La presentación de los diferentes actos lingüísticos que haremos a continuación, simultáneamente se apoya, a la vez que se aparta de la propuesta realizada por John R. Searle. Insistimos, por lo tanto, en advertir que el tratamiento que haremos de los actos lingüísticos no corresponde a aquél hecho por el filósofo norteamericano, sino que representa una elaboración efectuada a partir de su propuesta.
Afirmaciones y declaraciones
Al observar el habla como acción, es más, como una acción que siempre establece un vínculo entre la palabra, por un lado, y el mundo, por el otro, cabe preguntarse lo siguiente: cuando hablamos, ¿qué tiene primacía? ¿El mundo o la palabra? En otras palabras, ¿cuál de los dos —la palabra o el mundo— conduce la acción? ¿Cuál podríamos decir que «manda»? Estas preguntas tienen el mérito de llevarnos a establecer una importante distinción: a veces, al hablar, la palabra debe adecuarse al mundo, mientras que otras veces, el mundo se adecúa a la palabra.
Cuando se trate del primer caso, cuando podamos sostener que la palabra debe adecuarse al mundo y que, por lo tanto, el mundo es el que conduce a la palabra, hablaremos de afirmaciones. Cuando suceda lo contrario, cuando podemos señalar que la palabra modifica al mundo y que, por lo tanto, el mundo requiere adecuarse a lo dicho, hablaremos de declaraciones.Lo importante de esta distinción es que nos permite separar dos tipos de acciones diferentes que tienen lugar al hablar: dos actos lingüísticos distintos. Habiendo efectuado la distinción, examinemos a continuación cada uno de sus términos por separado.
A) Afirmaciones
Las afirmaciones corresponden al tipo de acto lingüístico que normalmente llamamos descripciones. En efecto, ellas parecen descripciones. Se trata, sin embargo, de proposiciones acerca de nuestras observaciones. Creemos importante hacer esta aclaración.
Tenemos el cuidado de no decir que las afirmaciones describen las cosas como son, ya que, como hemos postulado, nunca sabemos cómo ellas son realmente. Sabemos solamente cómo las observamos. Y dado que los seres humanos comparten, por un lado, una estructura biológica común y, por el otro, la tradición de distinciones de su comunidad, les es posible compartir lo que observan.
Cuando nuestra estructura biológica es diferente, como sucede por ejemplo con los daltónicos, no podemos hacer las mismas observaciones. Lo que es rojo para uno puede ser verde para otro. ¿Quién tiene la razón? ¿Quién está equivocado? ¿Quién está más cerca de la realidad? Estas preguntas no tienen respuesta. Sólo podemos decir que estos individuos tienen estructuras biológicas diferentes. El rojo y el verde sólo tienen sentido desde el punto de vista de nuestra capacidad sensorial como especie para distinguir colores. Las distinciones entre el rojo y el verde sólo nos hablan de nuestra capacidad de reacción ante el medio externo; no nos hablan de la realidad externa misma.
Los seres humanos observamos según las distinciones que poseamos. Sin la distinción mesa no puedo observar una mesa. Puedo ver diferencias en color, forma, textura, etcétera, pero no una mesa. Los esquimales pueden observar más distinciones de blanco que nosotros. La diferencia que tenemos con ellos no es biológica.
Nuestras tradiciones de distinciones son diferentes. Por lo tanto, la pregunta ¿Cuántos tonos de blanco hay realmente allí? sólo tiene sentido en el contexto de una determinada tradición de distinciones.
De manera similar, no podemos hablar de martes, Madrid y sol sin las distinciones martes, Madrid y sol. Alguien que no tenga estas distinciones no puede afirmar «Hizo sol el martes pasado en Madrid». ¿Quién tiene razón? ¿Quién está equivocado? ¿Quién está más cerca de la realidad? ¿La persona que tiene las distinciones? ¿O la persona que no las tiene? Estas preguntas sólo tienen sentido para las personas que comparten el mismo conjunto de distinciones. Desde este punto de vista, es válido decir que vivimos en un mundo lingüístico. Las afirmaciones se hacen siempre dentro de un «espacio de distinciones» ya establecido.
Como los seres humanos podemos compartir lo que observamos, suponemos que ésta es la forma como son realmente las cosas. Pensamos que, si lo que yo observo pareciera ser lo mismo que observa mi vecino, tendrá que ser que las cosas son como ambos las observamos. Pero esta conclusión es obviamente discutible. Aunque mi vecino y yo compartamos las mismas observaciones no podemos decir que observamos las cosas como realmente son. Solamente podemos concluir que compartimos las mismas observaciones, que observamos lo mismo. Nada más. La única descripción que hacemos es la de nuestra observación, no la descripción de la realidad.
