarda un pez en morir. Incluso ensartados en el arpón, son capaces de aletear casi una hora, produciendo una espuma sangrienta en el agua que les rodea.

-¿Cuántos tenemos? -preguntó Étienne.

-Siete. Y un par de ellos son enormes. Suficiente, ¿no te parece?

-Eso si Françoise y Gregorio también traen siete -repuso Étienne, encogiéndose de hombros.

-Pescarán siete por lo menos. -Consulté el reloj. Eran las doce del mediodía-. Es hora de irme. He quedado con Keaty para que me enseñe el árbol.

-¿El árbol?

-Uno que hay cerca de la cascada. ¿Quieres venir? Podemos dejar el cubo aquí.

Declinó la invitación con un gesto de la cabeza y miró hacia donde se encontraban Françoise y Gregorio, que tenía la máscara de bucear puesta.

-Quiero ver los corales. Parece que son espectaculares.

-Ya lo creo. A lo mejor estoy de regreso antes de que te vayas.

-Bueno.

-Di a los demás que me he ido.

-De acuerdo.

Me zambullí en el agua casi en vertical para nivelar luego el cuerpo y pasar rozando el fondo. A pesar de que no llevaba la máscara de Gregorio y los ojos me escocían a causa del agua salada, los mantuve abiertos. Los colores diluidos y los peces que se dispersaban eran un espectáculo digno de verse.

Había dos caminos para llegar a la huerta. El primero era la ruta directa que Keaty hacía todas las mañanas. Era el más rápido, pero yo sólo lo había recorrido un par de veces, y las dos con Keaty. Estaba seguro de que si intentaba hacerlo solo me perdería. Una vez en la espesura sólo era posible orientarse por algunos árboles y plantas. Escogí la otra ruta, siguiendo el curso de la cascada hasta su origen. Una vez allí no tenía más que torcer a la izquierda y caminar a lo largo del acantilado hasta la huerta.

Llevaba diez minutos andando cuando comprendí por qué Keaty se quejaba de su trabajo. Sin el frescor del agua y sin la brisa del mar, el bosque era un invernadero donde hacía un calor de todos los demonios. Cuando llegué a la cascada estaba bañado en sudor.

Desde que estaba en la playa no había ido más de un par de veces a la cascada, y nunca solo. Esto era así, en parte, porque no tenía razones para hacerlo, y en parte porque el lugar me ponía nervioso, que era lo que estaba ocurriéndome en ese momento. Se trataba de un lugar de paso entre la laguna y el mundo exterior, un mundo que casi había olvidado y del que, al encontrarme allí, comprendí que no quería acordarme. Mirando a través de la fina niebla del vapor de agua, vi el lugar donde me había agachado antes de saltar. El mero recuerdo me intranquilizaba. Ni siquiera me detuve a refrescarme la cara. Encontré el camino que conducía a la huerta, y lo tomé.

Un cuarto de hora después di con Keaty en las cercanías de la espesura; hundía desconsoladamente unas semillas en la tierra ayudándose de una paleta fabricada por Bugs.

-¡Eh! -exclamó al verme-. ¿Qué haces por aquí?

-Dijiste que me llevarías a ver el árbol. Por eso he dejado el trabajo antes de hora.

-Es cierto. Se me había olvidado. -Miró hacia donde estaba Jean, que en ese momento reñía a uno de los hortelanos-. ¡Jean!

Jean se volvió hacia nosotros.

-Mevoyadaruna vuelta.

-¿Eh?

-Quevuelvodentrodeunrato.

Keaty agitó la mano y Jean hizo lo mismo, desconcertado.

-Si le hablas muy rápido -me explicó mientras me sacaba del lugar a empujones- no se entera de nada. De lo contrario, habría insistido en que nos quedáramos hasta terminar el trabajo.

-¡Qué listo!

-Ajá.

El árbol que semejaba un cohete crecía a unos veinte metros a la derecha de la laguna. Me había fijado en él cuando buscaba un lugar donde arrojarme por la cascada. Algunas de sus ramas rozaban el acantilado, y en su momento pensé que con un salto a lo Indiana Jones sería posible alcanzar las más bajas. Al verlo desde la base, agradecí no haberlo hecho. Habría saltado a una engañosa masa de hojas que no me hubieran evitado una caída de doce metros.

