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CON TODO EL RESPETO DEBIDO

LA MUJER DEL JUEZ

 

Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer. Lo pronosticaron el día de su nacimiento y lo confirmó la dueña del almacén en la única ocasión en que él permitió que le viera la fortuna en la borra del café, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del Juez Hidalgo. La divisó por primera vez el día en que ella llegó al pueblo a casarse. No la encontró atractiva, porque prefería las hembras desfachatadas y morenas, y esa joven transparente en su traje de viaje, con la mirada huidiza y unos dedos finos, inútiles para dar placer a un hombre, le resultaba inconsistente como un puñado de ceniza. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y a lo largo de su vida huyó de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante y remota le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella, y llegado el momento olvidó la predicción que siempre estuvo presente en sus decisiones. Desde el techo del edificio, donde se había agazapado con dos de sus hombres, observó a la señorita de la capital cuando ésta bajó del coche el día de su matrimonio. Llegó acompañada por media docena de sus familiares, tan lívidos y delicados como ella, que asistieron a la ceremonia abanicándose con aire de franca consternación y luego partieron para nunca más regresar.

 

Como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y dentro de poco las comadres deberían vestirla para su propio funeral. En el caso improbable de que resistiera el calor y el polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma, sin duda sucumbiría ante el mal humor y las manías de solterón de su marido. El Juez Hidalgo la doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabía por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su temperamento severo y su terquedad para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado. Vestía de negro riguroso para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y a pesar de la polvareda irreductible de ese pueblo sin ilusiones llevaba siempre los botines lustrados con cera de abeja. Un hombre así no está hecho para marido, decían las comadres, sin embargo no se cumplieron los funestos presagios de la boda, por el contrario, Casilda sobrevivió a tres partos seguidos y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la misa de doce, imperturbable bajo su mantilla española, intocada por las inclemencias de ese verano perenne, descolorida y silenciosa como una sombra. Nadie le oyó algo más que un saludo tenue, ni le vieron gestos más osados que una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz, parecía volátil, a punto de esfumarse en un descuido. Daba la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia en el Juez, cuyos cambios eran notables.



 

Si bien Hidalgo continuó siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones en la Corte dieron un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina. Las lenguas maliciosas del pueblo murmuraban que el Juez Hidalgo se daba vuelta como un guante cuando traspasaba el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con sus hijos, se reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron confirmadas. De todos modos, atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio mejoró, pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez. No prestaba oídos a los chismes sobre doña Casilda y las pocas veces que la vio de lejos, confirmó su primera apreciación de que era sólo un borroso ectoplasma.

 

Vidal había nacido treinta años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre lo sabía, por eso intentó arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos brutales, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Años después Juana La Triste, al ver a ese hijo tan diferente, comprendió que los drásticos sistemas para abortar que no consiguieron eliminarlo, en cambio templaron su cuerpo y su alma hasta darle la dureza del hierro. Apenas nació, la comadrona lo levantó para observarlo a la luz de un quinqué y de inmediato notó que tenía cuatro tetillas.

 

-Pobrecito, perderá la vida por una mujer -pronosticó guiada por su experiencia en esos asuntos.

 

Esas palabras pesaron como una deformidad en el muchacho. Tal vez su existencia hubiera sido menos mísera con el amor de una mujer. Para compensarlo por los numerosos intentos de matarlo antes de nacer, su madre escogió para él un nombre pleno de belleza y un apellido sólido, elegido al azar; pero ese nombre de príncipe no bastó para conjurar los signos fatales y antes de los diez años el niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. El hábito de la violencia desarrolló la fuerza de sus músculos, la calle lo hizo despiadado y la soledad, a la cual estaba condenado por temor a perderse de amor, determinó la expresión de sus ojos. Cualquier habitante del pueblo podía jurar al verlo que era el hijo de Juana La Triste, porque tal como ella, tenía las pupilas aguadas de lágrimas sin derramar. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal para callar la protesta de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él. La pandilla consolidó en tal forma su mal nombre, que las aldeas y las haciendas pagaban un tributo para mantenerla alejada. Con esas donaciones los hombres podían estar tranquilos, pero Nicolás Vidal los obligaba a mantenerse siempre a caballo, en medio de una ventolera de muerte y estropicio para que no perdieran el gusto por la guerra ni se les mermara el desprestigio. Nadie se atrevía a enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército para reforzar a sus policías, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas.

 

Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo decidió pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas a falta de clientes dispuestos a pagar por sus servicios, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.

 

-Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con los soldados -dijo el Juez.

 

El rumor de ese castigo, en desuso desde la época de los esclavos cimarrones, llegó a oídos de Nicolás Vidal poco antes de que su madre bebiera el último sorbo del cántaro. Sus hombres lo vieron recibir la noticia en silencio, sin alterar su impasible máscara de solitario ni el ritmo tranquilo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un solo recuerdo placentero de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental, sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos, mientras alistaban sus armas y sus monturas, dispuestos a acudir a la emboscada y dejar en ella la vida si fuera necesario. Pero el jefe no dio muestras de prisa.

 

A medida que transcurrían las horas, aumentaba la tensión en el grupo. Se miraban unos a otros sudando, sin atreverse a hacer comentarios, esperando impacientes, las manos en las cachas de los revólveres, en las crines de los caballos, en las empuñaduras de los lazos. Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. Al amanecer las opiniones estaban divididas entre los hombres, unos creían que era mucho más desalmado de lo que jamás imaginaron y otros que su jefe planeaba una acción espectacular para rescatar a su madre. Lo único que nadie pensó fue que pudiera faltarle el coraje, porque había dado muestras de tenerlo en exceso.

 

Al mediodía no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer.

 

-Nada -dijo. -¿Y tu madre? -Veremos quién tiene más cojones, el Juez o yo -replicó imperturbable Nicolás Vidal.

