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El tren Coventry-Londres, 1938 4 page

La página de Wikipedia sobre Henry Jenkins no era muy detallada, pero contenía una bibliografía y una breve nota biográfica (nació en Londres, 1901; se casó en Oxford, 1938; vivió en el 25 de Campden Grove, en Londres; murió en Suffolk, 1961); había una lista de sus novelas en unas cuantas librerías de segunda mano (Laurel compró dos); y se le mencionaba en páginas tan variopintas como la «Lista de antiguos alumnos de Nordstrom» y «Más extraño que la ficción: misteriosas muertes literarias». Laurel obtuvo información acerca de su obra (ficción semiautobiográfica; interés por escenarios lúgubres y antihéroes de clase obrera, hasta esa historia de amor de 1939 que fue su gran éxito), descubrió que había trabajado para el Ministerio de Información durante la guerra, pero había mucho más material sobre su desenmascaramiento como el «acosador del picnic de Suffolk». Se enfrascó en la lectura, página a página, al borde de un ataque de pánico, a la espera de un nombre familiar o una dirección que la sobresaltase.

No ocurrió. No se mencionaba en ningún lugar a Dorothy Nicolson, madre de una actriz galardonada con el Oscar y el (segundo) Rostro Favorito de Inglaterra, Laurel Nicolson; no había referencias geográficas específicas salvo «una pradera en las afueras de Lavenham: Suffolk»; ni rumores sensacionalistas acerca de cuchillos de cumpleaños, bebés llorando o fiestas de familia junto a un arroyo. Por supuesto. Por supuesto, no los había. La caballerosa falsedad de 1961 había sido apuntalada por los historiadores de la red: Henry Jenkins fue un autor que había gozado de un gran éxito antes de la Segunda Guerra Mundial, pero entró en decadencia poco después. Perdió dinero, influencia, amigos y, a la sazón, su sentido de la decencia; en su lugar, logró caer en la infamia, pero incluso eso se había desvanecido. Laurel leyó la misma triste historia una y otra vez, y esa imagen dibujada a lápiz se volvió más permanente con cada lectura. Casi comenzó a creer esa ficción.

Pero entonces pinchó en un nuevo enlace. Un enlace en apariencia inofensivo a una página llamada «El Museo Imaginario de Rupert Holdstock». La fotografía apareció en la pantalla como un rostro en la ventana: Henry Jenkins, inconfundible, si bien más joven que cuando lo vio en el camino. La piel de Laurel se volvió fría y caliente. Ninguno de los artículos de prensa de la época incluía una fotografía; era la primera vez que veía ese rostro desde aquella tarde en la casa del árbol.

No pudo contenerse; realizó una búsqueda de imágenes. En 0,27 segundos Google había formado un mosaico con fotografías idénticas de proporciones ligeramente diferentes. Visto así, en esa multitud de caras, era macabro. (¿O se debía a sus recuerdos? El chirrido de la bisagra de la puerta y el gruñido de Barnaby; la hoja blanca teñida de rojo). Una fila tras otra de retratos en blanco y negro: vestimenta formal, bigote negro, cejas pobladísimas que enmarcaban una mirada tan directa que asustaba. «Hola, Dorothy. —Todos esos finos labios parecieron moverse en la pantalla—. Cuánto tiempo».



Laurel cerró el portátil y la habitación quedó a oscuras.

 

Se negó a mirar de nuevo a Henry Jenkins, pero pensó en él, y pensó en esta casa, a la vuelta de la esquina de la suya, y, cuando llegó el primer libro por correo urgente y se sentó a leerlo, de principio a fin, pensó, además, en su madre. La doncella ocasional era la octava novela de Henry Jenkins, publicada en 1940, y narraba la historia de amor entre un respetado autor y la doncella de su esposa. La muchacha (Sally, se llamaba) era un tanto descarada y el protagonista un tipo torturado cuya esposa era hermosa pero gélida. No era un mal libro, una vez que se acostumbró a esa prosa pomposa: los personajes estaban bien elaborados y el dilema del narrador era atemporal, en especial cuando Sally y la esposa se hacían amigas. Al final el narrador se encontraba a punto de acabar el romance, pero lo atormentaban las posibles repercusiones. La pobre muchacha se había obsesionado con él, cómo no, y ¿quién podía culparla? Como escribió el propio Henry Jenkins (es decir, el protagonista), era muy buen partido.

