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Londres, enero de 1941

 

Dolly entregó el enésimo tazón de sopa y sonrió al joven bombero, quien dijo unas palabras que no oyó. Las risas, las charlas y la música de piano eran atronadoras pero, a juzgar por su gesto, había sido una insinuación. Sonreír nunca le hacía mal a nadie, así que Dolly sonrió y, cuando el joven tomó la sopa y se fue en busca de un lugar donde sentarse, Dolly al fin tuvo su recompensa: un respiro entre todas esas bocas hambrientas para sentarse y descansar sus pies agotados.

La estaban matando. Tardó en salir de Campden Grove, pues la bolsa de caramelos de lady Gwendolyn había «desaparecido» y la anciana cayó presa de un colosal malestar. Los caramelos aparecieron al fin, aplastados contra el colchón bajo el grandioso trasero de la gran dama; pero Dolly ya iba tan mal de tiempo que hubo de correr hasta Church Street con un par de zapatos de raso cuya única función era ser admirados. Llegó sin aliento y con los pies doloridos, solo para que sus esperanzas de entrar sigilosamente entre los soldados de parranda se derrumbaran. A medio camino la divisó la jefa de la sección, la señora Waddingham, una mujer de hocico animal y una grave afección de eccema por lo que siempre iba enguantada y de mal humor, incluso cuando hacía buen tiempo.

—Tarde otra vez, Dorothy —dijo con los labios prietos como el culo de un perro salchicha—. Ve a la cocina a servir sopa; hemos estado toda la tarde con el agua al cuello.

Dolly conocía esa sensación. Peor aún, un rápido vistazo confirmó que sus prisas habían sido en vano: Vivien ni siquiera estaba ahí. Lo cual no tenía sentido, pues Dolly había comprobado con atención que compartían el mismo turno; es más, había saludado a Vivien desde la ventana de lady Gwendolyn hacía apenas una hora, cuando la vio salir del número 25 con su uniforme del SVM.

—Vamos, niña —dijo la señora Waddingham, que le metió prisa con un gesto de las manos enguantadas—. A la cocina. La guerra no va a esperar por una niña como tú, ¿a que no?

Dolly contuvo las ganas de derribar a la mujer con un fuerte golpe en la tibia, pero decidió que no sería recatado. Suprimió una sonrisa (a veces imaginarlo era tan placentero como hacerlo) y asintió servilmente a la señora Waddingham.

 

Habían montado un comedor en la cripta de la iglesia de Santa María y la «cocina» era un pequeño nicho con corrientes de aire en el cual una mesa de caballetes, cubierta con una falda y banderas del Reino Unido, servía de mostrador. Había un pequeño lavabo en un rincón, y una cocina de queroseno para mantener la sopa caliente; lo mejor de todo, por lo que a Dolly respectaba, era un banco junto a la pared.



Echó un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie notaría su ausencia: la sala estaba llena de militares satisfechos, un par de conductores de ambulancia jugaban al tenis de mesa y el resto de las chicas del SVM mantenían sus agujas de tejer y sus lenguas bien ocupadas en un rincón lejano. La señora Waddingham estaba entre ellas, de espaldas a la cocina, y Dolly decidió incurrir en el riesgo de despertar la ira del dragón. Dos horas era demasiado tiempo para estar de pie. Se sentó y se quitó los zapatos; con un suspiro de dulce alivio, arqueó los dedos de los pies, despacio, adelante y atrás.

Los miembros del SVM no debían fumar en la cantina (la normativa contra incendios), pero Dolly hurgó en el bolso y sacó un paquete nuevo y reluciente que había comprado al señor Hopton, el tendero. Los soldados fumaban todo el rato (quién iba a prohibírselo), y una nube perenne de tabaco gris pendía del techo; Dolly pensó que nadie notaría si la nube crecía un poquito. Se puso cómoda en el suelo de baldosas y encendió la cerilla, entregándose por fin a evocar ese hecho trascendental acaecido por la tarde.

Había comenzado de un modo más bien anodino: Dolly tuvo que ir de compras después de comer y, a pesar de que se avergonzaba al recordarlo ahora, la tarea la puso de muy mal humor. Por aquel entonces no era fácil encontrar caramelos, pues el azúcar estaba racionado, pero lady Gwendolyn no aceptaba un no como respuesta y Dolly se vio obligada a husmear en los callejones de Notting Hill en busca de un amigo de un tío de un señor, quien (se rumoreaba) todavía tenía contrabando a la venta. Acababa de llegar al número 7 dos horas más tarde y se estaba quitando la bufanda y los guantes cuando sonó el timbre.

Con el día que estaba teniendo, Dolly esperó ver a una chusma de niños malcriados recogiendo chatarra de los Spitfire; en vez de eso, se encontró con un hombre menudo de fino bigote y con una marca de nacimiento que le cubría una mejilla. Llevaba un enorme maletín negro de piel de cocodrilo, repleto a más no poder, cuyo peso parecía causarle cierta molestia. Un vistazo a su pulcro peinado bastó, sin embargo, para percibir que no era de los que admitían que algo les irritaba.

—Pemberly —dijo bruscamente—. Reginald Pemberly, abogado, vengo a ver a lady Gwendolyn Caldicott. —Se inclinó para añadir, con voz sigilosa—: Se trata de una cuestión urgente.

Dolly había oído hablar del señor Pemberly («Un ratoncito de hombre, nada que ver con su padre. Pero sabe cómo mantener la contabilidad, así que le permito que lleve mis cuentas...»), pero no lo había visto antes. Lo dejó entrar, a resguardo de la helada, y se apresuró escaleras arriba para averiguar si lady Gwendolyn se alegraría de verlo. Nada la alegraba, en realidad, pero cuando se trataba de dinero siempre estaba alerta, por lo que, a pesar de hundir las mejillas con desdén taciturno, hizo un gesto con su porcina mano para indicar que le daba permiso para entrar en sus aposentos.

—Buenas tardes, lady Gwendolyn —resopló el hombre (había tres tramos de escaleras, al fin y al cabo)—. Lamento visitarla tan de repente, pero es por el bombardeo, ya ve. Recibí un fuerte golpe en diciembre, y he perdido todos mis documentos y archivos. Una terrible molestia, como puede imaginar, pero lo estoy recuperando todo... A partir de ahora, lo voy a llevar todo encima. —Dio unos golpecitos al maletín atiborrado.

Pidieron a Dolly que se retirase y pasó la siguiente media hora en su dormitorio, con pegamento y tijeras en la mano, actualizando su Libro de Ideas y echando vistazos al reloj con creciente ansiedad a medida que se acercaba la hora de su turno en el SVM. Al final, la campanilla repiqueteó arriba y acudió de nuevo a los aposentos de su señora.

—Acompañe al señor Pemberly a la puerta —dijo lady Gwendolyn, que hizo una pausa debido al aparatoso hipo— y luego vuelve a acostarme. —Dolly sonrió y asintió, y, mientras esperaba a que el letrado cargase el maletín, la anciana, con su despreocupación habitual, añadió—: Esta es Dorothy, señor Pemberly, Dorothy Smitham. La joven de quien le hablaba.

Hubo un cambio inmediato en la actitud del abogado.