 

Al tercer día Juana La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal en los momentos de lucidez y soñando con el infierno el resto del tiempo. Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, se quedaban prendidos en los rincones, los recogían los perros para repetirlos aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener la huelga solidaria de las prostitutas, que coincidió con la quincena de los mineros. El sábado las calles estaban tomadas por los rudos trabajadores de las minas, ansiosos por gastar sus ahorros antes de volver a los socavones, pero el pueblo no ofrecía ninguna diversión, aparte de la jaula y ese murmullo de lástima llevado de boca en boca, desde el río hasta la carretera de la costa. El cura encabezó a un grupo de feligreses que se presentaron ante el Juez Hidalgo a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que eximiera a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana La Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda.

 

La esposa del Juez los recibió en el sombrío salón de su casa y atendió sus razones Callada, con los ojos bajos, como era su estilo. Hacía tres días que su marido se encontraba ausente, encerrado en su oficina, aguardando a Nicolás Vidal con una determinación insensata. Sin asomarse a la ventana, ella sabía todo lo que ocurría en la calle, porque también a las vastas habitaciones de su casa entraba el ruido de ese largo suplicio. Doña Casilda esperó que las visitas se retiraran, vistió a sus hijos con las ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias la vieron aparecer por la esquina y adivinaron sus intenciones, pero tenían órdenes precisas, así es que cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar, observada por una muchedumbre expectante, la tomaron por los brazos para impedírselo. Entonces los niños comenzaron a gritar.

 

El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había taponeado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Durante tres días con sus noches aguantó el llanto de su víctima y los insultos de los vecinos amotinados ante el edificio, pero cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con una barba del miércoles, los ojos afiebrados por la vigilia y el peso de su derrota en la espalda. Atravesó la calle, entró en el cuadrilátero de la plaza y se aproximó a su mujer. Se miraron con tristeza. Era la primera vez en siete años que ella lo enfrentaba y escogió hacerlo delante de todo el pueblo. El Juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.

 

-Se los dije, tiene menos cojones que yo -rió Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido.

 

Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas. _Al Juez le llegó su hora -dijo Vidal.

 

Su plan consistía en entrar al pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar al otro día todo el mundo pudiera ver sus restos humillados. Pero se enteró de que la familia Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota.

 

El indicio de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al Juez Hidalgo a mitad de ruta, en una posada donde se habían detenido a descansar. El lugar no ofrecía suficiente protección hasta que acudiera el destacamento de la guardia, pero llevaba algunas horas de ventaja y su vehículo era más rápido que los caballos. Calculó que podría llegar al otro pueblo y conseguir ayuda. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Debió llegar con un amplio margen de seguridad, pero estaba escrito que Nicolás Vidal se encontraría ese día con la mujer de la cual había huido toda su vida.

 

Extenuado por las noches de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa carrera para salvar a su familia, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por fin en la vera. Doña Casilda tardó un par de minutos en darse cuenta de lo ocurrido. A menudo se había puesto en el caso de quedar viuda, pues su marido era casi un anciano, pero no imaginó que la dejaría a merced de sus enemigos. No se detuvo a pensar en eso, porque comprendió la necesidad de actuar de inmediato para salvar a los niños. Recorrió con la vista el sitio donde se encontraba Y estuvo a punto de echarse a llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada por un sol inmisericorde, no se vislumbraban rastros de vida humana, sólo los cerros agrestes y un cielo blanqueado por la luz. Pero con una segunda mirada distinguió en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr llevando a dos criaturas en brazos y la tercera prendida a sus faldas.

 

Tres veces escaló Casilda cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Era una cueva natural, como muchas otras en los montes de esa región. Revisó el interior para cerciorarse de que no fuera la guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una lágrima.

 

-Dentro de algunas horas vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún motivo, aunque me oigan gritar, ¿han entendido? -les ordenó.

 

Los pequeños se encogieron aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro. Llegó hasta el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se sentó a esperar. No sabía de cuántos hombres se componía la banda de Nicolás Vidal, pero rezó para que fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella, y reunió sus fuerzas preguntándose cuánto tardaría morir si se esmeraba en hacerlo poco a poco. Deseó ser opulenta y fornida para oponerles mayor resistencia y ganar tiempo para sus hijos.

 

No tuvo que aguardar largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los dientes. Desconcertada, vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció a Nicolás Vidal, quien había decidido ir en persecución del Juez Hidalgo sin sus hombres, porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Entonces ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir lentamente.

 

Al bandido le bastó una mirada para comprender que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier castigo, durmiendo su muerte en paz, pero allí estaba su mujer flotando en la reverberación de la luz. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro, estimando su propia tenacidad y aceptando que estaban ante un adversario formidable. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.

 

La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes. Empleó todos los recursos de seducción registrados desde los albores del conocimiento humano y otros que improvisó inspirada por la necesidad, para brindar a aquel hombre el mayor deleite. No sólo trabajó sobre su cuerpo como diestra artesana, pulsando cada fibra en busca del placer, sino que puso al servicio de su causa el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos, el alegre gozo de los amantes. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento, pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda era pudorosa y tímida y había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante esa inolvidable tarde ella no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.

UN CAMINO HACIA EL NORTE

 

