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PARAÍSO TELEVISIVO

Los tailandeses en particular, y los asiáticos del sureste en general, son unos consumados travestis. Sus cuerpos menudos y sus facciones armoniosas les garantizan el éxito en ese terreno.

Estaba esperando al pie de la palmera cuando vi uno especialmente bien dotado. Sus pechos de silicona eran perfectos, y tenía unas caderas de muerte. Sólo le traicionaba el vestido de lamé dorado que lucía, demasiado llamativo para una chica tailandesa que paseara por Chaweng.

El travestí, que llevaba un tablero de backgammon bajo el brazo, interrumpió su lánguido paseo para preguntarme si quería echar una partida.

-No, gracias -contesté con rapidez neurótica.

-¿Por qué? -quiso saber-, ¿Acaso temes que te gane?

Me limité a sacudir la cabeza.

-De acuerdo. ¿Quieres que juguemos una partida en la cama? -Se abrió el tajo del vestido, revelando unas piernas fabulosas-. En la cama a lo mejor ganas tú.

-No, gracias -repetí, levemente ruborizado.

Él se encogió de hombros y siguió su camino a lo largo de la playa. Un par de búngalos más allá alguien aceptó su oferta de jugar al backgammon. Picado por la curiosidad, intenté ver de quién se trataba, pero me lo impidió el tronco inclinado de un cocotero. Cuando volví a mirar al cabo de unos minutos, ya se había ido. Se me ocurrió que quizás hubiese dado con la horma de su zapato.

Al rato aparecieron Françoise y Étienne, rebosantes de alegría.

-¡Eh, Richard! -dijo Étienne- ¿Has visto a la chica que paseaba por aquí?

-¿Una que llevaba un vestido de lamé dorado?

-¡Sí! ¡Por Dios! ¡Qué tía tan guapa!

-Ya lo creo.

-Bueno, vente al restaurante. -Alargó una mano y me ayudó a levantarme-. Creo que ya tenemos bote para ir al parque marino.

El hombre era la versión tailandesa de un buscavidas. En vez de ser enjuto y con pinta de comadreja, con un bigote que parecía trazado a lápiz y un traje chillón, era pequeño, gordo y llevaba unos téjanos pitillo jaspeados remetidos en unas gigantescas zapatillas Reebok,

-Poder llegar a un acuerdo -dijo, citando la frase clave del libro del buen empresario-. Sí. Ya lo creo -añadió, apretando los labios y abriendo los brazos en un ademán elocuente. El oro le brilló en la boca-. Por mí, no «poblema».

Étienne asintió con la cabeza. El acuerdo era cosa suya, y yo no tenía nada que objetar. No me gusta nada intervenir en transacciones monetarias cuando estoy en un país pobre. Me produce sentimientos contradictorios no atreverme a regatear por no aprovecharme de la situación y encontrarme con que me han desplumado.



-De hecho, amigo mío, esa guía que usted tiene no ser buena. Usted poder quedarse una noche o dos en Ko Phelong, pero en esta isla sólo poder estar una noche. -Tomó la guía de Étienne y señaló con un dedo regordete una isla cercana a Phelong.

Étienne me miró y me guiñó un ojo. Por lo que yo recordaba del mapa de Mister Duck, que guardaba en mi búngalo, nuestra isla era la siguiente a la indicada por el tailandés.

-De acuerdo -repuso Étienne, bajando la voz como si fuera un conspirador, aunque no había nadie lo bastante cerca para escucharnos-, Esta es la isla que queremos visitar, pero la idea es quedarnos más de una noche. ¿Es posible?

El buscavidas lanzó una mirada furtiva sobre el hombro en dirección a las mesas vacías.

-Sí-susurró, inclinándose hacia delante y mirando de nuevo alrededor-. Pero eso más dinero. ¿Usted comprende?

El acuerdo se cerró en mil cuatrocientos cincuenta bahts, lo que suponía una rebaja considerable sobre la cifra previa de dos mil. Nos encontraríamos con él a las seis de la mañana siguiente. Entonces le pagaríamos, según Étienne se cuidó de dejar bien claro, y él nos conduciría en su bote a la isla. Tres noches después regresaría para recogernos, si es que seguíamos allí.

Eso reducía nuestros problemas a dos.

