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Quot;Torta mató a Panda, Panda mató a tres; Tres muertos mataron a siete vivos".

El rey se puso a reflexionar y fue de reflexionar como una hora, y no pudo dar en el chiste. Por fin se dio por vencido. El tonto explicó: --Panda, mi yegua, murió a consecuencia de haberse comido una torta envenenada; llegaron tres perros, le lamieron el hocico y enseguida murieron; bajaron siete zopilotes, se comieron los perros y también murieron.

Luego el tonto dijo: --Allá te va la segunda: "Comí carne de un animal que no corría sobre la tierra, ni volaba por los aires, ni andaba en las aguas".

Vuelta el rey a cavilar y al cabo de una hora se dio por vencido. El muchacho explicó: --Encontré una vaca que se había despeñado y que estaba boqueando, la acabé de matar y le saqué de la panza un ternerito que estaba para nacer. Lo asé y comí de su carne.

Luego el muchacho dijo: --Allá te va la tercera: "Bebí agua dulce que no salía de la tierra, ni caía del cielo".

Tampoco pudo esta vez adivinar el rey, y el tonto explicó: --Me bebí el agua de unos cocos y ya ves, señor rey, como al mejor mono se le cae el zapote.

Le llegó el turno al rey de proponer sus adivinanzas.

Mandó cortar a una chanchita el rabo y lo puso entre una caja de oro que presentó al tonto y le preguntó: -¿Adivinás lo que tengo aquí? --El se rascó la cabeza y al verse en este apuro, se dijo en voz alta: --"Aquí fue donde la puerca torció el rabo..."

El rey casi se va de bruces.

¡Muchacho! ¿Cómo has hecho para adivinar?

El tonto comprendió que de pura chiripa había acertado, y como no era tan tonto, dijo haciéndose el misterioso: --Eso no se puede decir... Eso es muy sencillo para mí...

Entonces el rey fue a su cuarto, cogió un grillo que cantaba en un rincón, lo encerró entre su mano y se lo presentó. -¿Qué tengo aquí?

El muchacho se puso a ver para arriba, y viendo que nada se le ocurría, se dijo en voz alta: ¡Ah caray! ¡Y en qué apuros tienen a este pobre grillo! (como a él lo llamaban "El grillo"...)

El rey se hizo de cruces, la princesa estaba en un hilo y la gente se volvía a ver, admirada.

--¡Muchacho de Dios! ¿Cómo has hecho para adivinar?

Otra vez los aires misteriosos para contestar:

--Muy fácil, pero no se puede decir...

Mandó a hacer el rey en un salón un altar con cortinas de oro y plata, candelabros de oro, candelas de cera rosada, floreros y muchos adornos, y sin que nadie lo viera, llenó un vaso de estiércol, lo envolvió bien en un paño de oro bordado con rubíes y brillantes y lo colocó en medio del altar. Hizo llamar al tonto y le preguntó:

¿A que no me adivinás qué tengo en este altar?



--¿Qué puede ser? ¿~Qué puede ser? --pensaba el muchacho sudando la gota gorda. --Lo que es ahora sí que no adivino... Lo que me voy a sacar es que me ahorquen... --Luego, casi desesperado, dijo: --Bien me lo dijo mi mama que buen adivinador de m... sería yo.

El rey se quedó en el otro mundo.

--¡Muchacho! ¿Cómo has adivinado? --Y él respondió: --¡Muy fácil! Si así me las dieran todas...

Inmediatamente se comenzaron los preparativos para la boda. La princesa estaba que cogía el cielo con las manos. La pobre no tenía nadita de ganas de casarse con aquel gandumbas.

Llamó al zapatero para que le tomara las medidas a su futuro esposo de unos zapatos de charol, pero le aconsejó se los dejara lo más apretados que pudiera. Lo mismo al sastre con el vestido y mandó a comprar un cuello bien alto.

Cuando llegó el día del matrimonio, el tonto fue a vestirse de señor, pero todo fue ponerse aquellas botas de charol y comenzar a hacer muecas. Le pusieron tirantes, el cuello que casi no le dejaba respirar y las mangas de la leva le quedaban tan angostas que se veía obligado a tener los brazos tan encogidos que parecia un chapulín. Pero lo que no se aguantó fue que le pusieran guantes. Cuando lo vieron fue sacándose la leva y arrancándose el cuello y la corbata y tirando todo por la ventana. Los zapatos de charol fueron a dar a un tejado.

--¡Adió! ¡Caray! --gritó al verse libre de todas aquellas tonteras. --¿Yo por qué voy a andar a disgusto?

La princesa que estaba escondida detrás de una cortina, ya no podía de tanto reir.

El muchacho se fue a buscar al rey y le dijo:

--Mucho me gusta su hija, pero más me gusta andar a gusto. Me comprometí a casarme con ella si me vestía de señor, pero yo no sé cómo hacen para andar con los pies bien chimaos, con el pescuezo metido entre esta baina, bien echados para atrás, que les tiene que doler la caja del cuerpo... Prefiero volverme donde mi mama: allí ando yo como me da mi gana; y si me quedo aquí tendré que pasar mi vida como un Niño Dios en retoque. (*)

Entonces el rey le dio dos mulas cargadas de oro y el tonto se volvió a su casa, donde lo recibieron muy contentos.

(*) Parece que esas sonrientes esculturas que representan al Niño Dios, para retocarlas y trabajar sin dificultad, las aseguran con un tornillo que les meten por detrás.


Ues señor, había una vez un viejito muy pobre que vivía solo íngrimo en su casita y se llamaba Uvieta. Un día le entró el repente de irse a rodar tierras, y diciendo y haciendo, se fue a la panadería y compró en pan el único diez que le bailaba en la bolsa. Entonces daban tamaños bollos a tres por diez y de un pan que no era una coyunda como el de ahora, que hasta le duelen a uno las quijadas cuando lo come, sino tostadito por fuera y esponjado por dentro.

Volvió a su casa y se puso a acomodar sus tarantines, cuando tun, tun, la puerta. Fue a ver quien era y se encontró con un viejito tembeleque y vuelto una calamidad. El viejito le pidió una limosna y él le dió uno de sus bollos.

Se fue a acomodar los otros dos bollos en sus alforjitas, cuando otra vez, tun, tun, la puerta. Abrió y era una viejita toda tulenca y con cara de estar en ayunas. Le pidió una limosna y él le dió otro bollo.

Dió una vuelta por la casa, se hechó las alforjas al hombro y ya iba para afuera, cuando otra vez, tun, tun, la puerta.

Esta vez era un chiquito, con la cara chorreada, sucio y con el vestido hecho tasajos y flaco como una lombríz. No le quedó más remedio que darle el último bollo. --¡Qué caray! A nadie le falta Dios.

A ya sin bastimento, cogió en camino y se fue a rodar tierras.

Allá al mucho andar encontró una quebrada.