Claveles Picero y su abuelo, Jesús Dionisio

Picero, demoraron treinta y ocho días en cubrir los doscientos setenta kilómetros entre su aldea y la capital. Cruzaron a pie las tierras bajas, donde la humedad maceraba la vegetación en un caldo eterno de lodo y sudor, subieron y bajaron los cerros entre iguanas inmóviles y palmeras agobiadas, atravesaron las plantaciones de café esquivando capataces, lagartos y culebras, anduvieron bajo las hojas del tabaco entre mosquitos fosforescentes y mariposas siderales. Iban directo hacia la ciudad, bordeando la carretera, pero en un par de ocasiones debieron dar largos rodeos para evitar los campamentos de soldados. A veces los camioneros disminuían la marcha al pasar por su lado, atraídos por la espalda de reina mestiza y el largo cabello negro de la muchacha, pero la mirada del viejo los disuadía enseguida de cualquier intento de molestarla. El abuelo y su nieta no tenían dinero y no sabían mendigar. Cuando se le terminaron las provisiones que llevaban en una cesta, siguieron adelante a punta de puro coraje. Por las noches se envolvían en sus rebozos y se dormían bajo los árboles con un avemaría en los labios y el alma puesta en el niño, para no pensar en pumas y en alimañas ponzoñosas. Despertaban cubiertos de escarabajos azules. Con los primeros signos del amanecer, cuando el paisaje permanecía envuelto por las últimas brumas del sueño y todavía los hombres y las bestias no empezaban las faenas del día, ellos echaban a andar otra vez para aprovechar el fresco. Entraron en la capital por el Camino de los Españoles, preguntando a quienes cruzaban en las calles dónde podían hallar al Secretario del Bienestar Social. Para entonces a Jesús Dionisio le sonaban todos los huesos y a Claveles los colores del vestido se le habían desvanecido, tenía la expresión hechizada de una sonámbula y un siglo de fatiga se había derramado sobre el esplendor de sus veinte años.

 

Jesús Dionisio era el artesano más conocido de la provincia, en su larga vida había ganado un prestigio del cual no se jactaba, porque consideraba su talento como un don al servicio de Dios, del cual él era sólo su administrador. Había comenzado como alfarero y todavía hacía cacharros de barro, pero su fama provenía de santos de madera y pequeñas esculturas en botellas, que compraban los campesinos para sus altares domésticos o se vendían a los turistas en la capital. Era un trabajo lento, cosa de ojo, tiempo y corazón, como les explicaba el hombre a los chiquillos arremolinados a su alrededor para verlo trabajar. Introducía con pinzas en las botellas los palitos pintados, con un punto de cola en las partes que debía pegar, y esperaba con paciencia que secaran antes de poner la pieza siguiente. Su especialidad eran los Calvarios: una cruz grande al centro donde colgaba el Cristo tallado, con sus clavos, su corona de espinas y una aureola de papel dorado, y otras dos cruces más sencillas para los ladrones del Gólgota. En Navidad fabricaba nichos para el Niño Dios, con palomas representando el Espíritu Santo y con estrellas y flores para simbolizar la Gloria. No sabía leer ni firmar su nombre porque cuando él era niño no había escuela por esos lados, pero podía copiar del libro de misa algunas frases en latín para decorar los pedestales de sus santos. Decía que sus padres le habían enseñado a respetar las leyes de la Iglesia y a las gentes, lo cual era más valioso que tener instrucción. El arte no le daba para mantener su casa y redondeaba su presupuesto criando gallos de raza, finos para la pelea. A cada gallo debía dedicarle muchos cuidados, los alimentaba en el pico con una papilla de cereales machacados y sangre fresca, que conseguía en el matadero, debía despulgarlos a mano, airearles las plumas, pulirles las espuelas y entrenarlos a diario para que no les faltara valor a la hora de probarlos. A veces iba a otros pueblos para verlos pelear, pero nunca apostaba, pues para él todo dinero ganado sin sudor y trabajo era cosa del diablo. Los sábados por la noche iba con su nieta Claveles a limpiar la iglesia para la ceremonia del domingo. No siempre alcanzaba a llegar el sacerdote, que recorría los pueblos en bicicleta, pero los cristianos se juntaban de todos modos a rezar y cantar. Jesús Dionisio era también el encargado de colectar y guardar la limosna para el cuidado del templo y la ayuda al cura.

 

Trece hijos tuvo Picero con su mujer, Amparo Medina, de los cuales cinco sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia. Cuando la pareja pensaba que ya había terminado la crianza, porque todos los muchachos eran adultos y habían salido de la casa, el menor volvió con permiso del Servicio Militar trayendo un bulto envuelto en trapos y se lo puso sobre las rodillas a Amparo. Al abrirlo vieron que se trataba de una niña recién nacida, medio agónica por la falta de leche materna y por el vapuleo del viaje.

 

-¿De dónde sacó esto, hijo? -preguntó Jesús Dionisio Picero.

 

-Al parecer es de la misma sangre mía -replicó el joven sin atreverse a sostener la mirada de su padre, estrujándose la gorra del uniforme entre sus dedos sudorosos.

 

-Y si no es mucho preguntar, ¿dónde se metió la madre? -No sé. Dejó a la chiquita en la puerta del cuartel con un papel escrito de que el padre soy yo. El Sargento me mandó a entregársela a las monjas, dice que no hay manera de probar que es mía. Pero a mí me da lástima, no quiero que sea huérfana...

 

-¿Dónde se ha visto que una madre abandone a su crío recién parido? -Son cosas de la ciudad. -Ha de ser, pues. ¿Y cómo se llama esta pobrecita? -Como usted la bautice, padre, pero si me lo pregunta, a mí me gusta Claveles, que era la flor preferida de su madre.

 

Jesús Dionisio salió a buscar la cabra para ordeñarla, mientras Amparo limpiaba al bebé con aceite y le rezaba a la Virgen de la Gruta pidiendo que le diera ánimo para hacerse cargo de otro niño. Una vez que vio a la criatura en buenas manos, el hijo menor se despidió agradecido, se echó el bolso al hombro y regresó al cuartel a cumplir su castigo.

 

Claveles creció en la casa de sus abuelos. Era una muchacha taimada y rebelde, a quien era imposible dominar mediante razones o con el ejercicio de la autoridad, pero que sucumbía de inmediato cuando le tocaban los sentimientos. Se levantaba al amanecer y caminaba cinco millas hasta un galpón en medio de los potreros, donde una maestra reunía a los niños de la zona para darles una instrucción básica. Ayudaba a su abuela en las tareas de la casa y a su abuelo en el taller, iba al cerro en busca de tierra de loza y le lavaba los pinceles, pero nunca se interesó por otros aspectos de su arte. Cuando Claveles tenía nueve años Amparo Medina, que se había ido encogiendo y estaba reducida al aspecto de un infante, amaneció fría en su cama, extenuada por tantas maternidades y tantos años de trabajo. Su marido cambió su mejor gallo por unas tablas y le fabricó una urna decorada con escenas bíblicas. Su nieta la vistió para el funeral con un hábito de Santa Bernardita, túnica blanca y cordón celeste en la cintura, el mismo usado por ella para su Primera Comunión, y que le quedó justo al cuerpo esmirriado de la anciana. Jesús Dionisio y Claveles salieron de la casa rumbo al cementerio, tirando de una carretilla donde iba el ataúd adornado con flores de papel. Por el camino se le sumaron los amigos, hombres y mujeres con las cabezas cubiertas, que los acompañaron en silencio.