—Es un placer conocerla —dijo con gran deferencia, tras lo cual abrió la puerta y dejó pasar a Dolly. Mantuvieron una conversación cordial al bajar las escaleras y, cuando llegaron a la puerta principal y estaban despidiéndose, él se volvió hacia ella y dijo, con un atisbo de asombro—: Ha hecho algo notable, señorita. Creo que no había visto jamás a la estimada lady Gwendolyn tan alegre, no desde ese espantoso asunto con su hermana. Vaya, ni siquiera me alzó la mano, no digamos ya el bastón. Qué espléndido. No es de extrañar que tenga debilidad por usted. —Y entonces sorprendió a Dolly con un sutil guiño.

«Algo notable..., no desde el espantoso asunto con su hermana..., tenga debilidad por usted». Sentada en las losas de la cripta cantina, Dolly sonrió dulcemente al evocar la escena. Era difícil de asimilar. El doctor Rufus había insinuado que lady Gwendolyn quizás cambiase su testamento para mencionar a Dolly y la anciana siempre hacía comentarios jocosos en este sentido, pero hablar con su abogado, explicarle cuánto apreciaba a su joven acompañante, decirle que ya eran casi fami...

—Hola. —Una voz familiar interrumpió los pensamientos de Dolly—. ¿Qué hay que hacer para que te atiendan por aquí?

Dolly alzó la vista, sobresaltada, y vio a Jimmy, quien se inclinaba sobre el mostrador para mirarla. Se rio, y ese mechón de pelo moreno le cayó sobre los ojos.

—Haciendo novillos, ¿eh, señorita Smitham?

A Dolly se le heló la sangre.

—¿Qué haces aquí? —dijo, poniéndose en pie.

—Pasaba por aquí. Trabajo. —Señaló la cámara que llevaba al hombro—. Se me ocurrió entrar para llevarme a mi chica.

Dolly se llevó un dedo a los labios y le pidió silencio mientras apagaba el cigarrillo en la pared.

—Dijimos que nos veríamos en Lyons Corner House —susurró al tiempo que se apresuraba hacia el mostrador y se alisaba la falda—. Todavía no he terminado mi turno, Jimmy.

—Ya veo que estás muy ocupada. —Sonrió, pero Dolly siguió seria.

Echó un vistazo hacia la sala abarrotada. La señora Waddingham aún cotorreaba sobre hacer punto y no había ni rastro de Vivien... Aun así, era arriesgado.

—Ve sin mí —dijo en voz baja—. Yo iré en cuanto pueda.

—No me importa esperar; así puedo ver a mi chica en acción. —Se inclinó sobre el mostrador para besarla, pero Dolly se apartó.

—Estoy trabajando —dijo, a modo de explicación—. Voy de uniforme. No sería correcto. —Jimmy no parecía totalmente convencido por esa súbita dedicación al protocolo, y Dolly intentó una táctica diferente—: Escucha —dijo, tan bajo como pudo—. Ve y siéntate... Toma, un poco de sopa. Yo acabo aquí, busco mi abrigo y nos vamos. ¿Vale?

—Vale.

Lo observó al marcharse, y no suspiró aliviada hasta que encontró sitio, al otro lado de la sala. A Dolly le cosquilleaban los dedos debido a los nervios. ¿Qué diablos estaba pensando al venir aquí cuando ella le había dicho muy claro que se veían en el restaurante? Si Vivien hubiese estado trabajando como estaba previsto, Dolly no habría tenido más remedio que presentarlos, lo cual habría sido un desastre para Jimmy. Una cosa era en el 400, gallardo y apuesto en el papel de lord Sandbrook, pero aquí, esta noche, vestido con su ropa habitual, andrajosa y sucia tras pasarse la noche trabajando entre bombardeos... A Dolly le dio un escalofrío al pensar qué diría Vivien al descubrir que Dolly tenía semejante novio. Peor aún: ¿qué pasaría si se enterase lady Gwendolyn?

Por ahora (y no había sido fácil), Dolly había conseguido ocultar la existencia de Jimmy a ambas mujeres, al igual que había evitado abrumar a Jimmy con detalles de su vida en Campden Grove. Pero ¿cómo iba a separar sus dos mundos si se empeñaba en hacer lo contrario de lo que le pedía? Volvió a enfundar los pies en esos zapatos tan preciosos como malsanos y se mordió el labio inferior. Era complicado, y jamás sería capaz de explicárselo, aunque él no lo entendería de todos modos, pero solo quería no herir sus sentimientos. Él no tenía cabida aquí, en la cantina, ni en el número 7 de Campden Grove ni detrás del cordel rojo del 400. Tampoco ella.

Dolly lo miró mientras tomaba la sopa. Qué bien lo pasaban juntos, como esa noche en el 400 y luego en su habitación, pero las personas de esta otra vida suya no debían saber que habían estado juntos de esa manera, ni Vivien, ni mucho menos lady Gwendolyn. El cuerpo entero de Dolly ardió con ansiedad al imaginar qué pasaría si su señora descubriese a Jimmy. Cómo se le rompería el corazón de nuevo por el temor de perder a Dolly tal y como había perdido a su hermana...

Con un suspiro atribulado, Dolly salió del mostrador y fue a buscar el abrigo. Tendría que hablar con él, encontrar una forma delicada de hacerle comprender que era lo mejor para ambos si iban un poco más despacio. No estaría contento, lo sabía: odiaba fingir; era una de esas personas de principios aburridísimos acostumbradas a ver las cosas con excesiva rigidez. Pero lo acabaría aceptando; sabía que lo haría.

Dolly casi comenzaba a sentirse optimista cuando llegó a la despensa a coger su abrigo, pero la señora Waddingham le desinfló el ánimo:

—Nos vamos pronto, ¿eh, Dorothy? —Sin darle tiempo a responder, la mujer husmeó el aire, recelosa, y añadió—: ¿Es a tabaco a lo que huelo aquí?

 

Jimmy se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Aún se hallaba ahí, esa cajita de terciopelo negro, en el mismo sitio donde estaba las últimas veinte veces que lo había comprobado. El gesto comenzaba a convertirse en una obsesión, así que, cuanto antes pusiese el anillo en el dedo de Dolly, mejor. Había repasado la escena innumerables veces en su mente, pero todavía estaba nerviosísimo. El problema era que quería que todo fuese perfecto, y Jimmy no creía en la perfección, no después de todo lo que había visto, ese mundo resquebrajado lleno de muerte y de dolor. Dolly, sin embargo, sí creía, de modo que haría todo lo posible.

Había tratado de reservar mesa en uno de los restaurantes de lujo con los que ella fantaseaba últimamente, el Ritz o el Claridge’s, pero resultó que estaban llenos y todas sus explicaciones y ruegos cayeron en saco roto. Al principio, Jimmy se sintió decepcionado, irritado por la vieja sensación de querer ser más rico, estar mejor situado. Se recuperó, no obstante, y decidió que así era mejor: esa exuberancia, de todos modos, no era su estilo, y en una noche tan importante Jimmy no quería sentir que estaba fingiendo ser algo que no era. En cualquier caso, tal como bromeó su jefe, con el racionamiento servían el mismo filete en el Claridge’s que en el Lyons Corner House, solo que más caro.

