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TRAVESÍA FATAL EN TAILANDIA

Françoise dijo que estaba a un kilómetro; Étienne, que a dos. Yo no sirvo para calcular distancias en el agua, pero sugerí que uno y medio. Se trataba de un buen trecho, en cualquier caso.

La isla era ancha, con sendos picos elevados en los extremos, unidos por un desfiladero hacia la mitad de su altura. Pensé que se trataba de dos antiguos volcanes inactivos, lo bastante cercanos para comunicarse a través de las corrientes de lava. Fuera cual fuere su origen, era unas cinco veces más grande que la isla en que estábamos en ese momento, y los claros de su vegetación revelaban unas paredes de roca que confiaba en no verme obligado a escalar.

-¿Estás segura de que podemos hacerlo? -pregunté, más para mí mismo que para los demás.

-Podemos -respondió Françoise.

-Podemos intentarlo -la corrigió Étienne, y se fue en busca de la mochila que había envuelto con unas bolsas de basura compradas aquella mañana en el restaurante.

El equipo A: una serie de televisión que había sido un éxito cuando yo tenía catorce años. El grupo estaba formado por Barracus, Phoenix, Murdoch y Hannibal, cuatro veteranos de Vietnam acusados de un crimen que no habían cometido, que trabajaban como mercenarios atrapando a aquellos criminales a quienes la ley no conseguía echarles el guante.

Fue un fracaso. Hubo un momento en que el artefacto de Étienne dio la impresión de flotar. Se hundió en sus tres cuartas partes, pero el resto se mantuvo por encima del agua como si fuera un iceberg. Sin embargo, las bolsas de basura no tardaron en anegarse y la mochila se fue a pique igual que una piedra. Otros tres intentos concluyeron con el mismo resultado.

-Nunca funcionará -declaró Françoise, que se había bajado el traje de baño hasta la cintura para conseguir un bronceado regular, y procuraba no mirarme.

Yo estaba de acuerdo con ella.

-No hay manera. Las mochilas son demasiado pesadas. Esto deberíamos haberlo resuelto en Ko Samui.

-Sí, lo sé -admitió Étienne con un suspiro.

Nos quedamos en el agua, callados, considerando la situación.

-Bueno -dijo entonces Françoise-. Que cada uno de nosotros meta sus pertenencias más importantes en una bolsa de plástico.

Sacudí la cabeza.

-De eso ni hablar. Necesito mi mochila.

-¿Qué hacemos entonces? ¿Lo dejamos?

-Pues...

-Sólo necesitamos algo de ropa y de comida para tres días. Después, si no encontramos la playa, volvemos a nado y esperamos el bote.

-Pasaportes, billetes, cheques de viaje, dinero, píldoras contra la malaria.

-Aquí no hay malaria -dijo Étienne.

-En cualquier caso -señaló Françoise-, no necesitamos pasaporte para ir a esa isla. -Sonrió y se pasó distraídamente una mano entre los pechos-. Venga, Richard, estamos demasiado cerca, ¿no te parece?



Fruncí el entrecejo, sin entender muy bien qué ocurría y sopesando las distintas posibilidades.

-Demasiado cerca para tirar la toalla.

-Supongo que sí -admití.

Escondimos las mochilas entre unos matorrales que crecían cerca de una palmera fácil de distinguir, pues tenía dos troncos que salían de la misma raíz. Metí en mi bolsa de basura las tabletas para depurar el agua, el chocolate, una muda de calzoncillos, una camiseta, las zapatillas Converse, el mapa de Mister Duck, mi cantimplora y un cartón de cigarrillos. Me hubiera gustado meter los dos, pero no había sitio. También tuvimos que abandonar el hornillo Calor, lo que significaba que comeríamos los tallarines fríos, tras remojarlos en agua para ablandarlos, pero al menos no pasaríamos hambre. También dejé las píldoras contra la malaria.

Una vez que hubimos atado la bolsa con varios nudos y metido en una segunda bolsa, pusimos a prueba su flotabilidad. Resultó mejor de lo que esperábamos. Eran tan fuertes como para apoyarse en ellas y nadar valiéndonos sólo de las piernas.

Nos metimos en el agua a las cuatro menos cuarto, dispuestos para partir.

-Quizás haya más de un kilómetro -dijo Françoise detrás de mí. El golpe de una ola me impidió oír la respuesta de Étienne.

El recorrido a nado tuvo varias etapas. La primera fue toda confianza, bromas y chistes sobre tiburones mientras sincronizábamos nuestros movimientos hasta obtener el ritmo idóneo. Después, cuando empezaron a dolemos las piernas y el agua dejó de ser fresca y pasó a ser fría, nos callamos. Para entonces, y al igual que en el trayecto en bote desde Ko Samui, la playa a nuestras espaldas parecía tan lejana como la isla que teníamos delante. Los chistes sobre tiburones dieron paso al miedo, y comencé a abrigar ciertas dudas acerca de mi capacidad para resistir hasta el final. O todas las dudas del mundo, para qué vamos a engañarnos. Nos encontrábamos a mitad de camino, y si las fuerzas nos abandonaban significaría la muerte.

Si Françoise y Étienne estaban preocupados, se lo callaron. Mencionar el miedo sólo empeoraría la situación. En cualquier caso, no había manera de mejorarla; lo único que quedaba por hacer era afrontarla.

Y entonces, curiosamente, las cosas se pusieron más fáciles. Aunque seguían doliéndome, mis piernas empezaron a obedecer a una especie de movimiento reflejo, como los latidos del corazón, gracias a lo cual nadar se hizo menos penoso. Para distraerme durante aquella eternidad me dio por imaginar los titulares de los periódicos que informarían acerca de mi suerte: «Jóvenes aventure-' ros ahogados en una travesía fatal en Tailandia. Europa llora su muerte». La redacción de mi necrológica fue algo más difícil, pues jamás había hecho nada digno de mención, pero mi funeral resultó una agradable sorpresa. Un montón de gente escuchó los responsos que escribí.

Estaba pensando en que si volvía a Inglaterra intentaría sacarme el carnet de conducir, cuando un madero a la deriva me hizo suponer que debíamos de hallarnos cerca de la isla. Habíamos tenido la precaución de nadar juntos casi todo el rato, pero Étienne se adelantó en los últimos cien metros. Cuando llegó a la playa dio una voltereta, probablemente con el resto de sus fuerzas, pues se desplomó de inmediato y permaneció inmóvil hasta que me reuní con él.

-Enséñame el mapa -me pidió, intentando incorporarse.

-Étienne -repuse mientras intentaba recuperar el aliento-, ya basta por hoy. Pasaremos la noche aquí.

-Pero la playa debe de estar muy cerca, ¿no? Quizás a unos pocos pasos.

-Basta.

-Pero...

-Chist.

Me tumbé con la cara pegada a la arena húmeda mientras mis jadeos se convertían en suspiros y el dolor abandonaba mis músculos. Étienne tenía en el pelo un nudo de algas que me recordó una espesa trenza verde de rastafari.

-¿Qué es esto? -murmuró, llevándose la mano a la cabeza.