Sin embargo, basándose en esta capacidad común de observación, los seres humanos pueden distinguir entre afirmaciones verdaderas o falsas. Esta es una de las distinciones más importantes que podemos deducir cuando tratamos con afirmaciones.
Es necesario advertir, sin embargo, que la distinción entre lo verdadero y lo falso sólo tiene sentido al interior de un determinado «espacio de distinciones» y, por lo tanto, sólo bajo condiciones sociales e históricas determinadas. Ella no alude a la «Verdad» (con mayúscula) en cuanto aprehensión del «ser» de las cosas. La distinción entre lo verdadero y lo falso es una convención social que hace posible la coexistencia en comunidad.
Una afirmación verdadera es una proposición para la cual podemos proporcionar un testigo. Un testigo es un miembro cualquiera de nuestra comunidad (con quienes compartimos las mismas distinciones) que, por estar en el mismo lugar en ese momento, puede coincidir con nuestras observaciones. Al decir «Hizo sol el martes pasado en Madrid», llamaremos verdadera a esta afirmación si podemos demostrar que alguien, con quien tenemos distinciones comunes, habiendo estado allí el martes pasado, compartió lo que observamos.
Las afirmaciones no sólo pueden ser verdaderas, pueden también ser falsas. Una afirmación falsa es una proposición sujeta a confirmación, pero que cualquier testigo, cualquier persona que hubiese estado allá en esa ocasión, podría refutar. El acto lingüístico de decir «Llovió el martes pasado en Ciudad de México» es una afirmación, a pesar de que este hecho pueda ser refutado por otros que hayan estado allá ese día. Si es refutado, va a seguir siendo una afirmación, pero falsa.
No todas las afirmaciones, sin embargo, pueden ser separadas en la práctica en verdaderas o falsas. Algunas veces no se pueden confirmar por no existir las condiciones necesarias para su corroboración.
Los pronósticos del tiempo constituyen buenos ejemplos. Si alguien dice «Va a llover mañana», hace una afirmación. Se trata de una proposición que está sujeta a confirmación. Sin embargo, tendremos que esperar hasta mañana para determinar si esa afirmación es verdadera o falsa. En el intertanto su calidad va a ser de indecisa. Por regla general, las afirmaciones acerca del futuro tienen la calidad de indecisas.
Cuando hacemos afirmaciones acerca del pasado, puede ocurrir algo similar. Si decimos, por ejemplo, «Nevó en Bariloche el 10 de abril de 1415», ésta es una afirmación. Teóricamente puede ser corroborada. Es más, se sigue tratando de un tipo de proposición en la que la palabra debe adecuarse al mundo y, por lo tanto, se trata de una afirmación. En la práctica, sin embargo, no vamos a encontrar a nadie que haya estado presente allá en ese momento y no existen registros con observaciones de testigos. La calidad de esta afirmación (si verdadera o falsa) también permanecerá indecisa.
Cada vez que ejecutamos un acto lingüístico adquirimos un compromiso y debemos aceptar la responsabilidad social de lo que decimos. El hablar nunca es un acto inocente. Cada acto lingüístico se caracteriza por involucrar compromisos sociales diferentes. En el caso de las afirmaciones, el compromiso social guarda relación con la necesidad de establecer de manera efectiva que la palabra cumple con la exigencia de adecuarse a las observaciones que hacemos sobre el estado de mundo.
Por lo tanto, cuando afirmamos algo nos comprometemos con la veracidad de nuestras afirmaciones ante la comunidad que nos escucha. Contraemos una responsabilidad social por su veracidad. En otras palabras, nos comprometemos a la posibilidad de proporcionar un testigo que corrobore nuestras observaciones o, en su defecto, de cumplir con cualquier otro procedimiento que, en la comunidad a la que pertenecemos, se acepte como evidencia.
Cuando hacemos afirmaciones hablamos del estado de nuestro mundo y, por lo tanto, estamos hablando de un mundo ya existente. Las afirmaciones tienen que ver con lo que llamamos normalmente el mundo de los «hechos».
B) Declaraciones
Muy diferente de las afirmaciones es aquel otro tipo de acto lingüístico llamado declaración. Cuando hacemos declaraciones no hablamos acerca del mundo, generamos un nuevo mundo para nosotros. La palabra genera una realidad diferente. Después de haberse dicho lo que se dijo, el mundo ya no es el mismo de antes. Este fue transformado por el poder de la palabra.
Tomemos un clásico ejemplo histórico. Cuando un grupo de personas se reunió en Filadelfia en julio de 1776 y, asumiendo la representación de las 13 colonias inglesas en Norteamérica, dieron a conocer al mundo un texto que comenzaba diciendo: «Cuando en el curso de los acontecimientos humanos, llega a ser necesario para un pueblo el disolver los vínculos políticos que lo conectaran con otro...», ellos no estaban hablando «sobre» lo que sucedía en el mundo en esos momentos. Estaban creando un nuevo mundo, un mundo que no existía antes de realizarse la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica.