El pobre Uvieta tenía una hambre que la mandaba Dios Padre, pero como no llevaba qué comer, se fue a la quebrada a engañar a la tripa echándole agua. En eso se le apareció el viejito que le fue a pedir limosna y le dijo: --Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor, que qué querés; que le pidas cuanto se te antoje. El está muy agradecido con vos porque nos socorriste; porque mirá, Uvieta, los que fuimos a pedirte limosna éramos las Tres Divinas Personas: Jesús, María y José. Yo soy José. ¡Con que decí vos! ¡Cómo estarán por allá con Uvieta! Si se pasan con que Uvieta arriba, Uvieta abajo, Uvieta por aquí y Uvieta por allá.

Uvieta se puso a pensar qué cosas pediría y al fin dijo: --Pues andá decirle que me mande un saco donde vayan a parar las cosas que yo deseo.

San José salió como un cachiflín para el cielo y a poco estuvo de vuelta con el saco.

Uvieta se lo echó al hombro. En esto iba pasando una mujer con una batea llena de quesadillas en la cabeza.

Uvieta dijo: --Vengan esas quesadillas a mi saco.

Y las quesadillas vinieron a parar al saco de Uvieta, quien se sentó junto a la cerca y se las zampó en un momento y todavía se quedó buscando.

Volvió a coger el camino y allá al mucho andar se encontró con la viejita que le había pedido limosna. La viejita le dijo: --Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor, mi hijo, que si se te ofrece algo, se lo pidás.

Uvieta no era nada ambicioso y contestó: - No, Mariquita dígale que muchas gracias, con el saco tengo. Panza llena, corazón contento. ¿Qué más quiero?

La Virgen se puso a suplicarle: --¡Jesús, Uvieta, no seas tan malagradecido! No me despreciés a mí. ¡Ajá, a José sí pudiste pedirle, y a mí que me muerda un burro!

Entonces a Uvieta le pareció muy feo despreciar a Nuestra Señora y le dijo: --Pues bueno: como yo me llamo Uvieta que me siembre allá en casa un palito de uvas y que quienes se suba a él no se pueda bajar sin mi permiso.

La Virgen le contestó que ya lo podía dar por hecho y se despidió de Uvieta.

Este siguió su camino y encontró otro quebrada. Le dieron ganas de tomar agua y se acercó. En la corriente vió pasar muchos pecesitos muy gordos. Como tenía hambre dijo: --Vengan estos peces ya compuesticos en una salsa tan rica, que era cosa de reventar comiéndolos.

Después siguió su camino y se salió un viejito que le dijo: -Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor qué si se te ofrece algo. El no viene en persona porque no es conveniente, vos ves... ¡Al fin El es Quien es! ¡Qué parecía que El tuviera que repicar y andar la procesión!

--Yo no quiero nada-- respondió Uvieta.

--¡No seas sapance, hombre! Pedí, que en la Gloria andan con vos ten que ten. No te andés con que te da pena y pedí lo que se te antoje, que bien lo mereces.

--¡Ay, qué santico este más pelotero! --pensó Uvieta y quería seguir su camino pero el otro detrás con su necedad y por quitarse aquel sinapismo de encima, le dijo Uvieta: --Bueno es el culantro pero no tanto. ¡Ave María! ¡Tántas aquellas por unos bollos de pan! Bueno, pues decile a Nuestro Señor que lo que deseo me deje morirme a la hora que a mí me dé la gana.

Pero no siguió adelante, porque quiso ir a ver si deberas le habían sembrado el palito de uvas, y se devolvió.

Anda y anda hasta que llegó, y no era mentiras: allí en el solarcito estaba el palo de uva que daba gusto. Al verlo, Uvieta se puso que no cabía en los calzones de la contentera.

Bueno, pasaron los días y Uvieta vuelto turumba con su palo de uvas. Y nadie le cachaba.

Ya todo el mundo sabía que el que se encaramaba en el palo de uva, no podía bajar sin el permiso de Uvieta.

Un día pensó Nuestro Señor: --¡Qué engreidito que está Uvieta con su palo de uva! Pues después de un gustazo, un trancazo. --Y Tatica Dios llamó a la Muerte y le dijo: --Andá jalámele el mecate a aquel cristiano que ya ni se acuerda que hay Dios en los Cielos por estar pensando en su palo de uvas.

Y la Muerte, que es muy sácalas con Tatica Dios, bajó en una estampida. Llegó donde Uvieta y tocó la puerta. Salió el otro y se va encontrando con mi señora. Pero no se dió por medio menos y como si la viera todos los días, le dijo:

--¡Adiós trabajos! ¿Y eso qué anda haciendo comadrita?

--Pues que me manda Nuestro Señor por vos.

-- ¿Idiay, pues no quedamos en que yo me iría para el otro lado cuando a mí me diera la gana?

--No sé, no sé, --contestó la Muerte. --Donde manda capitán no manda marinero.

¡Ay! Como no se le vaya a volver la venada careta a Nuestro Señor. --Pensó Uvieta.

--Bueno, comadrita, pase adelante y se sienta mientras voy a doblar los petates.

La Muerte entró y Uvieta la sentó de modo que viera el palo de uvas que estaba que se venía abajo de uvas. - Aviaos que no le fueran a dar ganas de probarlas! --La Muerte al verlo no pudo menos que decir: --¡Qué hermosura, Uvieta!

Y el confisgao de Uvieta que se hacía que estaba doblando los petates, le respondió: --¿Por qué no se sube, comadrita, y come hasta que no le quepan?

La otra no se hizo de rogar y se encarmó.

Verla arriba Uvieta y comenzar a carcajearse como un descosido, fue uno.

--Lo que el sapo quería, comadrita --le gritó-- .A ver si se apea de allí hasta que a mí me dé mi regalada gana.

La muerte quería bajar, pero no podía, y allí se estuvo y fueron pasando los años y nadie se moría. Ya la gente no cabía en la tierra, y los viejos caducando andaban dundos por todas partes, y Nuestro Señor como agua para chocolate con Uvieta, y recados van y recados vienen: hoy mandaba al gigantón de San Cristóbal, mañana a San Luis rey, pasado mañana a San Miguel Arcángel con así espada: --Qué Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que dejés apearse a la Muerte del palo de uva, que si no vas a ver la que le va a pasar.

Y otro día: --Uvieta, que dice Nuetro Señor que por vida tuyita, dejés apearse a la Muerte del palo de uva.

Y otro día: --Uvieta, que dice Nuetro Señor que no te vas a quedar riendo, que vas a ver. --Pero a él por un oído le entraba y por otro le salía. Y Uvieta decía: --¡Ah sí, por sapo que la dejo apearse!

Por fin Tatica Dios le mandó a decir que dejara bajar la Muerte y que le prometía que a él no se lo llevaría.

Entonces Uvieta dejó bajar a la Muerte, quien subió escupida a ponerse a las órdenes de Dios.

Pero Nuestro Señor no había quedado nada cómodo con Uvieta y mandó al diablo por él.

Llegó el Diablo y tocó la puerta: --Upe, Uvieta.

El preguntó de adentro: --¿Quién es?

Y el otro por broma le contestó: --La vieja Inés con las patas al revés.

Pero a Uvieta le sonó muy feo aquella voz: era como si hablaran entre un barril y al mismo tiempo reventaran triquitrates. Se asomó por el hueco de la cerradura y al ver al diablo se quedó chiquitico.