Françoise salió del agua arrastrando su bolsa.

-Espero que esa playa esté por algún lado -dijo, derrumbándose junto a nosotros-. No creo que pueda nadar tanto de nuevo.

Yo estaba demasiado exhausto para manifestar mi acuerdo.

TODAS ESTAS COSAS

En el techo de mi dormitorio brillan cien estrellas fosforescentes. Tengo lunas en cuarto creciente, lunas llenas, planetas con los anillos de Saturno, constelaciones completas, lluvias de meteoros y una galaxia giratoria con un platillo volante en la cola. Me las regaló una amiga mía a quien le sorprendió que yo permaneciese despierto mientras ella dormía. Lo descubrió una noche, al levantarse para ir al baño, y al día siguiente me compró aquel planetario fosforescente.

Resultaba muy extraño. Hacía que el techo desapareciese.

-Mira -susurró Françoise para no despertar a Étienne-. ¿Lo ves?

Seguí la dirección de su brazo hasta más allá de la fina muñeca, el inexplicado tatuaje y la línea de su dedo, hacia el millón de puntos luminosos.

-No-musité-, ¿Dónde?

—Allí... Se está moviendo. ¿No ves ese punto brillante?

-Pues...

-Baja un poco la mirada, a la izquierda, y...

-Ahora lo veo. Qué curioso...

Un satélite que reflejaba sólo Dios sabe si la Luna o la Tierra, navegaba rápidamente a través de las estrellas. Aquella noche su órbita cruzaba el golfo de Tailandia y después, quizá, los cielos de Dakar o de Oxford.

Étienne se agitó en sueños, gruñendo con la cabeza apoyada en la bolsa de basura que le servía de almohada.

Un pájaro nocturno emitió un breve gorjeo en el bosque, a nuestras espaldas.

-Oye, ¿quieres que te cuente algo divertido? -pregunté, apoyándome en los codos.

-¿Sobre qué?

-Sobre el infinito. Pero sin complicaciones. Me refiero a que no necesitas una licenciatura en...

Françoise movió la mano y la punta del cigarrillo que sostenía entre los dedos trazó una línea roja en el aire.

-¿Eso quiere decir que sí? -susurré.

-Sí.

-De acuerdo. -Tosí-. Si supones que el universo es infinito, debes convenir en que hay un infinito número de probabilidades de que las cosas ocurran, ¿de acuerdo?

Asintió con la cabeza y dio una calada a su cigarrillo.

-Bien. Si las probabilidades de que algo suceda son infinitas, entonces sucederá, por muy improbable que nos parezca.

-Ajá.

-Eso significa que en algún lugar del espacio hay otro planeta qué por una serie increíble de coincidencias se ha desarrollado del mismo modo que el nuestro. Hasta el mínimo detalle.

-¿Ahí afuera?

-Exactamente. Hay un planeta igual a éste, excepto en que esa palmera de allí está colocada medio metro a la derecha. Y otro en que está medio metro a la izquierda. De hecho, hay planetas que sólo se diferencian por un infinito número de variaciones respecto a esa palmera particular, a lo largo de un tiempo infinito...

Françoise permaneció en silencio. Me pregunté si se habría quedado dormida.

-¿Qué te parece? -inquirí.

-Interesante -musitó-. En esos planetas, todo lo que pueda suceder, sucederá.

-Desde luego.

-Entonces, en otro planeta quizá yo sea una estrella de cine.

-Así es. Vives en Beverly Hills y el año pasado te llevaste todos los Oscar.

-¡Qué bien!

-Sí, pero no olvides que en algún otro lugar tu película fue un fracaso.

-¿De veras?

-Un desastre. Los críticos te pusieron por los suelos, la productora perdió una fortuna y tú te entregaste a la bebida y al Valium. Algo horroroso.

Françoise se volvió hacia mí.

-Háblame de otros mundos -dijo con una sonrisa; a la luz de la luna sus dientes brillaron como la plata.

-Bueno -repuse-. Hay un montón de mundos de los que puedo hablarte.

Étienne se agitó de nuevo.

Me incliné y besé a Françoise. Ella se apartó, o se rió, o sacudió la cabeza, o cerró los ojos y me devolvió el beso. Étienne despertó e, incrédulo, torció la boca en una mueca. Étienne dormía. Yo dormía mientras Françoise besaba a Étienne.

Todas esas cosas sucedieron a años luz de las bolsas de basura que teníamos por almohadas y del sonido constante de la marejada.

Cuando Françoise cerró los ojos y su respiración alcanzó el ritmo del sueño, abandoné mi sábana de plástico y caminé hasta la playa. Me detuve en ios bajíos, donde la marea se llevaba la arena bajo mis pies. Las luces de Ko Samui brillaban en el horizonte como una señal del crepúsculo. Las estrellas se extendían tan lejanas como en el techo de mi casa.

TIERRA ADENTRO

Nos pusimos en marcha inmediatamente después del desayuno, que consistió en media barra de chocolate para cada uno y tallarines remojados con el agua de nuestras cantimploras. No tenía sentido andar por ahí haraganeando. Necesitábamos encontrar agua fresca y, según el mapa de Mister Duck, la playa estaba al otro lado de la isla.

Al principio caminamos siguiendo la línea de la costa,, pero la arena no tardó en ceder el paso a unos guijarros puntiagudos y éstos a unas rocas infranqueables. Lo intentamos por el otro extremo, con lo que perdimos un tiempo precioso mientras el sol ascendía, pero encontramos el mismo obstáculo. No teníamos otra opción que encaminarnos tierra adentro. El desfiladero entre los dos picos era nuestro objetivo, así que nos echamos las bolsas de basura al hombro y nos internamos en la selva.

Los primeros doscientos o trescientos metros fueron los más difíciles. Entre las palmeras crecía un extraño arbusto trepador cuyas hojas cortaban como cuchillas, y no teníamos otro remedio que abrirnos paso entre ellas. Sin embargo, en cuanto penetramos más en la isla y el terreno comenzó a elevarse, las palmeras fueron reemplazadas por unos árboles que semejaban herrumbrosos cohetes espaciales ahogados por la hiedra, con raíces de tres metros que se extendían a partir del tronco, como aletas estabilizadoras. A medida que las copas de los árboles se hacían más frondosas, disminuía la luz del sol que se filtraba a través de ellas, así como la vegetación que crecía a ras del suelo. De vez en cuando topábamos con una densa cortina de bambús, pero enseguida encontrábamos un lugar por el que pasar, abierto por algún animal o por una rama caída.

Después de la descripción que Zeph había hecho de la selva, con plantas del Jurásico y sus pájaros de extraños colores, me sentía vagamente desilusionado por la realidad. Aquello se parecía más a un bosque inglés en el que mi estatura se hubiera visto reducida a una décima parte, aunque no faltaban algunos detalles verdaderamente exóticos. Vimos varios pequeños monos marrones huir por las ramas de los árboles. Lianas iguales a las de las películas de Tarzán colgaban sobre nosotros como estalactitas... Y había agua. Agua que nos goteaba en el cuello aplastándonos el pelo y pegándonos la camiseta al pecho. Había tanta agua que dejó de constituir un problema el que llevásemos las cantimploras medio vacías. Bastaba con colocarse bajo un árbol y agitarlo para conseguir un par de buenos tragos, así como una ducha rápida. Mis esfuerzos por mantener seca la ropa durante la travesía a nado me parecieron una ironía ahora que la tenía empapada en tierra firme.