 

El viejo escultor de santos y su nieta quedaron solos en la casa. En señal de duelo pintaron una cruz grande en la puerta y ambos llevaron por años una cinta negra cosida en la manga. El abuelo trató de reemplazar a su mujer en los detalles prácticos de la vida, pero nada volvió a ser como antes. La ausencia de Amparo Medina lo invadió por dentro, como una enfermedad maligna, sintió que se le aguaba la sangre, se le oscurecían los recuerdos, se le tornaban los huesos de algodón, se le llenaba el espíritu de dudas. Por primera vez en su existencia se rebeló contra el destino, preguntándose por qué a ella se la habían llevado sin él. A partir de entonces ya no pudo hacer Pesebres, de sus manos sólo salían Calvarios y Santos Mártires, todos vestidos de luto, a los cuales Claveles pegaba letreros con mensajes patéticos a la Divina Providencia, dictados por su abuelo. Esas figuras no tuvieron la misma aceptación entre los turistas de la ciudad, que preferían los colores escandalosos atribuidos por error al temperamento indígena, ni entre los campesinos, quienes necesitaban adorar deidades alegres, porque el único consuelo a las tristezas de este mundo era imaginar que en el cielo siempre estaban de fiesta. A Jesús Dionisio Picero le resultó casi imposible vender sus artesanías, pero siguió fabricándolas, porque en ese oficio se le pasaban las horas sin cansancio, como si siempre fuera temprano. Sin embargo, ni el trabajo ni la presencia de su nieta pudieron aliviarlo y empezó a beber a escondidas, para que nadie notara su vergüenza. Borracho llamaba a su mujer y a veces lograba verla junto al fogón de la cocina. Sin los cuidados diligentes de Amparo Medina la casa se fue deteriorando, se enfermaron las gallinas, tuvieron que vender la cabra, se les secó el huerto y pronto eran la familia más pobre de los alrededores. Poco después Claveles partió a trabajar a un pueblo vecino. A los catorce años su cuerpo ya había alcanzado la forma y el tamaño definitivos, y como no tenía la piel cobriza ni los firmes pómulos de los otros miembros de la familia, Jesús Dionisio Picero concluyó que su madre debió ser blanca, lo cual ofrecía una explicación para el hecho insólito de que la hubiera abandonado en la puerta de un cuartel.

 

Al cabo de un año y medio Claveles Picero regresó a la casa con manchas en la cara y una barriga prominente. Encontró a su abuelo sin más compañía que una leva de perros hambrientos y un par de gallos lamentables sueltos en el patio, hablando solo, la mirada perdida, con signos de no haberse lavado en un buen tiempo. Lo rodeaba el mayor desorden. Había abandonado su pedazo de tierra y pasaba las horas fabricando santos con una premura demencial, pero de su antiguo talento quedaba ya muy poco. Sus esculturas eran unos seres deformes y lúgubres, inapropiados para la devoción o para la venta, que se amontonaban por los rincones de la casa como pilas de leña. Jesús Dionisio Picero había cambiado tanto que no intentó endilgarle a su nieta un discurso sobre el pecado de echar hijos al mundo sin padre conocido, en verdad pareció no notar las señales del embarazo. Se limitó a abrazarla, tembloroso, llamándola Amparo.

 

-Míreme bien, abuelo, soy Claveles y vengo a quedarme, porque aquí hay mucho que hacer -dijo la joven y partió a encender la cocina para hervir unas papas y calentar agua para bañar al anciano.

 

Durante los meses siguientes Jesús Dionisio pareció resucitar de su duelo, dejó la bebida, volvió a cultivar su huerto, a ocuparse de sus gallos y a limpiar la iglesia. Todavía le hablaba al recuerdo de su mujer y de vez en cuando confundía a la nieta con la abuela, pero recuperó la capacidad de reírse. La compañía de Claveles y la ilusión de que pronto habría otra criatura en la casa le devolvieron el amor por los colores y poco a poco dejó de embetunar sus Santos con pintura negra, ataviándolos con ropajes más adecuados para el altar. El niño de Claveles salió del vientre de su madre un día a las seis de la tarde y cayó en las manos callosas de su bisabuelo, quien tenía una larga experiencia en esos menesteres, porque había ayudado a nacer a sus trece hijos.

 

-Se llamará Juan -decidió el improvisado partero tan pronto hubo cortado el cordón y envuelto a su descendiente en un pañal.

 

-¿Por qué Juan? No hay ningún Juan en la familia, abuelo. -Porque Juan era el mejor amigo de Jesús y éste será el amigo mío. ¿Y cuál es el apellido del padre? -Haga cuenta que padre no tiene. -Picero entonces, Juan Picero. Dos semanas después del nacimiento de su bisnieto, Jesús Dionisio comenzó a cortar los palos para un Nacimiento, el primero que hacía desde la muerte de Amparo Medina.

 

Claveles y su abuelo no tardaron mucho en darse cuenta de que el niño era anormal. Tenía una mirada curiosa y se movía como cualquier bebé, pero no reaccionaba cuando le hablaban, podía permanecer horas despierto e inmóvil. Hicieron el viaje hasta el hospital y allí les confirmaron que era sordo y por lo tanto sería mudo. El médico agregó que no había mucha esperanza para él, a menos que tuvieran la suertey lograran colocarlo en una institución en la ciudad, donde le enseñarían buena conducta y en el futuro podrían darle un oficio para que se ganara la vida con decencia y no fuera siempre una carga para los demás.