Jimmy volvió la vista al mostrador, pero Dolly ya no estaba ahí. Supuso que había ido a buscar el abrigo y a pintarse los labios o una de esas cosas que las mujeres pensaban que tenían que hacer para estar guapas. Él habría preferido que no lo hiciese: no necesitaba maquillaje ni ropas caras. Eran como capas, pensaba a veces Jimmy, con las cuales ocultar la esencia de una persona, donde era vulnerable y real y, por tanto, hermosa para él. Las complejidades y las imperfecciones de Dolly formaban parte de lo que amaba en ella.

Se rascó la parte superior del brazo y se preguntó qué había ocurrido antes, por qué había actuado de forma tan extraña al verlo. La había sorprendido, lo sabía, al aparecer sin previo aviso y llamarla cuando ella pensaba que estaba sola, a escondidas con un cigarrillo y esa sonrisa soñadora y abstraída. Por lo general, a Dolly le encantaban las sorpresas (era la persona más valiente, más atrevida que conocía, y nada la asustaba), pero, sin duda, se había mostrado esquiva al verlo. No parecía la misma joven que había bailado con él por las calles de Londres la otra noche, y que lo llevó a su cuarto.

A menos que tuviese algo detrás del mostrador que no quisiera que viese (Jimmy sacó el paquete de cigarrillos y se llevó uno a los labios), una sorpresa para él, quizás, algo que le quería mostrar en el restaurante. O tal vez la había sorprendido recordando la noche que compartieron: eso explicaría por qué se sobresaltó, casi avergonzada, cuando alzó la vista y lo vio ahí. Jimmy encendió una cerilla, pensativo. Era imposible adivinarlo y, mientras no fuese parte de uno de sus juegos (no esta noche, por Dios, tenía que permanecer al mando esta noche), supuso que no tenía mayor importancia.

Metió la mano en el bolsillo y negó con la cabeza, pues, por supuesto, la caja del anillo aún estaba en el mismo lugar que hacía dos minutos. Esa obsesión se estaba volviendo ridícula; necesitaba encontrar una forma de distraerse hasta que ese maldito anillo estuviese en el dedo de Dolly. Jimmy no había traído un libro, así que sacó la carpeta negra donde guardaba las fotografías. No solía llevarla consigo cuando salía a trabajar, pero acababa de salir de una reunión con su editor y no había tenido tiempo de ir a casa.

Se fijó en su fotografía más reciente, tomada en Cheapside el sábado por la noche. Era de una niña pequeña, de cuatro o cinco años, calculaba, enfrente de la cocina de la iglesia del barrio. Su ropa quedó destrozada en el mismo bombardeo que mató a su familia, y el Ejército de Salvación no disponía de ropa infantil. Vestía unos enormes bombachos, una rebeca de mujer y unos zapatos de claqué. Eran de color rojo y a la niña le encantaban. Las señoras de St. John’s se afanaban al fondo en busca de galletas para la pequeña, quien movía los pies como Shirley Temple cuando Jimmy la vio, mientras la mujer que la cuidaba contemplaba la puerta con la esperanza de que un familiar de la niña apareciese milagrosamente, entero, intacto y listo para llevarla a casa.

Jimmy había tomado muchísimas fotografías de guerra, las paredes de su habitación y sus recuerdos estaban cubiertos de desconocidos que desafiaban la destrucción y la pérdida; esta misma semana había estado en Bristol, Portsmouth y Gosport; pero había algo en esa niña (ni siquiera sabía su nombre) que Jimmy no podía olvidar. Algo que no quería olvidar. Esa cara diminuta, tan feliz con tan poco tras haber sufrido la que sin duda sería su mayor pérdida, una ausencia que se prolongaría durante años para cambiar su vida entera. Jimmy lo sabía bien: todavía buscaba entre los rostros de las víctimas de las bombas a su madre.

Esas tragedias pequeñas y personales no significaban nada ante el horror incomparable de la guerra; la niña y sus zapatos de claqué fácilmente podrían acabar ocultos como el polvo bajo la alfombra de la historia. Esa fotografía, no obstante, era real; captaba un instante y lo preservaba para el futuro, como un insecto en ámbar. Le recordaba a Jimmy por qué su labor, registrar la verdad de la guerra, era importante. Necesitaba recordarlo a veces, en noches como esta, cuando miraba alrededor de la sala y sentía el intenso desasosiego de no llevar uniforme.

Jimmy apagó el cigarrillo en el tazón de la sopa que alguien, amablemente, había dejado para ese propósito. Miró el reloj (habían transcurrido quince minutos desde que se sentó) y se preguntó por qué tardaba Dolly. Justo cuando se planteaba si recoger sus cosas e ir a buscarla, percibió una presencia a sus espaldas. Se volvió, esperando ver a Doll, pero no era ella. Era otra persona, alguien a quien no había visto nunca.

 

Al fin Dolly consiguió eludir a la señora Waddingham y estaba cruzando la cocina, preguntándose cómo unos zapatos tan similares a un sueño podían hacer tanto daño, cuando alzó la vista y el mundo dejó de girar. Había llegado Vivien.

Estaba de pie junto a una de las mesas.

Enfrascada en una conversación.

Con Jimmy.

El corazón de Dolly comenzó a latir con fuerza y se escondió detrás de un pilar, a un lado de la encimera de la cocina. Intentó no ser vista y verlo todo. Con los ojos abiertos de par en par, miró entre los ladrillos y comprendió, horrorizada, que era peor de lo que había pensado. No solo estaban hablando, sino, por la forma en que señalaban con gestos hacia la mesa (Dolly se puso de puntillas y se estremeció), al lugar donde se encontraba, abierta, la carpeta de Jimmy, solo cabía deducir que hablaban de sus fotografías.

Una vez se las enseñó a Dolly, que quedó consternada. Eran terribles, nada que ver con las que solía tomar en Coventry, de puestas de sol, árboles y preciosas casas en medio del prado; ni eran tampoco como los noticiarios de guerra que ella y Kitty iban a ver al cine, con retratos sonrientes de militares que regresaban, cansados y sucios pero triunfantes; de niños que saludaban en las estaciones de ferrocarril; de mujeres incondicionales que repartían naranjas a los alegres soldados. Las fotos de Jimmy eran de hombres de cuerpos quebrantados y mejillas oscuras y hundidas, de ojos que habían visto demasiadas cosas que no deberían haber visto. Dolly no supo qué decir; habría deseado que ni siquiera se las hubiese mostrado.

¿En qué estaría pensando al enseñárselas a Vivien? Ella, bella y perfecta, era la última persona que debería ser perturbada por toda esa fealdad. Dolly quiso proteger a su amiga; una parte de ella anhelaba volar hasta ahí, cerrar la carpeta y poner fin a todo aquello, pero fue incapaz. Jimmy quizás la besase de nuevo o, peor aún, tal vez dijese que era su novia y Vivien pensaría que estaban comprometidos. Lo cual no era así, no oficialmente; habían hablado de ello, por supuesto, cuando eran adolescentes, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ya no eran críos, y la guerra cambiaba las cosas, cambiaba a las personas. Dolly tragó saliva; este momento era lo que más temía y, ahora que había sucedido, no le quedaba más remedio que esperar en un limbo insoportable hasta que todo acabase.