Si continuábamos hasta la isla siguiente, el hombre no daría con nosotros cuando viniese en nuestra busca. Para resolverlo, Étienne se inventó un cuento sobre unos amigos con quienes teníamos que encontrarnos y con los que quizá regresáramos antes de lo previsto; ningún problema.

Otra cuestión espinosa era cómo llegar a nuestra playa. Podríamos haber acordado que el bote nos llevara directamente allí, pero puesto que no sabíamos con qué nos encontraríamos, tampoco era cuestión de delatar nuestra presencia con el ruido del motor. En cualquier caso, como la isla a la que pretendíamos ir estaba fuera de la zona autorizada a los turistas, nos convenía partir de un lugar donde fuese posible pasar al menos una noche.

Françoise y Étienne parecían bastante menos preocupados que yo por esa última etapa de nuestro viaje. Habían dado con una solución verdaderamente sencilla: nadaríamos. Tras examinar el mapa de Mister Duck y el de su guía, decidieron que no debía de haber más de un kilómetro entre una isla y otra, lo que constituía una distancia a la medida de nuestras fuerzas, según ellos. Yo no estaba tan seguro, sobre todo al recordar la sesión de buceo del día anterior. La corriente nos había llevado muy lejos de la playa de Chaweng. Si nos pasaba lo mismo nadando entre las islas, la distancia se duplicaría fácilmente de tanto corregir el rumbo.

Aún había otro problema: qué hacer con nuestro equipaje. Étienne y Françoise también tenían una solución para eso. Por lo visto, la noche anterior, mientras yo me dedicaba a fumar marihuana, ellos habían hecho muchos planes. Me lo explicaron más tarde, sentados en los bajíos, mientras la marea acumulaba arena en torno a nuestros pies.

-Las mochilas no constituirán un problema, Richard -dijo Françoise-. Nos ayudarán a nadar.

-¿Sí? ¿Cómo? -pregunté, enarcando las cejas.

-Tenemos que conseguir unas bolsas de plástico -intervino Étienne-. Con ellas envolveremos las mochilas para que no les entre agua. Las bolsas retendrán el aire, y nos ayudarán a flotar.

-Ajá. ¿Y de verdad crees que funcionará?

-Sí -contestó Étienne, encogiéndose de hombros-. Lo he visto en la tele.

-¿En la tele?

-En un episodio de El equipo A.

-¿El equipo A? ¡Genial! Entonces seguro que saldrá bien.

Me eché hacia atrás, apoyando los codos en la arena.

-Creo que has sido muy afortunado al dar con nosotros, Richard -dijo Étienne entre risas-. Estoy convencido de que solo jamás habrías llegado a esa playa.

-Sí -convino Françoise-, pero nosotros también tuvimos suerte al dar con él.

-Oh, desde luego. Sin su mapa nunca nos habríamos enterado de la existencia de esa playa.

Françoise frunció el entrecejo y, después, me sonrió.

-En cualquier caso, ha sido una suerte conocerlo, Étienne -insistió.

Le devolví la sonrisa, y al hacerlo caí en la cuenta de que mi malhumor de la mañana había desaparecido.

-A todos nos ha bendecido la fortuna -dije, absolutamente feliz.

Étienne asintió con la cabeza.

-Sí. Eso es.

Permanecimos unos minutos en silencio, disfrutando de nuestra buena suerte. Después me puse de pie dando palmadas.

-Bien. ¿Qué os parece si nadamos un rato? Nos servirá de entrenamiento.

-Buena idea, Richard -contestó Étienne, levantándose también-, Vamos, Françoise.

-Me quedaré tomando el sol -dijo Françoise con gesto enfurruñado-. Desde aquí comprobaré si estáis en forma. A ver cuál de los dos llega más lejos...

De pronto me asaltó una duda. Observé a Françoise, tratando de discernir si había alguna intención oculta en sus palabras. Ella miraba a Étienne dirigirse hacia el mar; sus ojos no sugerían nada más.

«Meras ilusiones -me dije-. Eso es todo.»

Pero no me sentí conforme. Cuando eché a andar tras Étienne no pude evitar imaginarme que Françoise estaba pendiente de mí. Y la duda ganó cuerpo antes de que el agua alcanzara la profundidad suficiente para nadar. De modo que miré hacia atrás. Françoise se había ido a donde la arena estaba seca y descansaba boca abajo.

