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Tendrá que volver

Carmen Martín Gaite

 

 

?Lucía, ¿ha merendado el señorito Tiqui?

(Su verdadero nombre era Juan, pero todos le llamaban Tiqui. Era un nombre que para los padres tenía algún significado lejano y sentimental. Mamá, algunas veces, al pronunciarlo, ponía un mohín de novia y se quedaba mirando al padre a través de la mesa, y se sonreían. Y él se sentía a disgusto dentro de aquel nombre mimoso y reducido. A Lucía le había pedido: ?Tú, llámame Juan, ¿quieres?; me llamas Juan.? Se lo había dicho con voz de secreto, después de muchos días de no atreverse; y ella le había contestado: ?Sí, señorito Juan, como quiera; a mí me da lo mismo.? Y se había ido a la cocina, y él había llorado de rabia.)

?No, señora; no ha merendado. Le he entrado la bandeja con el té y ha dicho que no tenía ganas. Se lo he dejado allí.

?¿Qué está haciendo?

?Nada; me ha pedido que le arrime la cama al balcón, y está así, quieto, mirando la calle.

La madre suspira, tal vez un poco demasiado fuerte.

?Tráiganos las tostadas a nosotras.

Luego, cuando la doncella se ha ido, se vuelve hacia su amiga y mueve la cabeza, como si continuara el suspiro. Es una amiga antigua, la amiga de los años del colegio, acostumbrada, casi profesionalmente, a tomar tazas de té con otras mujeres, junto a la lámpara de luz íntima y verde; a escuchar confidencias entre sorbo y sorbo. Es joven todavía, rubia, espiritual; lleva un lindo sombrero.

?Pobre Clara -le dice-; quisiera poder ayudarte.

Juan, desde el cuarto contiguo, oye el ruido de la cucharilla, el apagado cuchicheo de las voces. Debe ser esa amiga de mamá con los labios pintados de escarlata, que a veces le ha besado en el aire, cerca de la oreja, y le ha dicho ?tesoro?; y a él le ha parecido una palabra cara, fría, lujosa; el nombre de un perfume. Mira a la calle, se le llenan los ojos de las luces de afuera. Sabe muy bien que están hablando de él, pero le da lo mismo. Con tal de que no entren, con tal de que le dejen pasar su tarde en paz. Se sabe de memoria lo que hablan, y a veces no lo entiende.

?Ha tenido de todo -suele decir la madre-. Se lo hemos dado todo.?

El caballo tripudo, el uniforme de marino, las pistolas, los soldados, el balancín; casi intactos arriba, en el desván. Los niños del doctor Costas ponían un gesto de desprecio y decían que sus juguetes eran mejores. Los niños del doctor Costas traían siempre las rodillas muy limpias y le besaban la mano a mamá; hablaban de campeonatos de esquí y de carreras de caballos. Y él se callaba. Porque él, cuando fuese mayor, quería ser tranviario. Se habían reído hasta las lágrimas el día que lo dijo; por eso no volvió a decir más y se afianzó a solas en su decisión.



La única vez que Juan ha montado en tranvía fue con Paula, la cocinera, para llevar un recado al ebanista, cerca de la Plaza de Toros. Era invierno, ya casi por la noche. Subían y bajaban muchas gentes enrojecidas de frío, se soplaban los dedos, se tropezaban, se decían bromas en voz muy alta. Las calles se apretaban como una envoltura contra el tranvía amarillo y, cerrando los ojos, eran rojas también; luego, al volver a abrirlos, se movían lentamente, allí afuera, igual que en una película muda, a través de los cristales empañados. Dos hombres reñían por algo de camiones, y uno de ellos, mientras hablaba, comía castañas y tiraba las cáscaras al suelo; una mujer sentada daba de mamar a su niño; en la plataforma había novios que estaban con las caras muy cerca y se abrazaban fuerte en las paredes. Todos iban juntos, revueltos -y también Paula y él a aquel recado- perdidos a la deriva por los largos pasillos de la ciudad. Los llevaba el hombre que estaba de pie junto a la manivela; los iba llevando en zigzag calles abajo, sorteando las altas fachadas como hacia una desembocadura.

Juan se olvidó absolutamente de su casa, y le parecía que ya nunca tendría que volver. Después, aquella noche se la pasó con los ojos abiertos, oyendo desde la cama el rechinar de los tranvías, imaginando su incierto avanzar. Los tranviarios no tienen casa; no tienen que volver a casa. Se pasan la noche libres y enhiestos navegando la ciudad, arrastrando su coche a lo mejor vacío. Desde aquel día, los miraba como a hermanos mayores. Aquellos hombres, serios y alertas, del uniforme oscuro, que oteaban la calle a través del cristal con su colilla pegada a los labios y la manivela firme entre los dedos, de pie en la misma proa del tranvía, le parecían los caudillos de todo un pueblo heterogéneo y fugaz.