Tuvo la impresión de que pasaron horas antes de que Jimmy cerrase la carpeta y Vivien se diese la vuelta. Dolly suspiró aliviada, pero enseguida fue presa del pánico. Su amiga venía por el pasillo entre las mesas, con el ceño ligeramente fruncido, mientras se dirigía a la cocina. Dolly tenía muchas ganas de verla, pero no así, no antes de saber qué le había dicho Jimmy, palabra por palabra. A medida que Vivien se acercaba a la cocina, Dolly tomó una decisión súbita. Se agachó y se escondió detrás del mostrador, fingiendo buscar algo bajo una cenefa roja y verde de Navidad con la actitud de alguien que lleva a cabo un acto importantísimo. En cuanto sintió que Vivien había pasado, Dolly cogió el bolso y se apresuró hacia donde Jimmy la esperaba. No pensaba más que en sacarlo de la cantina antes de que Vivien los viese juntos.

 

Al final no fueron a Lyons Corner House. Había un restaurante en la estación de tren, un edificio sencillo con las ventanas cerradas con tablas y un agujero de barrena tapado con un cartel que decía: «Más abierto de lo habitual». Cuando llegaron, Dolly declaró que no podía dar un solo paso más.

—Tengo ampollas, Jimmy —dijo, a punto de romper a llorar—. Vamos a entrar aquí, ¿vale? Está helando... Seguro que nieva esta noche.

Dentro, gracias al cielo, hacía más calor, y el camarero los guio a un rincón agradable, junto a un radiador. Jimmy fue a colgar el abrigo de Dolly, quien se quitó el gorro del SVM, que dejó junto a la sal y la pimienta. Una de las horquillas se le había clavado en la cabeza toda la tarde y se frotó con energía mientras se quitaba esos zapatos lamentables. Antes de volver, Jimmy se detuvo a hablar en voz baja con el camarero que los había atendido, pero a Dolly le preocupaba demasiado qué habría dicho a Vivien para extrañarse. Sacó un cigarrillo y encendió la cerilla con tal fuerza que se partió. Tenía la certeza de que Jimmy ocultaba algo: se había comportado de un modo extraño desde que salieron de la cantina y ahora, al volver a la mesa, apenas podía mirarla a los ojos sin apartar la vista enseguida.

En cuanto Jimmy se sentó, el camarero trajo una botella de vino y comenzó a servirles dos copas. Ese sonido borboteante pareció dominar la escena, de un modo embarazoso, y Dolly miró más allá de Jimmy para fijarse en el resto de la sala. En un rincón, tres camareros rezongaban aburridos mientras el barman limpiaba la barra. Tan solo había otra pareja, que hablaba en susurros sobre la mesa al compás de una canción de Al Jolson que sonaba en el gramófono del bar. La mujer, que daba la impresión de estar dispuesta a todo, como Kitty con su nuevo novio (piloto, o eso había dicho), pasaba una mano por la camisa del hombre y se reía de sus bromas.

El camarero posó la botella en la mesa y adoptó un tono distinguido al anunciar que no disponían de menú esa noche debido a la escasez, pero que el chef les prepararía un menu du jour.

—Vale —dijo Jimmy, casi sin mirarlo—. Sí, gracias.

El camarero se fue y Jimmy se encendió un cigarrillo, tras lo cual sonrió a Dolly brevemente antes de centrar la atención en algo que flotaba por encima de la cabeza de ella.

Dolly ya no podía aguantar más. Tenía un nudo en el estómago y debía saber qué le había contado a Vivien, si la había mencionado a ella.

—Bueno —dijo.

—Bueno.

—Me preguntaba...

—Hay algo que...

Ambos se detuvieron y dieron una calada al cigarrillo. Se observaron a través de una nube de humo.

—Tú primero —dijo Jimmy con una sonrisa, abriendo las manos y mirándola a los ojos de una manera que a Dolly le habría parecido excitante de no estar tan nerviosa.

Dolly eligió sus palabras con tiento.

—Te vi —dijo, echando la ceniza en el cenicero—, en la cantina. Estabas hablando. —El gesto de Jimmy era difícil de interpretar; la observaba con suma atención—. Con Vivien —añadió.

—¿Esa era Vivien? —preguntó Jimmy, los ojos abiertos de par en par—. ¿Tu nueva amiga? No me di cuenta... No me dijo su nombre. Oh, Doll, si hubieses llegado antes nos podrías haber presentado.

Parecía sinceramente decepcionado, y Dolly dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. No sabía el nombre de Vivien. Quizás ella tampoco supiese el suyo, ni por qué se encontraba en la cantina esa noche. Intentó hablar en un tono despreocupado.

—¿De qué estabais hablando?

—De la guerra. —Se encogió de hombros y dio una calada nerviosa al cigarrillo—. Ya sabes. Lo de siempre.

Estaba mintiendo, notó Dolly: a Jimmy no se le daba bien mentir. Tampoco disfrutaba de la conversación; había contestado muy rápido, demasiado rápido, y ahora evitaba su mirada. ¿De qué podrían haber hablado para que estuviese tan evasivo? ¿Habían hablado de ella? Oh, Dios... ¿Qué habría dicho?

—La guerra —repitió Dolly, haciendo una pausa para darle la oportunidad de explicarse. No lo hizo. Le ofreció una sonrisa quebradiza—. Es un tema de conversación muy amplio.

El camarero llegó a la mesa y dejó dos humeantes platos ante ellos.

—Sucedáneo de vieiras —afirmó con grandiosidad.

—¿Sucedáneo de vieiras? —farfulló Jimmy.

La boca del camarero se retorció y su gesto se agrietó un poco.

—Alcachofas, creo, señor —dijo en voz baja—. El cocinero las cultiva en su huerto.

 

Jimmy contempló a Dolly, al otro lado del mantel blanco. No era esto lo que había planeado, declararse en un tugurio vacío, tras invitarla a una alcachofa arrugada y a un vino amargo, y enfadarla hasta la exasperación. Entre ambos se hizo el silencio y la caja del anillo pesaba sobremanera en el bolsillo del pantalón de Jimmy. No quería discutir, no quería nada salvo deslizar el anillo en ese dedo, no solo porque la ataba a él (lo cual, cómo no, deseaba), sino porque era el símbolo de algo bueno y verdadero. Comió desganado.

No podía haberlo estropeado más si lo hubiera intentado. Peor aún: no se le ocurría cómo arreglarlo. Dolly estaba enfadada porque sabía que no le había dicho todo, pero esa mujer, Vivien, le había pedido que no se lo contase a nadie. Más aún, se lo había suplicado y algo en su mirada le impulsó a cerrar la boca y asentir. Arrastró la alcachofa por una tristísima salsa blanca.

Tal vez no se refería a Dolly. Qué idea: al fin y al cabo, eran amigas. Dolly quizás se riese si se lo contase, moviendo la mano y diciendo que ya lo sabía. Jimmy tomó un sorbo de vino, pensándolo bien, preguntándose qué habría hecho su padre en la misma situación. Intuía que su padre habría respetado la promesa hecha a Vivien, pero, después de todo, él había perdido a la mujer que amaba. Jimmy no estaba dispuesto a permitir que le ocurriese lo mismo.

—Tu amiga —dijo con ligereza, como si no hubiera habido ningún roce entre ellos—, Vivien, vio una fotografía mía.

Dolly prestó atención, pero no dijo nada.

Jimmy tragó, se prohibió pensar en su padre, esos discursos que había soltado a Jimmy cuando era pequeño acerca del valor y el respeto. Esta noche no tenía otra opción, tenía que decir la verdad y, en realidad, ¿qué tenía de malo?

