La sauna Adonis era un local de lujo, situado en un pasaje discreto y arbolado, perpendicular al paseo del Prado, a poca distancia de los museos y del parque del Retiro. Según Manuel Puig —que nos aguardaba, impaciente—, se trataba de un establecimiento muy frecuentado por trabajadores de la cultura, exhaustos al final de sus jornadas y deseosos de olvidar, pongamos por caso, la delicada luz de Vermeer, en los brazos fortachones de un buen mozo, a ser posible parco en expresiones.
—No siempre es la mudez requerimiento indispensable —precisó Puig—. Otros clientes exigen cháchara, cuanto más banal, mejor. Eso le ocurre al colega que me trajo aquí, Abelardo, un chico que murió a lo grande, en accidente de Concorde. Le dio tiempo a brindar con champán francés. Bien, fue Abelardo quien me puso en la pista de nuestro hombre, es decir, del ex novio de tu amiga.
—¿Ex novio? ¿Lo han dejado correr? —pregunté, tontamente desolada, y en contra de mis propios intereses: siempre produce pena el final de un romance.
—Le plantó ella, por latero. Según Abelardo, el muchacho hablaba como una de las pitucas de mis novelas, sin parar. Le contó que su mina le había abandonado por eso, la piba no aguantaba su conversación en tiempo real, ya sabes: «Me desperté, me levanté, me duché, me peiné, me afeité, me masajeé con aftershave, desayuné, cagué, me puse la colonia que vos me regalaste...». Mi amigo añadió que el pobre puto andaba furioso porque la chica se pasaba el rato distraída, obsesionada por la grave enfermedad de una mujer cercana a ella.
—Cuando te saludamos —preguntó Manolo—, ¿ibas a la sauna?
—Sí, claro. A mí también me chiflan los diálogos aparentemente simples, a menudo esconden tragedias inesperadas: quería conocer al tal, que por cierto se llama Patricio. Vosotros me contasteis el problema y comprendí que el azar había puesto su resolución a mi alcance. Y, en efecto, es él, ¡Patricio es vuestro hombre! Me lo ha confesado en una sesión eterna. ¿Queréis conocerle?
—Yo no —la sola posibilidad me hizo retroceder físicamente.
—¿Por qué? —preguntaron los tres hombres y los tres perros, o eso me pareció.
—Siento una especial debilidad por los argentinos —confesé—, aunque hablen demasiado entre polvo y polvo. Y mi sexo ya no es de este mundo, al menos en lo que se refiere al Cono Sur. ¡Sólo me faltaría tener un lío con un ex novio de Paula!
—Brava, la niña.
Puig le sonrió a Manolo, pero fue Terenci quien le contestó:
—Ha conocido en el parque a alguien que no le perdonaría semejante desliz.
Abandonamos la sauna tan deprisa como pudimos, tras agradecerle a Manuel Puig su inapreciable gestión.
La pluma del Diablo nos esperaba en la puerta. Nos acompañó hasta el parque y allí, después de frotarse cariñosamente contra mi nariz, elevó su vuelo y se perdió en el aire.
En la Feria del Libro, en pleno pasco de (¡o ches, nos encarnamos en humanos, adoptando personalidades múltiples y simultáneas: escritores firmantes, lectores, paseantes y boicoteadores. Apro-vechando nuestra invisibilidad buscamos, para empezar, las casetas de los fachas y de los homófo-gos, y los perros se mearon en ellas cual si fueran el príncipe de Hannover. Acto seguido nos dirigimos a los puestos de signo contrario y compramos de todo. Es increíble lo que puede conseguir el Paraíso: vaciamos las estanterías de nuestros libreros predilectos, de aquellos que aún resisten el empuje de las grandes superficies, y dejamos al personal contento y con la caja rebosante de —ya puestos— doblones de oro como los que usan los personajes de Pérez Reverte, por no remontarme al Siglo de Oro original. Teníamos en mente a nuestro amigo Miguel Hernández, no el poeta —que forma parte de la sangre—, sino el hombre que, en la Antonio Machado —otro poeta abducido por nuestros glóbulos rojos—, cercana a la sede de la Sociedad de Autores, nos aconsejaba y recomendaba libros ignotos, y cuya charla tanto recuerdo, ahora que se ha retirado a disfrutar por fin de la lectura en la tranquilidad de su hogar.
Porque cómo apreciamos a quienes ampliaron las anchas alamedas librescas.
Tantas travesuras invisibles nos agotaron, y acabamos tumbados en el césped, con los perros, jadeantes y rendidos, desparramados a nuestros pies.
Fue entonces cuando supimos, como únicamente quienes han vivido muchos finales saben comprender, que la separación llamaba a nuestra puerta. No vernos, no tocarnos, no volar, no jugar, no abrazarnos. Nunca jamás.
—¿Y si Paula, contra lo que suponemos, ha descubierto el testamento? —murmuré.
—Lo sabrás en cuanto despiertes —dijo Manolo.
Terenci completó:
—«Pero siempre recordaremos el esplendor en la hierba y la gloria en las flores.» Cito de memoria, y de memoria muerta, como es natural.