Laurel miró de nuevo a la ventana de la buhardilla del 25 de Campden Grove. Se sabía que Henry Jenkins se inspiraba en su propia vida al escribir; su madre había trabajado durante un tiempo de doncella (así llegó a la pensión de la abuela Nicolson); su madre y Vivien habían sido amigas; su madre y Henry Jenkins, al final, sin duda alguna, no. ¿Era demasiado aventurado pensar que la historia de Sally era la de Dorothy? ¿Había vivido Dorothy en esa pequeña habitación, bajo ese techo? ¿Se había enamorado de su patrón y había sufrido un desengaño? ¿Explicaría eso lo que Laurel presenció en Greenacres, la furia de una mujer despreciada y todo eso?

Tal vez.

Mientras Laurel se preguntaba cómo iba a averiguar si una joven llamada Dorothy había trabajado para Henry Jenkins, la puerta de entrada del número 25 (que era roja; una persona con una puerta así debía de ser muy simpática) se abrió, y una maraña de ruidos, de piernas rollizas y gorros con pompón salió a la calle. En general a nadie le gusta que un desconocido escudriñe su hogar, así que agachó la cabeza y hurgó en el bolso, a fin de aparentar ser una mujer perfectamente normal y no alguien que había perseguido fantasmas toda la tarde. Aun así, al igual que cualquier entrometido que se precie, se las arregló para seguir la acción y observó a una mujer que salió con un bebé en cochecito, tres personas bajitas entre las piernas y (madre mía) otra vocecilla infantil que cantaba a sus espaldas, aún en la casa.

La mujer bajaba el cochecito por las escaleras a paso de cangrejo y Laurel vaciló. Estaba a punto de ofrecerle ayuda cuando un quinto niño, más alto que los otros, pero que no tendría más de cinco o seis años, salió de la casa y se adelantó. Juntos, él y la madre bajaron el cochecito. La familia se dirigió hacia Kensington Church Street, las niñas dando saltitos delante, pero el muchacho se entretuvo. Laurel lo observó. Le gustaba cómo se movían sus labios, como si canturrease para sí mismo, y cómo movía las manos, que el niño observaba con la cabeza inclinada, bien estiradas, ondeando como hojas al caer. No prestaba atención alguna a su entorno y ese ensimismamiento era cautivador. Le recordó a Gerry de niño.

Al querido Gerry. Nunca había sido normal su hermano. No dijo una sola palabra durante los seis primeros años de su vida, y las personas que no lo conocían muy a menudo conjeturaban que era un retrasado. (Las personas habituadas a las ruidosas hermanas Nicolson veían su silencio como algo inevitable). Esos desconocidos también se habían equivocado. Gerry no era retrasado, era inteligente..., de una inteligencia implacable. Inteligente como un científico. Recopilaba hechos y pruebas, verdades y teoremas, y respuestas a preguntas que a Laurel ni siquiera se le habían ocurrido, acerca del tiempo, del espacio y la materia. Cuando al fin se decidió a comunicarse mediante palabras, en voz alta, fue para preguntar qué pensaban del plan de los ingenieros para evitar que la torre de Pisa se derrumbase (había aparecido en las noticias algunas noches antes).

—¡Julian!

El recuerdo de Laurel se desvaneció y alzó la vista para ver a la madre del pequeño, que lo llamaba como si estuviera en otro planeta:

—Ju-liante.

El chico guio su mano izquierda a un aterrizaje seguro antes de alzar la vista. Sus ojos se encontraron con los de Laurel y se abrieron de par en par. Sorprendido al principio, pero la sorpresa dio paso a algo diferente. Le sonaba su cara, comprendió Laurel; sucedía a menudo, no siempre de forma acertada. (¿La conozco? ¿Nos hemos visto antes? ¿Trabaja en el banco?).

Asintió con la cabeza y comenzó a alejarse, hasta que el niño soltó:

—Eres la señora de papá.

Ju-lian.

Laurel se giró hacia ese extraño hombrecito.

—¿Qué has dicho?

—Eres la señora de papá.

Pero, antes de poder preguntarle qué quería decir, el niño se había ido, tropezándose, en busca de su madre, ambas manos navegando en las corrientes invisibles de Campden Grove.

 


Capítulo 10

 

 

Laurel llamó a un taxi en Kensington High Street.

—¿Adónde, cariño? —dijo el conductor cuando ella entró como pudo para resguardarse de una lluvia repentina.

—Soho... Charlotte Street Hotel, muchísimas gracias.

