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El ser ontológico y la persona: una forma de ser que permite infinitas formas de ser

Lo que hemos dicho hasta ahora debiera provocar una objeción. Al principio de este documento nos opusimos tenazmente a la noción de que podríamos comprender el fenómeno del escuchar basándonos en el concepto de transmisión de información. Sostuvimos que esta noción desconoce el que los seres humanos son «unidades estructuralmente determinadas», sistemas cerrados, esto es, sistemas que no pueden representar lo que acontece en el medio en el que se desenvuelvan. Sin embargo, hemos llegado a plantear que una condición fundamental del escuchar es la actitud de «apertura». Por lo tanto, podríamos razonablemente preguntar, ¿cómo se puede producir esta apertura si se supone que somos sistemas cerrados?

En verdad, no podemos abrirnos en el sentido de que el escuchar a otro nos diga cómo ese otro es realmente. Nunca podremos saber cómo son realmente las personas y las cosas. Somos incluso un misterio para nosotros mismos. Tal como hemos estado insistiendo una y otra vez, solamente sabemos cómo las observamos y cómo las interpretamos. El escuchar es parte de esta capacidad de observación e interpretación. Cuando escuchamos a otros, nos abrimos a ellos inventando historias sobre ellos mismos, basadas en nuestras observaciones. Pero serán siempre nuestras propias historias. La distinción de apertura sólo tiene sentido dentro del reconocimiento que los seres humanos son sistemas cerrados.

5 H-G. Gadamer (1984), Pág.324.

¿Qué significa entonces «apertura»? Para contestar a esta pregunta debemos dar un corto rodeo. Ser humano significa compartir una forma particular de ser, la manera humana de ser. Esta forma de ser nuestra es lo que nos diferencia de otros seres, sean ellos animales, cosas, eventos, etcétera. Podemos decir, por lo tanto, que todos los seres humanos comparten una misma forma de ser, aquella que nos hace humanos.

En este sentido, cada ser humano es la expresión total del fenómeno de ser humano. No podemos hablar de seres humanos que lo sean sólo a medias, parcialmente. Aun cuando se trate de individuos a los que les pueda faltar algunos de sus miembros, ello no los hace menos humanos. La condición humana no se constituye en el dominio de nuestra biología, sino en el del lenguaje. De allí que digamos que el lenguaje nos hace ser como somos, en cuanto seres humanos. Todo ser humano, por lo tanto, es un ser humano completo, en cuanto ser humano. Lo que no niega que, como parte de la propia condición humana, ser humano significa un tránsito por la existencia desde una fundamental y permanente incompletud.

Lo que la filosofía de Martin Heidegger ha hecho es, precisamente, explorar este modo común de ser que todos los seres humanos compartimos, a lo que llamara el Dasein. Su preocupación principal era revelar la manera particular de ser de los seres humanos. Gran parte de su filosofía está dirigida hacia esta indagación.



Vamos a llamar a esta manera de ser que comparten todos los seres humanos su «ser ontológico». Esta es una distinción arbitraria. Por lo tanto, cuando hablemos del «ser ontológico» estaremos hablando del modo de ser que todos los seres humanos tienen en común.

No vamos a desarrollar aquí lo que Heidegger sostuvo que era constitutivo del ser humano y, por lo tanto, constitutivo de su «ser ontológico». Esto nos llevaría más allá de los propósitos de este trabajo. Sin embargo, entre los elementos que Heidegger señaló, podemos reiterar su postulado de que los seres humanos son seres cuyo mismo ser es un asunto relevante para ellos. Ser humano significa hacerse cargo en forma permanente del ser que se es. Es en este sentido que sostenemos que el ser ontológico está siempre desgarrado por un sentido fundamental de incompletud.

Los seres humanos no tienen una esencia fija. Lo que es esencial en ellos (en el sentido de rasgo genérico y, por lo tanto, ontológico) es el estar siempre constituyéndose, estar siempre en un proceso de devenir. Esto hace que el tiempo sea un factor primordial para los seres humanos.