Juan mira los tranvías esta tarde. El 49 tiene la parada ahí mismo, enfrente de su balcón. Lo están esperando un manojo de niños con carteras; se ríen, han sacado las meriendas, llevan los abrigos desabrochados. Uno tiene una naranja y se pone a pelarla despacio, complaciéndose; Juan imagina el zumillo amargo de la cáscara pringando los dedos sucios de tinta. Es noviembre; los niños que van al colegio compran tinteros y naranjas, estrenan zapatos para la lluvia. Ahora, cuando llegue el tranvía, se subirán todos en racimo, empujándose, y se irán calle abajo, y se quedarán en distintas esquinas. Se dirán adiós. Será una despedida atropellada y gozosa la de estos niños de las carteras, cada cual por su bocacalle -hale, hale- debajo de las farolas, arrimado a la pared.


* * *


?Tal vez ha sido un error que no lo hayáis mandado nunca al colegio -dice la amiga rubia.

Y adelanta el cuerpo hacia la mesita para coger un pedazo de pastel de manzana.

?Pero, Rosina, si esta criatura, tú no sabes, es un problema?; espera, yo te lo partiré?; un completo problema. Tendría roces con todos en un colegio; le entraría un amor horrible por el niño más desobediente y más salvaje, por el que nadie quisiese mirar a la cara. Tenerlo aislado es la mejor manera posible; ya ves tú si Alfredo y yo lo habremos hablado veces?

?Ya basta, gracias, no me partas más? Claro, desde luego eso nadie mejor que vosotros; pero yo creo, fíjate, que en un colegio bueno, tantos como hay, eso sería cuestión de enterarse; por ejemplo, donde van los niños de Aurelia; yo se lo puedo preguntar a ella, si quieres?

?¡Qué sé yo¡ Porque es que tampoco es inteligente. El profesor particular se ve negro para interesarle por las cosas. Y el caso es que se pasa las horas muertas él solo en su cuarto y nunca se aburre; pero de todo le da igual, no tiene apego ni afición a nada.

Clara habla con voz desencantada, la cabeza inclinada hacia la taza de té. Rosina mira a los cristales, donde han empezado a rebotar unas gotas pequeñas.

Llueve menudo. Debe de hacer frío. La gente se cruza a buen paso, con las manos en los bolsillos. En la acera de enfrente refulge el escaparate de la mantequería con sus confusos y atrayentes brillos de frutas en almíbar, de botellas y latas de conserva. La mantequería da una luz azul como de luna, y en torno, la calle se vuelve más negra. Por lo negro, saliendo de la luz, le parece a Juan que andan sueltos unos rostros pequeños de diablo, que guiñan los ojos, se amontonan y se escapan haciendo piruetas. No se sabe si son rostros, o tachuelas luminosas, o burbujas; se aprietan contra las siluetas de los transeúntes y las vuelven borrosas y fantásticas. Juan se coge el pulso, lo mismo que apretando un animal pequeño. ?Ya me está subiendo.? Y lo piensa lleno de excitación, como si estuviera a las puertas de un campeonato. Le gustaría que la fiebre tuviera un acelerador y poderlo pisar más y más, hasta lo hondo, hasta que el caballo blanco se estrellara con él encima; la fiebre es un caballo blanco.

De pronto el pulso corre más de prisa. Enfrente, al otro lado de la calle, un hombre se ha parado delante del escaparate de la mantequería. Un hombre pequeñito, sin abrigo. Juan se incorpora en la cama y contiene el aliento. Las burbujas brillantes con risa de diablo le resbalan al hombre por la espalda; tiene los hombros estrechos, la cabeza pequeña y aquel mismo gesto desamparado. Juan clava sus ojos húmedos y ansiosos en esta figura, acechando su más leve movimiento. ¿Será él?? No se vuelve? Se parece; si le pudiera ver la cara. A lo mejor se va; a lo mejor no lo va a distinguir bien desde aquí arriba? El hombre ha hecho un movimiento como para separarse del escaparate y echar a andar? Súbitamente salta de la cama, abre los cristales y se asoma al balcón, inclinando medio cuerpo sobre los barrotes.

?¡Andrés! ? llama con todas sus fuerzas-. ¡Andrés!

La voz se empaña contra el frío de la noche que viene, se enreda con los hilos de la luz, con el chirrido de las ruedas, choca contra la gente, se fragmenta en añicos. El hombre del escaparate se vuelve para cruzar la calle y Juan ve su rostro desconocido y ajeno. No, no era. Tampoco vendrá hoy. Se deja escurrir hasta quedar sentado en el balcón, con las manos cogidas a los hierros; mira las luces movedizas del bulevar como desde una jaula alta. Luego retrocede hasta apoyarse en el muro de la fachada se abraza las rodillas y esconde la cara en los brazos. La lluvia le entra por la nunca, espalda abajo y le consuela?