—Era de una niña pequeña cuya familia murió la otra noche durante un bombardeo en Cheapside. Era triste, Doll, tristísimo, estaba sonriendo, ¿sabes?, y llevaba... —Se detuvo e hizo un gesto con la mano; por su expresión, sabía que Dolly estaba perdiendo la paciencia—. No importa... Lo que pasa es que tu amiga la conocía. Vivien la reconoció al ver la foto.

—¿Cómo?

Era la primera palabra que pronunciaba desde que les sirvieron la comida y, aunque no se trataba exactamente de un perdón sin reservas, Jimmy se sintió aliviado.

—Me dijo que tiene un amigo, un médico, que dirige un pequeño hospital privado en Fulham. Cedió una parte al cuidado de huérfanos de la guerra y ella le ayuda a veces. Ahí es donde conoció a Nella, la niña de la fotografía. La han llevado ahí, pues nadie se presentó a buscarla.

Dolly lo observaba, esperando que continuara, pero a Jimmy no se le ocurría qué más decir.

—¿Eso es todo? —dijo Dolly—. ¿No le dijiste nada acerca de ti?

—Ni siquiera mi nombre. No hubo tiempo. —En la distancia, en algún lugar de la oscura y fría noche de Londres, hubo una serie de explosiones. Jimmy se preguntó de repente a quién alcanzarían las bombas, quién estaría gritando ahora mismo de dolor, pena y horror.

—¿Y ella no dijo nada más?

Jimmy negó con la cabeza.

—No acerca del hospital. Quise preguntarle si podía ir con ella un día, llevar algo para Nella...

—¿Y no lo hiciste?

—No tuve ocasión.

—¿Y esa era la única razón por la que estabas tan evasivo..., porque Vivien te dijo que ayuda a su amigo el doctor en el hospital?

Se sintió tonto ante la cara de incredulidad de Dolly. Sonrió, se encogió un poco y se maldijo a sí mismo por tomarse las cosas siempre tan en serio, por no darse cuenta de que Vivien había exagerado las cosas y, por supuesto, Dolly ya lo sabía... Se había agobiado por nada. Dijo, sin mucha convicción:

—Me rogó que no se lo dijera a nadie.

—Oh, Jimmy —dijo Dolly, riéndose mientras le acariciaba el brazo suavemente—. Vivien no se refería a mí. Hablaba de otras personas, de desconocidos.

—Lo sé. —Jimmy sujetó la mano de ella, sintió la suavidad de sus dedos—. He sido un tonto por no darme cuenta. Esta noche soy una sombra de mí mismo. —De repente, fue consciente de encontrarse al borde de algo; de que el resto de su vida, su vida en común, comenzaba al otro lado—. De hecho —dijo, con la voz resquebrajada solo un poco—, hay algo que quiero preguntarte, Doll.

 

Dolly sonreía distraída mientras Jimmy le acariciaba la mano. Un amigo, un doctor, un hombre... Kitty estaba en lo cierto: Vivien tenía un amante, y de repente todo tuvo sentido. La discreción, las ausencias frecuentes de la cantina del SVM, la expresión distante al sentarse en la ventana del número 25 de Campden Grove, fantaseando. Dijo «Me pregunto cómo se conocieron» al mismo tiempo que Jimmy arrancaba: «Hay algo que quiero preguntarte, Doll».

Era la segunda vez que hablaban al unísono esa noche, y Dolly se rio.

—Tenemos que dejar de hacer esto —dijo. Se sintió inesperadamente lúcida y risueña, capaz de reírse toda la noche. Quizás era el vino. Había bebido más de la cuenta. Qué alivio: cuando comprendió que Jimmy no se había dado a conocer, la euforia la embargó—. Solo quería decir...

—No. —Jimmy llevó un dedo a los labios de Dolly—. Déjame acabar, Doll. Tengo que acabar.

Su expresión la tomó por sorpresa. No la veía a menudo: decidida, casi apremiante, y, a pesar de morirse de ganas de saber más acerca de Vivien y su amigo el doctor, Dolly cerró la boca.

Jimmy deslizó la mano a un lado para acariciarle la mejilla.

—Dorothy Smitham —dijo, y algo dentro de ella se sobresaltó por la forma en que mencionó su nombre. Se derritió—. Me enamoré de ti la primera vez que te vi. ¿Recuerdas, en esa cafetería en Coventry?

—Llevabas un saco de harina.

Jimmy se rio.

—Un verdadero héroe. Ese soy yo.

Dolly sonrió y apartó el plato vacío. Encendió un cigarrillo. Hacía frío, notó: el radiador había dejado de funcionar.

—Bueno, era un saco muy grande.

—Te he dicho antes que no hay nada que no haría por ti.

Ella asintió con la cabeza. Lo había dicho, muchas veces. Era entrañable, y no quería interrumpirle diciéndolo una vez más, pero Dolly no sabía cuánto tiempo más podría contener las preguntas sobre Vivien.

—Lo digo de verdad, Doll. Haría cualquier cosa que me pidieses.

—¿Le podrías pedir al camarero que compruebe la calefacción?

—Hablo en serio.

—Yo también. De repente hace muchísimo frío. —Se abrazó a sí misma—. ¿No lo notas? —Jimmy no respondió: estaba demasiado ocupado hurgando en el bolsillo del pantalón en busca de algo. Dolly vislumbró al camarero y trató de captar su atención. Pareció verla, pero se giró y se dirigió hacia la cocina. Notó entonces que la otra pareja había desaparecido y que eran los únicos clientes del restaurante—. Creo que deberíamos irnos —dijo a Jimmy—. Ya es tarde.

—Solo un momento.

—Pero hace frío.

—Olvida el frío.

—Pero, Jimmy...

—Estoy intentando pedirte que te cases conmigo, Doll. —Se sorprendió a sí mismo, Dolly lo notó por la expresión, y se rio—. Y, al parecer, lo estoy enfangando todo... Nunca lo había hecho antes. No tengo intención de hacerlo de nuevo. —Se levantó del asiento y se arrodilló ante ella, respirando hondo—. Dorothy Smitham —dijo—, ¿me concedes el honor de convertirte en mi esposa?

Dolly aguardó a comprender, a que se saliese del personaje y comenzase a reírse. Sabía que se trataba de una broma: fue él quien insistió en Bournemouth en que esperasen hasta haber ahorrado bastante dinero. En cualquier momento empezaría a reír y le preguntaría si quería postre. Pero no lo hizo. Se quedó donde estaba, mirándola.

—¿Jimmy? —dijo—. Te van a salir sabañones ahí abajo. Levanta, vamos.

No lo hizo. Sin apartar la mirada, levantó la mano izquierda y dejó ver un anillo entre los dedos. Era una alianza de oro con una pequeña piedra... Demasiado viejo para ser nuevo, demasiado nuevo para ser una antigüedad. Había traído utilería, comprendió, parpadeando perpleja. Era de admirar, qué bien estaba interpretando su papel. Ojalá pudiese decir lo mismo de ella, pero la había pillado desprevenida. Dolly no estaba acostumbrada a que Jimmy iniciase un juego (eso le correspondía a ella) y no estaba segura de que le gustase.

—Deja que me lave el pelo y piense en ello —bromeó.