Al cabo de dos horas de caminata llegamos al pie de una ladera muy empinada. Nos vimos obligados a escalarla agarrándonos de los robustos tallos de los helechos para evitar resbalar a causa del barro o las hojas muertas. Étienne, que fue el primero en llegar a la cumbre, desapareció al otro lado del borde para reaparecer al cabo de pocos segundos, absolutamente entusiasmado.

-¡Daos prisa! -gritó-, ¡Es impresionante!

Yo redoblé mis esfuerzos, dejando atrás a Françoise.

La ladera conducía a una especie de explanada grande como un campo de fútbol, tan lisa y despejada que parecía fuera de lugar en la maraña de la jungla que la rodeaba. La ladera continuaba por encima de nosotros hasta lo que parecía una segunda explanada, y seguía ascendiendo hasta el desfiladero.

Étienne había avanzado por la explanada y se encontraba en medio de unos arbustos, mirando alrededor con los brazos en' jarras.

-¿Qué te parece? -preguntó.

Miré a mis espaldas. Abajo, a lo lejos, se divisaba la playa a la que habíamos llegado a nado y, entre otras muchas islas, aquella donde habíamos escondido las mochilas.

-No imaginaba que el parque marino fuera tan grande -contesté.

-Sí, es enorme; pero no me refiero a eso.

Me volví para examinar la explanada, llevándome un cigarrillo a los labios. Mientras hurgaba en los bolsillos en busca del mechero, me percaté de algo muy curioso: las plantas que nos rodeaban tenían un aspecto vagamente familiar.

-¡Joder! -exclamé y el cigarrillo se me cayó de los labios.

-Eso mismo.

-¿Marihuana?

Étienne asintió con la cabeza.

-¿Habías visto tanta alguna vez?

-Nunca... -Arranqué unas hojas de la planta más cercana y las restregué entre las manos.

Étienne siguió avanzando por la explanada.

-Podríamos llevarnos unas cuantas, Richard -dijo-. Las secaríamos al sol y... -Hizo una pausa y agregó-: Espera un poco. Aquí pasa algo raro.

-¿Qué?

-Verás, el caso es que... estas plantas... -Se agachó y luego se volvió raudo hacia mí. En su rostro había empezado a dibujarse una sonrisa, pero palideció y abrió los ojos como platos-. Esto es una plantación.

Me quedé helado.

-¿Una plantación?

-Sí. Mira las plantas.

-¿Cómo va a ser esto una plantación? Quiero decir, estas islas...

-Las plantas crecen en hileras.

-En hileras...

Nos miramos fijamente.

-Entonces la hemos cagado -mascullé.

Étienne echó a correr hacia mí.

-Françoise...

-Viene... -La cabeza me daba vueltas-. Detrás -acerté a añadir cuando él ya se asomaba por el borde de la explanada.

-No está.

-Pero si venía detrás de mí. -Me acerqué al borde y miré-. Quizás haya resbalado.

Étienne se incorporó.

-Voy a bajar. Tú mira desde aquí.

-De acuerdo.

Comenzó a deslizarse por el barro, y entonces vislumbré el destello amarillo de la camiseta de Françoise entre unos árboles cercanos. Étienne ya había llegado casi hasta la mitad de la ladera, así que le arrojé un guijarro para llamar su atención. Soltó un juramento y volvió a ascender.

Françoise subió a la explanada remetiéndose la camiseta en los pantalones.

-He tenido un apuro -gritó.

Le indiqué con gestos frenéticos que bajara la voz. Ella se llevó una mano abierta a la oreja.

-¿Qué? ¿Sabes que he visto gente en la montaña? Viene hacia aquí, imagino que desde la misma playa que nosotros...

-¡Haz que se calle, Richard! -me pidió Étienne al oírla desde donde se encontraba.

Eché a correr hacia ella.

-¿Qué haces? -gritó Françoise cuando la alcancé y la tiré al suelo.

-¡Calla! -la conminé, tapándole la boca con la mano.

Se retorció, pero la estreché con fuerza empujándole la cabeza contra el suelo.

-Estamos en una plantación de marihuana -susurré, vocalizando-, ¿Entiendes?

Los ojos casi se le salieron de las órbitas, y comenzó a resoplar por la nariz.

-¿Lo has entendido? -siseé de nuevo-. En una puta plantación de marihuana.

Étienne llegó por detrás y empezó a tirar de mis brazos. Solté a Françoise y, por una razón que aún me resulta incomprensible, me lancé a su cuello. Él eludió mi ataque y me rodeó el pecho con los brazos.

Traté de luchar, pero Étienne era muy fuerte.

-¡Suéltame, imbécil! ¡Alguien se acerca!

-¿Por dónde?

-Por la montaña -susurró Françoise, pasándose la mano polla boca-. Los tenemos encima.

-No veo a nadie -dijo Étienne mirando hacia la segunda explanada y aflojando la presa-. Escuchad. ¿Qué es eso?

Permanecimos en silencio, pero todo cuanto yo notaba era la sangre golpeándome en los oídos.

-Voces -añadió en voz muy baja Étienne-, ¿Las oís?

Presté atención de nuevo y finalmente las percibí, distantes pero cada vez más claras.

-Es tailandés.

Tragué saliva.

-¡Mierda! ¡Hay que salir pitando de aquí! -exclamé, y me disponía a hacerlo cuando Étienne me retuvo en el sitio.

-Richard -dijo, con un gesto de sosiego que se impuso al miedo que me sobrecogía-. Si echamos a correr nos verán.

-¿Qué vamos a hacer entonces?

-Escondernos ahí -respondió, señalando un espeso matorral.

Tendidos boca abajo en el suelo, atisbamos entre el follaje a la espera de que apareciesen.

Al principio nos dio la impresión de que pasarían fuera del alcance de nuestra vista, pero de repente se quebró una rama y un hombre se metió en el campo de marihuana por donde Étienne y yo habíamos estado unos minutos antes. Era joven, de unos veinte-años, con el físico de alguien que practica kick-boxing. Llevaba el musculoso pecho desnudo y vestía pantalones militares de color verde oscuro, holgados y con bolsas cosidas a las perneras. Empuñaba un largo machete y un fusil automático colgaba de su hombro.

Françoise se había pegado a mí, y temblaba. La miré para tranquilizarla, con el rostro crispado. Ella levantó las cejas, como si esperara una explicación. Yo sacudí la cabeza con gesto de impotencia.

Apareció un segundo hombre, de más edad, también armado. Se detuvieron e intercambiaron unas palabras. Aunque estaban a más de veinte metros, el curioso acento de su idioma se oyó nítidamente. Otro hombre los llamó desde la selva, y se marcharon por la ladera por la que nosotros habíamos subido.

