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ARROZ Y ASIMILACIÓN

Hace pocos años pasé por el mal trago de romper con mi primera novia de verdad. Ella había estado ese verano en Grecia, y a su regreso me confesó que había tenido un ligue con un belga. Por si no bastara con eso, se suponía que el tipo viajaría a Londres en cuestión de semanas. Al cabo de tres días infernales, comprendí que estaba a punto de volverme loco. Monté en la bicicleta y me planté en el apartamento de mi padre, a quien sometí a chantaje emocional hasta que le saqué el dinero suficiente para marcharme del país.

En aquel viaje aprendí algo muy importante: que viajar funciona como una vía de escape. La vida en Inglaterra perdió todo su sentido casi desde el momento en que me subí al avión. En cuanto empezaron las maniobras de despegue, se acabaron los problemas. Sufre menos el pasajero de un avión que un novio con el corazón destrozado. Cuando el aparato alcanzó su velocidad de crucero yo me había olvidado ya de que Inglaterra existía.

Después de aquel día de vagabundeo por el claro dejé de formularme preguntas relacionadas con la playa.

Arroz: más de treinta personas comiendo arroz dos veces al día. Los arrozales necesitan hectáreas de terreno liso y bien irrigado, algo de lo que carecíamos por completo, de modo que estaba claro que no lo cultivábamos nosotros. Si más tarde no hubiese participado en su búsqueda, jamás habría sabido de dónde salía. Al no darle importancia, no me hubiese planteado la cuestión.

Asimilación: desde el instante en que nos pusimos a trabajar, todos supieron nuestros nombres y tuvimos cama en el barracón. Me sentí como si llevara toda la vida allí.

Al igual que me había ocurrido en el avión, mi memoria comenzó a difuminarse. Ko Samui se convirtió en un sueño brumoso y Bangkok se transformó en poco más que una palabra familiar. Recuerdo que al tercer o cuarto día pensé que Zeph y Sammy no tardarían en aparecer, y me pregunté cómo reaccionarían todos ante su presencia. Después caí en la cuenta de que apenas conseguía recordar los rostros de Zeph y Sammy. Un par de días más tarde me olvidé hasta de esperarlos.

Siempre he pensado que en un mundo donde todo fuese azul el color no existiría. Con esto quiero decir que si algo parece extraño, te lo cuestionas, pero si resulta que el mundo exterior está demasiado lejos para utilizarlo como punto de referencia, pues entonces nada te parecerá extraño.

¿Para qué iba a ponerme a hacer preguntas? Mi asimilación fue la cosa más natura! del mundo. Eso me pasa desde que viajo. Hay un refrán que dice: «Allá donde fueres, haz lo que vieres». Es el primer mandamiento del decálogo del viajero. Nadie entra en un templo hindú y se pone a decir «¿Por qué adoran ustedes a una vaca?». Miras alrededor, te buscas un asiento, tratas de comprender y lo asumes.



Arroz y asimilación. Cosas que asumir. Aspectos nuevos de una vida nueva.

Aunque ni siquiera ahora formulo las preguntas adecuadas.

La razón por la que me adapté tan fácilmente a la vida en la playa carece de importancia. La cuestión es por qué a la vida en la playa le resultó tan sencillo adaptarse a mí.

Al cabo de dos o tres semanas se me metió una canción en la cabeza. De hecho, no era ni siquiera una canción, sino un par de versos de una canción, ignoro el título, aunque sospecho que tenía algo que ver con una calle, porque lo que recordaba de la letra decía: «La vida callejera es la única que conozco, la vida callejera, da dada da da da da-da da». Lo que pasa es que yo cantaba «vida en la playa» en lugar de «vida callejera», y lo repetía una y otra vez.

A Keaty lo sacaba de quicio.

-Richard -decía-, para ya con esa puta canción.

Yo me encogía de hombros y le explicaba:

-No me la puedo sacar de la cabeza, Keaty.

Trataba de no cantarla, pero al cabo de un rato, inconscientemente volvía a las andadas. No caía en la cuenta de que lo hacía hasta que Keaty se golpeaba la frente y siseaba:

-¡Joder, Richard! Te he dicho que no cantes esa puta canción. Así que me encogía otra vez de hombros.

En ocasiones, sin embargo, era el propio Keaty quien la cantaba, y cuando se lo hacía notar exclamaba «¡Puaf!», y ese día no me dejaba jugar con la Nintendo.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 582


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