* * *


?Y además la salud? que, ¿quién lo manda fuera en días de lluvia y de frío? Está pachucho desde la recaída del invierno.

?Mujer, también fue lástima, con lo bien que quedó cuando la meningitis.

La madre ha levantado los ojos de su taza. Tiemblan un poco las hojas del balcón.

?Pues ya ves, por su culpa; desde aquella tarde, ya te conté, cuando desapareció de casa en busca del amigo dichoso, y a la noche se lo encontró el chófer en un café de Alberto Aguilera, desde entonces le han vuelto las fiebres.

Rosina se sonríe; se acomoda mejor en el sofá.

?Mira que fue famoso aquello del amigo. Oye, y por fin ¿qué?, ¿habéis llegado a verlo?

?Bueno, mujer; échale un galgo. En volver va a estar pensando el tipo, figúrate qué lote, unos zapatos nuevos de Alfredo, dos camisas y el abrigo forrado de gamuza, cuando se viera en la escalera le parecería mentira? Ah, y la colección de sellos, que eso lo hemos sabido luego. Vamos, que este niño está mal de la cabeza, cada vez que lo pienso? ¿Y la perra que ha cogido con que tiene que volver porque se lo prometió?; tú no sabes, le espera siempre, dice que si no vuelve es porque le ha pasado algo? ya ves tú lo que le va a pasar.

Rosina ha encendido un pitillo. Se ríe con la cabeza en el respaldo.

?En medio de todo, a mí me hace una gracia enorme tu chico. Ese mismo episodio del hombre, no me digas que no es genial. ¿Con quién lo comentaba yo el otro día, que se morían de risa?? No me acuerdo, mujer, con quién era?; es divertidísimo, desde luego. Pero lo que yo digo, el hombre ¿porque vendría aquí precisamente?

?Ah, eso nada, como a otro sitio cualquiera. ¿No ves que será uno de tantos frescos que se dedican a eso? Además, que cuando Tiqui lo vio por la mirilla, igual no pensaba llamar en este piso; se le ocurriría entonces el golpe, al verle a él tan propio.

?Pero y los porteros, ¿cómo no lo verían subir?

?Eso dicen, hija; nadie lo vio. La única, Lucía, que cuando fue a llevarle la merienda al niño notó que tenía la llave echada, pero cómo se iba a figurar ella que no estaba solo, como se encierra tantas veces a pintar y a hacer inventos raros; pues nada, ni le chocó.

?Y Tiqui, ¿qué haría por el pasillo, para abrirle a él?

?Yo qué sé, juegos suyos, manías; desde muy pequeño le daba por andar en el vestíbulo y asomarse en cuanto oía ruido en la escalera, siempre estaba empinado a la mirilla, le encanta. Con eso se divierte y se pone a imaginar historias y fantasías. Así que al toparse con el hombre éste parado en el rellano, y preguntarle que qué hacía, y el otro echarse a llorar y demás, pues no te digo, lo propio; lo metió en su cuarto toda la tarde, y la luna que le hubiera pedido. Y como nosotros no estábamos.

?Pero ya ves, es noble, te lo contó todo en seguida. Otro se hubiera callado hasta que descubrieran que faltaba la ropa.

?Ah, no, en cuanto vine a casa; si él estaba orgullosísimo, entusiasmado con el hallazgo del amigo; lo que menos pensaba es que le iba yo a reñir; uf, menudo entusiasmo: que nunca había visto a nadie tan bueno, que qué ojos tenía, que era un santo. Y no te puedes figurar lo que lloró cuando yo le dije que se despidiera de volver a verle porque era un estafador vulgar y corriente. ¡Huy, Dios mío! Nunca se lo hubiera dicho? No, espera, ya no hay; que nos traigan más té. Llama a ese timbre tú que estás más cerca, si haces el favor.

Rosina alarga hacia la pared una mano blanca rematada por uñas primorosas.

Dice:

?De todas maneras, chica, es que hay que andar con cien ojos, ¿eh? Ya no puede estar uno seguro ni en su propia casa. Porque es que a cualquier niño de buenos sentimientos que le pesque uno así y le meta esa historia de que le ha salido un trabajo y que no tiene ropa para presentarse decente?, vamos, que te digo yo que cualquiera haría lo mismo.

?No, si estamos de acuerdo. Si el que le abriera la puerta y le diera la ropa de su padre y se creyera todos los camelos que el otro le quisiera contar, hasta ahí, vaya, mala suerte. Si lo que yo encuentro anormal es esa terquedad suya de esperarle un día y otro, y de ponerse triste, y salir a buscarle, como esa vez que te digo. ¿Y tú sabes el rencor que me guarda a mí porque le dije que era un estafador?