Las declaraciones no sólo suceden en momentos muy especiales de la historia. Las encontramos en todas partes a lo largo de nuestra vida. Cuando el juez dice «¡Inocente!»; cuando el arbitro dice «¡Fuera!»; cuando el oficial dice «Los declaro marido y mujer»; cuando decimos en nuestra casa «Es hora de cenar»; cuando alguien crea una nueva compañía; cuando un jefe contrata o despide a alguien; cuando un profesor dice «Aprobado»; cuando una madre dice a su niño «Ahora puedes ver televisión», en todas estas situaciones se están haciendo declaraciones. Y en todos estos casos, el mundo es diferente después de la declaración. La acción de hacer una declaración genera una nueva realidad.
En cada uno de estos casos, la palabra transforma al mundo. Una vez que una declaración fue hecha, las cosas dejan de ser como eran antes. En cada una de estas instancias, el mundo se rearticula en función del poder de la palabra. Cada una de ellas, es un ejemplo de la capacidad generativa del lenguaje. Se trata de situaciones concretas en las que podemos reconocer las limitaciones de nuestra concepción tradicional, que concibe al lenguaje como un instrumento fundamentalmente pasivo.
Las declaraciones nos acercan a lo que comúnmente asociamos con el poder de los dioses. Son la expresión más clara del poder de la palabra, de que aquello que se dice se transforma en realidad; que la realidad se transforma siguiendo la voluntad de quien habla. No es extraño, por lo tanto, constatar cómo, en nuestra tradición judeocristiana, se sostiene que en el inicio sólo existía la palabra y que fue precisamente la palabra, como nos lo relata el Génesis, la que crea el mundo a través de sucesivas declaraciones. «Hágase la luz», declaró Dios, y la luz se hizo.
Las declaraciones no están relacionadas con nuestras capacidades compartidas de observación, como acontecía con las afirmaciones. Están relacionadas con el poder. Sólo generamos un mundo diferente a través de nuestras declaraciones si tenemos la capacidad de hacerlas cumplir. Esta capacidad puede provenir de la fuerza o habernos sido otorgada como autoridad. La fuerza nos obliga a inclinarnos ante una declaración y acatarla porque queremos evitar el riesgo de desintegración. La autoridad es el poder que nosotros o la comunidad otorga a ciertas personas para hacer declaraciones válidas. Ambas, la fuerza y la autoridad, son expresiones de poder.
Volvamos a nuestro primer ejemplo, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Cuando los ingleses supieron de ella, evidentemente no la aceptaron de inmediato. Para ellos ésa no era una declaración válida sino un acto de arrogancia de algunos de los súbditos de la Corona. Y así se los hizo saber el rey Jorge III. Sin embargo, como la historia ha demostrado, los ingleses no tuvieron suficiente poder para oponerse a esa declaración y, al final, tuvieron que aceptarla. Esta declaración tuvo vigencia porque aquellos que la hicieron tuvieron el poder de asegurar su cumplimiento y validez.
El caso de un oficial que celebra un matrimonio es diferente. En este caso, hemos otorgado a un funcionario la autoridad para hacer la declaración. Si alguien sin autoridad dijera «Los declaro marido y mujer» no tomaríamos en serio lo que esa persona dice. El mundo no cambiaría después de esa declaración. Sin embargo, el mundo no permanece el mismo de antes —no para la pareja que se está casando ni para la comunidad en la cual se efectúa el matrimonio— cuando la declaración es hecha por un oficial investido de la autoridad para hacerla.
Las declaraciones no son verdaderas o falsas, como lo eran las afirmaciones. Ellas son válidas o inválidas según el poder de la persona que las hace. Esta es una distinción fundamental cuando nos ocupamos de las declaraciones.
Una declaración implica una clase diferente de compromiso del de las afirmaciones. Cuando declaramos algo nos comprometemos a comportarnos consistentemente con la nueva realidad que hemos declarado. El oficial que celebró la ceremonia por ejemplo, no puede decir más tarde que realmente no quería decir lo que declaró, sin sufrir las consecuencias de un actuar inconsistente.
Cuando hacemos una declaración también nos comprometemos por la validez de nuestra declaración. Esto significa que sostenemos tener la autoridad para hacer tal declaración y que ella fue hecha de acuerdo a normas socialmente aceptadas. La autoridad está generalmente limitada a normas sociales específicas. La persona a quien se le otorgó autoridad para hacer una determinada declaración debe, comúnmente, cumplir con ciertos requisitos para poder hacerla. Un jurado, por ejemplo, tiene la autoridad para declarar un veredicto de inocencia, pero para hacerlo debe cumplir con normas sociales claramente establecidas.