Nosotros declaramos nuestra satisfacción o insatisfacción con el curso de los acontecimientos. Lo hacemos gatillados por algún acontecimiento externo o como una acción autónoma, de diseño. Al declarar nuestra insatisfacción con las cosas tal como están, tenemos ahora la opción de cambiarlas, de hacerlas diferentes. Los quiebres generalmente implican el juicio de que las cosas podrían haber sido diferentes. Se basan en no aceptar el curso normal de los acontecimientos —o bien no estamos satisfechos con las cosas como están, o visualizamos maneras de hacerlas mejor.
Lo dicho nos permite identificar dos formas de ocurrencia de los quiebres. La primera, quizás la más habitual, se refiere a situaciones en las que el quiebre aparece como tal; sin que nos demos cuenta emerge de un juicio que nosotros hacemos. Se trata de situaciones dentro de las que, en nuestra comunidad, existe el consenso, muchas veces ni siquiera explícito, sobre lo que cabe esperar. De ello que resulta, por lo tanto, que determinados acontecimientos son automáticamente considerados como quiebres. Por lo tanto, cuando estos acontecimientos tienen lugar, parecieran no necesitar que hagamos juicio alguno. El juicio antecedía el acontecimiento.
Lo mismo sucede con el signo positivo o negativo de lo que solemos considerar como quiebre. Si, por ejemplo, alguien cercano fallece o si nos ganamos la lotería, tenemos la impresión de que lo negativo en un caso o lo positivo en el otro, va acompañado de lo que sucedió y pareciera no haber espacio para que nosotros emitamos juicio alguno. Un acontecimiento es negativo, el otro positivo, punto. Lo que sucede en este caso es que el observador es portador de un juicio de quiebre que pertenece al discurso histórico de su comunidad y, por lo tanto, lo hace de manera automática, sin siquiera escoger hacerlo.
La segunda forma de ocurrencia es aquella en que el quiebre no surge como expresión espontánea de un determinado discurso histórico que afecta a los miembros de una comunidad, sino, precisamente, porque un individuo resuelve declararlo. Dentro de los condicionamientos históricos a los que todos estamos sometidos, el individuo tiene la capacidad y autonomía de declarar distintos grados de satisfacción o de insatisfacción. Aquello que puede ser perfectamente aceptable para uno, puede ser declarado inaceptable para otro. Y las vidas de uno y otro serán diferentes de acuerdo a cómo hagan uso de la capacidad que cada uno tiene de declarar quiebres. Una circunstancia típica que nos permite apreciar el poder de declarar un quiebre se da cuando decidimos aprender algo. Las cosas pasan como pasan, y nosotros juzgamos que nos iría mejor si tuviésemos algunas competencias que no tenemos. Por lo tanto, declaramos como un quiebre para nosotros el curso normal de los acontecimientos y nos comprometemos a aprender, a adquirir nuevas competencias que nos permitan ser más efectivos en el futuro. Bajo las mismas circunstancias, otra persona podría perfectamente seguir desempeñándose como lo ha hecho siempre. Al declarar el quiebre creamos un nuevo espacio de posibilidades para nosotros.
A partir de lo dicho es conveniente mirar para atrás y examinar de qué forma lo que hemos sostenido afecta aquellos dos supuestos de nuestra concepción tradicional. Si aceptamos la interpretación propuesta, resulta que no podemos suponer la presencia natural del mundo de objetos. Este mundo en cuanto mundo de objetos y nosotros en cuanto sujetos en ese mundo, sólo nos constituimos como tales al producirse un quiebre en el fluir transparente de la vida. Bajo la condición primaria de la transparencia, el mundo no se nos revela como un mundo de objetos por el solo hecho de estar allí, frente a nuestros ojos. Tampoco nosotros nos concebimos como sujetos operando en un mundo.
Lo mismo podemos decir con respecto al supuesto de que la acción humana es acción racional. Sin que neguemos la experiencia de tal tipo de acción, ella constituye un tipo de acción derivativa. La forma primaria de actuar de los seres humanos es la acción transparente, donde el papel de la conciencia, el pensamiento o la razón, como «guía» de la acción que realizamos no se cumple. Sólo cuando esta acción transparente se ve interrumpida, emerge la acción racional.
El modelo racionalista también supone que mientras mayor es nuestro nivel de competencia, mayor será el papel de la razón en nuestro desempeño. Hubert L. Dreyfus, siguiendo a Heidegger, nos señala que tal relación es en realidad la contraria. Mientras más competentes somos en lo que hacemos, mayor será nuestro nivel de transparencia. La competencia se ve asociada no con la expansión del dominio de la razón, sino con la expansión de la transparencia. Con lo que llamamos la capacidad de «incorporar» (embody) competencias en nuestro desempeño.
Ello, nuevamente, tampoco niega el papel de la razón, pero lo reevalúa, lo resitúa. Desde esta perspectiva, no puede sorprender la respuesta que diera Pete Sampras cuando, luego de ganar el campeonato de tenis de Wimbledon, le preguntaran «¿En qué piensa cuando está jugando?». Sampras respondió: «Cuando juego no pienso. Sólo reaccióno».