Al mismo tiempo, sin embargo, dentro de esta forma común de ser que nos hace humanos, tenemos infinitas posibilidades de realización. La forma en que cuidamos de nosotros mismos, la manera en que abordamos el sentirnos incompletos, nos hace ser individuos muy diferentes. Llamamos «persona» a las diferentes maneras en que los distintos individuos realizan su forma común de ser (como seres humanos). Como individuos somos, por un lado, todos iguales en cuanto a nuestro «ser ontológico» (genérico), ya que compartimos las formas básicas de ser que nos hacen a todos humanos y, por el otro, somos diferentes «personas». Todos resolvemos los enigmas de la vida de diferentes maneras.

Postulamos que el fenómeno del escuchar está basado en estas dos dimensiones fundamentales de la existencia humana— «ser ontológico» y «persona». Somos capaces de escucharnos entre nosotros porque compartimos una forma común de ser y, a este respecto, todo otro es como nosotros. Nuestro «ser ontológico» nos permite entender a otros, puesto que cualquier otro ser humano es un camino posible de realización de nosotros mismos, de nuestro propio ser. Sin embargo, al mismo tiempo, somos «personas» diferentes. No nos hacemos cargo, no atendemos a nuestro ser común en la misma forma. Es porque somos diferentes que el acto de escuchar se hace necesario. Si no fuésemos diferentes, ¿para qué escuchar, en primer lugar? Si no fuésemos diferentes, el acto de escuchar sería superfluo. Pero, debido a que compartimos una misma condición ontológica, el escuchar se hace posible.

Estos son, decimos, los requisitos básicos para escuchar. Por lo tanto, dado que somos sistemas cerrados, se deben realizar dos movimientos fundamentales. Por una parte, debemos distanciarnos de «nosotros mismos», de esa manera particular de ser que nos diferencia de los otros individuos. Al hacer esto aceptamos la posibilidad de que existan otras formas particulares de ser, otras «personas», diferentes de la nuestra. A esto se refiere Gadamer cuando habla de «apertura».

Por otro lado, debemos afirmar el hecho de que compartimos una forma común de ser con la persona que nos está hablando. Debemos concedernos plena autoridad en cuanto somos una expresión válida del fenómeno general de ser humano. Esto es lo que nos permite comprender las acciones de otras personas, comprender a las personas que son diferentes de nosotros. A partir de este terreno común es que interpretamos al otro, que fabricamos nuestras historias acerca de las acciones que los otros realizan. Todo otro es el reflejo de un alma diferente en el trasfondo de nuestro ser común.

¿Por qué, cuando leemos buena literatura, comprendemos perfectamente a personajes tan diversos como Otelo, de Shakespeare; Erna Bovary, de Flaubert; el príncipe Mishkin, de Dostoievski; Jane Eyre, de Charlotte Bronté; Gatsby, de Scott Fitzgerald? ¿Por qué sucede esto si los personajes son tan diferentes de nosotros? Más aún, ¿cómo es posible que todos esos autores pudieran alcanzar tal dominio y comprensión de sus personajes? Para entenderlos y para ser capaces de escribir sobre ellos, nos distanciamos de la «persona» que somos para excavar en nuestro «ser ontológico», en nuestro ser compartido con otros. Nos despojamos de lo que nos hace ser un individuo particular y observamos a otros desde lo que tenemos en común con ellos. La literatura clásica es aquella que logra penetrar más profundamente en nuestro ser ontológico y que, por tanto, se eleva por sobre las dimensiones más contingentes del alma humana.

El fenómeno del escuchar, en consecuencia, implica dos movimientos diferentes. El primero nos saca de nuestra «persona», de esa forma particular de ser que somos como individuos. El segundo afirma y nos acerca a nuestro «ser ontológico», a aquellos aspectos constitutivos del ser humano que compartimos con los demás. Sólo podemos escuchar a los demás porque sus acciones son para nosotros acciones posibles, acciones que nosotros mismos podríamos ejecutar. Walt Whitman, señalo, apuntaba en esta dirección cuando escribía «Soy grande, contengo multitudes». Contenemos las posibilidades de cualquier otro ser humano. Terencio, en la época de los romanos, hacía decir a uno de sus personajes: «Homo sum: humani nihil a me alienum puto» («Hombre soy: nada de lo humano me es ajeno»).


Date: 2016-03-03; view: 733


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