De tal esplendor y anticipada añoranza gozábamos. A finales de la primavera, en el Retiro. Rendidos, felices, tristes, colmados y mutilados a un tiempo, amados y soñados. Amistosos.
—Nunca os olvidaré.
—Lo sabemos —retomaron su dúo estereofó-nico, que ahora me encantaba, que en el futuro iba a añorar—. Perdurar en la memoria de quienes nos aman es la mejor forma de paraíso que se puede concebir.
—Ya quisiera yo ser recordada como vosotros —y lo decía muy en serio.
—Disfrutemos del momento —propuso Manolo—. De nuestra última conversación.
—¡Nunca me dejaréis! Seguiré poniéndote en el DVD películas de faraones —prometí a Teren-ci—. Y en cuanto a ti, Manolo, continuaré comprando bacalao en la Boquería, en la parada que frecuentabas, y a la que acompañaba a mi madre cuando era niña y el bacalao era la proteína al alcance de los pobres. La dueña también se acuerda de ti, amigo mío. Os leeré continuamente, ¡visitaré Egipto! Si me quedo en Beirut, desde allí no saldrá muy caro. Memorizaré tus poemas, Manolo... «No vuelven ni el tiempo ni las naves.» No, ese verso tuyo inesperado resulta en este momento demasiado triste.
—La poesía, en general, es triste o no es. No llores. —Manolo me tomó de la mano—. Consuélate. Nos dejas con el Barrio y con mis perros. Es tu regalo. Antes no lo teníamos.
—¿Como París en Casablanca?
—Sí —otra vez los dos—. Manido recurso para una despedida, pues ha sido utilizado por numerosos imbéciles y algún que otro sabio. Mas como colofón, resulta insuperable.
—¡Siempre nos quedará nuestro Barrio! —suspiré.
—Tengo una idea. —A Manolo se le alumbró la mente, allá en el interior de su cabeza, rivalizando con el mediodía madrileño—. ¿Preparo un almuerzo de hasta la vista?
—Vale, pero elige tú el menú. —Abracé a Te-renci, para inmovilizarle—. No permitas que éste nos atosigue con sus percebes.
En un santiamén, Manolo se puso a los fogones, y nosotros, extasiados, contemplamos su cuidadosa selección de materias primas, las verduras con las que iba a preparar el último arroz.
Terenci y yo cubrimos la mesa con un mantel blanco, distribuimos los platos y los cubiertos, canturreando. Manolo abrió una botella de Tattinger y se nos acercó, sujetando tres copas en la otra mano. Brindamos allí, en nuestro picnic varado en la Eternidad, rodeados de casetas repletas de libros, del bullicio de los paseantes, de las exclamaciones de entusiasmo en que, ocasionalmente, algún viandante prorrumpía al reconocer a un autor o al permitirse la adquisición de un ansiado título.
Después de comer, nos tumbamos a hacer la siesta. Abrazados los seis, mis dos amigos y los perros: rodeándome, protegiéndome.
—Que tengas felices sueños al despertar —murmuró Terenci, después de besarme en la frente.
—¡Y le haremos un diez por ciento de descuento! —añadió Manolo.
—¿Diez por ciento de descuento? —levanté la cabeza del mostrador.
Me cegó la luz de la tarde.
—Corno todos los años... —aclaró una voz de mujer, a mi lado—. Hija, menudo susto.
—¡Mira que elegir un verso del poema que escribió cuando la inauguración del Drugstore! —exclamé.
—Todavía está medio ida —dijo la misma voz.
—Es que hace demasiado calor —sugirió Paula.
¿Paula?
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
Vestida con un alegre traje floreado, Paula me daba aire con uno de esos abanicos de papel que reparten en la Feria. Entre ella y yo un mostrador lleno de libros; unos cuantos eran míos. Tenía abierto por las primeras páginas un ejemplar del último que había escrito.
—¿He vuelto del coma?
—¿Qué coma? —preguntó Paula.
—Pregunta si quiere que le escriba la dedicatoria con comas —comentó una de las mujeres que hacían cola detrás de mi amiga—. Qué considerada es ella, no como otros.
Un murmullo de aprobación se elevó entre le veintena de personas que parecían esperar algo de mí.
—¿Me firmas o qué? Te has echado una siesta en mitad de la faena, y la gente aquí, aguantando. Tienes unos lectores que no te los mereces.
Sujeté a Paula por las muñecas.
—¿Qué me ha ocurrido? ¿Me he desmayado?
Negó:
—Te has quedado dormida. Suerte de ti. Te hemos dejado que descansaras un poco. Quienes vamos a desmayarnos somos nosotros si tardas mucho. Al menos tú estás resguardada. Anda, fírmame, que la gente ya ha esperado bastante. Y dime, ¿he hecho bien en comprar el María Moliner en CD? Me gusta más en libro, pero esto es más cómodo.
Al besarla le di recuerdos para sus padres.
Desde mi caseta divisaba la estatua del Ángel Caído.