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Los rencores del abate Bringas 4 page

—¡Está usted loco! —apostrofa don Hermógenes a Bringas, escandalizado, apenas recobra el aliento y el uso de la palabra.

—Como una cabra —coincide don Pedro, que se apoya en la pared, exhausto por la carrera.

Secándose la frente con un pañuelo, el bibliotecario respira con dificultad, entre pitidos asmáticos.

—¿Imagina que nos vieran en Madrid? ¿Considera que hubiesen presenciado este alboroto los amigos y conocidos?... Usted y yo, almirante, dos respetables académicos de la Española, corriendo como vulgares insurrectos... Y a nuestra edad, santo cielo. Mírenos... A nuestros años.

A modo de respuesta, el almirante emite un sonido extraño, en tono quedo. Don Hermógenes le presta atención y advierte, con sorpresa, que se está riendo. Aquello escandaliza aún más al bibliotecario, que lo mira con censura.

—No sé de qué se ríe, hombre... Dios mío. Ha sido... Es horroroso.

—Ah, es la vida real que llama a la puerta —interviene Bringas, apocalíptico—. Bienvenidos a ella.

Don Hermógenes se vuelve hacia el abate con una mezcla de estupor y censura. A Bringas se le ha torcido la peluca en la carrera. Se la recompone mientras asiente sudoroso, feliz como un niño que acabe de cometer una magnífica travesura.

—También esto es París, caballeros —añade con mucho aplomo—. Chispazos que un día no muy lejano prenderán la pólvora.

Y después emite una diabólica carcajada.

 

Capítulo 7

La tertulia de la rue Saint-Honoré

 

Recibía en la rue Saint-Honoré. Nadie podía soñar con hacer una carrera literaria sin su aprobación, y una invitación a leer un manuscrito en su casa no sólo era signo de reconocimiento, sino garantía de éxito.

Philipp Blom. Gente peligrosa

—Margarita Dancenis fue una de las mujeres que marcaron el tono de los salones antes de la Revolución, en los últimos años del Antiguo Régimen —dijo Chantal Keraudren—. Ella y otra española, Teresa Cabarrús, cada una a su manera, triunfaron en la sociedad y fueron árbitros de la moda y la vida social... Pero, a diferencia de la Cabarrús, cuyo ascenso fue posible gracias a una serie de afortunados azares, la Dancenis lo tuvo todo fácil desde el principio.

—Era guapa, tengo entendido.

Chantal inclinó su cabeza pelirroja para mirarse las manos moteadas de pecas, y luego alzó el rostro, sonriente. Estábamos sentados en dos sillas de tijera, junto a su puesto de libros adosado al pretil del muelle de Conti, en la orilla izquierda del Sena. El tráfico de automóviles era intenso frente a nosotros, pero el sol —aquél era uno de esos extraños días en que no llueve sobre París— iluminaba el lugar, haciéndolo muy agradable.



—Era varias cosas: guapa, inteligente, de una familia del norte de España muy bien acomodada... Y pasó de la alta vida burguesa en San Sebastián al corazón de la vida elegante e intelectual del París de entonces. Con concesiones, por cierto, al ambiente libertino de la época.

Yo escuchaba atento, con una libreta de notas abierta sobre las rodillas, que apenas utilizaba —hace tiempo aprendí que tomar apuntes resta fluidez y naturalidad al interlocutor, cuando lo interrogas—. Chantal Keraudren, profesora de Historia en un colegio de la rue Saint-Benoît, hija y nieta de buquinistas del Sena, me había sido recomendada por dos amigos franceses, los escritores Philippe Nourry y Étienne de Montety, como especialista en mujeres de los siglos XVIII y XIX —su tesis doctoral había sido sobre Madame de Staël—. El puesto de libros, del que todavía se ocupaba un par de días a la semana, mostraba, cuidadosamente protegidos en fundas de celofán y con el precio escrito encima a rotulador, una interesante variedad de títulos sobre la materia: Desirée y Julia Clary, Paulina Bonaparte, Vida de la emperatriz Josefina, Un invierno en Mallorca, Diez años de destierro, Cautiverio y muerte de María Antonieta, entre otros; y también autoras contemporáneas como Virginia Woolf, Patricia Highsmith o Carson McCullers. Recordé que tiempo atrás, antes de conocer a Chantal por su nombre, yo mismo había comprado allí los tres volúmenes de la Correspondencia de madame de Sévigné en la edición de La Pléiade.