Tenía una altura impresionante, como todos los demás árboles-cohete, pero no era eso lo que Keaty me había llevado a ver. Me indicó unas marcas grabadas en una de las enormes «aletas estabilizadoras» de más de cuatro metros de largo. Tres nombres y cuatro números. Bugs, Sylvester y Daffy. Todos los números eran ceros.

-¿Sylvester?

-Salvester.

-O sea, Sal.

-Ajá.

-De modo que fueron los primeros.

-Los primeros. En 1989. Partieron de Ko Pha-Ngan en un bote alquilado.

-¿Ya conocían este sitio o...?

-Depende de quién te lo cuente. Bugs asegura que oyó hablar a un pescador de Ko Phalui de una laguna escondida, pero Daffy solía decir que andaban todo el rato vagabundeando de una isla a otra, y que dieron con esto por casualidad.

-Por casualidad.

-No se refería al campamento ni a la gente. Eso no empezó hasta 1990. Pasaron la mitad del año anterior haciendo el camelleo de Goa, y regresaron a Ko Pha-Ngan para el Año Nuevo.

-Y ¿qué? ¿Ko Pha-Ngan ya había pasado de moda?

Keaty asintió con la cabeza.

-Poco le faltaba, pero les venía al pelo. Llevaban yendo a Ko Samui desde que era un secreto, de modo que cuando vieron Ko Pha-Ngan todavía faltaba un año para...

-Un año como mucho. En el noventa y uno me dijeron que la cosa se había jodido.

-Y así fue. Pero ellos ya lo sabían. Sobre todo Daffy. Daffy estaba absolutamente obsesionado. ¿Quieres creer que ni siquiera pisaba Indonesia?

-No sé nada de Daffy.

-Hacía boicot por lo que le ocurrió en Bali. Fue allí una sola vez, a finales de los ochenta, y jamás volvió. No paraba de hablar de lo mal que lo había pasado.

Nos sentamos apoyándonos contra la raíz del árbol y compartimos un cigarrillo. Keaty dio una profunda calada.

-Al menos tienes que reconocerles el mérito.

-Eso, seguro.

-Tenían muy claro lo que estaban haciendo. Cuando Sal me trajo aquí, es decir... hacia... el noventa y tres, casi todo estaba hecho. Habían levantado el barracón y esa especie de techo de ramas ya existía.

-Dos años.

-Ajá -dijo Keaty, pasándome el cigarrillo.

-¿Y cuando llegaste ya estaba toda esta gente?

-Casi todos.

Lo miré y comprendí que no quería irse de la lengua.

-¿Qué significa «casi todos»?

-Casi todos menos los suecos.

-¿Los suecos fueron las únicas personas que aparecieron en dos años?

-Y Jed. Los suecos y Jed.

-No son muchos. Supieron guardar muy bien el secreto.

-Mmm.

Aplasté el cigarrillo.

-¿Y los ceros? ¿Qué significan?

-Eso fue una idea de Daffy —respondió Keaty sonriendo-. Son una fecha.

-¿Una fecha? ¿De cuándo?

-De cuando vinieron por primera vez.

-Creía que eso había sido en el ochenta y nueve.

-Y lo fue. -Keaty se levantó y pateó la «aleta estabilizadora»-. Pero Daffy solía llamarlo año cero.

REVELACIONES

Móntatelo en Bali, en Ko Pha-Ngan, en Ko Tao, en Borocay, y las hordas te seguirán en manadas. No hay forma de mantenerlo a salvo de la publicidad, y en cuanto se descubre comienza la cuenta atrás para el Juicio Final. Pero si te lo montas en una reserva marina, donde nadie supone que estás...

Cuanto más pensaba en ello, más alucinaba. No sólo una reserva marina, sino una reserva marina en Tailandia, el paraíso de todos los vagabundos, la tierra de todos los tirados. Sólo la lógica resultaba más dulce que la ironía. Filipinas es un archipiélago de siete mil islas, y ni siquiera en ese desarticulado paisaje sería posible mantener un secreto parecido, pero entre las legiones de viajeros que pululan por Bangkok y las islas del Sur, ¿quién iba a echar de menos a unos cuantos que se escabulleran?