 

-Ni hablar, Juan se queda con nosotros -decidió Jesús Dionisio Picero, sin darle ni una mirada a Claveles, que lloraba con la cabeza cubierta por el chal.

 

-¿Qué vamos a hacer, abuelo? -preguntó ella al salir. -Criarlo, pues. -¿Cómo? -Con paciencia, igual como se entrenan los gallos o se meten Calvarios en botellas. Es cosa de ojo, tiempo y corazón.

 

Así lo hicieron. Sin considerar el hecho de que la criatura no podía oírlos, le hablaban sin tregua, le cantaban, lo colocaban cerca de la radio encendida a todo volumen. El abuelo tomaba la mano del niño y la apoyaba con firmeza sobre su propio pecho, para que sintiera la vibración de su voz al hablar, lo incitaba a gritar y celebraba sus gruñidos con grandes aspavientos. Apenas pudo sentarse lo instaló a su lado en un cajón, lo rodeó de palos, nueces, huesos, trozos de tela y piedrecillas para jugar, y, más tarde, cuando aprendió a no metérsela a la boca, le pasaba una bola de barro para moldear. Cada vez que conseguía trabajo, Claveles partía al pueblo, dejando a su hijo en manos de Jesús Dionisio. A donde fuera el anciano la criatura lo seguía como una sombra, rara vez se separaban. Entre los dos se desarrolló una sólida camaradería que eliminó la tremenda diferencia de edad y el obstáculo del si encio. Juan se acostumbró a observar los gestos y las expresiones del rostro de su bisabuelo para descifrar sus intenciones, con tan buenos resultados que para el año en que aprendió a caminar ya era capaz de leerle los pensamientos. Por su parte Jesús Dionisio lo cuidaba como una madre. Mientras sus manos se esmeraban en delicadas artesanías, su instinto seguía los pasos del niño, atento a cualquier peligro, pero sólo intervenía en casos extremos. No se acercaba a consolarlo después de una caída ni a socorrerlo cuando estaba en apuros, así lo acostumbró a valerse por sí mismo. A una edad en que otros muchachos todavía andan tropezando como cachorros, Juan Picero podía vestirse, lavarse y comer solo, alimentar a las aves, ir a buscar agua al pozo, sabía tallar las partes más simples de los santos, mezclar colores y preparar las botellas para los Calvarios. -Habrá que mandarlo a la escuela para que no se quede bruto como yo -dijo Jesús Dionisio Picero cuando se acercaba el séptimo cumpleaños del niño.

 

Claveles hizo algunas indagaciones, pero le informaron que su hijo no podía asistir a un curso normal, porque ninguna maestra estaría dispuesta a aventurarse en el abismo de soledad donde estaba sumido.

 

-No importa, abuelo, se ganará la vida fabricando santos, como usted -se resignó Claveles.

 

-Eso no da para comer. -No todos pueden educarse, abuelo. -Juan es sordo, pero no tonto. Tiene mucho discernimiento y puede salir de aquí, la vida en el campo es muy dura para é Claveles estaba convencida de que el abuelo había perdido el juicio o que el amor por el niño le impedía ver sus limitaciones. Compró un silabario e intentó traspasarle sus escasos conocimientos, pero no logró hacerle entender a su hijo que esos garabatos representaban sonidos y acabó por perder la paciencia.

 

En esa época aparecieron los voluntarios de la señora Dermoth. Eran unos jóvenes provenientes de la ciudad, que recorrían las regiones más apartadas del país hablando de un proyecto humanitario para socorrer a los pobres. Explicando que en algunas partes nacían demasiados niños y sus padres no los podían alimentar, mientras en otras había muchas parejas sin hijos. Su organización intentaba aliviar ese desequilibrio. Se presentaron en el rancho de los Picero con un mapa de Norteamérica y unos folletos impresos a color donde se veían fotografías de niños morenos junto a padres rubios, en lujosos ambientes con chimeneas encendidas, grandes perros lanudos, pinos decorados con escarcha plateada y bolas de Navidad. Después de hacer un rápido inventario de la pobreza de los Picero, les informaron sobre la misión caritativa de la señora Dermoth, quien ubicaba a los niños más desamparados y los entregaba en adopción a familias con dinero, para salvarlos de una vida de miseria. A diferencia de otras instituciones destinadas al mismo fin, ella se ocupaba sólo de criaturas con taras de nacimiento o baldadas por accidentes o enfermedades. En el Norte había algunos matrimonios -buenos cristianos, por supuesto- que estaban dispuestos a adoptar a esos niños. Ellos disponían de todos los recursos para ayudarlos. Allá en el Norte había clínicas y escuelas donde hacían milagros, a los sordomudos, por ejemplo, les enseñaban a leer el movimiento de los labios y a hablar, después iban a colegios especiales, recibían educación completa y algunos se inscribían en la universidad y acababan convertidos en abogados o doctores. La organización había auxiliado a muchos niños, los Picero podían ver las fotografías, miren qué contentos se ven, qué sanos, con todos esos juguetes, en esas casas de ricos. Los voluntarios no podían prometer nada, pero harían todo lo posible para conseguir que una de esas parejas acogiera a Juan, para darle todas las oportunidades que su madre no podía of recerle.

 

-Nunca hay que desprenderse de los hijos, pase lo que pase -dijo Jesús Dionisio Picero, apretando la cabeza del niño contra su pecho para que no viera las caras y adivinara el motivo de la conversación.

 

-No sea egoísta, hombre, piense en lo que es mejor para él. ¿No ve que allá tendrá de todo? Usted no tiene para comprarle las medicinas, no puede mandarlo a la escuela, ¿qué va a ser de él? Este pobrecito ni siquiera tiene padre.