—¿Tuvo amantes?

La librera se echó a reír. Eso le marcaba innumerables arrugas en torno a los párpados; aunque, paradójicamente, la rejuvenecía. Le calculé unos cincuenta y cinco años. La recordaba de mucho tiempo atrás, sentada ante su puesto los días de sol. Había sido atractiva, recordaba. Pelirroja, joven e interesante, con todos aquellos libros detrás y su bicicleta siempre apoyada en el parapeto de piedra del río. Nunca habíamos cambiado más de una docena de frases hasta ese día.

—¿Y quién no los tuvo, en aquel París?... Ella fue, dicho en términos modernos, una mujer libre. Los prejuicios habían sido triturados por el talento mordaz de Voltaire, la lógica elocuente de Rousseau, la erudición apabullante de la Encyclopédie... Esas cosas. Pero mientras tales ideas, discutidas libremente en los salones de moda, cambiaban Francia, el antiguo orden social mantenía su esplendor. El trono dejaba poco a poco de ser respetado, pero aún se guardaban las maneras, y filósofos integrados en el gran mundo alternaban con aristócratas y financieros. Y en la rue Saint-Honoré, que era el centro de todo eso, estuvo el salón de madame Dancenis...

—¿Cómo era el marido?

—Mayor que ella —dijo, como si esto lo situara todo en sus justos términos.

—¿Mucho?

—Lo suficiente para no molestar. Con olfato para los negocios y sentido del humor, por lo visto... Lo citan con simpatía algunos contemporáneos como hombre correcto y culto, en esa época enfrascado ya en sus lecturas: inteligente, bibliófilo, tranquilo...

—¿Rico?

—Riquísimo. Pierre-Joseph Dancenis había sido comisario real de Abastos, nada menos. También fue socio del duque de Orleans en negocios inmobiliarios donde hizo mucho dinero, incluida la operación comercial del Palais-Royal.

Miré hacia el otro lado del río, en dirección al Louvre y los edificios que éste ocultaba más allá de la rue de Rivoli.

—En esa fecha —quise confirmar— todavía lo estaban acondicionando para gran centro comercial, ¿no?

—Así es. Andaban justo en eso, con todo lleno de andamios y albañiles. Las tiendas elegantes aún seguían en Saint-Honoré y las calles próximas. En el Palais funcionaba el café del pasaje Richelieu, que luego ampliaron, y poco más... Deberías hacerte con lo que escribió Mercier sobre la ciudad de entonces.

Yo seguía mirando el Sena. Los puentes cercanos, pensé, eran los mismos que en el siglo XVIII, excepto el Pont des Arts, de construcción posterior: en otro tiempo mi lugar favorito de aquella ciudad, donde veinte años atrás había ambientado una de las escenas de El cazador de libros. Ahora, pensé con amargura, sería imposible creérsela, con aquellas barandillas recargadas de estúpidos candaditos románticos a lo Moccia, y los vendedores que los ofrecían en el mismo puente. La tarde anterior me había dado el siniestro placer de comprar a un pakistaní uno de esos candados para tirarlo directamente al río, con la llave puesta.

Señalé el puesto de libros, volviendo a la conversación.

—¿Tienes aquí el libro de Mercier?

—No —Chantal lo descartó con una nueva sonrisa—. Es demasiado selecto para mi nivel de negocio.

—Ayer conseguí una versión abreviada, en formato bolsillo.