Dos o tres minutos después de que se terminara su cantarína conversación, Françoise se echó a llorar. Étienne tampoco pudo contener las lágrimas; estaba boca arriba y se tapaba los ojos con los puños.

Los observé desconcertado, como si estuviera en el limbo. El descubrimiento de la plantación y los nervios que había pasado me habían dejado aturdido. Me puse de rodillas; tenía la cara bañada en sudor y era incapaz de pensar.

-Bueno -dije en cuanto conseguí sobreponerme-, Étienne tiene razón. No saben que estamos aquí, pero pueden enterarse en cualquier momento. -Eché mano a mi bolsa-. Tenemos que irnos.

Françoise se levantó, secándose los ojos con la camiseta manchada de barro.

-Sí-murmuró-. Vamos, Étienne.

Étienne asintió con la cabeza.

-Richard -dijo con voz grave-. No quiero morir en este lugar. Abrí la boca para hablar, pero no sabía qué decir.

-No quiero morir en este lugar -repitió-. Tienes que ponernos a salvo.

EL SALTO

¿Ponerlos a salvo? ¿Yo? No daba crédito a lo que había oído. Era él quien había sabido mantener la sangre fría cuando aparecieron los vigilantes de la plantación. Yo me había cagado encima. Tenía ganas de decirle: «Eres tú, joder, el que va a salvarnos», pero me bastó con mirarlo a la cara para comprender que no estaba en condiciones de controlar la situación. Y tampoco Françoise, que me miraba con la misma expresión dolorida y anhelante que Étienne.

No tenía otra opción que tomar la iniciativa. Por un lado había gente armada moviéndose por las sendas que, estúpidamente, habíamos supuesto que debían de ser de animales. Quizás incluso se dirigiesen hacia la playa, donde los envoltorios del chocolate o las huellas que habíamos dejado delatarían nuestra presencia. Por otro lado, ignorábamos qué teníamos por delante. Tal vez más plantaciones de marihuana, más hombres armados, a lo mejor una playa llena de occidentales, o quizá nada.

Detesto ese dicho según el cual más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Oculto entre los matorrales y temblando de miedo, aprendí que si lo malo que conoces es el guardián de una plantación de marihuana, lo demás carece de importancia.

Casi no guardo memoria de las horas que siguieron a nuestra partida de la explanada. Estaba tan concentrado en lo que hacía, que mi cabeza no daba para más. Es probable que la memoria necesite un tiempo de reflexión, por breve que sea, para encontrar un lugar donde acomodarse...

Sin embargo, recuerdo un par de instantáneas: la vista desde el desfiladero, con la plantación a nuestros pies, y un paisaje algo más surrealista, pues se trataba de algo nuevo para mí. Pero si cierro los ojos, nos veo claramente a los tres descendiendo por la ladera de la montaña más alejada del desfiladero. La imagen de nuestras espaldas se eleva ligeramente, como si gozara de una perspectiva más distante, por encima de la pendiente. No llevamos nuestras bolsas de basura. Tengo los brazos libres y extendidos, como si tratara de conservar el equilibrio, y Étienne toma a Françoise de la mano.

Otra cosa rara es que abajo puedo vislumbrar la laguna y, más allá de las copas de los árboles, una mancha blanca de arena. Pero eso es imposible, porque no vimos la laguna hasta que llegamos a la cascada.

Era tan alta como un edificio de cuatro plantas, y odio tener que vérmelas con semejantes alturas. Para hacerme una idea del desnivel, me arrastré hasta el borde del acantilado, con el temor de que ese mínimo sentido del equilibrio que impide que me caiga de una silla se esfumara y trastabillase como un borracho hacia la muerte.

Las rocas del acantilado alcanzaban el otro lado; trazaban una curva hasta entrar en el mar y seguían luego hacia la tierra del extremo opuesto. Era como un círculo gigantesco que se hubiera marcado en la isla para encerrar la laguna en una muralla rocosa, tal como Zeph lo había descrito. Desde donde estábamos advertimos que los acantilados que daban al mar no tenían más de treinta metros de espesor, lo suficiente para que un barco que pasase por allí no pudiera hacerse idea de lo que había detrás de ellos. Sólo vería una línea costera ininterrumpida festoneada por la vegetación de la jungla. Cabía suponer que el agua de la laguna corría por canales y cuevas submarinas.

La cascada caía en un estanque del que surgía un arroyo que ' discurría entre los árboles. Las copas de los más altos llegaban hasta donde estábamos encaramados. Si se hubieran alzado más cerca del precipicio, nos habrían servido para descender, pues la pared era demasiado escarpada para pensar en deslizamos por ella.

-¿Qué opináis? -pregunté, volviendo a rastras desde el borde del acantilado hasta donde estaban Étienne y Françoise.

-¿Qué opinas tú? -repuso Étienne, al parecer nada dispuesto a asumir el mando.

Suspiré.

-Estoy seguro de que hemos dado con el sitio. Está donde indica el mapa de Mister Duck y encaja perfectamente con la descripción de Zeph.

-Tan cerca y tan lejos.

-Tan cerca y por ahora tan lejos -le corregí-. Las cosas como son...

Françoise se levantó y recorrió con la mirada la laguna hasta las rocas que daban al mar.

-¿Y si intentásemos andar hasta allí? -sugirió-. Tal vez la bajada sea más fácil.

-Es más alto que esto. Fíjate en el punto donde se eleva el terreno.

-Quizá saltando al mar... No es demasiada altura.

-No habría forma de evitar las rocas.

-De acuerdo, Richard -dijo ella, que parecía nerviosa y cansada-, pero tiene que haber un modo de bajar. ¿Cómo llega la gente a esa playa, si no?

-Si es que hay gente que llega a ella -repuse.

No habíamos visto indicios de presencia humana allá abajo. Había acariciado la idea de que cuando llegáramos a la playa veríamos grupos de amistosos viajeros con la cara bronceada por el sol, haraganeando, buceando entre corales, jugando con discos de plástico, esa clase de cosas. Sin embargo, tal como estaba el panorama, la playa parecía hermosa pero absolutamente desierta.

-Quizá si saltásemos desde esta cascada... -propuso Étienne-. No es tan alta como los acantilados.

Pensé en ello por un instante.

-Es probable -contesté, frotándome los ojos.

La adrenalina que me había estimulado en el desfiladero había desaparecido, y me encontraba exhausto, tanto que ni siquiera la vista de la playa me servía de consuelo. Además, me moría por un cigarrillo. La idea de encender uno me había asaltado en varias ocasiones, pero no quería correr el riesgo de que alguien oliese el humo.

Françoise pareció leerme el pensamiento.

-Si te apetece, fúmate un pitillo -dijo, sonriendo. Caí en la cuenta de que era la primera vez que uno de nosotros sonreía desde que habíamos abandonado la explanada-. No hemos visto plantaciones a este lado del desfiladero. .

-Sí -convino Étienne-. Tal vez sirva de ayuda... Ya sabes que la nicotina...

-Bien dicho.