Un mechón del pelo de Jimmy había caído sobre un ojo y este movió la cabeza para retirarlo. En su rostro no había ni el atisbo de una sonrisa mientras la contemplaba un momento, como si estuviera poniendo en orden sus pensamientos.

—Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Doll —dijo, y ante esa voz, de una sinceridad sólida, ante la falta de subterfugios y dobles sentidos, Dolly sintió el primer barrunto de sospecha de que tal vez hablaba en serio.

 

Pensaba que estaba bromeando. Jimmy casi se rio al darse cuenta. Sin embargo, no se rio; se apartó el pelo de los ojos y pensó en cómo lo había invitado a su cuarto la otra noche, cómo lo miraba mientras su vestido rojo caía al suelo, alzando el mentón y sosteniéndole la mirada, y él se sintió joven, poderoso, feliz de estar vivo en ese momento, en ese lugar, junto a ella. Pensó en cómo se incorporó más tarde, incapaz de dormir debido a la certeza dichosa de que una joven como ella estaba enamorada de él, cómo supo, al verla dormida, que la amaría durante toda la vida, y que se harían viejos juntos, sentados en unos cómodos sillones en su casa, los hijos ya adultos y lejos, y se turnarían para preparar el té.

Quería contárselo todo, recordárselo, para que viese con la misma claridad que él, pero Jimmy sabía que Dolly era diferente, que a ella le gustaban las sorpresas y no necesitaba ver el final cuando aún estaban en el inicio. En cambio, cuando todos sus pensamientos se habían amontonado como hojas secas, dijo con sencillez:

—Cásate conmigo, Doll. Todavía no soy un hombre rico, pero te quiero, y no quiero desperdiciar otro día más sin ti. —Y entonces vio cómo su rostro cambiaba, y vio en las comisuras de la boca y en el ligero desplazamiento de las cejas que al fin había comprendido.

Mientras Jimmy esperaba, Dolly exhaló un suspiro largo y lento. Cogió el sombrero y le dio vueltas por el ala, con el ceño ligeramente fruncido. Siempre había sentido predilección por la pausa dramática, razón por la cual él no se preocupó al observar la línea perfecta de su perfil, como había hecho en esa colina junto al mar; al decir ella: «Oh, Jimmy», con una voz que no era del todo suya; al volverse hacia él y ver una lágrima fresca rodando por su mejilla.

—Mira que pedirme eso; mira que pedirme eso precisamente ahora.

Antes de que Jimmy pudiese preguntarle qué quería decir, Dolly pasó junto a él como una exhalación, golpeándose la cadera contra otra mesa en su huida apresurada, y desapareció en el frío y la oscuridad de ese Londres sumido en la guerra, sin hacer ademán de mirar atrás. Solo después, cuando pasaron los minutos y ella no había regresado, Jimmy al fin comprendió lo que había sucedido. Y se vio a sí mismo de repente, como desde lo alto, como si se encontrase en una fotografía suya: un hombre que había perdido todo, arrodillado a solas en el suelo sucio de un restaurante lúgubre donde hacía demasiado frío.

 


Capítulo 15

 

Suffolk, 2011

 

Más tarde, Laurel se preguntaría cómo era posible que hubiese tardado tanto en buscar el nombre de su madre en Google. Sin embargo, por lo que sabía de Dorothy Nicolson, era imposible sospechar ni por un segundo que apareciese en internet.

No esperó a llegar a la casa de Greenacres. Se sentó en el coche, que se hallaba aparcado junto al hospital, sacó el teléfono y tecleó «Dorothy Smitham» en la ventana de búsqueda. Lo hizo demasiado rápido, por supuesto, lo escribió mal y hubo de comenzar de nuevo. Tras armarse de valor ante lo que pudiese encontrar, pulsó la tecla. Había 127 resultados. Una página estadounidense sobre genealogía, una Thelma Dorothy Smitham que buscaba amigos en Facebook, una entrada de las páginas amarillas de Australia y, a mitad de página, una mención en el archivo sobre la guerra de la BBC, con el subtítulo Una telefonista de Londres recuerda la Segunda Guerra Mundial. El dedo de Laurel tembló al seleccionar esa opción.

La página contenía los recuerdos de la guerra de una mujer llamada Katherine Frances Barker, quien había trabajado como telefonista para el Ministerio de Guerra en Westminster durante los bombardeos. Según una nota en la cabecera del texto, fue Susanna Barker quien lo había enviado en nombre de su madre. En la parte superior aparecía la fotografía de una anciana vivaz que posaba con cierta coquetería en un sofá con reposacabezas de ganchillo. El pie de foto decía:

 

Katherine

Kitty

Barker, descansando en casa. Cuando estalló la guerra, Kitty se mudó a Londres, donde trabajó como telefonista. Kitty se hubiera alistado en la Marina Real, pero las comunicaciones se consideraban un servicio esencial y no se lo permitieron

.

 

El artículo era bastante largo y Laurel lo leyó por encima en busca del nombre de su madre. Lo encontró unos párrafos más abajo.

 

Yo crecí en Midlands y no tenía familia en Londres, pero durante la guerra había servicios para encontrar alojamiento a los trabajadores de la guerra. Comparada con otras, yo tuve suerte, pues me enviaron a la casa de una mujer de cierta importancia. La casa estaba en el número 7 de Campden Grove, en Kensington, y, aunque tal vez no lo crea, el tiempo que pasé ahí durante la guerra fue muy feliz. Había otras tres oficinistas, y un par de mujeres del personal de lady Gwendolyn Caldicott que se habían quedado cuando estalló la guerra, una cocinera y una muchacha llamada Dorothy Smitham, que era una especie de señorita de compañía de la señora de la casa. Nos hicimos amigas, Dorothy y yo, pero perdimos el contacto cuando me casé con mi marido, Tom, en 1941. Las amistades se forjaban enseguida durante la guerra (supongo que eso no es sorprendente) y con frecuencia me pregunto qué fue de mis amigos de entonces. Espero que sobrevivieran.

 

Laurel se sentía extasiada. Era increíble el efecto de ver el nombre de su madre, su nombre de soltera, por escrito. Especialmente en un documento como este, que hacía referencia al periodo y al lugar que más despertaban su curiosidad.

Leyó el párrafo de nuevo y su entusiasmo no decayó. Dorothy Smitham había sido real. Trabajó para una mujer llamada lady Gwendolyn Caldicott y vivió en el número 7 de Campden Grove (la misma calle de Vivien y Henry Jenkins, observó Laurel con un estremecimiento), y había tenido una amiga llamada Kitty. Laurel buscó la fecha de la publicación del artículo: el 25 de octubre de 2008... Una amiga que muy posiblemente aún vivía y estaría dispuesta a hablar con Laurel. Cada descubrimiento era una estrella más en el cielo enorme y oscuro que formaba el dibujo que llevaría a Laurel a casa.

 

Susanna Barker invitó a Laurel a visitarla por la tarde. Encontrarla resultó tan sencillo que Laurel, que nunca había creído en los golpes de suerte, sintió una razonable desconfianza. Bastó teclear los nombres de Katherine Barker y Susanna Barker en la página del directorio de Numberway y, a continuación, marcó los números resultantes. Dio en el clavo a la tercera. «Mi madre juega al golf los jueves y charla con los estudiantes de la escuela primaria del barrio los viernes —dijo Susanna—. Pero hoy tiene un hueco en su agenda a las cuatro». Laurel aceptó la sugerencia con mucho gusto, y ahora seguía las minuciosas instrucciones de Susanna a lo largo de unos campos verdes empapados a las afueras de Cambridge.