Lo que menos me intrigaba era cómo lo habían hecho. Supongo que, de algún modo, lo sabía. Si he aprendido algo viajando es que el mejor modo de que salgan las cosas es cerrar los ojos y hacerlas. No pierdas el tiempo hablando de que quieres ir a Borneo. Compra un billete, consigue un visado, prepara la mochila y ya está.

Las pocas palabras de Keaty me bastaban para hacerme una idea. Enero de 1990, Año Nuevo, quizás, en Ko Pha-Ngan o en Hat Rin. Daffy, Bugs y Sal charlan al amanecer. Sal ha encontrado un bote, o quizá lo ha comprado. Bugs lleva unas cuantas herramientas en la mochila. Daffy guarda un saco de arroz y treinta paquetes de tallarines Maggi. Es probable que unas barras de chocolate se le hayan derretido, adquiriendo la forma de su cantimplora.

A las siete de la mañana echan a andar por la playa. El ronroneo de un generador portátil suena a sus espaldas mezclado con el zumbido de un altavoz. No miran atrás. Abandonan la arena y se encaminan hacia el paraíso que encontraron hace un año.

Al regresar al jardín de corales en busca de Édenne antes de volver al campamento, descubrí que casi tenía ganas de ver de nuevo a Mister Duck para estrecharle la mano.

No encontré a Étienne ni a Françoise. En la playa topé con Gregorio, que cargaba con nuestra pesca y me miró con un gesto de duda cuando le dije que me dirigía hacia los corales.

-Creo que deberías esperar un poco -me dijo-. Una hora... o algo así.

-Y eso ¿por qué?

-Françoise y Étienne...

-¿Están follando?

-Bueno... No sé... pero...

-De acuerdo. Esperaré una hora. ¿Te parece bien?

Gregorio sonrió, algo incómodo.

-Quizás esté siendo demasiado generoso con Étienne...

Sacudí la cabeza al recordar mi primera noche en Bangkok.

-No -repuse, irritado por la repentina tensión de mi voz-. Será mejor que lo deje.

De modo que volví al campamento con Gregorio.

No había mucho más que hacer, salvo comparar el tamaño de nuestros pescados con el de los demás. Los suecos, como siempre, habían atrapado los mayores, y se jactaban de ello mientras explicaban a los cocineros sus técnicas de captura. Me molestaba su palabrería, aunque no tanto como las imágenes de Françoise y Étienne que me bailaban en la cabeza. No se me ocurrió otra cosa para quitármelas de encima que la Nintendo de Keaty.

La mayoría de los jefes tiene sus normas. Rompe las normas y acabarás con los jefes. Una muestra de ello la encontramos en el doctor Robotnik durante su primera encarnación en Sonic One, versión Megadrive de Greenhills Zone. Apenas baja de lo alto de la pantalla hay que saltar sobre él desde la plataforma de la izquierda. Cuando se dispone a abalanzarse sobre uno, se elude su golpe y se le ataca desde la derecha. En cuanto retrocede, se repite el proceso pero al revés, hasta que, ocho golpes más tarde, explota y desaparece.

Está chupado. Otros jefes exigen mayor esfuerzo y destreza manual. El último jefe de Tekken, por ejemplo, es una auténtica pesadilla, pues no hay modo de parar sus golpes.

El jefe que me quitó de la cabeza a Françoise y Étienne no fue otro que Wario, némesis de Mario, y para alcanzarlo tuve que avanzar luchando a través de diversas y tortuosas etapas. Cuando llegué a su cubil había recibido tantos mamporros que ya no me quedaba la energía suficiente para acabar con él.

De vez en cuando Antihigiénix dejaba de trabajar en la cocina y me visitaba para ver cómo me iban las cosas. Keaty y él eran los únicos del campamento que dominaban el juego. Me daba consejos del tipo «No te quedes en esa plataforma».

Deseché su ayuda con un gesto de frustración.