Se hizo el silencio, acompañado de una mirada indagadora en el espejo retrovisor, y cuando el coche se incorporó al tráfico:

—Me suena su cara. ¿A qué se dedica?

«Eres la señora de papá...». ¿Qué diablos significaba eso?

—Trabajo en un banco.

Cuando el taxista se enfrascó en una diatriba contra los banqueros y la crisis financiera, Laurel fingió concentrarse en la pantalla de su teléfono móvil. Recorrió al azar los nombres de su libreta de direcciones y se detuvo al llegar a Gerry.

Había llegado tarde a la fiesta de mamá, rascándose la cabeza y tratando de recordar dónde había dejado el regalo. Nadie esperaba otra cosa de Gerry, y todas se sintieron tan encantadas como siempre al verlo. A sus cincuenta y dos años seguía siendo un niño adorable y atolondrado que usaba pantalones estrafalarios y el jersey que Rose le había tejido hacía treinta navidades. Se armó un gran alboroto cuando el resto de las hermanas compitieron para ofrecerle té y pasteles. E incluso mamá se despertó de su sopor y, por un momento, su rostro viejo y cansado se trasfiguró gracias a la deslumbrante sonrisa que había reservado para su único hijo.

De todos sus hijos, era a él a quien más echaba de menos. Laurel lo sabía porque la enfermera más amable se lo había dicho. Se detuvo junto a Laurel en el pasillo mientras preparaban la fiesta y dijo:

—Quería hablar con usted.

Laurel, siempre dispuesta a alzar la guardia, respondió:

—¿Qué pasa?

—No se asuste, nada malo. Es solo que su madre ha estado preguntando por alguien. Un hombre, creo. ¿Jimmy? ¿Podría ser? Quería saber dónde estaba, por qué no había venido a visitarla.

Tras reflexionar, Laurel negó con la cabeza y dijo la verdad a la enfermera. No creía que su madre conociese a alguien llamado Jimmy. No añadió que ella no era la hija indicada para responder ese tipo de preguntas, que tenía hermanas mucho más diligentes. (Aunque no Daphne. Gracias a Dios por Daphne. En una familia de hijas, era una suerte no ser la peor).

—No se preocupe. —La enfermera sonrió tranquilizadora—. Ha tenido sus altibajos últimamente. No es extraño que se sientan confundidos al final.

Laurel se estremeció al oír esa generalización y la terrible crudeza de la palabra «final», pero apareció Iris con una tetera rota y su enfado contra Inglaterra, así que dejó las cosas como estaban. Más tarde, cuando fumaba a hurtadillas en el pórtico del hospital, Laurel comprendió la confusión: por supuesto, el nombre que mamá repetía era Gerry, no Jimmy.

 

El taxista pegó un volantazo en Brompton Road y Laurel se agarró al asiento.

—Obras —explicó el hombre, que bordeó la parte posterior de Harvey Nichols—. Apartamentos de lujo. Han pasado doce meses y aún sigue ahí esa maldita grúa.

—Qué irritante.

—Ya los han vendido todos, ¿sabe? Cuatro millones cada uno. —Silbó entre dientes—. Cuatro millones... Con eso me compraba una isla.

Laurel sonrió de manera, esperaba, no muy alentadora (detestaba verse envuelta en conversaciones sobre el dinero de otras personas) y se acercó el teléfono a la cara.

Sabía por qué estaba pensando en Gerry, por qué veía el parecido en los rostros de niños desconocidos. Habían estado muy unidos, pero la situación cambió cuando él cumplió diecisiete años. Se quedó a vivir en Londres con Laurel cuando iba de camino a Cambridge (una beca completa, anunciaba Laurel a todos sus conocidos, y a veces a quienes no conocía también) y lo pasaron bien: siempre lo pasaban bien juntos. Tras ver Los caballeros de la mesa cuadrada, fueron a cenar curry en la misma calle. Más tarde, aún saboreando un delicioso tikka masala, ambos subieron por la ventana del cuarto de baño, llevando almohadas y una manta a rastras, y compartieron un porro en la azotea de Laurel.