Una mujer gordita y jovial, con una mata de pelo cobrizo encrespado por la lluvia, la esperaba junto a la puerta principal. Llevaba una alegre rebeca amarilla sobre un vestido pardo y empuñaba un paraguas con ambas manos con una actitud de educada ansiedad. A veces, pensaba la actriz que Laurel llevaba dentro («Oídos, ojos y corazón, todos al unísono»), era posible saberlo todo acerca de una persona gracias a un solo gesto. La mujer del paraguas era nerviosa, digna de confianza y agradecida.

—Vaya, hola —dijo con voz cantarina cuando Laurel se acercó al cruzar la calle. Su sonrisa dejó al descubierto unas enormes encías resplandecientes—. Soy Susanna Barker y es un placer enorme conocerla.

—Laurel. Laurel Nicolson.

—Cómo no, ya sé quién es. Venga, venga, por favor. Qué horror de tiempo, ¿verdad? Mi madre dice que es porque maté una araña en casa. Qué tonta soy, ya debería haber aprendido. Siempre llueve por eso, ¿no es cierto?

 

Kitty Barker era más lista que el hambre y aguda como la espada de un pirata.

—La hija de Dolly Smitham —dijo, dando un golpecito en la mesa con sus puños diminutos—. Qué maravillosa sorpresa. —Cuando Laurel intentó presentarse, explicar cómo había hallado el nombre de Kitty en internet, la frágil mano se agitó con impaciencia y su dueña bramó—: Sí, sí, mi hija ya me lo ha dicho... Se lo contaste por teléfono.

Laurel, quien había sido acusada de ser brusca más de una vez, concluyó que el tono eficiente de la mujer era refrescante. Supuso que, a los noventa y dos años, ya no se tenían pelos en la lengua ni se perdía el tiempo con nimiedades. Sonrió y dijo:

—Señora Barker, mi madre nunca habló mucho acerca de la guerra cuando era niña... Imagino que deseaba olvidarlo todo, pero ahora está enferma y es importante para mí averiguar todo lo posible acerca de su pasado. Pensé que tal vez usted podría hablarme un poco de Londres durante la guerra, en particular acerca de la vida de mi madre por aquel entonces.

Kitty Barker estaba más que dispuesta a cumplir su deseo. En otras palabras: se lanzó con presteza a satisfacer la primera parte del ruego de Laurel con una conferencia sobre la guerra, mientras su hija servía té y pastas.

Laurel prestó toda su atención durante un rato, pero comenzó a distraerse cuando resultó evidente que a Dorothy Smitham solo le correspondía un papel muy secundario en esa historia. Observó los recuerdos de la guerra que se alineaban en la pared del salón, carteles que imploraban a la gente que no derrochase al ir de compras y no olvidase las legumbres.

Kitty seguía describiendo los accidentes que se podían sufrir durante el apagón y, mientras Laurel contemplaba el avance de la aguja del reloj, que marcaba la media hora, su atención se desvió hacia Susanna Barker, que observaba a su madre embelesada y movía los labios para repetir cada palabra en silencio. La hija de Kitty ya había oído estas anécdotas muchísimas veces, intuyó Laurel, y de repente comprendió a la perfección la mecánica: los nervios de Susanna, su deseo de complacer, la reverencia con que hablaba de su madre. Kitty era lo opuesto a su madre: había creado de los años de la guerra una mitología de la cual su hija nunca podría escapar.

Tal vez todos los niños cayesen presos, de un modo u otro, del pasado de sus padres. Al fin y al cabo, ¿a qué podría aspirar la pobre Susanna en comparación con las historias de heroísmo y sacrificio de su madre? Por primera vez, Laurel agradeció a sus padres haber evitado a sus hijos una carga tan insufrible. (Por el contrario, Laurel era presa de una historia de su madre que no existía. Era imposible no apreciar la ironía).

Algo dichoso ocurrió entonces: mientras Laurel perdía la esperanza de averiguar nada importante, Kitty hizo un alto en su relato para regañar a Susanna por haber tardado demasiado tiempo en servir el té. Laurel aprovechó la oportunidad para centrar la conversación de nuevo en Dorothy Smitham.

—Qué tremenda historia, señora Barker —dijo, recurriendo a su tono más señorial—. Fascinante... Qué dechado de valor. Pero ¿qué hay de mi madre? ¿Me podría hablar un poco de ella?

Evidentemente, las interrupciones no formaban parte del ritual, y un silencio anonadado planeó sobre la reunión. Kitty inclinó la cabeza como si tratara de adivinar el motivo de tal descaro, mientras Susanna, con sumo cuidado, evitó la mirada de Laurel mientras servía temblorosa el té.

Laurel se negó a hacerse la tímida. Esa pequeña niña que llevaba dentro disfrutó al interrumpir el monólogo de Kitty. Le caía bien Susanna, cuya madre era una prepotente; a Laurel le habían enseñado a hacer frente a ese tipo de personas. Prosiguió de buen humor:

—¿Ayudaba mi madre en la casa?

—Dolly hacía su parte —admitió Kitty a regañadientes—. En la casa todas hacíamos turnos para sentarnos en la azotea con un cubo de arena y una bomba de mano.

—¿Y hacía vida social?

—Se lo pasó bien, como todas nosotras. Estábamos en guerra. Una tenía que disfrutar donde pudiese.

Susanna le ofreció una bandeja con leche y azúcar, pero Laurel la rechazó con un gesto.

—Supongo que dos jóvenes bonitas como ustedes tendrían un montón de pretendientes.

—Por supuesto.

—¿Sabe si hubo alguien especial para mi madre?

—Había un tipo —dijo Kitty, que tomó un sorbo de té negro—. Por más que lo intento, no logro recordar su nombre. —Laurel tuvo una idea: se le ocurrió de repente. El jueves pasado, durante la fiesta de cumpleaños, la enfermera dijo que su madre había preguntado por alguien, extrañada por no haber recibido su visita. En ese momento, Laurel supuso que la enfermera había oído mal, que preguntaba por Gerry; ahora, sin embargo, tras haber visto cómo su madre vagaba entre el presente y el pasado, Laurel supo que se había equivocado.

—Jimmy —dijo—. ¿Se llamaba Jimmy?

—¡Sí! —dijo Kitty—. Sí, eso es. Ahora lo recuerdo, solía bromear con ella y decirle que tenía su propio Jimmy Stewart. No es que yo lo conociese, ojo; solo me figuraba su aspecto por lo que me había dicho.

—¿No llegó a conocerlo? —Era extraño. Dorothy y Kitty habían sido amigas, habían vivido juntas, eran jóvenes... ¿Presentarse a los novios no era parte de las reglas del juego?

—Ni siquiera una vez. Era muy particular respecto a eso. Él era piloto y estaba demasiado ocupado para hacer visitas. —La boca de Kitty se frunció de forma taimada—. O eso decía ella, al menos.

—¿Qué quiere decir?

—Solo que mi Tom era piloto y él, sin duda, tenía tiempo para visitarme, ya sabe a qué me refiero. —Rio diabólicamente y Laurel sonrió para mostrar que sí, que la comprendía a la perfección.

