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Lo que constituye a los seres humanos

 

Parece legítimo preguntarse qué hace a los humanos ser como son. En el transcurso de la historia de las ideas, se han dado muchas respuestas a esta pregunta. Aristóteles, por ejemplo, sostenía que el ser humano es, por naturaleza, un animal político. Carlyle, muchos años después, sostuvo que el ser humano es un animal que usa herramientas. «Sin herramientas», decía, «no es nada; con herramientas lo es todo». Ambos, tanto Aristóteles como Carlyle parecen estar apuntando hacia dimensiones indiscutibles del ser humano.

 

Pero, nos preguntamos, ¿no podríamos, acaso, decir con la misma validez que un ser humano es, por ejemplo, un animal poético? ¿Y no podríamos decir también que es un ser humorístico? ¿O un ser religioso? ¿O un ser que hace preguntas? ¿Conocemos acaso algún otro ser que posea estos atributos? ¿Es alguno de estos planteamientos más válido que los demás? El punto es que si buscamos los rasgos que caracterizan a los seres humanos, incluso aquellos que lo caracterizan de manera exclusiva, terminaremos con una larga y, más bien, muy larga lista.

Entre esa larga lista de rasgos humanos, volvemos a preguntarnos, ¿habrá alguno que, una vez identificado, nos permita derivar de él todos los demás? ¿Podríamos encontrar algo así como la «condición constitutiva primaria» de los seres humanos que, al ser identificada, nos permitiera concluir que ser político, poético, humorístico, religioso, hacer preguntas, usar herramientas, etcétera, son todas «condiciones derivadas» que resultan de ella? Si ello fuese posible es evidente que tal atributo, tal condición primaria, contendría todas las demás.

Siguiendo esta dirección, tras la búsqueda de esta condición primaria, la interpretación predominante ha sido la de apuntar a que los seres humanos somos animales racionales: animales, por tanto, provistos de razón. Este postulado fundamental ha tomado diversas formas. De un modo u otro, está contenido en aquellos enunciados que dicen que lo que nos hace como somos es que poseemos una conciencia, una mente, un espíritu, un alma, etcétera.

1Usamos la distinción persona como equivalente al término inglés «self».

Todos ellos suelen ser variedades dentro de este planteamiento básico que nos interpreta como seres racionales.

Comparado con los enunciados anteriores, éste tiene la gran ventaja de que opera como condición constitutiva, a partir de la cual se podrían derivar todas las otras.

Tendría sentido decir, por ejemplo, que los seres humanos somos políticos, usamos herramientas, somos poéticos, hacemos preguntas, etcétera, debido a que estamos dotados de razón (o de mente, o de cualquier otro término de esta clase que quisiéramos utilizar).



Esta interpretación, sin embargo, presenta desde nuestra perspectiva algunos problemas importantes. En primer lugar, ella está basada en postular una entidad, atributo o propiedad (razón, espíritu, conciencia, mente, etcétera) cuyas propias condiciones constitutivas son difíciles de establecer. ¿Qué queremos decir con esto? Que aunque esta interpretación pueda explicar cómo pueden haberse generado otros rasgos propiamente humanos (ser político, usar herramientas, ser poético, etcétera), tomada como factor generativo primario de la forma de ser humana, se cierra a la explicación de cómo ella misma se generó.

En segundo lugar, esta interpretación induce una comprensión racionalista del ser humano y, por lo tanto, excluye aspectos fundamentales del comportamiento humano, que no siguen los lineamentos del modelo racionalista. Ya nos hemos referido a esto último en capítulos anteriores.

 

Volviendo a la primera objeción, estimamos que la interpretación de que somos seres racionales contribuye a producir otras interpretaciones que separan a los seres humanos del conjunto del proceso evolutivo a partir del cual hemos entendido el despliegue de las diferentes formas de vida. Podríamos preguntarnos, ¿cómo es que los humanos llegaron a tener espíritu? De sustentar esta interpretación, normalmente encontraremos que «falta un eslabón» en la cadena evolutiva que conduce a explicar la emergencia de seres racionales o espirituales.

Ese eslabón, de existir, explicaría cuáles fueron las condiciones que permitieron la constitución de la mente humana. Al mismo tiempo, sería capaz de identificar las condiciones que generaron esas condiciones, sobre la base de los rasgos biológicos que poseían nuestros antepasados evolutivos.

Por lo tanto, al postular a la mente como la «condición constitutiva primaria» de los seres humanos, hemos sido históricamente empujados hacia dos explicaciones subordinadas, dos interpretaciones que son intentos de darle consistencia a esta interpretación dominante. En primer lugar, la interpretación de la mente como separada del cuerpo y, por lo tanto, del proceso de evolución biológica. En el mejor de los casos, el cuerpo sirve para asignarle a la mente su «lugar de residencia». Hasta ahora, se ha dicho que su «lugar de residencia habitual» está en alguna parte del cerebro. Descartes lo colocaba en la glándula pituitaria.