 

-Pero tiene madre y bisabuelo -replicó el viejo. Los visitantes partieron, dejando sobre la mesa los folletos de la señora Dermoth. En los días siguientes Claveles se sorprendió muchas veces mirándolos y comparando esas casas amplias y bien decoradas con su modesta vivienda de tablas, techo de paja y suelo de tierra apisonada, esos padres amables y bien vestidos, con ella misma cansada y descalza, esos niños rodeados de juguetes y el suyo amasando barro.

 

Una semana más tarde Claveles se encontró con los voluntarios en el mercado, donde había ido a vender algunas esculturas de su abuelo, y volvió a escuchar los mismos argumentos, que una oportunidad como ésa no se le presentaría otra vez, que la gente adopta criaturas sanas, nunca retardados, esas personas del Norte eran de nobles sentimientos, que lo pensara bien, porque se iba a arrepentir toda la vida de haberle negado a su hijo tantas ventajas, condenándolo al sufrimiento y la pobreza.

 

-¿Por qué quieren sólo niños enfermos? -preguntó Claveles.

 

-Porque son unos gringos medio santos. Nuestra organización se ocupa sólo de los casos más penosos. Para nosotros sería más fácil colocar a los normales, pero se trata de ayudar a los desvalidos.

 

Claveles Picero volvió a ver a los voluntarios varias veces. Aparecían siempre cuando el abuelo no estaba en la casa. Hacia finales de noviembre le mostraron el retrato de una pareja de edad mediana, de pie ante la puerta de una casa blanca rodeada de un parque, y le dijeron que la señora Dermoth había encontrado a los padres ideales para su hijo. Le señalaron en el mapa el sitio preciso donde vivían, le explicaron que allí había nieve en invierno y los niños armaban muñecos, patinaban en el hielo y esquiaban, que en otoño los bosques parecían de oro y que en el verano se podía nadar en el lago. La pareja estaba tan ilusionada con la idea de adoptar al pequeño, que ya le habían comprado una bicicleta. También le mostraron la fotografía de la bicicleta. Y todo esto sin contar que le ofrecían doscientos cincuenta dólares a Claveles, con lo cual ella podría casarse y tener hijos sanos. Sería una locura rechazar aquello.

 

Dos días más tarde, aprovechando que Jesús Dionisio había partido a hacer el aseo de la iglesia, Claveles Picero vistió a su hijo con su mejor pantalón, le colocó su medalla de bautizo al cuello y le explicó en la lengua de gestos inventada por el abuelo para él, que no se verían en mucho tiempo, tal vez nunca más, pero todo era por su bien, iría a un lugar donde tendría comida todos los días y regalos para su cumpleaños. Lo llevó a la dirección señalada por los voluntarios, firmó un papel entregando la custodia de Juan a la señora Dermoth y salió corriendo para que su hijo no viera sus lágrimas y se echara a llorar también.

 

Cuando Jesús Dionisio Picero se enteró de lo ocurrido perdió el aire y la voz. A manotazos lanzó al suelo todo lo que encontró a su alcance, incluyendo los santos en botellas y luego arremetió contra Claveles, golpeándola con una violencia inesperada en alguien de su edad y de carácter tan manso. Apenas pudo hablar la acusó de ser igual a su madre, capaz de deshacerse de su propio hijo, lo que ni las fieras del monte hacen, y clamó al fantasma de Amparo Medina pai,a que tomara venganza en esa nieta depravada. En los meses siguientes no le dirigió la palabra a Claveles, sólo abría la boca para comer y para mascullar maldiciones mientras sus manos se afanaban con los instrumentos de tallar. Los Picero se acostumbraron a vivir en huraño silencio, cada uno cumpliendo con sus tareas. Ella cocinaba y le ponía el plato sobre la mesa, él comía con la vista fija en la comida... Juntos cuidaban del huerto y de los animales, cada uno repitiendo los gestos de su propia rutina, en perfecta coordinación con el otro, sin rozarse. Los días de feria ella cogía las botellas y los santos de madera, partía a venderlos, volvía con algunas provisiones y dejaba el dinero restante en un tarro. Los domingos iban los dos a la iglesia separados, como extraños.

 

Tal vez habrían pasado el resto de sus vidas sin hablarse si hacia mediados de febrero el nombre de la señora Dermoth no hubiera hecho noticia. El abuelo escuchó el asunto por la radio, cuando Claveles estaba lavando la ropa en el patio, primero el comentario del locutor y luego la confirmación del Secretario del Bienestar Social en persona. Con el corazón desbocado, se asomó a la puerta llamando a Claveles a gritos. La muchacha se volvió y al verlo tan desencajado creyó que se estaba muriendo y corrió a sostenerlo.

 

-¡Lo mataron, ay Jesús, es seguro que lo mataron! -gimió el anciano cayendo de rodillas.

 

-¡A quién, abuelo! -A Juan... -y medio sofocado por los sollozos le repitió las palabras del Secretario del Bienestar Social, que una organización criminal dirigida por una tal señora Dermoth vendía niños indígenas. Los escogían enfermos o de familias muy pobres, con la promesa de que serían colocados en adopción. Los mantenían por un tiempo en proceso de engorda y cuando estaban en mejores condiciones los llevaban a una clínica clandestina, donde los operaban. Decenas de inocentes fueron sacrificados como bancos de órganos, para que les sacaran los ojos, los riñones, el hígado y otras partes del cuerpo que eran enviadas para transplantes en el Norte. Agregó que en una de las casas de engorda habían encontrado veintiocho criaturas esperando su turno, que la policía había intervenido y que el Gobierno continuaba las investigaciones para desmantelar ese horrendo tráfico.

 

Así comenzó el largo viaje de Claveles y Jesús Dionisio Picero para hablar en la capital con el Secretario del Bienestar Social. Querían preguntarle, con toda la sumisión debida, si entre los niños rescatados estaba el suyo y si acaso se lo podían devolver. Del dinero recibido les quedaba muy poco, pero estaban dispuestos a trabajar como esclavos para la señora Dermoth por el tiempo que fuera necesario, hasta pagarle el último centavo de esos doscientos cincuenta dólares.