—¿Cree que mi madre tal vez mintió? —insistió.

—Mentir exactamente, no, pero adornar la verdad... Con Dolly siempre era difícil saberlo. Tenía una gran imaginación.

Laurel lo sabía muy bien. Aun así, le parecía extraño que mantuviese en la sombra al hombre a quien amaba. Los jóvenes enamorados solían querer gritarlo al viento desde los tejados y su madre nunca había sido dada a ocultar sus emociones.

A menos que, por algún motivo, la identidad de Jimmy debiese permanecer en secreto. Estaban en guerra... Tal vez fuera un espía. Sin duda, eso explicaría la reserva de Dorothy, la imposibilidad de casarse con el hombre al que amaba, su propia huida. Relacionar a Henry y Vivien Jenkins en ese caso iba a ser un poco más problemático, a menos que Henry hubiese descubierto que Jimmy representaba una amenaza para la seguridad nacional.

—Dolly nunca trajo a Jimmy a casa porque la vieja señora, la dueña de la casa, no veía con buenos ojos que recibiéramos visitas de hombres —dijo Kitty, que pinchó con una aguja el globo de la grandiosa teoría de Laurel—. La vieja lady Gwendolyn tenía una hermana... De jóvenes eran como uña y carne; vivían en la casa de Campden Grove y siempre iban juntas a todas partes. Todo se echó a perder cuando la más joven se enamoró y se casó. Se mudó a otro lugar con su marido y su hermana nunca la perdonó. Se encerró en su dormitorio durante décadas y se negó a ver a nadie. Odiaba a la gente, aunque evidentemente no a la madre de usted. Estaban muy unidas; Dolly fue leal a la vieja y respetó esa regla. No tenía problemas en romper casi todas las demás, ojo (nadie como ella para obtener nailon y pintalabios en el mercado negro), pero respetó esa como si su vida dependiese de ello.

Algo en la forma de expresar ese último comentario dio que pensar a Laurel.

—¿Sabe usted? Ahora que lo pienso, creo que eso fue el comienzo de todo. —Kitty frunció el ceño debido al esfuerzo de escudriñar el túnel de los viejos recuerdos.

—¿El comienzo de qué? —dijo Laurel, con un hormigueo expectante en las manos.

—Su madre cambió. Dolly era divertidísima cuando llegamos a Campden Grove, pero luego se volvió muy rara queriendo hacer feliz a la vieja.

—Bueno, lady Gwendolyn era quien pagaba. Supongo que...

—Había algo más. Comenzó a decir sin parar que la vieja la consideraba de la familia. Empezó a actuar como una niña rica, además, y nos trataba como si no fuéramos lo bastante buenas para ella... Hasta hizo nuevos amigos.

—Vivien —dijo Laurel, de repente—. Se refiere a Vivien Jenkins.

—Ya veo que su madre sí le ha hablado de ella —dijo Kitty, con un movimiento mordaz de los labios—. Se olvidó del resto de nosotras, cómo no, pero no de Vivien Jenkins. No me sorprende, por supuesto, no me sorprende en absoluto. Era la esposa de un escritor, sí, y vivía al otro lado de la calle. Bien presumida, guapa, claro, eso no se podía negar, pero fría. No se dignaba a pararse y hablar con una en la calle. Una terrible influencia para Dolly..., pensaba que Vivien era el no va más.

—¿Se veían a menudo?

Kitty cogió un bollito y echó una cucharada de mermelada reluciente encima.

—¿Cómo iba a saber yo esos detalles? —preguntó con aspereza, untando la mermelada roja—. A mí nunca me invitaron a ir con ellas y Dolly ya había dejado de contarme sus secretos por entonces. Supongo que por eso no supe que algo iba mal hasta que fue demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué iba mal?

Kitty echó una porción de nata en el bollito y observó a Laurel.

—Algo pasó entre ellas, entre su madre y Vivien, algo malo. A principios de 1941; lo recuerdo porque acababa de conocer a mi Tom... Quizás por eso no me molestó tanto. Dolly siempre tenía un humor de perros: despotricaba todo el tiempo, se negaba a salir con nosotras, evitaba a Jimmy. Como si fuese una persona diferente, sí... Ni siquiera iba a la cantina.

—¿La cantina del SVM?

Kitty asintió, preparada para dar un delicado mordisco al bollito.

—Le encantaba trabajar ahí, siempre se escabullía para hacer un turno a escondidas... Qué valiente su madre, nunca tuvo miedo de las bombas... Pero de repente dejó de ir. Y no volvía ni por todo el té de China.

—¿Por qué no?

—No lo dijo, pero sé que tuvo que ver con esa, con la que vivía al otro lado de la calle. Las vi juntas el día que discutieron, ¿sabe?; yo volvía del trabajo, un poco antes de lo normal debido a una bomba sin estallar que apareció cerca de mi oficina, y vi a su madre saliendo de la casa de los Jenkins. ¡Vaya! ¡Qué mirada tenía! —Kitty negaba con la cabeza—. Ni bombas ni nada... Por su mirada, pensé que era Dolly quien estaba a punto de estallar.

Laurel tomó un sorbo de té. Se le ocurría una situación en la que una mujer dejaría de ver tanto a su amiga como a su novio al mismo tiempo. ¿Jimmy y Vivien habían tenido una aventura? ¿Por eso su madre había roto el compromiso y había huido para comenzar una nueva vida? Sin duda, explicaría el enojo de Henry Jenkins, aunque no con Dorothy; y tampoco concordaba con los recientes lamentos de su madre por el pasado. No había nada que lamentar por haber comenzado de nuevo: era un acto de valentía.

—¿Qué cree que pasó? —apremió con delicadeza, posando la taza en la mesa.

Kitty alzó esos hombros huesudos, pero había algo taimado en el gesto.

—Dolly nunca le dijo nada al respecto, ¿verdad? —Su expresión de sorpresa disimulaba un placer profundo. Suspiró teatralmente—. Bueno, supongo que siempre le gustó guardar secretos. No todas las madres e hijas están tan unidas, ¿verdad?

Susanna resplandeció; su madre dio un bocado al bollito.

Laurel tenía la poderosa sensación de que Kitty ocultaba algo. Siendo la mayor de cuatro hermanas, sabía muy bien cómo sonsacárselo. No había muchos secretos que resistiesen la tentación de la indiferencia.

—Ya le he robado mucho tiempo, señora Barker —dijo, mientras doblaba la servilleta y dejaba la cuchara en su sitio—. Gracias por hablar conmigo. Ha sido una gran ayuda. Si recuerda algo más que pueda explicar lo que sucedió entre Vivien y mi madre, hágamelo saber. —Laurel se levantó y metió la silla bajo la mesa. Se dirigió hacia la puerta.

—¿Sabe? —dijo Kitty, que la siguió—. Hay algo más, ahora que lo pienso.

No fue fácil, pero Laurel consiguió contener una sonrisa.

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué es?

Kitty se chupó los labios como si estuviera a punto de hablar en contra de su voluntad y no supiese muy bien qué le había impulsado a ello. Exigió a Susanna que se llevara la tetera y, cuando se hubo ido, llevó a Laurel de vuelta a la mesa.

Date: 2016-03-03; view: 653


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