Una de las formas en que nuestro sentido común usa la distinción de acción es oponiendo acción a «hablar sobre las cosas» o a «pensar sobre las cosas», como si hablar o pensar no fueran acciones en sí. De la mima forma, se contrapone la teoría a la práctica y se separa el ámbito de las ideas del ámbito del hacer. Nuestro lenguaje ordinario está lleno de expresiones en las que esta distinción se manifiesta. Se dice, por ejemplo, «¡Hechos y no palabras!», «¡Deja de hablar y haz algo!», «¡Son sólo palabras!», etcétera.
Al hablar de este modo, nuestro sentido común apunta a una distinción que es evidentemente válida y que procuraremos recuperar en esta sección. Sin embargo, la forma como el sentido común realiza la distinción refuerza el ocultamiento de que el lenguaje es acción. Es más, se oculta también con ello las importantes consecuencias prácticas que a menudo resultan del hablar o pensar «sobre» algo. Y, por lo tanto, se esconde la responsabilidad que nos cabe al hablar.
A veces escuchamos frases como «Yo sólo decía», como si en el decir no se comprometiera nada. Repitamos nuevamente: nuestro hablar no es trivial, cambia nuestro mundo y da forma a nuestra identidad. Nuestro hablar no estampoco inocente, somos responsables de las consecuencias de lo que decimos y de lo que no decimos. Nuestros éxitos y fracasos se configuran en nuestras conversaciones.
Por lo tanto, cuando separamos el hablar o pensar acerca de algo del actuar sobre ello, nos cegamos a las consecuencias prácticas que pueden derivar del hablar y delpensar. Con frecuencia nos damos cuenta de que hablando y pensando «acerca» de algo, terminamos actuando «sobre» ello de una manera mucho más efectiva o incluso distinta de la intención original. Las prácticas de hablar o pensar «acerca de» son parte integrante de la estructura general de la acción humana.
Sosteníamos, sin embargo, que al separar hablar de actuar, nuestro sentido común nos revela algo que no deberíamos descartar. Hay evidentemente una importante diferencia entre hablar acerca de algo y hacerlo. La diferencia no es, sin embargo, la que entiende nuestro sentido común que atribuye no acción, por un lado, y acción, por el otro. La acción se encuentra en ambos lados. La diferencia consiste en que se trata de dos clases de acciones diferentes.
Hemos señalado que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En razón de ello nos es posible actuar sobre nuestro actuar. Y dado que hablar es acción, ello incluye, hablar (que es actuar) sobre nuestro actuar, actuar sobre nuestro hablar (que es actuar) y hablar (que es actuar) sobre nuestro hablar (que también es actuar). Esta capacidad recursiva, como hemos dicho, está en la raíz de los fenómenos mentales. La conciencia, la razón, el pensamiento, la reflexión se sustentan en ella.
Habiendo cuestionado la interpretación racionalista de la acción humana, nos interesa ahora rescatar la importancia de los fenómenos mentales y no subsumirlos en un noción plana de la acción humana que no reconoce los diferentes niveles del actuar que resultan de la capacidad recursiva del lenguaje. Nuestra crítica a la interpretación racionalista de la acción humana, no nos conduce a una crítica de la racionalidad, ni a la defensa de la irracionalidad. Sólo nos lleva a redimensionar el papel que tradicionalmente le hemos asignado a la razón o a la reflexión.
No es una coincidencia que asociemos el término reflexión al pensamiento. Hablamos también de reflexión cuando vemos nuestra imagen reflejada en un espejo o en el agua. Al ver su propia imagen, el observador puede observarse a sí mismo. Esto es precisamente lo que puede hacer el lenguaje gracias a su capacidad recursiva. Se puede volver sobre sí mismo y puede hablar sobre su propio hablar. Permite al observador observarse a sí mismo. Esta es una capacidad humana fundamental y única. Aquí es donde, como especie, nos diferenciamos de todas las demás. Esto es lo que hace al lenguaje humano diferente, sea ésta una diferencia cualitativa o cuantitativa, de las capacidades lingüísticas de los demás seres vivos.
A partir de lo dicho, podemos hacer una distinción entre dos clases de acciones: las acciones directas y las reflexivas. Estas son distinciones funcionales o relacionales —solamente tienen sentido dentro de una determinada relación. No hay acciones directas o reflexivas de por sí. Hablamos de acción reflexiva cuando fijamos la acción en un determinado nivel y actuamos sobre esa acción.
Tomemos un ejemplo. Estamos volcados en la acción de esculpir sobre una roca. Esta es una acción dirigida hacia la roca. Si descubrimos que no podemos hacer un determinado corte, podemos suspender lo que estamos haciendo y replegarnos para especular sobre otras maneras de hacerlo. Esta segunda acción no está dirigida hacia la roca sino hacia la acción de esculpir en ella. En este ejemplo, esculpir en la roca constituye la acción directa y especular acerca de otras formas de hacerlo (actuar sobre la acción de esculpirla), constituye la acción reflexiva.
Puede suceder, sin embargo, que no logremos descubrir una mejor manera de hacer el corte en la roca. Podemos entonces decir: «Eh, quizás no estoy reflexionando de manera efectiva. No me estoy concentrando bien, etcétera.» Puedo decidir entonces reflexionar, ya no en la acción de esculpir en la roca sino en la acción de reflexionar sobre la acción de esculpir en la roca. Como podemos ver, esto puede dar infinitas vueltas. Al hacer esto, el reflexionar sobre la forma en que previamente estaba reflexionando se convierte en acción reflexiva. Más aún, mi reflexión previa (que constituía acción reflexiva en el ejemplo anterior) toma el papel de acción directa de esta segunda reflexión.