Ha arreciado la lluvia. Ahora las gotas del cristal se alcanzan unas a otras y forman canalillos que se entrecruzan. Rosina las mira bajar, con ojos perezosos, a través del humo de su pitillo.

?De todas formas, Clara, a mí me parece que exageras un poco con el chico. Todos los niños hacen travesuras; tampoco te gustaría tener en casa al perfecto Jaimito.

?Esto no son travesuras, mujer; qué más quisiera yo. Las travesuras son una cosa alegre? Pero ¿qué hace esta chica que no viene? A ver si echa las persianas y la cortina, ¿te has dado cuenta qué chaparrón?

Suenan furiosamente las gotas en la calle. Rosina se pone de pie y se acerca al balcón. La mujer de los periódicos ha sacado un hule negro y está tapando todo el manojo. Pasan unas muchachas corriendo; alcanzan un portal y se sacuden el pelo.

?Ya no me puedo ir hasta que escampe. Debe de hacer un frío?

Se retira de los cristales y se arrima al radiador.

?Naturalmente, qué disparate. Te esperas a que venga Alfredo y él te acompañará en el coche.

?Bueno, estupendo; si no le importa. ¡Qué bien se os pone la calefacción, oye!; la de casa?

?Señora, por favor, señora?

Ahora las dos se vuelven a la puerta. Lucía la ha abierto de repente, y está quieta, sin avanzar, con la mano en el picaporte. Trae una cara apurada.

?¿Qué le pasa? ¿Por qué no venía usted? ¿No oía que llamábamos?

Lucía rompe a hablar entrecortadamente, moviendo mucho las manos:

?Verá, señora? es que me da por asomarme primero a la habitación del señorito, por si acaso era él, como no había querido la merienda? cuando abro la puerta y a lo primero no le veía, ¡ay qué susto, señora!? La cama vacía? el balcón?

Clara se pone de pie y se precipita hacia la puerta.

?¿Qué pasa? ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado?

?Venga, por favor? Mejor que venga usted?


* * *


Ahora llueve más fuerte. Son globitos que estallan contra el suelo. Globos rojos, amarillos, de celofán. El pelo le chorrea. Ya no tiene calor; está frío como un pescado. Ha asomado Lucía; ha asomado mamá, con su amiga detrás. Lo cogen en los brazos, lo levantan; lo ponen arriba y abajo, le dan vueltas, lo montan en un tobogán. Se va a caer, lo sueltan; no puede agarrarse a ninguna parte. Han cerrado el balcón. La sábana está fría, es una piel muerta; da repeluco. Todo baila y tirita.

Ahora, Andrés; viene Andrés. Ahora los tranviarios, los que venden tabaco. El café de Alberto Aguilera, enorme, lleno de hombres y de humo. Andrés está llorando.

?No llore, por favor; dígame qué le pasa.?

?De tú, chico, de tú.?

De pie, sobre la alfombra, en el empapelado de la pared, junto al sofá amarillo, debajo del retrato del abuelo, gira, lo llena todo con sus ojos hundidos. Ahora lo están tapando con mantas hasta arriba. Pero Andrés que no llore. Huele a plátano la amiga de mamá.

?Dame un abrazo, Juan. De hombre a hombre, porque tú eres un hombre.?

Ahora hay un sol muy raro que zumba; ahora es la rueda de un tiovivo; se agranda; serpentinas. Ahora le salen patas de cangrejo, primero como granitos que duelen a lo largo de los costados, luego duras y enormes y las puede mover un poco, aunque le pesan.

?Andrés, no llores tú.?

?Castroviejo, otro médico, asustada, teléfono, Alfredo, asustada, Rosina, bolsa de agua caliente, asustada, no te vayas ahora.?

Mamá le mima mucho, y le besa. No se atreve a decirle que Andrés tampoco ha venido hoy; tiene manchas y luces por la cara.

Le zumban los oídos. Ya se escucha el galope de la fiebre; ¡qué calor otra vez! Vuelve el caballo blanco, desmelenado, vertiginosamente; se acerca, ya está aquí. ¡Hip! Se ha montado de un salto a la carrera, desde muy arriba, cuando pasaba justo por debajo. ¡Qué gusto! Ya lo tiene entre las piernas. Lo arrea con un látigo; hoy se van a estrellar. Aprisa. Adiós, adiós. Ahora ya no se ve nada, sólo rombos, fragmentos en lo rojo.

?Adiós, Andrés, adiós. No vengas, que no estoy; me marcho de viaje. Ya vendrás cuando puedas; otro día."

El aire le tapona los oídos. Hoy se van a estrellar.

Madrid, diciembre 1958.


 


Date: 2016-06-12; view: 180


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