Era una noche especialmente clara (¿a que hay más estrellas que de costumbre?) y abajo, en la calle, el jolgorio lejano y reconfortante de las otras personas. Al fumar Gerry se volvía inusualmente parlanchín, lo que no representaba problema alguno para Laurel porque él la maravillaba. Había tratado de explicarle el origen de todo, y señalaba los cúmulos de estrellas y las galaxias e imitaba el efecto de las explosiones con esas manos delicadas y febriles mientras Laurel entrecerraba los ojos, volvía borrosas las estrellas y se dejaba hundir en sus palabras como si fuesen agua. Se había extraviado en una corriente de nebulosas, penumbras y supernovas, y no notó que su monólogo había terminado hasta que le oyó decir «Lol», con insistencia, como si hubiese dicho esa palabra más de una vez.

—¿Eh? —Cerró un ojo, luego el otro, y las estrellas saltaron por el cielo.

—Hace tiempo que quiero preguntarte algo.

—¿Eh?

—Madre mía. —Gerry se rio—. Cuántas veces he repetido esto en mi cabeza y ahora no me salen las malditas palabras. —Se pasó los dedos por el pelo, frustrado, y emitió un ruido animal y etéreo—. ¡Vaya! Vale, aquí va: quería preguntarte si sucedió algo, Lol, cuando éramos niños. Algo... —Su voz se convirtió en un susurro—: Algo violento.

Laurel comprendió. Una especie de sexto sentido le había acelerado el pulso; tenía muchísimo calor. Gerry lo recordaba. Siempre habían creído que era demasiado pequeño, pero lo recordaba.

—¿Violento? —Se incorporó, pero no se volvió a mirarlo. No se sintió capaz de mirarlo a los ojos y mentir—. ¿Aparte de las trifulcas de Iris y Daphne en el baño?

Gerry no se rio.

—Sé que es estúpido, pero a veces siento algo.

—¿Sientes algo?

—Lol...

—Porque si te quieres poner sentimental, deberías hablar con Rose...

—Dios.

—Podría conseguirte un médium ahora mismo si quieres...

Gerry le tiró una almohada.

—Hablo muy en serio, Lol. Me está volviendo loco. Te pregunto a ti porque sé que me vas a decir la verdad.

Sonrió un poco, porque la seriedad no era un hábito entre ellos, y Laurel pensó en lo muchísimo que lo quería una vez más. Sabía con certeza que no habría querido más ni a su propio hijo.

—Es como si estuviese a punto de recordar algo, solo que no recuerdo qué. Como si no quedase ni rastro de lo sucedido, pero las emociones, el arrebato y el miedo, o al menos sus sombras, persistiesen aún. ¿Sabes lo que quiero decir?

Laurel asintió. Sabía exactamente qué quería decir.

—¿Y bien? —Levantó un hombro, con incertidumbre, y lo bajó de nuevo, casi derrotado, aunque ella aún no lo había decepcionado—. ¿Pasó algo? Lo que fuese.

¿Qué podría haber dicho ella? ¿La verdad? Claro que no. Había ciertas cosas que no se decían a la ligera a un hermano pequeño, a pesar de la tentación. No en la víspera de su ingreso en la universidad, no en la azotea de un edificio de cuatro plantas. No, ni siquiera cuando sintió de súbito que se trataba de lo que más quería decirle.

—Nada que recuerde, Ge.

Gerry no volvió a preguntar y no hizo señal alguna de no creerla. Al cabo de un tiempo, le volvió a explicar las estrellas, los agujeros negros y el origen de todo, y a Laurel le dolió el corazón, desbordante de amor y algo parecido al remordimiento. Evitó mirarlo de cerca porque había algo en sus ojos, justo entonces, que le recordaba al hermoso bebé que lloró cuando Dorothy lo dejó en la grava, bajo la glicina, y pensó que no sería capaz de soportarlo.

Al día siguiente, Gerry partió hacia Cambridge, y ahí se quedó, convertido en un estudiante galardonado, innovador, gran explorador del universo. Se veían a veces y se escribían cuando podían —relatos garabateados a toda prisa de sus travesuras entre bastidores (ella) y notas cada vez más crípticas bosquejadas en las servilletas de la cafetería (él)—, pero nunca volvió a ser lo mismo. Se había cerrado una puerta antes de que Laurel supiese que estaba abierta. Laurel no estaba segura de si era cosa suya o si, por el contrario, esa noche en la azotea él también advirtió la grieta que había fracturado silenciosamente la superficie de su amistad. Se había arrepentido de no contárselo, pero eso fue mucho más tarde. Pensó que estaba haciendo lo correcto, protegerlo, pero ahora no estaba tan segura.

—Muy bien, cariño, Charlotte Street Hotel. Son doce libras.