 

EL HUÉSPED DE LA MAESTRA

 

La Maestra Inés entró en La Perla de Oriente, que a esa hora estaba sin clientes, se dirigió al mostrador donde Riad Halabí enrollaba una tela de flores multicolores y anunció que acababa de cercenarle el cuello a un huésped de su pensión. El comerciante sacó su pañuelo blanco y se tapó la boca.

 

-¿Cómo dices, Inés? -Lo que oíste, turco. -¿Está muerto? -Por supuesto. -¿Y ahora qué vas a hacer? -Eso mismo vengo a preguntarte -dijo ella acomodándose un mechón de cabello.

 

-Será mejor que cierre la tienda -suspiró Riad Halabí. Se conocían desde hacía tanto, que ninguno podía recordar el número de años, aunque ambos guardaban en la memoria cada detalle de ese primer día en que iniciaron la amistad. ÉL era entonces uno de esos vendedores viajeros que van por los caminos ofreciendo sus mercaderías, peregrino del comercio, sin brújula ni rumbo fijo, un inmigrante árabe con un falso pasaporte turco, solitario, cansado, con el paladar partido como un conejo y unas ganas insoportables de sentarse a la sombra; y ella era una mujer todavía joven, de grupa firme y hombros recios, la única maestra de la aldea, madre de un niño de doce años, nacido de un amor fugaz. El hijo era el centro de la vida de la maestra, lo cuidaba con una dedicación inflexible y apenas lograba disimular su tendencia a mimarlo, aplicándole las mismas normas de disciplina que a los otros niños de la escuela, para que nadie pudiera comentar que lo malcriaba y para anular la herencia díscola del padre, formándolo, en cambio, de pensamiento claro y corazón bondadoso. La misma tarde en que Riad Halabí entró en Agua Santa por un extremo, por el otro un grupo de muchachos trajo el cuerpo del hijo de la Maestra Inés en una improvisada angarilla. Se había metido en un terreno ajeno a recoger un mango y el propietario, un afuerino a quien nadie conocía por esos lados, le disparó un tiro de fusil con intención de asustarlo, marcándole la mitad de la frente con un círculo negro por donde se le escapó la vida. En ese momento el comerciante descubrió su vocación de jefe y sin saber cómo, se encontró en el centro del suceso, consolando a la madre, organizando el funeral como si fuera un miembro de la familia y sujetando a la gente para evitar que despedazara al responsable. Entretanto, el asesino comprendió que le sería muy difícil salvar la vida si se quedaba allí y escapó del pueblo dispuesto a no regresar jamás’ A Riad Halabí le tocó a la mañana siguiente encabezar a la multitud que marchó del cementerio hacia el sitio donde había caído el niño. Todos los habitantes de Agua Santa pasaron ese día acarreando mangos, que lanzaron por las ventanas hasta llenar la casa por completo, desde el suelo hasta el techo. En pocas semanas el sol fermentó la fruta, que reventó en un jugo espeso, impregnando las paredes de una sangre dorada de un pus dulzón, que transformó la vivienda en un fósil de dimensiones prehistóricas, una enorme bestia en proceso de podredumbre, atormentada por la infinita diligencia de las larvas y los mosquitos de la descomposición.

 

La muerte del niño, el papel que le tocó jugar en esos días y la acogida que tuvo en Agua Santa determinaron la existencia de Riad Halabí. Olvidó su ancestro de nómada y se quedó en la aldea. Allí instaló su almacén, La Perla de Oriente. Se casó, enviudó, volvió a casarse y siguió vendiendo, mientras crecía su prestigio de hombre justo. Por su parte Inés educó a varias generaciones de criaturas con el mismo cariño tenaz que le hubiera dado a su hijo, hasta que la venció la fatiga, entonces cedió el paso a otras maestras llegadas de la ciudad con nuevos silabarios y ella se retiró. Al dejar las aulas sintió que envejecía de súbito y que el tiempo se aceleraba, los días pasaban demasiado rápido sin que ella pudiera recordar en qué se le habían ido las horas.

 

-Ando aturdida, turco. Me estoy muriendo sin darme cuenta -comentó.

 

-Estás tan sana como siempre, Inés. Lo que pasa es que te aburres, no debes estar ociosa -replicó Riad Halabí y le dio la idea de agregar unos cuartos en su casa y convertirla en pensión.

 

-En este pueblo no hay hotel. -Tampoco hay turistas -alegó ella. -Una cama limpia y un desayuno caliente son bendiciones para los viajeros de paso.

 

Así fue, principalmente para los camioneros de la Compañía de Petróleos, que se quedaban a pasar la noche en la pensión cuando el cansancio y el tedio de la carretera les llenaban el cerebro de alucinaciones.

 

La Maestra Inés era la matrona más respetada de Agua Santa. Había educado a todos los niños del lugar durante varias décadas, lo cual le daba autoridad para intervenir en las vidas de cada uno y tirarles las orejas cuando lo consideraba necesario. Las muchachas le llevaban sus novios para que los aprobara, los esposos la consultaban en sus peleas, era consejera, árbitro y juez en todos los problemas, su autoridad era más sólida que la del cura, la del médico o la de la policía. Nada la detenía en el ejercicio de ese poder. En una ocasión se metió en el retén, pasó por delante del Teniente sin saludarlo, cogió las llaves que colgaban de un clavo en la pared y sacó de la celda a uno de sus alumnos, preso a causa de una borrachera. El oficial trató de impedírselo, pero ella le dio un empujón y se llevó al muchacho cogido por el cuello. Una vez en la calle le propinó un par de bofetones y le anunció que la próxima vez ella misma le bajaría los pantalones para darle una zurra memorable. El día en que Inés fue a anunciarle que había matado a un cliente, Riad Halabí no tuvo ni la menor duda de que hablaba en serio, porque la conocía demasiado. La tomó del brazo y caminó con ella las dos cuadras que separaban La Perla de Oriente de la casa de ella. Era una de las mejores construcciones del pueblo, de adobe y madera, con un porche amplio donde se colgaban hamacas en las siestas más calurosas, baños con agua corriente y ventiladores en todos los cuartos. A esa hora parecía'vacía, sólo descansaba en la sala un huésped bebiendo cerveza con la vista perdida en la televisión.