-Si no me tomo un respiro me destroza...

-Sí. Salta más rápido. Así.

Tomó la Gameboy y se puso a guiar a Mario con inaudita destreza, teniendo en cuenta que sus manazas constituían un inconveniente, hasta mostrarme el truco. Después volvió a sus guisos, dándose palmaditas en la gigantesca barriga. Siempre dejaba la Gameboy perdida de grasa y apestando a pescado, pero su pericia merecía la pena.

Me costó hora y media, pero al fin conseguí alcanzar a Wario sin perder energía, y me faltaba muy poco para cargármelo. Al menos eso creía cuando la pantalla empezó a palidecer.

-¡Pilas! -grité.

Keaty, que había vuelto de la huerta mientras yo estaba jugando, asomó la cabeza por el toldo de su tienda.

-Era la última, Rich.

-¿No queda ninguna?

-Ni una.

-Pero estaba a punto de acabar con Wario.

-Pues... lo siento -repuso encogiéndose de hombros-. Déjalo descansar un rato. Si lo apagas durante veinte minutos, consigues cinco minutos de juego.

Solté un gemido. Cinco minutos no bastarían.

El que se agotaran las pilas fue un golpe duro. Podía vivir sin terminar el juego de Mario, pero Tetris era otra cosa. Desde que Keaty me había dicho que su marca estaba en ciento sesenta y siete, no había dejado de entrenarme para superarlo. Andaba por los ciento sesenta, pero mejoraba a diario.

-Esto es ridículo -solté-. ¿Y los Walkman? ¿Qué pasa con los walkman?

-Olvídate de los walkman -dijo Keaty con un suspiro.

-¿Por qué? -pregunté.

-Dad y se os dará... Porque con la medida con que midáis se os medirá.

-¿Qué?

-Fui todos los domingos a la iglesia hasta los quince años. -¿Eso significa que estás citando la Biblia?

-Lucas, seis, treinta y ocho.

Meneé la cabeza sin dar crédito a lo que oía.

-¿Y qué coño tiene que ver la Biblia con esto?

-No hay más que cinco walkman en todo el campamento, y a todos les he negado mis pilas.

-Ah... O sea, que estamos jodidos.

-Eso parece.

HILOS INVISIBLES

Por lo visto, no estábamos tan jodidos. El problema se resolvió de la forma más inesperada.

Nos fuimos a la cabaña donde funcionaba la cocina para contarle a Antihigiénix lo de las pilas, y cuando nos pusimos a hablar se apartó del fuego y nos miró con el rostro rojo de ira y perlado de sudor. Di un paso atrás, sorprendido de que nuestro problema le afectara tanto.

-¿Pilas? -dijo con una voz inquietante por lo suave.

-Pues... Sí...

--Y del arroz, ¿qué?

-¿El arroz?

Antihigiénix echó a andar hacia una de las cabañas que hacían las veces de almacén, y nosotros detrás de él.

-¡Ahí lo tenéis!

Miramos dentro y vimos tres sacos de arpillera vacíos y otros dos llenos.

-¿Qué pasa?

Antihigiénix abrió el saco más cercano y dejó que el arroz se derramara; estaba apelotonado en terrones mohosos, completamente podrido.

-¡Joder! -murmuré, tapándome la nariz y la boca para evitar el hedor-. Qué asco.

Antihigiénix señaló el techo.

-¿Goteras? -pregunté.

Asintió con la cabeza, demasiado furioso para hablar, y regresó a la cocina.

-Bueno -dijo Keaty, de camino a su tienda-. Lo del arroz no es tan malo. Deberías alegrarte, Rich.

-¿Y eso?

-Si no hay arroz habrá que salir a buscarlo. Y conseguir pilas de paso.

Keaty se tumbó sobre la espalda y se puso a fumar uno de mis cigarrillos.

No me quedaban más que cinco paquetes, pero no podía decirle nada después de haberlo dejado sin pilas.

-Creo que hay dos razones por las que a la gente no le gusta ir en busca de arroz -señaló-. La primera, porque es una lata; la segunda, porque significa una visita al mundo.

-¿Al mundo?