--¡Ni por la jurisca! ¡Si es el Malo! ¡Seguro que lo mandan por mí, por lo que le hice a la Muerte, ni más ni menos! ¿Ahora qué hago?

Pero en esto se le ocurrió una idea y corrió a su baúl, sacó su saco, abrió la puerta y sin dejar chistar al otro dijo: --¡Al saco el diablo!

Y cuando el pisuicas se percató, esta entre el saco de Uvieta.

--¡Ahora sí, tío Coles-- le gritó Uvieta-- vas a ver la que te vas a sacar por andar de cucharilla!

El demonio se puso a meterle una larga y una corta, pero Uvieta le dijo: --¡Ah! sí. ¡Qué te la crea tizote! --Y cogió un palo y le arrió sin misericordia, hasta que lo hizo polvo.

A los gritos tuvo que mandar Nuestro Señor a ver qué pasaba. Cuando lo supo, prometió a Uvieta que si dejaba de pegar al diablo, a él nada le pasaría. Uvieta dejó de dar y Nuestro Señor se vió a palitos para volver hacer al diablo de aquel montón de polvo.

Y el patas salió que se quebraba para el infierno.

Ya Nuestro Señor estaba a jarros con Uvieta y mandó otra vez a la Muerte: --que no se anduviera con contumerias, ni se dejara tener conversona--. Agárralo ojalá dormido y me lo traes. Míra que si otra vez te dejas enñagar, quedás en los petates conmigo.

A la Muerte le entró verguencilla y siguiendo los consejos de Nuestro Amo, bajó de noche y cuando Uvieta estaba bien privado, lo cogió de las mechas, arrió con él para el otro mundo y lo dejó en la puerta de la Gloria para que allí hicieran con él lo que les diera la gana.

Cuando San Pedro abrió la puerta por la mañana, se va encontrando con mi señor de clucas cerca de la puerta y como con abejón en el buche.

San Pedro le preguntó quién era, y al oír que Uvieta, le hizo la cruz. Si no hubiera estado en aquel sagrado lugar, le hubieran dicho: --¡Te me das de aquí, puñetero! --Pero como estaba, y además él es un santo muy comedido, le dijo: --¡Te me vas de aquí, que bastante le has regado las bilis a Nuestro Señor!

-- ¿Y para dónde cojo?

-- ¿Para dónde? Pues para el infierno, pero es ya, con el ya.

Uvieta cogió el camino del infierno. El diablo se estaba paseando por el corredor. Ver a Uvieta y salir despavorido para adentro, fue uno. Además atrancó bien la puerta y llamó a todos los diablos para que trajeran cuanto chunche encontraran y lo pusieran contra la puerta, porque allí estaba Uvieta el hombre que lo había hecho polvo.

Uvieta llegó y llamó pero antes usaban llamar las gentes cuando llegaban a una casa: --¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima! --Por supuesto que al oír esto los demonios se pusieron como si les mentaran la mama.

Y allí estuvo el otro como tres días, dándole a la puerta y ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!

Como no le abrían, se devolvió. Cuando iba pasando frente a la puerta del Cielo, le dijo San Pedro: --¿Idiai, Uvieta, todavía andás pajareando?

--¿Idiai, qué quiere que haga? Allí estoy hace tres días dándole a aquella puerta y no me abren.

--¿Y eso qué será? ¿Cómo llamás vos?

-- ¿Yo? Pues: ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!

La Virgen estaba en el patio dando de comer a unas gallinas que le habían regalado, con el pico y las patitas de oro y que ponían huevos de oro. Cuando oyó decir: ¡Ave María Purísima! se asomó creyendo que la llamaban.

Al ver a Uvieta se puso muy contenta.

--¿Qué hace Dios de esa vida, Uvieta? Entre para adentro.

San Pedro no se atrevió a contradecir a María Santísima y Uvieta se metió muy orondo a la Gloria y yo me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten otro.


abía una vez una viejita que tenía tres hijos: dos vivos y uno tonto. Los dos vivos eran muy ruines con la madre y nunca le hacían caso, pero el tonto era muy bueno con ella y era el palito de sus enredos. Los dos vivos se pasaban en la ciudad haciendo que hacían, porque eran unos grandes vagabundos. Lo cierto es que el tonto no era nada tonto, pero como era tan bueno lo creían tonto, porque así es la vida.

Pues señor; un día lo mandó la anciana a la montaña a traer una carguita de leña. El fue e hizo una buena carga, y cuando estaba rejuntando las burusquitas para que su madre no le costara encender el fuego por la mañana, se le apareció una viejita que traía una varillita en la mano.

Ella le dijo:-- Mirá, Juan, aquí te traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo sumiso que sos con tu mama.

Juan preguntó: --¿Y para qué me sirve?

--Para todo lo que se antoje: ¿que querés plata? Pues a pedírsela a la varillita. Y si no, mirá: cuando estés muy cansado, vas a tocar con ella la carga de leña y al mismo tiempo le decís: Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que mi carguita de leña me sirva de coche y me lleve a casa.

Así lo hizo Juan; se sentó en la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su casa.

Juan no dijo a nadie una palabra de lo que le pasara. Pero desde ese día no volvió a caminar por sus propios pies, sino que andaba para arriba y para abajo encajado en la carga de leña. Y cuando su madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el sordo.

Sucedió que las hijas del rey venían de cuando en cuando a bañarse en una poza que había cerca de la casa de ellos. Un día de tantos, salió la menor en un vivo llanto del baño porque se le había caído en el agua su sortija. A cada una de las niñas le había regalado el rey un anillo nunca visto, y que se encomendara a Dios la que lo perdiera.

A la noche llegaron los dos vivos con el cuento de que el rey estaba que se lo llevaba la trampa, porque la menor de las princesas había perdido su sortija en la poza, y que Su Majestad había ofrecido que aquel que la encontrara, sería el marido de su hija.

Apenas amanaeció, corrieron los dos vivos a buscar en la poza, pero nada. Así que se fueron ellos, llegó el tonto con su varillita, tocó el agua y dijo: --Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, reparame la sortija. --Y deveras, la sortija salió y se ensartó en la varillita. La guardó, tocó con su varillita la carga de leña, y pidió que ésta lo llevara al palacio del rey.

Cuando estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinelas, lo cogieron de mingo, y por supuesto, no querían dejarlo entrar.

Pero el tonto armó un alboroto. El rey oyó y mandó a ver qué era aquella samotana y al saberlo ordenó que lo dejaran pasar.

Y fue subiendo escaleras arriba, arrodajado en su carga de leña y así entró en el salón, en donde estaba el rey con toda su corte. Bajó de su vehículo alguillo chillado, sacó la sortija de su bolsa y dijo: --Señor rey, aquí traigo la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos de casamiento.

Todos al verlo entrar, reían a carcajadas y al oír sus pretensiones, quisieron echarlo a broma y a decir que la miel no se había hecho para los zopilotes. Pero cuando oyeron al rey decir que estaba dispuesto a cumplir lo prometido, se quedaron en el otro mundo.

La pobre princesa comenzó a hacer cucharas y por último soltó al llanto.