La segunda interpretación nos remite al argumento de la creación divina. Supone que Dios nos ha dotado de esta entidad o propiedad especial. Puesto que no hemos sido capaces de demostrar cómo surge la mente del proceso de evolución, y sin embargo nos damos cuenta que la hemos obtenido, Dios pareciera una fuente razonable a la cual apuntar. A través de la historia, le hemos atribuido a Dios muchos de los fenómenos cuya generación no somos capaces de explicar.

Estas interpretaciones, con el tiempo, han producido algunas dificultades. Un área importante en la que se han estado acumulando problemas se da al interior de las ciencias biológicas. Con la expansión de la comprensión evolutiva de la vida y, especialmente, con la investigación que se ha desarrollado acerca del funcionamiento y estructura del cerebro (tómese, por ejemplo y entre otras, el trabajo de Norman Geschwind), el supuesto de que la mente está separada del cuerpo se ha hecho cada vez más indefendible. Hoy la biología reconoce la estrecha relación entre los fenómenos biológicos y mentales.

Desde la misma biología, sin embargo, ha surgido un desplazamiento importante con respecto a la noción de que aquello que nos define como seres humanos sea la razón. Este desplazamiento proviene de aquellos biólogos más directamente relacionados con la teoría evolutiva darwiniana y la teoría de sistemas. Precisamente, en torno a la intersección de la teoría evolutiva y el pensamiento sistémico, ha surgido, desde la propia biología, una proposición diferente de aquello que nos constituye como seres humanos.

En 1963, el destacado biólogo teórico, Ernst Mayr, en su libro Animal Species and Evolution, reconoce que un paso evolutivo primordial que dieron nuestros antepasados fue el bipedalismo, la posición erguida que permitió a los primates caminar en dos patas.

 

«La locomoción bipedal», escribe Mayr, «especialmente en sus comienzos, debe haber sido una forma de locomoción más bien ineficiente para un mamífero cuadrúpedo. Su mayor ventaja selectiva fue, presumiblemente, que liberó las extremidades anteriores para nuevas tareas conductuales. Permitió el uso de las manos para la manipulación eficiente de herramientas, para el manejo de armas (palos y rocas) y para el transporte de alimento. Es posible que los comienzos del bipedalismo se remonten a los comienzos de la línea homínida...»

 

Un par de páginas más adelante, sin embargo, Mayr se refiere a lo que él considera el rasgo constitutivo que caracteriza a los seres humanos. Escribe:

 

«La capacidad de hablar es la característica humana más distintiva, y es bastante probable que el habla sea la invención clave que gatillara el paso desde el homínido al hombre. Permitió la estructura comunitaria y le permitió al hombre convertirse en un organismo verdaderamente social. Como tal, el hombre desarrolló la necesidad de mecanismos que promovieran la homeostasis social, los derechos comunales, los mitos y creencias y, finalmente, las religiones primitivas. Esta cadena de desarrollos incluyó una cantidad de mecanismos de retroalimentación positiva; así cada adelanto ejercía, a su vez, una presión de selección en favor de un desarrollo del cerebro aún mayor».

 

Esto involucra un cambio importante en la comprensión de los seres humanos. Desde un punto de vista evolutivo, Ernst Mayr postula que el lenguaje puede considerarse como la transformación clave que produjo el surgimiento de los seres humanos. La capacidad para el habla es una capacidad biológica y podemos tratarla en términos estrictamente biológicos. Ellas remiten a la estructura del sistema nervioso de los seres humanos y a los rasgos particulares de sus órganos vocales y auditivos.

No obstante, lo que es aún más importante en esta propuesta interpretativa es el hecho de que el lenguaje nos permite, también, explicar la emergencia de los fenómenos mentales. La mente, la razón, la conciencia, el espíritu, el alma, etcétera, pueden ahora ser devueltos al proceso de evolución. La separación entre cuerpo y mente ya no es necesaria, y nosotros no nos vemos ineludiblemente forzados a buscar explicaciones trascendentales para dar cuenta de nuestra capacidad de acceder a experiencias espirituales. Este postulado, que sitúa al lenguaje en el centro de nuestra comprensión de los seres humanos, ha sido desarrollado en mayor profundidad por otros biólogos. Es, por ejemplo, una de las piedras angulares de la biología de Humberto Maturana.

La ontología del lenguaje se desarrolla a partir de esta propuesta. Uno de sus postulados centrales es que aquello que constituye a los seres humanos, lo que los hace ser el tipo de seres que son, es el lenguaje. Los seres humanos, postulamos, son seres lingüísticos, seres que viven en el lenguaje. El lenguaje, sostenemos, es la clave para la comprensión de los fenómenos humanos. Y es desde esta perspectiva que examinaremos qué es la persona.


Date: 2016-03-03; view: 2062


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