En efecto, no habían sido más que imaginaciones mías.

EDÉN

La puesta de sol era espectacular. El rojo del cielo se diluía suavemente en un azul intenso en el que brillaban unas pocas estrellas, y la luz anaranjada proyectaba sombras elásticas sobre la playa, por donde la gente regresaba paseando a sus búngalos.

Yo estaba colocado. Dormitaba en la arena con Françoise y Étienne, recuperándonos de nuestra epopeya como nadadores, cuando aparecieron Zeph y Sammy con un buen puñado de hierba envuelto en un periódico. Habían pasado el día en Lamai buscando la llave perdida, que finalmente hallaron colgada de un madero de los que el mar arroja a la playa. Habían comprado marihuana para celebrarlo.

-Alguien debió de dejar la llave allí sabiendo que volveríamos a buscarla -dijo Zeph, al tiempo que se sentaba a nuestro lado-. No estuvo mal el detalle, ¿no os parece?

-En ese caso, cometió una estupidez -objetó Françoise-. Cualquiera podría haberla encontrado y entrar en vuestra habitación para robaros todo lo que tenéis.

-Bueno, eso... sí, supongo -concedió Zeph, mirando a Françoise como si la viera por primera vez y meneando la cabeza; por un instante creí que intentaba aclararse las ideas-. Tienes razón.

El sol había iniciado su rápido descenso sobre el horizonte cuando la hierba comenzó a surtir efecto. Permanecimos sentados, contemplando los colores tan fijamente como si estuviéramos viendo la televisión.

-Eh -dijo Sammy con una voz tan alta que rompió el hechizo-, ¿Habéis notado que cuando miráis al cielo en las nubes se ven formas de animales y de rostros?

-¿Lo hemos notado? -preguntó Étienne, mirando alrededor.

-Sí -continuó Sammy-, Es asombroso. Ahí, justo enfrente, tenemos un patito, y aquélla parece un hombre con una narizota.

-Llevo viéndolo desde que era un niño.

-¿Un niño?

-Ajá.

Sammy silbó.

-Mierda. Yo acabo de advertirlo. Claro que quizá dependa del lugar donde uno ha crecido.

-¿A qué te refieres? -preguntó Étienne.

-Hombre, yo crecí en Idaho.

-Eh... -Étienne sacudió la cabeza. Parecía confuso-. Idaho. Sí. He oído hablar de Idaho, pero...

-Bueno, ya sabes lo que pasa con Idaho, ¿no? En Idaho no hay nubes.

-¿Que no hay nubes?

-Ni una. Si Chicago es la ciudad de los vientos, Idaho es el estado sin nubes. Es a causa de un extraño fenómeno meteorológico relacionado con la presión atmosférica, o algo así.

-¿De veras que no hay nubes?

-Así es. -Sammy se incorporó-. Recuerdo la primera vez que vi una nube. Fue en Nueva York, el verano del setenta y nueve. Vi esa enorme especie de pelusa en el cielo y alargué la mano para agarrarla... pero estaba demasiado arriba. -Esbozó una sonrisa melancólica-. Miré a mi madre y le pregunté: « ¿Por qué no llego a ese algodón de azúcar, mamá? ». -Se le quebró la voz y desvió la mirada-. Lo lamento. No es más que un recuerdo estúpido.

Zeph se inclinó para darle una palmada en la espalda.

-Venga, hombre -le dijo en voz apenas audible-. Ya ha pasado. No te preocupes. Estás entre amigos.

-Sí -le aseguró Étienne-, No pasa nada. Todos tenemos recuerdos tristes.

-¿Tú también tienes recuerdos tristes? -le preguntó Sammy, con el rostro desencajado.

-Ya lo creo. Cuando era pequeño me robaron mi bicicleta roja.

El rostro de Sammy se ensombreció.

-¿De verdad te robaron tu bicicleta roja?

-Sí. Cuando tenía siete años.

-¡Siete años! -exclamó Sammy, dando un puñetazo en el suelo y salpicándonos de arena-. ¡Joder! ¡Esas cosas me cabrean!

Se produjo un silencio crispado. Sammy se puso a liar con furia un canuto. Zeph cambió de tema de conversación.