Las tres niñas se tiraron de rodillas ante su padre y se pusieron a rogarle, pero él les dijo: --Yo di mi palabra de rey y tengo que cumplirla.

Luego cogió a su hija menor por su cuenta y se puso a aconsejarla con muy buenas razones, porque este rey no era nada engreído: --Vea, hijita a nadie hay que hacerle ¡che! en esta vida. No hay que dejarse ir de bruces por las apariencias. ¡Quién quita que le salga un marido nonis! Y en esta vida, uno se hace ilusiones de que porque a veces se sienta en un trono es más que los que se sientan en un banco. Pues nada de eso, criatura, que sólo Cristo es español y Mariquita señora...

Y por ese camino siguió calmando a su hija, pero ella como si tal cosa, no dejaba su llanto y sus sollozos, porque no hallaba cómo casarse con aquel hombre tan infeliz. Y cuando recordaba que había entrado en el salón sobre una carga de leña y que todos se esmorecieron de la risa, sentía que se le asaba la cara de verguenza.

Pero no hubo remedio y llegó el día del casorio.

La madre y los hermanos del tonto estaban en ayunas de la que pasaba.

Bueno, pues llegó el día del casorio, que sería a las doce del día en la Catedral.

El tonto salió como si tal cosa, montado en su carga de leña, pero al ir a entrar en la ciudad, tocó la carga con su varita y dijo: -- Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la carga de leña se vuelva un coche de plata, con unos caballos blancos que nunca se hayan visto, y yo un gran señor muy hermoso y muy inteligente--. Y la carga de leña se transformó en una carroza de plata y él, en un gran señor.

Cuando la gente vió detenerse aquella carroza frente al palacio y bajar aquel príncipe tan hermoso se quedó con la boca abierta.

La princesa estaba en un rincón y no tenía consuelo. Hasta fea estaba, ella que era tan preciosa, de tanto llorar: con los ojos como chiles y la nariz como un tomate.

¡Ay, Dios mío, ¡Qué fue aquello! De pronto entra un príncipe muy hermoso, la coge de una mano, se la lleva y la mete en una carroza de plata. Sale la carroza que se quiebra para la Catedral y allí los casa el señor Obispo. Vuelven al palacio y ¡qué bailes y qué fiestas!

La pricesa no sabía si estaba dormida o despierta. Cuando comenzó el baile, ella bailó con su marido y todo el mundo les hizo rueda, y no tanto por admirarla a ella como a él. Las otras dos princesas que se habían burlado antes del triste novio y de su carga de leña, estaban ahora con su poquito de envidia y no hallaban en donde ponerlo. Y todo el mundo: ¡ Juan arriba y Juan abajo!

Juan se fue a un rincón, sobó su varillita y le dijo: --Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la casilla de nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre una gran señora.

Y así fue: la viejita estaba en la cocina en pleitos con el fuego y echando de menos a Juan, que de unos días para acá se le había vuelto muy pata caliente, cuando oyó un ruidal y como que se mareaba: al volver en sí, se vió en una gran sala de cristal con muebles dorados y ella sentada en un sillón, vestida de terciopelo y abanicándose con un abanico de plumas; a su alrededor una partida de sirvientes que se querían deshacer por sonarle la nariz, por abanicarle y hasta por llevarla en silla de manos allá fuera. Por todas partes salían y entraban criados muy atareados. De pronto oyó ruidos de coches, y en la sala vecina comenzó a tocar una música que era lo mismo que estar en el Cielo. Por último ve entrar una pareja, como quien dice un rey y una reina ... ambos le echaron los brazos y la voz de Juan que dice: -- Mamita, aquí tiene a mi esposa. Y más atrás venían el rey, la reina, las princesas y cuanto marqués y conde había en el país.

Allá al anochecer, estaba la fiesta en lo mejor, llegaron los hermanos que andaban de parranda. Juan los encerró en un cuarto, y otro día cuando estuvieron frescos, les contó lo que pasaba y que si se formalizaban, los casaba con las otras princesas. De veras, ellos se formalizaron y se casaron. Juan y su esposa fueron reyes y todos vivieron muy felices.


 

Abía una vez un hombre muy torcido, muy torcido. Parecía que el tuerce lo hubiera cogido de mingo. Como era más torcido que un cacho de venado, le pusieron el apodo de Cacho de Venado y así todo el mundo le llamaba Juan, Cacho e´ Venao; pero con el tiempo, por abreviar, sólo le decían Juan Cacho.

Creyendo hacer una gracia, se casó, pero la paloma le salío un sapo, porque la mujer tenía un humor que sólo el santo Job la podía aguantar. Parecía que el pobre Juan Cacho se hubiera puesto expresamente a buscar con candela la mujer más mal geniosa del mundo.

Para alivio de males era peor que una cuila para tener hijos. Y no echaba las criaturas al mundo como Dios manda, sino que cada rato salía mi señora con guápiles. En un momento se llenaron de chiquillos. ¡Y había que ver lo que era mantener aquella marimba!.

Luego, con ese tuerce, era rara la semana que Juan podía salir adelante, porque nada más que pichuleos era lo que encontraba. Y no era que el hombre de Dios fuera un atenido de esos que les gusta pasarse la vida rascándose la panza. No. Si era amigo de Gurrugucear el real por todo.

El lo mismo le hacía a una cosa que a otra, y todo sabía hacer: él encalaba, él cogía goteras, él desyerbaba; él metía y picaba leña; él remendaba ollas; él jalaba diarios; él, para hacer barbacoas a las matas de chayote; él para sacar raíces.¿Que un remiendo de albañil? Allí estaba Juan Cacho. ¿Que componer una cumbrera? Allí estaba Juan Cacho. En fin, él hacía lo que podía pero nunca quedaba bien con aquella fierísima de su mujer. Había que ver las samotanas que le armaba los sábados, cuando llegaba con la mantención escasa... ¡Válgame Dios! La mujer le tiraba las cuatro papas y los frijolillos, el maicillo y la tapilla de dulce.

Los chiquillos eran enfermizos, llenos de granos, sucios y con el ejemplo que les daba la Mama, también malcriados con el Tata.

Por fin un día a Juan se le llenó la cachimba, como dicen, y no quiso aguantar más. Echó sus cuatro chécheres en un saco y se fue a rodar tierras.

De camino se ganó unos rialitos y compró, para matar el hambre, un diez de pan y quince de salchichón. Anda y anda, le agarró la noche en despoblado y de ribete comenzó a llover. Se metió en un rastrojo en donde quedaba en pie una media agua de cañas y hojas. Encendió un fogón para calentarse, se arrodajó en el suelo y sacó de su morral el pan y el salchichón, dispuesto a no dejar ni una borona.

Iba a echarse el primer bocado, cuando oyó que le dijeron:

--¡Ave María Purísima!

Levantó los ojos y va viendo un viejitico todo tulenquito hecho un pirrís, apoyado en un bordón. Tenía cuatro mechas canosas y una barbilla rala y todo él inspiraba lástima. Al viejito se le iba los ojos detrás del pan y del salchichón.