 

-¿Dónde está? -susurró el comerciante árabe. -En una de las piezas de atrás -respondió ella sin bajar la voz.

 

Lo condujo a la hilera de cuartos de alquiler, todos unidos por un largo corredor techado, con trinitarias moradas trepando por las columnas y maceteros de helechos colgando de las vigas, alrededor de un patio donde crecían nísperos y plátanos. Inés abrió la última puerta y Riad Halabí entró en la habitación en sombras. Las persianas estaban corridas y necesitó unos instantes para acomodar los ojos y ver sobre la cama el cuerpo de un anciano de aspecto inofensivo, un forastero decrépito, nadando en el charco de su propia muerte, con los pantalones manchados de excrementos, la cabeza colgando de una tira de piel lívida y una terrible expresión de desconsuelo, como si estuviera pidiendo disculpas por tanto alboroto y sangre y por el lío tremendo de haberse dejado asesinar. Riad Halabí se sentó en la única silla del cuarto, con la vista fija en el suelo, tratando de controlar el sobresalto de su estómago. Inés se quedó de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, calculando que necesitaría dos días para lavar las manchas y por lo menos otros dos para ventilar el olor a mierda y a espanto.

 

-¿Cómo lo hiciste? -preguntó por fin Riad Halabí secándose el sudor.

 

-Con el machete de picar cocos. Me vine por detrás y le di un solo golpe. Ni cuenta se dio, pobre diablo.

 

-¿Por qué? -Tenía que hacerlo, así es la vida. Mira qué mala suerte, este viejo no pensaba detenerse en Agua Santa, iba cruzando el pueblo y una piedra le rompió el vidrio del carro. Vino a pasar unas horas aquí mientras el italiano del garaje le conseguía otro de repuesto. Ha cambiado mucho, todos hemos envejecido, según parece, pero lo reconocí al punto. Lo esperé muchos años, segura de que vendría, tarde o temprano. Es el hombre de los mangos.

 

-Alá nos ampare -murmuró Riad Halabí. -te parece que debemos llamar al Teniente? -Ni de vaina, cómo se te ocurre. -Estoy en mi derecho, él mató a mi niño. -No lo entendería, Inés. -Ojo por ojo, diente por diente, turco. ¿No dice así tu religión? -La ley no funciona de ese modo, Inés. -Bueno, entonces podemos acomodarlo un poco y decir que se suicidó.

 

-No lo toques. ¿Cuántos huéspedes hay en la casa? -Sólo un camionero. Se irá apenas refresque, tiene que manejar hasta la capital.

 

-Bien, no recibas a nadie más. Cierra con llave la puerta de esta pieza y espérame, vuelvo en la noche.

 

-¿Qué vas a hacer? -Voy a arreglar esto a mi manera. Riad Halabí tenía sesenta y cinco años, pero aún conservaba el mismo vigor de la juventud y el mismo espíritu que lo colocó a la cabeza de la muchedumbre el día que llegó a Agua Santa. Salió de la casa de la Maestra Inés y se encaminó con paso rápido a la primera de varias visitas que debió hacer esa tarde. En las horas siguientes un cuchicheo persistente recorrió al pueblo, cuyos habitantes se sacudieron el sopor de años, excitados por la más fantástica noticia, que fueron repitiendo de casa en casa como un incontenible rumor, una noticia que pujaba por estallar en gritos y a la cual la misma necesidad de mantenerla en un murmullo le confería un valor especial. Antes de la puesta del sol ya se sentía en el aire esa alborozada inquietud que en los años siguientes sería una característica de la aldea, incomprensible para los forasteros de paso, que no podían ver en ese lugar nada extraordinario, sino sólo un villorrio insignificante, como tantos otros, al borde de la selva. Desde temprano empezaron a llegar los hombres a la taberna, las mujeres salieron a las aceras con sus sillas de cocina y se instalaron a tomar aire, los jóvenes acudieron en masa a la plaza como si fuera domingo. El Teniente y sus hombres dieron un par de vueltas de rutina y después aceptaron la invitación de las muchachas del burdel, que celebraban un cumpleaños, según dijeron. Al anochecer había más gente en la calle que un día de Todos los Santos, cada uno ocupado en lo suyo con tan aparatosa diligencia que parecían estar posando para una película, unos jugando dominó, otros bebiendo ron y fumando en las esquinas, algunas parejas paseando de la mano, las madres correteando a sus hijos, las abuelas husmeando por las puertas abiertas. El cura encendió los faroles de la parroquia y echó a volar las campanas llamando a rezar el novenarío de San Isidoro Mártir, pero nadie andaba con ánimo para ese tipo de devociones.

 

A las nueve y media se reunieron en la casa de la Maestra Inés el árabe, el médico del pueblo y cuatro jóvenes que ella había educado desde las primeras letras y eran ya unos hombronazos de regreso del servicio militar. Riad Halabí los condujo hasta el último cuarto, donde encontraron el cadáver cubierto de insectos, porque se había quedado la ventana abierta y era la hora de los mosquitos. Metieron al infeliz en un saco de lona, lo sacaron en vilo hasta la calle y lo echaron sin mayores ceremonias en la parte de atrás del vehículo de Riad Halabí. Atravesaron todo el pueblo por la calle principal, saludando como era la costumbre a las personas que se les cruzaron por delante. Algunos les devolvieron el saludo con exagerado entusiasmo, mientras otros fingieron no verlos, riéndose con disimulo, como niños sorprendidos en alguna travesura. La camioneta se dirigió al lugar donde muchos años antes el hijo de la Maestra Inés se inclinó por última vez a coger una fruta. En el resplandor de la luna vieron la propiedad invadida por la hier


Date: 2016-01-14; view: 863


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