El arranque de ira había sido muy acertado, lo mejor para salir del paso. Habían conseguido embaucar hasta tal punto a Étienne que habría sido muy cruel revelarle la verdad. De modo que Sammy decidió prolongar la farsa hasta que terminase por sí sola. Creo que Étienne estuvo convencido de que en Idaho no hay nubes hasta el día en que murió.

Acabamos el porro cuando el sol sólo era un arco amarillo que brillaba tenuemente sobre el mar. Una leve brisa esparció unas hojas de papel de fumar sobre la arena, y con ella llegó el olor de la cocina del restaurante, a nuestras espaldas: marisco a la brasa con salsa de limón.

-Tengo hambre -murmuré.

-Huele bien, ¿eh? -dijo Zeph-, Me comería un buen plato de tallarines con pollo.

-O de tallarines con perro -comentó Sammy, mirando a Françoise-, Comimos perro en Chiang Mai. Sabe igual que el pollo. Todos esos bichos, perros, lagartos, ranas, serpientes, tienen el mismo gusto que el pollo.

-¿Y las ratas? -pregunté.

-Las ratas también.

Zeph tomó un puñado de arena y la dejó caer lentamente entre sus piernas. Después tosió, como sí quisiera que le prestáramos atención.

-¡Eh! -dijo-. ¿Habéis oído hablar del Kentucky Fried Rat?

Fruncí el entrecejo. Aquello sonaba otra vez a broma. Si Étienne volvía a tragarse la patraña que se inventasen, me echaría a llorar. No podía borrar de mi mente la cara de consternación con que nos había hablado de su bicicleta roja.

-No. ¿De qué se trata? -pregunté.

-Es una de esas historias que corren por ahí.

-Cosas que se cuentan de la gran ciudad -apuntó Sammy-. A alguien se le clava un huesecillo en la garganta. Lo analizan y resulta que es un hueso de rata.

-Sí, es esa clase de cosas que siempre le suceden al sobrino de la tía de un amigo, nunca a la persona que te lo cuenta.

-Ya -dije.

-Pues por aquí circula un rumor sobre ese Kentucky Fried Rat. ¿Sabéis lo que se cuenta?

Negué con la cabeza.

-Algo acerca de una playa. Una playa tan escondida que nadie sabe exactamente dónde está.

Desvíe la mirada. Un chico tailandés jugaba a la orilla del mar con una corteza de coco que mantenía en el aire a fuerza de darle con los pies y las rodillas. Calculó mal uno de los golpes y la corteza salió disparada hacia el agua. El chico la miró durante unos instantes con los brazos en jarras, quizá preguntándose si valía la pena mojarse para recuperarla. Después echó a correr por la playa hacia un hotelucho.

-No, no había oído hablar de ella -repuse-. Cuéntanos.

-De acuerdo -dijo Zeph, recostándose en la arena-. Os pintaré un cuadro. Cerrad los ojos e imaginaos una laguna.

Imaginad una laguna, oculta del mar y de los barcos por una pared curva de roca. Ahora imaginad arenas blancas y jardines de coral jamás tocados por la pesca con dinamita o las redes de arrastre; cascadas de agua fresca esparcidas por la isla, rodeadas por la selva, no por los bosques tailandeses del interior, sino por la jungla; árboles extraordinariamente frondosos, plantas intocadas durante milenios, pájaros de colores inauditos y monos correteando por las ramas de los árboles.

Un selecto grupo de turistas pasa los meses pescando en los jardines de coral de las arenas blancas. Se van si quieren irse, regresan; la playa no cambia nunca.

-¿Selecto? -pregunté con la mayor tranquilidad, como si hablara en sueños. La visión descrita por Zeph me había dejado totalmente absorto.

-Selecto -repitió-. Su localización se transmite de boca en boca entre los miembros de una minoría privilegiada.

-Es el paraíso -proclamó Sammy-. El edén.

-El edén -murmuró Zeph-, tal como suena.

Para Françoise fue un duro golpe oír que Sammy y Zeph también estaban al corriente de la existencia de la playa. No habría actuado de manera más sospechosa ni aun cuando lo hubiese intentado.

-Bien -dijo, levantándose de golpe y sacudiéndose la arena de las piernas-. Nos vamos mañana temprano a... Ko Pha-Ngan. De modo que mejor será que nos acostemos ya. ¿Étienne? ¿Richard? Venga.