La recursividad nos permite una progresión infinita. Podemos convertirnos en el observador del observador que somos, y en el observador del observador del observador que somos, y así sucesivamente, en una recursividad sin fin. Cada vez que nos trasladamos a un nivel superior transformamos en acción directa la que antes era una acción reflexiva. Por ello es que decimos que éstas son distinciones funcionales o relacionales. Cada una de ellas tiene sentido en función de la otra o en relación a ella.
Al recurrir a la acción reflexiva podemos incrementar nuestra efectividad a nivel de la acción directa. Esto constituye el gran beneficio de la acción reflexiva y puede ocurrir de varias maneras. Mencionaremos tres formas diferentes en las cuales la acción reflexiva puede servir a la acción directa.
En primer lugar, la acción reflexiva interviene en el sentido de lo que estamos haciendo y, en consecuencia, puede contribuir, por ejemplo, a expandirlo o simplemente modificarlo. Cuando actuamos, muchas veces lo hacemos a partir de una determinada narrativa dentro de la cual le conferimos sentido a nuestra acción. Esta narrativa pertenece, con respecto a la acción a la que confiere sentido, al nivel reflexivo.
Nuestra capacidad de acción es dependiente de aquella narrativa desde la cual actuamos y las podemos tener más o menos poderosas, más o menos coherentes con otras narrativas que tenemos. Por lo tanto, al reflexionar podemos incrementar el poder de nuestras narrativas y, consecuentemente, el sentido de nuestras acciones.
En segundo lugar, también reflexionamos para examinar y, eventualmente, ampliar el horizonte de posibilidades en el cual actuamos. Siempre actuamos dentro de un determinado horizonte de posibilidades. Y es desde nuestros horizontes que vemos un mayor o menor número de alternativas para nosotros. No perdamos de vista que cuando hablamos de posibilidades estamos siempre pablando del rango de acciones posibles. La posibilidad siempre se refiere a acciones posibles. El reflexionar acerca de nuestros horizontes de posibilidades constituye otra manera de intervenir en nuestras acciones. La reflexión permite inventar lo posible.
En tercer lugar, también existe la reflexión que llamamos diseño. Diseñar es una acción que busca mejores vías de utilización de medios para lograr nuestros fines. Apunta a la confección de una pauta que guíe nuestras acciones para asegurar niveles de efectividad más altos en la consecución de nuestras metas. Existen dos tipos principales de diseño —la planeación y la estrategia.
Cuando hablamos de planeación aludimos al diseño de acciones al interior de un espacio relativamente protegido en el que lo central es el uso eficiente de los recursos, para alcanzar un objetivo determinado. Por lo general, el objetivo está dado y lo que interesa es la mejor forma de usar los medios disponibles, o por disponer, para alcanzarlo. Su carácter es tecnológico y es tarea habitual de los ingenieros.
Al hablar de estrategia las condiciones son muy diferentes. Esta emerge como forma de diseñar nuestras acciones bajo condiciones de acción recíproca. Esta vez el centro de atención no es el uso eficiente de los medios, sino las acciones que pueden tomar otros agentes con capacidad de acción autónoma, afectando la eficacia de nuestras propias acciones. Ello implica que nuestras acciones requieren poder anticipar las acciones de otros y ser diseñadas en consecuencia, a la vez que las acciones de los otros también procuran anticipar las nuestras y son diseñadas en consecuencia. Si la planeación es un tipo de diseño de acciones fundamentalmente tecnológico, la estrategia es esencialmente política. En el diseño estratégico, el problema del poder está siempre en el centro de lo que se define como posible.
Estas tres formas de reflexión apoyan e incrementan nuestra capacidad de acción directa. Y cada vez que emitimos el juicio de que no estamos siendo todo lo efectivos que quisiéramos, que algo anda mal, surge la oportunidad de reflexionar. Cuando esto sucede, debiéramos preguntarnos —¿Tiene suficiente fuerza mi historia sobre por qué estoy haciendo lo que estoy haciendo? —¿Podría introducir nuevas posibilidades que aún no he considerado?— ¿Existirá una mejor forma de utilizar mis recursos (medios) para lograr mis metas (fines)?
La acción reflexiva, por lo tanto, tiene sentido porque aumenta el poder de la acción directa. Es una acción que siempre, tarde o temprano, debe regresar al nivel de la acción directa en la cual se originó, pues es allí donde logra validarse. Este es su valor e importancia. Al final, siempre podemos cuestionar la acción reflexiva desde el nivel de la acción directa y preguntarnos: ¿Y, qué? o ¿qué importancia tiene realmente esto?
Uno de los problemas que detectamos en la acción reflexiva es que ésta corre el riesgo de perder su vínculo de eficacia con el nivel de acción directa a la cual debiera servir. Muchas veces la acción reflexiva se autonómica de tal forma que se pierde de vista qué es lo que ella alimenta. O bien, se traduce en inmovilismo al nivel de la acción directa y, en último término, al nivel del sentido de la vida. Esto es lo que a menudo se quiere decir cuando desde el sentido común se exclama, «¡Deja de hablar (o de pensar) y actúa!». Cuando decimos esto, se suele implicar que tenemos el juicio que la reflexión ha dejado de servir a la acción directa.