—Gracias. —Laurel guardó el teléfono en el bolso y le dio al taxista un billete de diez y otro de cinco. Se le ocurrió que, aparte de su madre, Gerry quizás era la única persona con quien podría hablar de ello; él estuvo ahí, también, ese día; estaban unidos, el uno al otro y a lo que habían visto.

Laurel abrió la puerta y casi golpeó a su agente, Claire, quien la esperaba en la acera con un paraguas.

—Vaya, Claire, qué susto me has dado —dijo mientras el taxi se alejaba.

—Es parte del sueldo. ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

—Muy bien.

Se besaron en las mejillas y se apresuraron a entrar en el hotel, cálido y seco.

—Todavía están preparándose —dijo Claire, que sacudió el paraguas—. Las luces y todo eso. ¿Quieres tomar algo en el restaurante mientras esperamos? ¿Té o café?

—¿Una ginebra?

—No la necesitas. —Claire arqueó una fina ceja—. Ya has hecho esto cientos de veces y yo voy a estar a tu lado. Si parece que el periodista piensa en desviarse del guion, me lanzaré contra él como una leona.

—Una idea muy agradable.

—Soy una leona estupenda.

—No lo dudo.

Acababan de servirles una taza de té cuando una joven con coleta y una camiseta que decía «Y qué» se acercó a la mesa y anunció que estaba todo listo. Con un gesto, Claire llamó a una camarera, quien dijo que le llevaría el té, y tomaron el ascensor hasta la sala.

—¿Todo bien? —dijo Claire cuando se cerraron las puertas de la recepción.

—Todo bien —aseguró Laurel, y trató de creerlo con todas sus fuerzas.

Los productores del documental habían reservado la misma habitación que antes: no era lo ideal grabar una sola conversación a lo largo de una semana, así que debían prestar atención al pequeño problema de la continuidad (razón por la cual Laurel había traído, tal como le indicaron, la blusa de la última vez).

El productor fue a saludarlas a la puerta y el director de vestuario guio a Laurel al adjunto, donde habían montado una plancha. Se le hizo un nudo en el estómago y tal vez se notó, pues Claire preguntó:

—¿Quieres que vaya contigo?

—Claro que no —replicó Laurel, que echó a un lado los recuerdos de su madre, Gerry y los oscuros secretos del pasado—. Creo que soy perfectamente capaz de vestirme sola.

 

El entrevistador («Llámame Mitch») sonrió encantado al verla y señaló con un gesto el sillón situado junto a un maniquí de costurera.

—Me alegra mucho que hayamos podido hacer esto de nuevo —dijo, estrechando su mano entre las suyas con brío—. Nos encanta cómo está quedando. He visto partes del rodaje de la semana pasada, es buenísimo. Tu episodio va a ser uno de los más destacados de la serie.

—Me alegra oírlo.

—Hoy no necesitamos gran cosa... Solo hay unas cosillas que me gustaría tratar, si no es molestia. Para que no queden puntos negros cuando hagamos el montaje.

—Por supuesto. —Nada le gustaba tanto como explorar sus puntos negros, salvo quizás las ortodoncias.

Unos minutos más tarde, maquillada, con micrófono, Laurel se sentó en el sillón y esperó. Al fin se encendieron las luces y un ayudante comparó el escenario con fotografías de la semana anterior; se pidió silencio y alguien sostuvo una claqueta enfrente de la cara de Laurel. La claqueta soltó una dentellada.

Mitch se inclinó hacia delante en su asiento.

—Y acción —dijo el cámara.

—Señora Nicolson —comenzó Mitch—, hemos hablado mucho de los buenos y malos momentos de su carrera teatral, pero los espectadores quieren conocer los orígenes de sus héroes. ¿Nos podría hablar de su infancia?

El guion era bastante claro; Laurel lo había escrito ella misma. Érase una vez, en una casa en el campo, una niña con una familia perfecta: un montón de hermanas, un hermano y una madre y un padre que se amaban casi tanto como amaban a sus hijos. La infancia de esa niña fue dulce y tranquila, llena de espacios soleados y juegos improvisados y, cuando los años cincuenta acabaron entre bostezos y los sesenta comenzaron a bailotear, Laurel fue hacia las luces brillantes de Londres y llegó en plena revolución cultural. Le había sonreído la suerte (la gratitud quedaba muy bien en las entrevistas), no se había rendido nunca (solo los memos atribuían su buena fortuna únicamente al azar), no había parado de trabajar desde que salió de la escuela de arte dramático.