-¿Eh? -solté yo, desorientado ante la imagen hecha trizas de la playa-. Sólo son las siete y media de la tarde, Françoise.

-Nos vamos por la mañana temprano -repitió.

-No he cenado -protesté-. Estoy hambriento.

-Bien, iremos a cenar, pero ahora mismo. Sammy, Zeph, buenas noches -se despidió Françoise sin darme tiempo a invitarlos a que se unieran a nosotros-. Me alegro de haberos conocido. Y, demonios, vaya historia curiosa la de vuestra playa. -Rió con verdaderas ganas.

Étienne se incorporó, mirándola como si la muchacha hubiera perdido el seso, pero ella hizo caso omiso de su expresión de pesadumbre y echó a andar hacia el restaurante.

-Bueno -les dije a Zeph y a Sammy-, Me parece que Françoise... Si queréis cenar con nosotros...

-Desde luego -intervino Étienne-. Seréis bienvenidos. Por favor.

-Tranquilo -repuso Sammy, esbozando una sonrisa-. Nos quedaremos un rato más. Que os divirtáis en Ko Pha-Ngan. ¿Pasaréis por aquí al volver?

Asentí con la cabeza.

-De acuerdo, ya daremos con vosotros. Nos quedaremos aquí por lo menos una semana más.

Nos dimos la mano y después Étienne y yo fuimos tras Françoise.

La cena transcurrió en un silencio sólo interrumpido por algún tenso diálogo en francés. Françoise, que acabó por comprender que había actuado como una tonta, se excusó.

-No sé qué me pasó -confesó a modo de explicación-. Me asusté ante la posibilidad de que quisieran venir con nosotros. Zeph dice unas cosas tan... Quiero que éste sea nuestro secreto... -Se enfurruñó, furiosa consigo misma por su dificultad para expresarse-. ¿Creéis que se han dado cuenta de que sabemos lo de esa playa?

-Es difícil decirlo -contesté, encogiéndome de hombros-. Estábamos todos tan colocados.

Étienne asintió con la cabeza.

-Sí-concedió, y pasó un brazo por los hombros de Françoise-. Estábamos muy colocados. No hay de qué preocuparse.

Aquella noche me costó dormirme, no porque me sintiera ansioso ante lo que pudiera pasar la mañana siguiente (aunque algo tenía que ver con eso), sino por el modo precipitado en que había dicho adiós a Zeph y Sammy. Lo había pasado muy bien con ellos y sabía que no era probable que volviese a encontrarlos, y eso si regresaba a Ko Samui. Nuestra despedida había sido demasiado rápida y embarazosa, demasiado confusa por culpa de la marihuana y los secretos. Tenía la impresión de que me había quedado algo por decir.

UNA APUESTA SEGURA

Yo no lo llamaría un sueño. Nada que tuviera que ver con Mister Duck podía considerarse como tal. En este caso fue más bien una especie de película. O una de esas secuencias filmadas con la cámara al hombro.

Mister Duck corría a toda prisa hacia mí por el jardín de la embajada; bombeada por el movimiento de los brazos, la sangre brotaba por los cortes aún frescos de sus muñecas. Yo me tambaleaba entre los gritos de la gente y el ruido de los helicópteros, mientras miraba caer una nevada de papeles oficiales triturados.

La nieve de documentos secretos se arremolinaba impulsada por las hélices y caía sobre una hierba cortada con el cuidado de una manicura.

-Naciste con veinte años de retraso, ¿eh? -gritó Mister Duck al pasar por mi lado y hacer una cabriola-. ¡Hay que joderse! -La sangre trazó un arco en el aire-, ¡Mira ahí arriba!

Miré hacia donde señalaba. Una especie de insecto con rotores despegaba del tejado, mientras la gente se colgaba de los patines de aterrizaje.

Luchando contra la pesada carga, el oscilante aparato cercenó un árbol al otro lado de los muros de la embajada.

Yo aullé de excitación.

-¡Menudo tío! -gritó Mister Duck, despeinándome con una mano mojada y empapándome el cuello de la camisa-. ¡Qué espectáculo!

-¿Vamos a huir por el tejado de la embajada? -le pregunté a voces-. ¡Siempre quise hacerlo!

-¿Huir por el tejado de la embajada?

-¿Lo conseguiremos?

-Puedes apostar tus putos huevos a que sí -vociferó entre carcajadas.