Encendí un cigarrillo y me arrastré de nuevo hasta el borde del acantilado.

Pensé que si el agua llevaba mil años cayendo en la laguna era probable que la erosión hubiese creado en el fondo rocoso una hondonada lo bastante profunda para saltar, pero si la isla era de creación relativamente reciente, digamos el resultado de una actividad volcánica de unos doscientos años, entonces la profundidad no sería suficiente.

-¿Cómo averiguarlo? -dije, expeliendo lentamente el humo.

Françoise me miró como si me dirigiese a ella.

Los guijarros que se veían en el agua eran lisos; los árboles, altos y añosos.

-De acuerdo -susurré.

Me levanté cuidadosamente, con un pie a unos treinta centímetros del borde y el otro a mayor distancia, afirmándome en el suelo. De pronto me saltó el recuerdo de los aeromodelos Airfix, rellenos de algodón e impregnados de gasolina a los que les prendía fuego para después lanzarlos desde la ventana más alta de mi casa.

-¿Vas a saltar? -pregunto Étienne, nervioso.

-Sólo busco una vista mejor.

Los aviones trazaban al caer una curva hacia fuera y luego parecían acercarse a la pared, para aterrizar, desintegrándose en ascuas viscosas, en un punto que siempre resultaba más próximo a la casa de lo que yo esperaba. Era difícil calcular la distancia; había que impulsar los aviones con más fuerza de la prevista si se pretendía que llegaran más allá de la escalinata y de la cabeza de cualquiera que se acercara a investigar el origen de aquellas manchas de fuego que atravesaban el jardín.

El recuerdo comenzaba a borrarse cuando ocurrió algo extraordinario. Me invadió una especie de hastío abrumador, una extraña apatía. Me sentí súbitamente harto de todas las dificultades suscitadas por aquel viaje. Era demasiado el esfuerzo, demasiados los dilemas y las tensiones que afrontar. Y esa sensación enfermiza causó su efecto. Durante unos segundos vitales me liberó del miedo a las consecuencias. Ya estaba bien. Lo único que quería era acabar con aquello.

Tan cerca y tan lejos.

Oí que mi voz decía: «A saltar».

Esperé, preguntándome si había oído bien, y luego lo hice. Salté.

Todo pasó tal cual se supone que pasan las cosas cuando uno se arroja al vacío. Me dio tiempo a pensar. Unas imágenes absurdas cruzaron por mi mente, tales como la de mi gato el día en que cayó de cabeza desde la mesa de la cocina y una ocasión en que calculé mal un salto desde el trampolín y sentí el agua como si fuera madera; no hormigón o metal, sino madera.

Entonces se produjo el impacto contra el agua, la camiseta se me deslizó por el pecho para apelotonarse en el cuello, y unos segundos después yo reaparecía en la superficie. La hondonada era tan profunda que no había llegado a tocar el fondo.

-¡Eh! -grité, chapoteando sin que me preocupase el que alguien me oyera-. ¡Estoy vivo!

Miré hacia arriba y vi a Étienne y Françoise asomar la cabeza por el borde del acantilado.

-¿Estás bien? -gritó Étienne.

-¡Estupendamente! -Entonces caí en la cuenta de que aún sostenía el cigarrillo en la mano. El tabaco había desaparecido, pero el filtro marrón descansaba en mi palma, empapado y sucio de nicotina. Me eché a reír-. ¡Échame las bolsas!

Me senté en la orilla de la laguna, con los pies en el agua, y esperé a que saltaran Françoise y Étienne. Él no las tenía todas consigo, y ella no quería saltar la primera y abandonarlo a su suerte.

El hombre apareció justo cuando yo encendía un cigarrillo que iba a reemplazar al que se había mojado, moviéndose entre los árboles, a unos cuantos metros de donde me encontraba. De no haber sido por sus facciones y la barba poblada, me habría resultado difícil reconocerlo como a un blanco. Su piel era tan oscura como la de un asiático, aunque su bronceado sugería una antigua blancura. Un pantalón andrajoso y un collar de conchas era todo lo que llevaba encima. Era de edad indefinida, aunque no debía de tener muchos más años que yo.

-Eh -dijo, ladeando la cabeza-. Lo has hecho muy bien para ser un PN. Tardaste veintitrés minutos en saltar. -Hablaba un inglés sin acento-. A mí me llevó una hora decidirme. Claro que estaba solo y eso complica las cosas.

PN

Me cubrí los ojos con el brazo y me tumbé. En lo alto de la cascada Étienne me anunciaba, con voz entrecortada, que iba a saltar. Desde donde se encontraba no tenía modo de ver al hombre entre los árboles.

No me tomé la molestia de contestarle.

-¿Estás bien? -oí que me preguntaba el hombre, y la hierba crujió bajo sus pasos-. Perdona. Debes de estar... realmente asustado.

« ¿Asustado? -pensé-. En absoluto. Estoy muy tranquilo. »

Y de verdad lo estaba. Era como si flotase. Entre mis dedos el cigarrillo ardía calentándome la piel.

-¿Quién eres tú para llamarme PN? -murmuré.

El hombre se inclinó para comprobar si me había desmayado y su sombra cayó sobre mi rostro.

-¿Has dicho algo?

-Sí, lo he dicho.

Étienne gritó al saltar, y el ruido que hizo al zambullirse se unió al de la cascada, que a su vez sonaba como un helicóptero.

-He dicho que quién eres tú para llamarme PN -insistí.

El hombre tardó un poco en responder.

-¿Habías estado antes aquí? Tu cara no me suena.

-Claro que he estado aquí -contesté con una sonrisa-. En sueños.

Charlie. MIA. KIA. LZ. ZM. PN.

Jerga y siglas del Vietnam. PN.

PN. Alguien que hace su primer viaje a Vietnam. Un Puto Novato.

¿Dónde aprendí esas cosas?

Vi 84 Charlie Mopic en 1989. Y Platoon en 1986. Mi amigo Tom me dijo: «Rich, ¿quieres ver Platoon?». «De acuerdo», respondí, y me dedicó una sonrisa burlona. «Pues búscate a alguien que te acompañe.» Siempre hacía chistes así, le resultaba tan natural como respirar. Fuimos a verla esa misma tarde, en el Swiss Cottage Odeon, sala uno.

Mil novecientos noventa y uno. Estoy en una sala de aeropuerto haciendo tiempo antes de iniciar un largo vuelo a Yakarta.

« ¿Eric Lustbader? », sugirió Sean, y negué con la cabeza. Había visto a Michael Herr enviando sus crónicas. Las horas pasaron deprisa.

¿Puto Novato? Ya, pero aunque camine por el valle de la muerte, no tendré miedo alguno, pues soy el mayor hijo de puta del valle.

¿Novato en qué?

El hombre se internó entre los árboles y nosotros lo seguimos. Unas veces cruzábamos los meandros del arroyo que nacía en la laguna, otras atravesábamos calveros, en uno de los cuales vimos los rescoldos de una fogata rodeada de cabezas de pescado carbonizadas.