--¡Sea por Dios! Y Juan Cacho tenía tanta hambre. Pero, ¡qué caray!, donde hay para uno hay para dos.

--Aquí hay pa juntos, amigó, dijo Juan Cacho al viejito.

El viejito no se hizo de rogar; se arrodajó también en el suelo y se puso a comer con una gana, que es veía que hacía su rato no probaba bocado. Y si Juan Cacho no se anda listo, no lo deja a oscuras.

Así que comieron y medio se calentaron, se echaron a dormir sobre la hojarasca.

Cuando comenzaron las claras del día, despertó Juan Cacho y vió al viejito dispuesto a darle agua a los caites. Hacía un frío que no se aguantaba. ¡Ah!, ¡un jarro de café bien caliente!, pensó Juan. El viejito, como si le estuviera leyendo el pensamiento, le dijo:

--Hombré, ¿te gustaría tomar una tasa de café acabadito de chorrear? Por supuesto que con eso no hizo más que alborotarle las ganas. El viejito se fue sacando de la bolsa una servilleta blanquitica que daba gusto. No parecía que entre el montón de chuicas que era el viejo, pudiera haber un trapo tan limpio.

--Tomá, le dijo, te voy a hacer este regalo.

--¿Y para qué quiero yo esto?, pensó Juan Cacho. Será para limpiarme el hambre de la boca...

Como si hubiera oído esta reflexión, el viejito le respondió:

--No creás, hijó. Esta es una servilleta de virtud. Te la doy para premiarte tu buen corazón. Me diste la mitad de lo que tenías. Yo sé que te quedaste con hambre por mí.

Juan se quedó viendo a su huésped y se puso en un temblor cuando se dió cuenta de que ya no era un viejito tulenquito, con una barbilla rala y cuatro mechas canosas, cubierto de chuicas, sino TATICA DIOS en persona, envuelto en resplandores. Juan se puso de rodillas y le rezó el Bendito Alabado. El señor le dijo:

--Extendé la servilleta en el suelo y decí: “Servilletica, por la virtud que Dios te dió, dame de comer”.

Entonces la servilleta se hizo un gran mantel y sobre él apareció una gran cafetera llena de café caliente y aromático; un pichel lleno de postrera amarillita y acabada de ordeñar; un cerro de tortillas de queso, doradas, de esas que al partirlas echan un vaho caliente que huele a la pura gloria y que al partirlas hacen hebras; un tazón de natilla; bollos de pan dulce con su corteza morena, de los que se esponjan al partirlos y se ven amarillos de huevo y de aliño; tarritos de jalea de membrillo y de guayaba; pollos asados, frutas , en fin, tanta cosa que sería largo de enumerar.

Cuando Juan volvió a ver, ya Tatica Dios no estaba allí. Juan estaba muy asustado con la aparición, pero pudo más el hambre y se puso a comer todas aquellas ricuras con las que jamás había soñado su imaginación de pobrecito.

Cuando terminó, todavía quedaban viandas como para una semana. Recogió la vajilla que era de oro y plata y de la más fina porcelana y puso todo lo que pudo en su saco, porque no creía que la cosa se repitiera. Luego se guardó la servilleta.

Allá de camino, por tantear, la volvió a extender sobre el zacate y dijo: “Servilletica, por la virtú que Dios te dió, dame de comer”. Y otra vez apareció un banquete que se lo hubieran deseado los obispos y los reyes. Lo que hizo fue que en el primer rancho que encontró, avisó para que fueran a recoger todo aquello.

Juan Cacho pensó en su chiquillos hambrientos, y a pesar de lo mal criados que eran , y de su mujer, creyó que su deber era volver a donde ellos y darles de comer. Y se puso a imaginarlos sentados alrededor de un banquete como los que había tenido enfrente. Lo que voy a hacer, pensó, es no dejarlos comer mucho, para que no se empachen.

Al anochecer llegó a un sesteo. Bajo un gran higuerón y sentados alrededor de una gran fogata, había muchos boyeros y hombres que venían arreando ganado. Estaban tomando café que le habían comprado al dueño del sesteo. La verdad es que lo que vendía este hombre, no era café, sino agua chacha. Entonces Juan Cacho les dijo:

--Boten esa cochinada y van a probar lo que es café. ¡Y no van a tomar café vacío!...

Diciendo y haciendo, extendió en el suelo su servilleta y dijo: “Servilletica, por la virtú que Dios te dió, danos de comer”. Y aparecieron el café, y la postrera y la natilla y los pollos asados y vinos y las sabrosuras. Toda aquella gente acostumbrada a arroz, frijoles y bebida, no se atrevían a tocar los ricos manjares.

Juan les dijo: “¡Ideay, viejos, aturrúcenle, que ahora es tiempo!”

Los arrieros no se hicieron de rogar. A poquito rato se les habían subido los tragos y aquello era parranda y media.

El dueño del sesteo era lo que se llama un hombre angurriento, de los que no pueden ver bocado en boca ajena, y en cuanto se dió cuenta del tesoro que era aquella servilleta, le echó el ojo.

Apenas vió que Juan Cacho se había dormido, le sacó la servilleta y le puso otra en su lugar. Y Juan, que había caído como una piedra, tan rendido estaba, y que además andaba medio tuturuto con los tragos que se había tomado, no sintió nada.

Antes de amanacer se levantó Juan Cacho ya fresco, se cercioró de que tenía la servilleta entre la bolsa y cogió para su casa. De camino se iba haciendo ilusiones, de la sorpresa que les iba a dar a su mujer y a sus chiquillos; de lo mansita que se le iba a poner la alacrana de su esposa y se imaginaba a cada una de sus criaturas con un pollo asado en la mano.

Cuando llegó a su casucha, entró muy orondo, dándose aire de persona quitada de ruidos.

En cuanto lo vió la chompipona de su mujer comenzó a insultarlo; pero él no le hizo caso y se fue derecho al fogón, y destapó la olla que tenía en el fuego. Al ver que lo que había en la olla eran cuatro guineos bailando en agua de sal, se echó a reír y los tiró a medio patio. La mujer y los chiquillos creían que el hombre se había chiflado.

--¡Van a ver lo que les traigo de comer!, les dijo. En cambio de esa cochinada que tenían en el fuego, les voy a dar pollos, chompipes, vino y dulces, de caer sentados comiendo.

Y ñor Aquel cogió los cuatro chunches que tenían sobre la mesa renca, los tiró por donde primero pudo; se sacó de la bolsa la servilleta; con mil piruetas la extendió sobre la mesa y, echándose para atrás, grito: “ Servilletica, por la virtud que Dios te dió, danos de comer”.

¡Y nada!...

Juan Cacho se quedó más muerto que vivo. ¡María Santísima! ¿Qué era eso? ¿Será que no le había oído la servilleta? Volvió a repetir. ¡Y nada! ¿Lo habría cogido de mona Tatica Dios? No podía ser. El no es de esos que cogen de mona a nadie. ¿Pues, y esto qué era?

Entre tanto la mujer había vuelto a coger los estribos: agarró un palo de leña y se lo dejó ir con toda alma, que si no se agacha el hombre, le parte la jupa por la pura mitad. Y no fue cuento, Juan Cacho tuvo que salir por aquí es camino, mientras el culebrón y los chacalincillos le gritaban improperios.