-Es otra de las cosas de Daffy. El mundo es todo lo que está fuera de la playa.

Sonreí. Sabía de dónde había sacado Daffy aquello. Del mismo lugar que yo. Keaty cayó en la cuenta y se irguió, apoyándose en los codos.

-¿De qué te ríes?

-De nada... Es que... Los soldados estadounidenses empleaban esa expresión para referirse a su país... No sé. Me hizo gracia.

-Sí, es para partirse el pecho de risa -dijo Keaty, sacudiendo lentamente la cabeza.

-¿Cómo se consigue el arroz?

-Un par de tíos suben al bote y van a Ko Pha-Ngan. Consiguen algo de arroz y regresan.

-¿blay un bote?

-Claro. No todos somos tan buenos nadadores como tú, Rich.

-No lo entiendo... No creo que... Bueno, un viaje rápido a Ko Pha-Ngan no suena tan mal.

-No -dijo Keaty con una mueca de sarcasmo-. Pero espera a ver el bote.

Una hora más tarde todo el campamento se sentaba en un círculo, menos Françoise y Étienne, que seguían en el jardín de corales. La noticia del arroz había corrido de boca en boca, y Sal había convocado una reunión.

Keaty me dio un codazo mientras aguardábamos a que Sal tomara la palabra.

-Te apuesto lo que quieras -susurró- a que Jed se ofrece voluntario.

-¿Jed?

-Se pirra por estas misiones. Ya verás.

Estaba a punto de contestarle cuando Sal dio unas palmadas y se puso en pie.

-Como todo el mundo sabe -dijo con voz enérgica-, tenemos un problema.

-Y bien jodido -apuntó alguien desde el otro extremo del círculo, con inconfundible acento australiano.

-Creíamos que podríamos contar con arroz suficiente para otras siete semanas, pero resulta que no nos queda más que para dos días. Ahora bien, esto no es una catástrofe y nadie se va a morir de hambre, aunque sí es un inconveniente. -Sal hizo una pausa y añadió-: Bueno, ya sabéis lo que hay que hacer. Tenemos que conseguir arroz.

Se oyeron algunos abucheos, que atribuí a un más bien escaso sentido del deber.

-Así que... ¿Quién se presenta voluntario?

Jed levantó la mano.

-¿No te lo había dicho? -siseó Keaty.

-Gracias, Jed. Ya tenemos uno... ¿Quién más? -Sal escudriñó el círculo de rostros, entre los que abundaban las miradas huidizas-, Venga... Todos sabéis que Jed no puede hacerlo solo...

Al igual que cuando salté de la cascada, no fui consciente de lo que hacía hasta después de haberlo hecho. Alcé el brazo como si un hilo invisible tirara de él.

Sal advirtió mi ademán y miró a Bugs. Con el rabillo del ojo vi que éste se encogía de hombros.

-¿Tú también te presentas voluntario, Richard?

-Sí -contesté, aún sorprendido de mi conducta-. Quiero decir... Sí... liso es.

-Bien. -Sal sonrió-. En ese caso está todo arreglado. Saldréis mañana por la mañana.

No había muchos preparativos que hacer. Todo lo que necesitábamos era dinero y algo con que vestirnos, y Sal puso el dinero. Me pasé el resto de la tarde aguantando los reproches de Keaty, que dudaba de mi salud mental.

Cuando Françoise y Étienne decidieron regresar a! campamento, ya anochecía. Los dos se extrañaron de que me hubiera presentado voluntario.

-Espero que no estés harto de la vida que llevamos aquí -di-jo Françoise cuando lo comentamos ante la puerta del barracón.

-No -repuse, y me eché a reír-. Me ha parecido interesante, nada más. En cualquier caso, no conozco Ko Pha-Ngan.

-De acuerdo. Sería muy triste aburrirse en el edén, ¿no te parece? Si te aburres en el edén, ¿qué más te queda?

-¿El edén?

-Sí, ¿no te acuerdas? Así llamó Zeph a este lugar.

-Zeph... -Fruncí el entrecejo, pues me había olvidado por completo de él-. Sí. Tienes razón. Así lo llamó Zeph.


Date: 2015-12-11; view: 636


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