Durante la caminata no abrimos la boca. Lo único que nos dijo el hombre fue su nombre: Jed. Eludió otras cuestiones.

-Ya hablaremos en el campamento -dijo-. Tenemos tantas preguntas que haceros como vosotros a nosotros.

A primera vista el campamento era tal como me lo había imaginado: un claro extenso y polvoriento rodeado de aquellos árboles semejantes a cohetes y salpicado de cabañas de bambú. La presencia de unas pocas tiendas parecía hasta cierto punto incongruente, pero por lo demás tenía todo el aspecto de las aldeas del Sureste Asiático que tan familiares me resultaban. En el extremo más alejado se levantaba un barracón junto al que aparecía de nuevo el arroyo que nacía en la laguna y que en esa parte bordeaba el claro. La rectitud de las riberas revelaba que había sido desviado artificialmente.

Sólo después de haberlo observado todo, caí en la cuenta de que había algo extraño en la luz. El bosque tenía sitios claros y oscuros, pero el campamento se mantenía en una constante penumbra más cercana al crepúsculo que a la luz diurna. Miré hacia arriba, siguiendo el tronco de uno de aquellos árboles gigantes. Su altura bastaba para quitar el aliento, a lo cual contribuía el que hubiesen cortado las ramas más bajas a fin de que se apreciaran mejor sus dimensiones. Las ramas comenzaban a crecer de nuevo más arriba, y se unían por encima del claro con la del árbol de al lado. El punto de unión parecía extraordinariamente espeso y compacto, y al fijarme mejor advertí que los brazos se enroscaban el uno sobre el otro, formando un dosel de hojas del que colgaban unas enredaderas semejantes a estalactitas.

-Camuflaje -dijo Jed detrás de mí-. No queremos que nos vean desde el aire. Pasan aviones de vez en cuando. No muy a menudo, pero sucede. -Señaló hacia arriba-. Al principio teníamos que atar las ramas con cuerdas, pero ahora ya crecen así. Procuramos cortarlas con cierta frecuencia para que la sombra no sea excesiva. Impresionante, ¿verdad?

-Pasmoso -repuse yo, tan fascinado por lo que estaba viendo que no me percaté de la gente que se acercaba a nosotros procedente del barracón. Eran tres personas, para ser exactos. Dos mujeres y un hombre.

-Sal, Cassie y Bugs -dijo una de las mujeres al acercarse-. Yo soy Sal, pero no tratéis de memorizar nuestros nombres. -Esbozó una cálida sonrisa y añadió-: De lo contrario os haréis un lío cuando conozcáis a los demás; ya habrá tiempo para aprenderlos todos.

Era poco probable que olvidara a Bugs, pensé, intentando no echarme a reír. Fruncí el entrecejo y me llevé las manos a las sienes. Tenía la cabeza cada vez más ida desde que había saltado al estanque. Ahora la sentía como si estuviera a punto de alejarse flotando de mis hombros.

-Françoise, Étienne y Richard -dijo al instante Françoise.

-¡Sois franceses! ¡Maravilloso! Sólo tenemos a un francés entre nosotros.

-Richard es inglés -puntualizó Françoise, y me apresuré a inclinar la cabeza con tal ímpetu que me salió una reverencia.

-¡Maravilloso! -exclamó de nuevo la mujer, observándome atentamente con el rabillo del ojo-. Bien, será mejor que comáis algo. Debéis de estar hambrientos. -Se volvió hacia el hombre y le dijo-: Bugs, ¿habrá sobrado algo de estofado? Ya tendremos mucho tiempo para charlar y conocernos mejor, ¿de acuerdo?

-Estupendo, Sal -grité, alborozado-. ¿Sabes que tienes mucha razón? Estoy hambriento. -La risa que antes había sabido contener se hizo ahora franca y rotunda-. Sólo hemos comido unos tallarines Maggi fríos y chocolate... No pudimos traer el hornillo de Étienne, y además...

Jed intentó sostenerme al advertir que me desmayaba, pero no llegó a tiempo. Al desplomarme, su rostro alarmado cedió el paso a un agujero de cielo azul en el techo abovedado; fue lo último que vi antes de sumirme en las tinieblas.

BATMAN

Esperé pacientemente a que Mister Duck hiciera acto de presencia. Sabía que debía de estar cerca porque la luz de la vela iluminaba la sangre derramada en el polvo alrededor de mi cama, y la huella roja de una mano en las sábanas. Suponía que se encontraba entre las sombras que se extendían en el extremo opuesto del barracón, esperando el momento de irrumpir y sorprenderme. Pero esta vez iba a ser él quien se llevara una sorpresa. En esta ocasión le esperaba...

Pasaron los minutos. Yo sudaba y suspiraba. La cera corrió por la vela acumulándose en el polvo. Un lagarto se desprendió de una viga y cayó entre mis piernas.

El lagarto de la tormenta regresaba a visitarme.

-Eh, eh -le dije-. Hola.

Intenté atraparlo, pero se escurrió de entre mis dedos, dejando atrás un centímetro de cola rosácea.

Una de las bromas de Mister Duck.

Solté un juramento al levantar la cola, que dio varias sacudidas en la palma de mi mano.

-Muy listo, Duck. No sé lo que quieres decir con esto, pero me parece un buen truco. -Apoyé la cabeza en la almohada-. ¡Venga, Duck!

-¿Con quién hablas? -me preguntó una voz somnolienta desde las sombras.

Me incorporé de nuevo.

-¿Eres tú, Duck? Tienes la voz distinta.

-Soy Bugs.

-Bugs. Ya recuerdo. Déjame adivinar. Bugs Bunny, el Conejo de la Suerte, ¿no es eso?

-Sí -dijo la voz tras un largo silencio-. Eso es.

Me rasqué la cabeza. Tenía unas bolitas pegajosas enredadas en el pelo.

-Sí, tal como suponía. De modo que ya no eres Mister Duck. ¿Y quién serás después? -Reí tontamente-, ¿El Correcaminos?

Dos personas susurraron en las sombras.

-¿El cerdito Porky? ¿Elmer Gruñón? No, aguarda. Ya caigo. El astuto Coyote. Serás el astuto Coyote, ¿verdad?

A la luz anaranjada de la vela advertí que una figura se acercaba a mí.

De pronto reconocí su delgada silueta.

-¡Françoise! Hola, Françoise. Este sueño es mejor que el otro.

-Chist -susurró ella, arrodillándose a mi lado, lo que hizo que su larga camiseta blanca se le subiera por los muslos-. No estás soñando.

Sacudí la cabeza.

-Claro que no, Françoise. Créeme. Mira la sangre en el suelo. Es de Mister Duck. Sus venas no paran de sangrar. Deberías haber visto lo que pasó en Bangkok.

Ella miró alrededor y luego volvió de nuevo la vista hacia mí.

-Esa sangre es de tu cabeza, Richard.

-Pero...

-Te hiciste una herida al caer en el agua.

-Mister Duck...

-Chist. Por favor. Hay gente durmiendo...

Me hundí en la almohada. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Ella apoyó su mano en mi frente.