Bueno, Juan Cacho quiso ir a darle las quejas a Tatica Dios, de lo que le había pasado y se puso al caite, camino del lugar en donde se lo había encontrado. Llegó al anochecer, sin haber probado bocado y con abejón en el buche. Encendió un fogón y se sentó a esperar. Allá, al mucho rato, de veras fue llegando Nuestro Señor con un borriquito de diestro.

--¿Ideay, hijó, qué estás haciendo aquí?; le preguntó.

A Juan se le pegó el nudo.

--¿Que qué estoy haciendo?... ¡Pero mi Señor Jesucristo, si vos debés saberlo!... Lo que es la tal servilleta, en mi casa no me sirvió sino para ponerme en vergüenza. Va de decile y decile y lo que hizo esta piedra, hizo ella. De allí salí que deseaba me tragara la tierra ... Había que ver a mi mujer que es más brava que un solimán, después, que le tiré los guineos al patio...

--¡Oh, Juan, le dijo Nuestro Señor, vos sí que sos sencillo! En fin, aquí te traigo este borriquito... A ver, extendé en el suelo ese saco que traes.

Juan lo extendió.

--¡Ppp, Ppp!, hizo el Señor, animando al borriquito para que se parara sobre el saco.

Cuando la bestia se colocó sobre el saco, Tatica Dios ordenó a Juan que fuera repitiendo con El lo que decía:

--“Borriquito, por la virtud que Dios te dió, reparame plata”. No lo habían acabado de decir, cuando el animal se puso a echar monedas por el trasero; monedas en vez de estiércol.

¡Ay, Dios mío!, ¿Qué era aquello?

Cuando Juan levantó los ojos para ver a Tatica Dios, ya éste había desaparecido.

Juan se puso a bailar en una pata de la contentera y no aguardó razones, sino que cogió el camino de vuelta.

Cuando pasó por el sesteo, se sintió muy rendido y entró a pedir posada.

Apenas lo vió el dueño, se quedó chiquitico, pensando que el otro venía a reclamarle.

--¡Hola, compadrito! ¡Dichosos ojos! ¿Y qué viento lo trae por aquí?

Y Juan, que no tenía pringue de malicia, le soltó:

--¡Viera, viejo, lo que traigo! ¡Esto sí que es cosa buena! Vamos y tráigame una cobija o un trapo y va a ver usté...

El hombre no se hizo rogar y cogió un pedazo de mantalona que estaba a mano. Juan hizo que el burro se colocara encima de la mantalona y dijo: --Burriquito, por la virtú que Dios te dió, reparame plata.

Y al momento estaba el burro echando monedas de oro por el trasero, en vez de estiércol.

Al hombre casi le da una descomposición del susto de ver aquel gran montón de monedas de oro. Y al momento se puso a pensar que este burro tenía que ser de él.

Lo primero que hizo fue darle guaro a Juan para que se almadeara; luego lo llevó a acostarse. Pero en medio de la soca que se tenía, el pobre Juan no perdía del todo el sentido y no soltaba el mecate con que llevaba amarrado el burro. Al fin del cuento se privó y entonces el otro aprovechó la oportunidad para quitarle el burro y cambiárselo por otro muy parecido.

Al día siguiente muy de mañana, se puso Juan camino de su casa. Como estaba de goma y él de por sí no era muy observador, no se fijó en que le habían cambiado el animal. Bueno, el caso es que llegó a la casa y se metió con todo y burro. Como se sentía muy seguro, no hizo caso de los denuestos con que lo recibió la gallota de su mujer. Juan se fue derechito a la cama, quitó la cobijilla colorada llena de churretes de candela con que todavía estaban cobijados los chacalincillos, la tendió en el suelo e hizo que el burro se encaramara sobre ella. Luego gritó entusiasmado:

--Burriquito, por la virtú que Dios te dió, reparanos plata.

¡Y nada!

Volvió a decirle y nada. ¡Ayayay! ¿Qué era esto, María Santísima? Otra vez le gritó:

--Burriquito, que por la virtú que Dios te dió repararme plata.

Y lo que hizo el animal fue una buena gracia sobre la cobija. Por supuesto que eso fue el colmo. La mujer le tiró encima los tizones y luego los chiquillos cogieron los cagajones del burro y lo agarraron a cagajonazos.

Al pobre Juan le faltaron pies para salir corriendo. Y, lejos, se sentó a recapacitar. ¿Pues y ésto qué será? ¿Será que Tatica Dios de veras se había querido burlar de él? No podía ser; Nuestro Señor no es de bromas, y menos con un triste como él. Entonces decidió volver allá arriba, al lugar en donde se le había aparecido. Quién quita que se le apareciera otra vez y le pusiera en claro aquello...

Juan volvió a tomar el camino, anda y anda. Por fin llegó, ya oscureciendo, cansado, con hambre y todo achucullado. ¡Qué hombre más torcido era él, que hasta con Tatica Dios le iba mal! Se sentó, y no fue cuento, sino que largó el llanto, allí en la soledad, donde nadie lo podía ver.

--Hombre, Juan, ¿qué es eso?

Levantó los ojos y allí estaba Tatica Dios en persona, con un saco a la espalda, mirándolo, entre malicioso y compasivo.

¿Y eso qué es, Juan? ¿Mariqueando como las mujeres? Se veía que le quería meter ánimo.

--¿Pues no ves, Señor mío Jesucristo, que con el burro también me fue mal? Mientras la cosa era afuera, funcionaba muy bien, pero en cuanto llegué a mi casa, y había que enfrentarse a mi mujer, ¡adiós mis flores!... Lo que hizo fue una gracia en la cobija, y entre la mujer y los chiquillos me cogieron a cagajonazos. Y si no me las pinto, me matan.

--Pues hijó, yo lo que encuentro es que vos no te das a respetar de tu mujer ni de tus hijos, y eso va contra la Ley de Dios. Allí quien debiera tener los pantalones es tu mujer. Bueno es culantro, pero no tanto, hijo. Bueno es que seas paciente, pero no hasta el extremo. Vos debés amarrarte esos calzones, Juan, si no querés que tus hijos acaben por encaramársete encima y tu mujer te ponga grupera. Y mirá, muchacho, hay que tener su poquito de malicia en la vida, si no querés salir siempre por dentro. Vos sos muy confiado con todo el mundo; crees que todos son tan buenos como vos, ¡y qué va! Ese hombre del sesteo te ha jugado sucio, hombre de Dios, y ... no te digo más. Aquí te traigo, para ver si sabés sacarle partido.

Tatica Dios abrió el saco y sacó tamaña perinola que más parecía garrote que otra cosa.

--Poné atención, Juan, a lo que voy a decir:

--Escomponte, perinola.

Y la perinola salió del saco y comenzó a arriarle a Juan sin misericordia.

--¡Ay, ay, ayayay!, gritaba Juan. ¿Ideay, Señor, tras dao, meniao? Me arrea mi mujer y vos también, Señor. Qué esperanza me queda. ¡Ayayay!

