Uno de los problemas del supuesto de intenciones es que implica partir cada acción en dos —la acción misma y la acción que nos lleva a actuar. Puesto que la acción que nos lleva a actuar es una acción en sí misma, ésta puede dividirse en dos nuevamente, la acción que nos lleva a actuar, por sí misma, y la acción que nos lleva a la acción, que nos lleva a actuar, y así sucesivamente en regresión infinita.
3 Ver, al respecto, R. Echeverría (1993), Págs. 270-272.
Al procederse así, también se divide en dos a la persona que actúa —la persona revelada por las acciones que realiza y la persona que supuestamente está decidiéndose a actuar. Y entramos nuevamente en una regresión infinita, ya que el decidirse a actuar es, en sí mismo, una acción que supuestamente alguien hace. Esto se conoce como «la falacia del humunculus» (palabra en latín que quiere decir pequeño hombrecito), en que suponemos que tras cada persona hay otra personita manejando el timón.
La idea de que cada acción implica un yo que la hace ser similar a aquella que sostiene que, cada vez que vemos una flecha volando, debe haber un arquero que la disparó. Si hay una acción, suponemos que un agente o una persona (el arquero) la hizo. La humanidad ha estado atrapada en este supuesto desde hace mucho tiempo. Si algo sucedía, suponíamos que había por necesidad alguien que hizo que ello ocurriera. La lluvia, los truenos, las enfermedades y su recuperación, las cosechas — aun ganarse la lotería—, eran todas acciones ejecutadas por individuos invisibles. Gran parte de los dioses que los seres humanos se han dado en el curso de la historia, fueron inventados a partir de este supuesto.
El separar la acción de la persona (el yo), puede haberse originado en la forma en que hablamos. Normalmente decimos «Yo escribí esta carta» o «Yo acepto su oferta», denotando un «yo» tras la acción de escribir la carta o de aceptar la oferta. Las limitaciones de nuestro lenguaje a menudo ocasionan problemas filosóficos altamente sofisticados.
Es interesante observar que una de las fortalezas del pensamiento científico es que, desde sus comienzos, se liberó del supuesto de que hay una persona creando los fenómenos. Se cuenta la anécdota de que algún tiempo después de publicar su obra maestra acerca de la estructura del universo, el astrónomo francés Laplace se encontró con Napoleón. La anécdota señala que luego de felicitarlo por su obra, el emperador preguntó: «Sr. Laplace, ¿cómo pudo usted escribir esta obra tan larga sin mencionar, ni siquiera una vez, al Creador del Universo?» A lo que Laplace contestó, «Sire, je n'ai pas eu besoin de cette hypothése» (Majestad, no tuve necesidad de tal hipótesis).
Friedrich Nietzsche fue, nuevamente, uno de los primeros pensadores en observar el hecho de que realizamos esta extraña operación de separación que hemos descrito arriba. Escribe Nietzsche:
«... [el lenguaje] entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un 'sujeto'. (...) del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como una acción de un sujeto que se llama rayo. (...) Pero tal sustrato no existe; no hay ningún 'ser' detrás del hacer, del actuar, del devenir; el 'agente' ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».
Al igual que Nietzsche, postulamos que «el agente es una ficción, el hacer es todo».Sostenemos que la acción y el sujeto (el «yo») que ejecuta la acción no pueden separarse. En realidad, son las acciones que se ejecutan las que están permanentemente constituyendo el «yo». Sin acciones no hay «yo» y sin «yo» no hay acciones. La flecha, el arco y el arquero en este caso se generan simultáneamente. La flecha que vuela está constituyendo al arquero. Somos quienes somos según las acciones que ejecutamos (y esto incluye los actos de hablar y de escuchar).
-Albert Einstein adoptó una posición similar. En una conferencia que dictó en Inglaterra sobre la metodología de la física teórica, dijo que si queremos entender lo que hace un científico no debiéramos basarnos en lo que él nos diría acerca de sus acciones. Debiéramos limitarnos a examinar su obra. Esta es también una de las posiciones centrales de la epistemología desarrollada por el filósofo de las ciencias francés, Gastón Bachelard.
Cuando actuamos (y también cuando hablamos y escuchamos —esto es, cuando estamos en conversación) estamos constituyendo el «yo» que somos. Lo hacemos tanto para nosotros mismos como para los demás. Nuestras acciones incluyen tanto nuestros actos públicos, como los privados; tanto nuestras conversaciones públicas, como las privadas. Pero hacer una separación entre actos públicos y privados (o conversaciones públicas y privadas) es algo muy diferente de separar al «yo» de sus acciones.
La noción misma de intenciones se desmorona al oponernos a separar a la persona de sus acciones. No viene al caso, por lo tanto, buscar nuevas clases de intenciones para entender el comportamiento humano, como lo hiciera Freud. Es el supuesto mismo de intención el que debe ser sustituido. La pregunta es: ¿Podemos prescindir de él? ¿Podemos darle un sentido al comportamiento humano sin presuponer una intención tras la acción?