-Tienes un poco de fiebre. ¿Crees que volverás a dormirte?

-No lo sé.

-Inténtalo.

-De acuerdo.

Me arropó subiéndome las sábanas hasta los hombros.

-Así está bien-susurró con una sonrisa- Cierra los ojos.

Los cerré.

Se inclinó y me dio un suave beso en la mejilla.

-Estoy soñando -murmuré cuando sus pasos se alejaban en el barracón-. Lo sabía.

Mister Duck colgaba por encima de mi cabeza como un murciélago sin alas, sujeto a la viga por las piernas. La curva bajo sus costillas era una cavidad grotesca. Sus brazos oscilaban sin dejar de gotear. -Lo sabía -dije-. Sabía que andabas por aquí. -Uno de sus latidos me salpicó el pecho con sangre-. Sangre fría como la de los putos reptiles.

Mister Duck adoptó una pose amenazadora.

-Tan caliente corno la tuya. Si te parece fría es debido a la fiebre. Deberías taparte con la colcha, o pillarás un resfriado de muerte.

-Tengo demasiado calor.

-Mmm. Demasiado calor, demasiado frío...

Me sequé la boca con una mano húmeda.

-¿Es la malaria?

-¿Malaria? Más bien agotamiento nervioso.

-Entonces, ¿por qué Françoise no lo padece?

-Ella no se puso tan nerviosa corno tú. -Su desproporcionada mandíbula se hizo aún más prominente y pareció quebrar su rostro con una mueca grotesca-. Se ha mostrado verdaderamente preocupada por ti, ¿sabes? Ha venido a verte un par de veces mientras dormías.

-Estoy dormido.

-Seguro... Profundamente dormido.

La llama de la vela osciló cuando la cera derretida comenzó a empapar la mecha. Afuera chirriaban las cigarras. La sangre que goteaba me produjo escalofríos, como si fuese agua helada; retorcí las sábanas.

-¿Qué hiciste con el lagarto, Duck?

-¿Qué lagarto?

-El que echó a correr. Se quedó en mi mano durante la tormenta, pero aquí escapó.

-Creo recordar, Rich, que salió disparado al estallar la tormenta.

-Lo tuve en la mano.

-¿Es eso lo que recuerdas, Rich?

La cera derretida se derramó y la mecha flameó proyectando una sombra crispada sobre el techo del barracón. Una silueta. Un murciélago sin alas con las garras colgando y los brazos como lápices.

-Un relámpago -musité.

La mandíbula se hizo prominente de nuevo.

-Vaya tontería.

-Que te den...

-Bravo por el chico.

-…por el culo.

Pasaron los minutos.

 

 

UNA CHARLA

Supuse, por el calor, que era una hora muy avanzada de la mañana. Era lo único que revelaba el paso del tiempo en el barracón sólo iluminado por la luz de la vela.

Al pie de la cama estaba sentada una mujer con las piernas cruzadas y las manos abiertas sobre unas rodillas ocres. Semejaba un Buda con acento norteamericano y grandes pechos perfectamente dibujados a través de una camiseta color azafrán. Tenía la cara redonda, la larga melena echada hacia atrás y un collar de conchas en torno al cuello. A su espalda ardían unas barritas de incienso de las que se elevaban espirales de humo perfumado.

-Termínatela, Richard -dijo, mirando fijamente el cuenco que yo sostenía entre las manos, un coco cortado por la mitad y casi vacío ya de una empalagosa sopa de pescado-. Termínatela del todo.

Me llevé el cuenco a la boca, y el olor del incienso se mezcló con el aroma dulzón del pescado.

-No puedo, Sal -repuse, sacudiendo la cabeza.

-Debes hacerlo, Richard.

-Voy a vomitar.

-Tómatela, Richard.

Tenía el hábito, frecuente entre los norteamericanos, de utilizar el nombre de uno todo el rato. Resultaba una manera de hablar tan íntima como artificial y forzada.

-No puedo. De veras.

-Te sentará bien.

-Me la he tomado casi toda. Mira.

Alargué el cuenco para que lo comprobara y nuestras miradas se cruzaron sobre las sábanas ensangrentadas.

-De acuerdo -dijo ella con un suspiro-. Supongo que será suficiente. -Cruzó los brazos, aguzó la mirada y añadió-: Richard, tenemos que hablar.

Estábamos solos. De vez en cuando entraba y salía alguien, pero lejos de mi vista. Oía la puerta abrirse en el extremo opuesto del barracón, y un pequeño rectángulo de luz atravesaba las tinieblas hasta que la puerta se cerraba de golpe.

Sal pareció entristecerse cuando describí mi descubrimiento de! cadáver de Mister Duck. No fue una reacción intensa: cerró los ojos y apretó los labios. Supuse que Françoise y Étienne ya le habían hablado de ello, de modo que la noticia carecía del impacto que podía haber causado. No resultaba fácil interpretar su reacción. Parecía tener más que ver conmigo que con cualquier otra cosa, como si lamentara que yo hubiese contemplado algo tan espantoso.

Aparte de eso Sal no dejó entrever otro sentimiento. No me interrumpió ni frunció el entrecejo, ni sonrió ni sacudió la cabeza. Todo cuanto hizo fue permanecer sentada en su inmóvil posición de loto, y escucharme. Al principio su impavidez me resultó desconcertante, y me detenía al final de cada frase para darle ocasión de comentarla, pero ella sólo aguardaba a que continuase. No tardé en hablar como si estuviera ante un magnetófono o un cura.

De hecho, era tan parecido a esto último que me sentí corno en un confesonario. Hablé de mi pánico en la explanada con la misma sensación de culpa con la que intenté justificar mis mentiras a la policía tailandesa. El silencio con que ella escuchó mi relato fue como una absolución. Incluso me permití una velada referencia a la atracción que sentía hacia Françoise, sólo por aliviar mi corazón. Se trataba de una referencia demasiado velada, quizá, como para que se percatara de ella, pero ésa era precisamente mi intención.

Sólo omití mencionar que había informado de la existencia de' la isla y su ubicación a otras dos personas. Estaba claro que debía contarle lo de Zeph y Sammy, pero supuse que no le gustaría nada enterarse de que había revelado su secreto. Era mejor esperar hasta conocer más detalles de todo aquel asunto y no adelantarse a los acontecimientos.

Tampoco hablé de mis sueños con Mister Duck, pero se trataba de algo muy diferente. No había razón para hablar de ello.

Con la intención de dejar claro que la historia terminaba con mi desmayo al llegar al campamento, saqué medio cuerpo de la cama y extraje mis cigarrillos de la bolsa de basura. Sal sonrió, con lo que desapareció la atmósfera confesional y regresamos a la semifamiliaridad de antes.

-Eh -dijo ella, alargando la palabra con su lenta pronunciación norteamericana-. Veo que has traído provisiones.

-Ajá -contesté, incapaz de decir otra cosa mientras encendía un cigarrillo con la llama de la vela-. Soy el rey de los adictos.

-Ya lo veo -repuso ella con una sonrisa.

-¿Quieres uno?

-No, gracias.