Nuestro Señor dijo:

--Componte, perinola.

Y la perinola se metió muy docilita entre el saco, como si tal cosa.

--Es para que aprendás, Juan, a no dejarte. Es la última vez que te meto el hombro. Y si con esta no entendés, no tenés cuando, y mejor es que me dejés quieto. Yo no te digo que no seas bueno con tu prójimo, pero tampoco te dejés, porque eso es dejar lugar a que el egoísmo se extienda como una mata de ayote. Y no volvás por aquí, Juan y no te dejés.

Juan oyó el sermón muy humildito, con los ojos bajos, se le había abierto como una hendija en los sesos y ahora iba comprendido... Tenía razón Tatica Dios. Estaba bueno lo que le había pasado, por tonto. Sí quién veía al dueño del sesteo tan labioso. Claro, para mientras se lo tiraba. Pero ahora que se encomendara. Y que se alistara su mujer, y que los chiquillos se fueran ensebando las nalgas. Y Juan Cacho se echó el saco a la espalda y comenzó a bajar la cuesta muy decidido, a grandes pasos.

Llegó al sesteo y salió el hombre hecho una aguamiel, sin saber si el otro venía a reclamarle o a dejarle otra cosita.

--¡Hola, compadrito! ¡Dichosos ojos! Pase adelante, debe estar muy cansadito. Voy a llamar a mi mujer para que me le aliste aunque sea un plato de arroz y frijoles.

Juan Cacho no se hizo de rogar y se sentó a comer con el saco a un lado. El hombre estaba con una gran curiosidad de saber qué traía el otro en el saco.

--¿Ideay, compadrito, no trae por ahí alguna novedad de las que usté acostumbra?

Juan se le acercó y le dijo bajito:

--Sí, mi estimado, pero es un gran secreto. Vamos para allá adentro, a un cuarto donde nadie nos oiga. Y advierta a su mujer y a su familia que oigan lo que oigan, no se asomen, porque entonces todo se nos echa a perder. De veras, el otro se fue allá adentro y le advirtió a todo el mundo que nadie se acercara al cuarto, oyera lo que oyera. Y dijo a su mujer, guiñándole un ojo:

-- Voy a ver si hago con ñor Aquel otro negocito como el de la servilleta y el del burro. Ya vos sabés. Ve que nadie se acerque, ya te lo advierto.

Si la cosa sale mal por tu culpa, por no cuidar bien para que no se acerquen, vos me la pagarás.

Se fueron para el cuarto y se encerraron con llave. Juan fue abriendo poquito a poco el saco, y el otro hombre con una curiosidad... Estiraba el pescuezo para ver qué tenía entre el saco y parecía que tenía baile de Sanvito y quería meter la mano.

--¡Ché!, No se asome, viejo, porque entonces no resulta, le advertía Juan, abriendo poquito a poco el saco.

--¿Y dígame, compadrito, preguntó Juan Cacho, cómo le ha salido el burriquito?

--¿Cuál burriquito?, preguntó el otro sobresaltado.

--Pues el burriquito... usté sabe. ¿Y la servilletica, le ha servido de algo?

--No sé de qué me está hablando.

--¿Con que no lo sabe? Pues le voy a enseñar.

Y Juan puso la boca del saco en dirección del hombre y gritó:

--Escomponte, perinola.

La perinola que parecía un garrote, salió del saco disparada y comenzó a arriarle al hombre sin misericordia y le dió tal garroteada que lo dejó negrito de cardenales. El hombre gritaba pidiendo socorro, pero como había advertido a la familia que oyeran lo que oyeran, no se asomaran, nadie acudió a su auxilio.

Juan Cacho le preguntó:

¿Sabés ahora de cuál servilleta y de cuál burro te hablo?

--¡Sí sé! ¡Sí sé!, gritaba el hombre, y ahoritica mismo te los devuelvo, pero ve que ese garrote no me pegue más.

--Cuando me devolvás mis cosas, entonces...

La servilleta y el buroo le fueron devueltos. Cuando Juan Cacho se convenció de que eran los legítimos, se montó en su burro y con la servilleta entre la bolsa y el saco de la perinola al hombro, cogió camino para su casa. El hombre del sesteo se quedó en un quejido y su cuerpo parecía el de un crucificado.

Juan llegó a su casa. Apenas lo divisó su mujer, le gritó:

--¿Ya venís, poca pena? Vení acá y te contaré un cuento, gran atenido, que sólo servís para echar hijos al mundo y después no sabés mantenerlos. Y no te basta venir solo, sino que también traes el burro. De las costillas te voy a sacar mi cobija, gran tal por cual...

¡Ave María! La mujer parecía un toro guaco. Y los chiquillos malcriados, haciéndole segunda.

Juan Cacho no hizo caso y, tun tun, se metió en la casa, como sino fuera con él. La mujer y los chiquillos se metieron también insultándolo, Juan abrió el saco y cuando su mujer le iba a zampar ya la mano, gritó:

--Escomponte, perinola.

Y salió la perinola a cumplir con su deber y a darle a aquella alacrana. Hasta que sonaban los golpes: pan, pan... Y la mujer gritaba y gritaba pidiéndole auxilio.

De cuando en cuando la perinola les daba a probar también a los gülas que se habían metido debajo de la cama. Los vecinos acudieron, y como no les abrían, echaron la puerta abajo y también salieron rascando.

A la mujer, a punta de garrote, se le había bajado la cresta y muy humildita se puso a pedirle perdón a Juan y a decirle que no lo volvería a hacer, que en adelante iba a ser otra cosa.

Juan se compadeció y gritó:

--Componte, perinola.

Y la perinola que parecía un garrote se metió muy docilita en el saco. Había que ver las chichotas y cardenales que tenían en el cuerpo la madre y los hijos. Juan se paseaba muy gallo por entre aquellas palomitas y corderitos, que le miraban con toda humildad.

--Ahora, a comer, ordenó Juan, y extendió sobre la mesa renca la servilletica.

--Servilletica, por la virtú que Dios te dió, danos de comer.

Y la servilletica se volvió mantel y se cubrió de viandas exquisitas. Todos comieron y se chupaban los dedos. Juan mandó a repartir entre la vecindad y todavía quedó.

Enseguida cogió la cobija, la tendió en el suelo y dijo:

--Burriquito, por la virtú que Dios te dió, repáramos plata.

Y la bestia echó por el trasero, no cagajones, como la vez pasada, sino monedas de oro.

Después de eso la mujer tuvo que coger cama ocho días, tan mal parada había quedado con la garroteada; pero allí en la cama, mi señora parecía una madejita de seda.

Juan compró una casa grande, hermosísima y los pobres se acabaron en ese pueblo, porque Juan no dejaba que hubiera gente con necesidad.

A los chiquillos le sacaron las lombrices; se pusieron gordos y colorados; además se volvieron muy educados, porque Juan puso colgando en el gran salón y medio a medio, el saco de la perinola, con una pizquita de fuera, para que todo el mundo viera que allí estaba quien todo lo arreglaba.

Pero de eso hace ya muchos años, y quien sabe que se hicieron la servilletica, el burriquito y la perinola.