LA PARTIDA

Dibujé con rapidez, sudando a pesar del frescor de la madrugada. No había tiempo para hacer un mapa tan esmerado como el de Mister Duck. Las islas eran toscos círculos y la curva del litoral de Tailandia, una serie de líneas melladas. Sólo especificaba tres puntos: Ko Samui, Ko Phelong y el edén.

Al pie de la página escribí: «Esperad tres días en Chaweng. Si no hemos regresado para entonces, significará que hemos dado con la playa. ¿Nos vemos allí? Richard».

Abandoné sigilosamente la habitación. Ya había luz en el búngalo de Françoise y Étienne. Tiritando, recorrí el porche de puntillas y deslicé el mapa bajo la puerta de Zeph y Sammy. Después recogí mis cosas, cerré la casa y me fui al restaurante a esperar a la pareja.

El chico tailandés que había visto jugar con la corteza de coco estaba barriendo el piso. Al advertir mi presencia miró hacia fuera para comprobar que era tan temprano como él suponía.

-¿Quiere pastel de plátano? -me preguntó.

Negué con la cabeza.

-No, gracias. Lo que quiero son dos cartones de cigarrillos.

 

 

LA LLEGADA

BASURA

La motora del buscavidas estaba pintada de blanco hasta la línea de flotación y más abajo de amarillo, o ése era el color que se veía cuando se elevaba sobre las olas, pues a través del agua parecía verde pálido. Quizás hubiese sido roja en tiempos. El blanco mostraba desconchones y arañazos semejantes a sangrientas cuchilladas que, entre el balanceo y el gruñido del motor, daban la sensación de que el bote era algo vivo que se movía de la forma más inesperada.

El sol jugueteaba en el agua que levantábamos a nuestro paso, y bajo la superficie de ésta se agitaban también unas manchas doradas que recordaban burbujeantes cardúmenes. Me agaché y extendí el brazo hasta que logré atrapar un pez que aleteó en el hueco de mi mano hasta que la cerré. Entonces se escurrió entre mis dedos.

-No mires hacia abajo -me advirtió Françoise, inclinándose sobre la otra borda del bote-, o te marearás. Mira la isla. La isla no se mueve.

Miré en la dirección en que señalaba. Por extraño que suene, Ko Samui parecía hallarse a varios kilómetros a nuestras espaldas, mientras que la isla hacia la que nos encaminábamos daba la impresión de encontrarse a la misma distancia que una hora antes.'

-No voy a marearme -dije, asomando la cabeza fuera del bote.

Hipnotizado por el pez dorado, permanecí inmóvil hasta que el agua se volvió azul y vi surgir un lecho de coral. El buscavidas apagó el motor. Me llevé una mano al oído, sorprendido por el silencio y casi seguro de que me había quedado sordo.

-Aquí ustedes pagar -señaló el buscavidas, mientras nos acercábamos a la costa.

La arena era más gris que amarilla y aparecía sembrada de algas secas que chocaban entre sí llevadas por la marea. Me senté en el tronco caído de un cocotero y contemplé alejarse a nuestro bote. Al cabo de un rato se había convertido en una mota blanca en la cresta de las olas. Después de cinco minutos sin verlo comprendí que se había ido y que nuestra soledad era absoluta.

A pocos metros de donde me encontraba, y agachados sobre sus mochilas, Françoise y Étienne estudiaban los mapas para decidir hacia qué isla, entre las que nos rodeaban, debíamos ir nadando. No necesitaban mi ayuda, de modo que les dije que me iba a dar un paseo. Jamás había estado en una isla verdaderamente desierta (me refiero a una isla desierta vacía), y sentí que debía explorarla.

-¿Adónde vas? -preguntó Étienne, levantando la mirada y bizqueando a causa del sol.

—A dar una vuelta. No tardaré mucho.

-¿Media hora?

-Una hora.

-De acuerdo; pero ten en cuenta que nos iremos después de comer. No vamos a pasar la noche aquí.

Agité una mano a modo de respuesta cuando ya me alejaba de ellos.