—Su infancia parece idílica.

—Supongo que lo fue.

—Perfecta, incluso.

—Ninguna familia es perfecta. —Laurel tenía la boca seca.

—¿Cree que su infancia la moldeó como actriz?

—Eso creo. A todos nos moldea nuestro pasado. ¿No es eso lo que dicen? Los expertos, los que parecen saberlo todo.

Mitch sonrió y garabateó en el cuaderno que tenía en la rodilla. Su pluma rasgaba la superficie del papel y, al verlo, a Laurel le asaltó un recuerdo. Tenía dieciséis años y estaba sentada en la sala de estar de Greenacres mientras un policía anotaba sus palabras...

—Es la mayor de cinco hermanos: ¿se enzarzaban en batallas para llamar la atención? ¿Tuvo que idear estratagemas para hacerse notar?

Laurel necesitaba un poco de agua. Miró a su alrededor en busca de Claire, quien se había desvanecido.

—No, qué va. Al tener tantas hermanas y un hermano pequeño aprendí a desaparecer en un segundo plano. —Con tal habilidad, que podía escabullirse de un picnic familiar mientras jugaban al escondite.

—Como actriz no se dedica precisamente a desaparecer en un segundo plano.

—Pero el secreto de actuar no reside en llamar la atención o en lucirse, sino en la observación. —Una vez un hombre le había dicho eso a la entrada de artistas. Laurel salía de una obra, aún estremecida por las emociones de la actuación, y él la esperó para decirle cuánto le había gustado. «Tiene un gran talento para la observación —dijo—. Oídos, ojos y corazón, todo al unísono». Esas palabras le resultaron familiares. Sería una cita de alguna obra, pero Laurel no podía recordar cuál.

Mitch ladeó la cabeza.

—¿Es usted una buena observadora?

Qué extraño recordarlo ahora, a ese hombre en la puerta. Esa cita que no lograba ubicar, tan familiar, tan esquiva. Casi la había vuelto loca durante un tiempo. También ahora estaba a punto de lograrlo. Sus pensamientos eran un embrollo. Tenía sed. Ahí estaba Claire, observando en la penumbra, junto a la puerta.

—¿Señora Nicolson?

—¿Sí?

—¿Es usted una buena observadora?

—Oh, sí. —Sí, claro. Escondida en la casa del árbol, en completo silencio. El corazón de Laurel se aceleró. El calor de la habitación, todas esas personas mirándola, las luces...

—Ha dicho antes, señora Nicolson, que su madre era una mujer fuerte. Sobrevivió a la guerra, perdió a su familia en un bombardeo, comenzó de nuevo. ¿Cree que heredó esa fortaleza? ¿Es eso lo que le permitió sobrevivir, e incluso prosperar, en un oficio tan difícil?

La línea siguiente era sencilla; Laurel la había dicho muchas veces antes. Sin embargo, las palabras no salían. Se sentó como un pez aturdido en cuya boca seca las palabras se convertían en serrín. Sus pensamientos se desbordaban —la casa de Campden Grove, la fotografía de Dorothy y Vivien, ambas sonrientes, su vieja madre en la cama de un hospital— y el tiempo se espesó de tal modo que los segundos parecían años. El cámara se enderezó, los asistentes comenzaron a cuchichear, pero Laurel seguía atrapada bajo esas luces deslumbradoras, incapaz de ver más allá del resplandor, y en su lugar veía a su madre, la joven de esa foto que había dejado Londres en el año 1941, huyendo de algo, en busca de una segunda oportunidad.

Sintió un toque en la rodilla. Mitch, con expresión preocupada: ¿necesitaba un descanso?, ¿quería tomar agua?, ¿aire fresco?, ¿le podía ayudar en algo?

Laurel atinó a asentir.

—Agua —dijo—. Un vaso de agua, por favor.

Y Claire apareció a su lado.

—¿Qué pasa?

—Nada, solo que hace un poco de calor aquí.

—Laurel Nicolson, soy tu agente y, más importante, una de tus mejores amigas. No me hagas preguntártelo de nuevo, ¿vale?

—Mi madre —dijo Laurel, mordiéndose un labio que comenzaba a temblar— no está bien.

—Vaya, cariño... —La mujer tomó la mano de Laurel.

—Se está muriendo, Claire.


Date: 2016-03-03; view: 572


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