Y me meto por un huequito, y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.


 

Abía una vez un rey que tenía tres hijos. Y el rey estaba desconsolado con sus hijos, porque los encontraba algo mamitas y él deseaba que fueran atrevidos y valientes. Se puso a idear cómo haría para sacarlos de entre las enaguas de la reina, quien los tenía consentidos como a criaturas recién nacidas y no deseaba ni que les diera el viento.

Un día los llamó y les dijo -Muchachos, ¿por qué no se van a rodar tierras? Le ofrezco el trono a aquel que venga casado con la princesa más hábil y bonita. Y lo mejor será que no digan nada a su mama, porque ¿quién la quiere ver, si ustedes chistan algo de lo que les he propuesto?

Y dicho y hecho: a escondidas de la reina los príncipes alistaron su viaje. Para no dar malicia, no salieron todos el mismo día: primero salió el mayor, un lunes; después el de en medio, el miércoles; y el menor, el sábado.

El mayor cogió la carretera y anda y anda, llegó al anochecer a pedir posada a una casita aislada entre un potrero. Cuando se acercó, oyó unos gritos dolorosos, se asomó por una hendija y vió a una vieja que estaba dando de latigazos a una pobre miquita que lloraba y se quejaba como un cristiano, encaramada en un palo suspendido por mecates de la solera. El príncipe llamó: ¡Upe! ña María...

La vieja se asomó alumbrando con la candela.

Era una vieja más fea que un susto en ayunas: tuerta, con un solo diente abajo, que se le movía al hablar, hecha la cara un arruguero y con un lunar de pelos en la barba.

El joven pidió posada y la vieja le contestó de mal modo que su casa no era hotel, que si quería se quedara en el corredor y se acostara en la banca.

El príncipe aceptó, porque estaba muy rendido. Desensilló la bestia, la amarró de un horcón y él se echó en la banca y se privó.

Allá muy a deshoras de la noche, se levantó asustado porque alguien le tiraba de una manga. Sobre él, colgando del rabo, estaba la mica, que se había salido quién sabe por dónde.

Iba a gritar el príncipe, pero ella le puso su manecita peluda en la boca y le dijo: No grités, porque entonces va y me pillan aquí y me dan otra cuereada. Mirá, vengo a proponerte matrimonio y me sacás de esta casa.

Al muchacho le cogieron grandes ganas de reir, y no fue cuento, sino que reventó en una carcajada.

--Vos sos tonta-- le contestó--. ¿Cómo me voy yo a casar con una mica? Si querés te llevo conmigo, pero para divertirme.

La pobre animalita se echó a llorar. --Así no, entonces no; yo sólo casada puedo salir de aquí. Y se puso a contar los malos tratos que le daba la vieja y a querer que le tocara su cuerpo y viera como lo tenía de llagado de los golpes. Pero el príncipe no la veía, porque se había vuelto a dejar caer y estaba dormido. Otro día muy de mañana se levantó y oyó otra vez a la vieja dando de escobazoz a la mica. No tuvo lástima y siguió su camino.

Eso mismo le pasó al hijo segundo, quien siguió por la misma carretera. Este tampoco quiso cargar con la mica.

El tercero tomó también la carretera y al anochecer llegó a la casita del potrero. Y la misma cosa: la vieja dando de palos a la mica. Pero éste tenía el corazón derretido y no podía con la crueldad. Abrío la puerta, le quitó el palo a la vieja y la amenazó con darle con él si no dejaba a aquel pobre animal.

La vieja se puso como un toro guaco de brava y no quería dar posada al príncipe, pero él dijo que se quedaría en la banca del corredor y que allí pasaría la noche, aunque se enojara el Padre Eterno.

Y de veras, allí pasó la noche.

Allá en la madrugada lo despertaron unos jalonazos que le daban. Despertó azorado, restregándose los ojos. Una manita peluda le tapó la boca. Como ya comenzaban las claras del día, distinguió a la mica que se mecía sobre él, agarrada del techo por el rabo. Y la miquita se puso a llorar y a contarle su martirio. Luego le propuso matrimonio. Al principio el joven le llevó el corriente y quiso tomarlo a broma: le ofreció llevarla consigo y tratarla con mucho cariño, pero la mica comenzó a sollozar con una gran tristeza y por su carita peluda corrían las lágrimas.

--Así no-- contestó-- es imposible. Esta mujer es bruja y sólo si hallo quien se case conmigo, podré salir de entre sus manos.

Este príncipe, que siempre había sido de ímpetus, se decidió de repente a casarse con la mica. Donde dijo que sí, retumbó la casa y entre un humarasco apareció la bruja que gritaba: --¡Y ahora cargá con tu mica para toda tu vida!

El sintió de veras como si una cadena atara a su vida la de aquel animal. El príncipe montó a caballo y se puso la mica en el hombro. Conforme caminaban reflexionaba en su acción, y comprendía que había hecho una gran tontería.

A cada rato inclinaba más su cabeza. ¿Qué iba a decir su padre cuando le fuera a salir con que se había casado con una mona? ¡Y su madre, que no encontraba buena para sus hijos ni a la Virgen María! ¡Cómo se iban a burlar sus hermanos y toda la gente! La mica, que parecía que le iba leyendo el pensamiento, le dijo: --Mire, esposo mío. No vayamos a ninguna ciudad... metámonos entre esa montaña que se ve a su derecha y en ella encontraremos una casita que será nuestra vivienda.

El otro obedeció y a poco de internarse, dieron con una casa de madera que no tenía más que sala y cocina, con muebles pobres, pero todo que daba gusto de limpio. Al frente estaba una huerta y atrás un maizal y un frijolar, chayotera y matas de ayote que ya no tenían por donde echar ayotes.

La mica pidió al príncipe que fuera a buscar leña; ella cogió la tinaja y salió a juntar agua a un ojo de agua que asomaba allí no más. Un rato después, por el techo salía una columnita de humo y por la puerta, el olor de la comida que preparaba la mica y que abría el apetito.

Y así fue pasando el tiempo.

Los tres prícipes habían quedado en encontrarse al cabo de un año en cierto lugar.

El marido de la mica siempre estaba muy triste y pensaba no acudir a la cita. Pero ella, cuando se iba acercando el día señalado, le dijo: --Esposo mío, mañana váyase para que el sábado esté en el lugar en que encontrará sus hermanos.

El le preguntó: --¿Cómo sabés vos?

Pero ella guardó silencio.

De veras, otro día partió. La mica tenía los ojos llenos de agua al decirle adiós y a él le dió mucha lástima.

Cuando llegó al lugar, ya estaban allí sus hermanos, muy alegres. Le contaron que se habían casado con unas princesas lindísimas, que tenían unas manos que sabían hacer milagros.

El pobre no masticaba palabra y al oirlos, sentía ganas de que se lo tragara la tierra.

--Y vos, hombre, contanos cómo es tu mujer-- le preguntaron.

No se atrevió a confesar la verdad y les metió una mentira: --Es una niña tan bella que se para el sol a verla, y sabe convertir los copos de algodón en oro que hila en un hilo má


Date: 2016-01-14; view: 1961


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