Seguí la línea de la costa durante poco menos de un kilómetro, buscando un paso hacia el interior, hasta que di con un bosque bajo en cuya fronda se abría un oscuro túnel. Al otro lado de éste el sol iluminaba unas hojas verdes, por lo que me interné en él a cuatro patas, apartando telarañas. Salí a un calvero de helechos que me llegaban a la cintura. La rama de un árbol desgarraba el círculo de cielo por encima de mi cabeza, como si fuera la aguja de un reloj. La espesura se prolongaba al otro lado del claro, pero el impulso de seguir explorando cedió paso al temor de perderme. Los helechos ocultaban el túnel por el que me había deslizado, y sólo el sonido de las olas al romper me servía de orientación. Abandoné mi intento de exploración y atravesé el mar de helechos hasta la mitad del calvero, donde me senté a fumar un cigarrillo.

Pensar en Tailandia es algo que me irrita y que he intentado evitar hasta que me puse a escribir este libro. Prefería mantener los recuerdos alejados de mi mente; pero de vez en cuando pensaba en mi estancia allí, generalmente por la noche y cuando llevaba despierto el tiempo suficiente para distinguir los dibujos de las cortinas a través de la oscuridad y los lomos de los libros en las estanterías.

En esos momentos intentaba recordarme a mí mismo sentado en aquel calvero, fumando un cigarrillo bajo la sombra de la rama extendida sobre los helechos como la aguja de un reloj. Escogía ese momento porque era el último que podía controlar y en el que yo aún era yo. No pensaba en nada que no fuese la belleza de la isla y el silencio que me rodeaba.

Eso no significa que a partir de ahí todos los momentos fueran malos en Tailandia. Hubo cosas buenas. Montones de cosas buenas. Y de cosas normales, como lavarme la cara por las mañanas, nadar, conseguir comida... Al recordarlas, sin embargo, se ven contaminadas por lo que ocurría alrededor. A veces me parece que camino por el claro y enciendo el cigarrillo, y entonces aparece alguien que se lo fuma, arroja la colilla al suelo y se va en busca de Françoise y Étienne.

Es un modo de eludir la cuestión, porque son otros los motivos que me alejan de lo que ocurrió, pero así es como lo siento.

Ese otro alguien hace cosas que yo no haría. No se trata solamente de un conflicto entre concepciones éticas distintas; también se dan pequeñas diferencias de carácter. La colilla del cigarrillo... El otro tipo la arroja entre los matorrales. Yo no haría eso. Yo la habría enterrado, probablemente. No me gusta generar basura, y no hablemos ya de hacerlo en un parque marino protegido.

Es difícil de explicar. No creo en lo sobrenatural ni en los casos de personas poseídas. Sé que, en realidad, fui yo quien arrojó aquella colilla.

A tomar por el culo.

Confiaba en que esa clase de cosas se aclararían a medida que las pusiera por escrito, pero no ha sido así.

Cuando regresé a la playa me encontré con Étienne acuclillado ante un hornillo Calor y tres pilas de paquetes de tallarines Maggi; amarillos, marrones y rosados.

-Genial -dije-. Me estoy muriendo de hambre. ¿Qué ofrece el menú?

-Puedes elegir entre pollo, ternera y... -Levantó un paquete rosado-. ¿Esto qué es?

-Gambas. Tomaré de pollo.

Étienne sonrió.

-Yo también. Y de postre, chocolate. ¿Lo has traído?

-Ya lo creo.

Abrí mi mochila y saqué tres barras. Se habían derretido en parte y habían adoptado la forma de mi cantimplora, pero por lo demás eran perfectamente comestibles.

-¿Has visto algo interesante en tu paseo? -preguntó Étienne mientras abría con una navaja uno de los paquetes amarillos.

-Nada de particular. Estuve casi todo el rato andando por la orilla. -Eché un vistazo alrededor-. ¿Dónde anda Françoise? ¿No va a acompañarnos?

-Ya ha comido. -Señaló hacia la playa-. Ha ido a comprobar si tendremos que nadar mucho para llegar a nuestra isla.

-Veo que ya sabéis de cuál se trata.

-Creo que sí, aunque no estoy muy seguro. Hay muchas diferencias entre el mapa de tu amigo y el que aparece en mi guía.

-¿De cuál te has fiado?

-Del de tu amigo.

Asentí con la cabeza.

-Buena elección.

-Eso espero -repuso Étienne, sacando del agua hirviendo un tallarín, que quedó colgando lánguidamente del filo de su navaja-. Ya podemos comer.

 


Date: 2015-12-11; view: 676


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