-¿Lo estás dejando?

-Ya lo he dejado. Deberías intentarlo, Richard. Aquí es más fácil.

Di unas cuantas caladas sin tragar el humo para que desapareciera el sabor de la cera.

-Lo dejaré cuando cumpla los treinta, más o menos. Cuando tenga críos.

Sal se encogió de hombros.

-Como quieras -dijo llevándose los dedos a las cejas para enjugarse el sudor-. Bien, Richard, por lo visto tu llegada aquí ha sido toda una aventura. En circunstancias normales, nuestros invitados pasan siempre por una supervisión, pero tus circunstancias son sumamente insólitas.

Aguardé a que se explicara mejor, pero no lo hizo. En lugar de ello descruzó las piernas como si se dispusiera a irse.

-Y ahora, ¿puedo hacerte algunas preguntas, Sal?

Ella echó un rápido vistazo a su muñeca. No llevaba reloj; fue un movimiento meramente instintivo.

-Tengo mucho trabajo que hacer, Richard.

-Por favor, Sal. Hay tantas cosas que quisiera preguntarte...

-Estoy segura, pero las respuestas llegarán en su momento. No hay prisa.

-Sólo unas pocas.

Ella cruzó las piernas de nuevo.

-Cinco minutos.

-De acuerdo... Lo primero que me gustaría saber es qué hacéis aquí. Quiero decir, ¿qué es esto?

-Es un lugar de descanso en la playa.

-¿Un lugar de descanso en la playa? -repetí, con el entrecejo fruncido.

-Un sitio al que ir de vacaciones.

Fruncí aún más el entrecejo. Por el modo en que me miró advertí que mi expresión le resultaba divertida.

Intenté decir «¿Vacaciones?», pero la palabra se ahogó en mi garganta. No creía que fuese la más adecuada. Abrigaba sentimientos ambiguos respecto de la diferencia entre turistas y viajeros, y aunque cuanto más viajaba menor me parecía ésta, el hecho era que los turistas se iban de vacaciones, mientras que los viajeros afrontaban una experiencia muy diferente: los viajeros viajaban.

-¿Qué idea te habías hecho de este lugar? -preguntó Sal.

-No lo sé. -En realidad, no me había hecho ninguna idea. Expelí el humo lentamente-. Pero, desde luego, no pensaba en un lugar de descanso en la playa.

Ella sacudió una mano regordeta.

-Bueno... Te estaba tomando el pelo, Richard. Es obvio que se trata de algo más que un lugar de descanso en la playa. Venimos aquí para relajarnos, pero no es un simple lugar de descanso, pues intentamos alejarnos de los lugares de descanso. Dicho de otro modo, intentamos que esto no se convierta en un lugar de descanso en la playa. ¿Lo entiendes?

-No.

Sal se encogió de hombros.

-Ya lo verás, Richard. No es tan complicado.

Yo entendía lo que pretendía decir, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Quería que me hablara de la isla de Zeph, una comuna de librepensadores. Un centro de vacaciones era algo demasiado vulgar, teniendo en cuenta las dificultades a que habíamos tenido que enfrentarnos, y me invadió una ola de amargura al recordar el mal momento que habíamos pasado en el mar y el terror que se había apoderado de nosotros en lo alto de la montaña.

-No pongas esa cara de desilusión, Richard.

-No. No estoy... Estoy...

Sal se inclinó y me tomó de la mano.

-Pronto te parecerá un lugar maravilloso, siempre y cuando lo aprecies por lo que es.

-Lo siento, Sal -dije, sacudiendo la cabeza-. No quería parecer desilusionado. De hecho, no lo estoy. Quiero decir que este barracón y los árboles de ahí fuera... Es asombroso. -Me eché a reír-. Es una tontería por mi parte, de verdad. Supongo que esperaba algo así como... una ideología o algo parecido. Un propósito.

Dejé de hablar mientras apuraba el cigarrillo. Sal no hizo ademán de marcharse.

-¿Qué me dices de los pistoleros en la plantación de marihuana? -pregunté, apagando la colilla y guardándola en el paquete-, ¿Tienen algo que ver con vosotros?

Sal negó enérgicamente con la cabeza.

-¿Son señores de la droga?

-Creo que llamarlos «señores de la droga» es un poco excesivo. Tengo la sensación de que las plantaciones son propiedad de antiguos pescadores de Ko Samui, pero no estoy muy segura. Aparecieron hace un par de años y se hicieron con la mitad de la isla. Ya no podemos ir por allí.

-¿Cómo se las arreglan para eludir a las autoridades?

-Igual que nosotros. Sin dar señales de vida. Además, es probable que la mitad de los guardias de la reserva marina estén metidos en el negocio, de manera que les interesa mantener alejados a los barcos de los turistas.

-Pero ellos saben que estáis aquí.

-Desde luego, pero ¿qué van a hacer? ¿De qué les valdría ir con el cuento a la policía? Si viene a por nosotros también irá a por ellos.

-Entonces ¿no hay problemas entre vosotros?

Sal se llevó una mano al collar de conchas que colgaba de su cuello.

-Ellos se mantienen en su mitad de la isla, y nosotros en la nuestra -repuso en tono áspero. Y, sin más, se puso de pie y comenzó a sacudirse el polvo de la falda-. Ya está bien de charla, Richard. De verdad que aún me espera trabajo, y tú todavía tienes fiebre. Necesitas descansar.

No me molesté en protestar, y Sal comenzó a alejarse, mientras su camiseta seguía reflejando la luz de la vela con mayor intensidad que su piel y su falda.

-Una pregunta más -dije, y ella se volvió-. El hombre de Bangkok... ¿Le conocías?

-Sí -respondió, y echó a andar de nuevo.

-¿Quién era?

-Un amigo.

-¿Vivía aquí?

-Era un amigo -repitió.

-Pero... De acuerdo. Sólo una pregunta más.

Sal no se detuvo. Su camiseta color azafrán era lo único que se veía de ella en medio de las tinieblas.

-¡Sólo una! -Su voz regresó flotando hasta mí-. ¿Qué?

-¿Dónde está el cuarto de baño?

-Fuera, la segunda choza siguiendo el perímetro del campamento.

La brillante astilla de luz que atravesaba la puerta del barracón desapareció al cabo de un instante.

EXPLORACIÓN

El cuarto de baño, una pequeña choza de bambú en la linde del claro, era un buen ejemplo de lo bien organizado que estaba el campamento. Tenía un pequeño banco con un agujero del tamaño de un balón de fútbol, por el que se veía correr el agua de un brazo del arroyo desviado. Un segundo agujero en el tejado permitía el paso de la escasa luz que se filtraba por el dosel de la selva.

Resultaba bastante más agradable, de hecho, que la mayor parte de los cuartos de baño con que uno topa fuera del mundo occidental. Sin embargo, carecía de papel higiénico, y aunque esto no constituyó una sorpresa, había supuesto que dispondría de algunas hojas o algo por el estilo. En vez de eso, había una jarra de plástico junto a ia corriente de agua.

En todas las r


Date: 2015-12-11; view: 622


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