—No te basta... Mercier íntegro es casi enciclopédico, formidable para conocer el París que te interesa. El problema, como te digo, es que sale muy caro. Y eso, cuando se encuentra... Vi un ejemplar completo hace meses en la librería Clavreuil-Teissèdre de Saint-André-des- Arts.

—La conozco.

—Puedes probar allí. O con Michèle Polak, que también tuvo uno... De todas formas, me parece que hay una edición barata, en Bouquins, creo, donde van Mercier y La Bretonne en un solo volumen. Pero no estoy segura.

Esta vez sí tomé nota de todo. Después le pedí que volviéramos a madame Dancenis.

—Conoció a su marido cuando éste era jefe de una misión comercial francesa en España —respondió Chantal—. Se casaron, y la trajo a París. En la época que te interesa estaba prácticamente retirado. Debía de andar por los cincuenta muy largos, y ella por los treinta y tantos, o cuarenta. La dejaba reinar en la pequeña corte de su salón, acompañándola un poco desde fuera, asistiendo a todo con una sonrisa condescendiente, o distraída...

—¿Tuvieron hijos?

—No, que yo sepa.

—¿Y hay retratos de ellos?

Chantal hizo memoria, rematándola con un ademán vago. Ella sólo conocía el cuadro que había pintado Adélaïde Labille-Guiard. Y me aconsejaba buscarlo en internet, porque la artista interpretaba bien al matrimonio Dancenis: ella aparecía vestida de campo, a la inglesa, con chaqueta de montar y sombrero, segura de sí, el pelo oscuro sin empolvar, mirando con sus ojos grandes y negros, y sostenía sobre la falda, lo que no era casualidad pero sin duda sí coquetería, las Confesiones de Rousseau. El marido estaba en pie a su lado, con bata de seda bordada, peluca gris, expresión apacible y un gato lamiéndole los zapatos. No tenía nada en las manos, pero a su espalda se abría la puerta de una biblioteca donde se adivinaban centenares de volúmenes.

—Recibían los miércoles en su salón de Saint-Honoré: hotel, hoy desaparecido, que Dancenis le compró al marqués de Thibouville y reformó espléndidamente para su mujer.

—¿Cómo lograba uno introducirse en esas tertulias? —me interesé.

—Era indispensable tener talento, elegancia, conocer anécdotas de la corte, hablar lo mismo de filosofía o física que de las mil cosas menores, ligeras y picantes que componían la conversación cultivada de la época... Ese arte, aliñado con ingenio, era esencial, muy característico del espíritu de libertad que se respiraba en aquel tiempo donde se hablaba de democracia en los bailes, de filosofía en los teatros y de literatura en los tocadores... Cuando era más apreciado un elogio de Buffon o Diderot que el favor de un príncipe.

—¿Fue un salón famoso, entonces?

—Bastante. El de Margarita Dancenis, a la que llamaban Margot, su marido y los habituales de la casa, compitió en su momento con los de madame de Montesson, la condesa de Beauharnais o Émilie de Sainte-Amaranthe... Por allí pasaron, entre otros, Buffon, D’Alembert, Bertenval, Mirabeau, Holbach, el conde de Ségur, Benjamin Franklin...

—Y en otra escala —apunté, divertido—, el abate Bringas.

Me miró, confusa al principio.

—¿Quién?... Ah, sí —cayó en la cuenta—. Aquel español radical y sanguinario que acabó en la pandilla de Robespierre, despachando cabezas al verdugo, y lo siguió hasta el cadalso...

—El mismo. Y me sorprende que lo admitieran en un lugar así.

—No es tan raro. Sé poco de él, pero se le recuerda como personaje enloquecido, aunque con ingenio y talento, que hacía reír a los asistentes. Según cuenta Ségur en sus Memorias, o me parece que fue él, madame Dancenis trataba al tal Bringas con una tolerancia que le costó cara, pues más tarde fue uno de los que la denunciaron a los tribunales revolucionarios... Pero Bringas no era el único pintoresco allí. Junto a la gente de primer orden, asistía una pequeña corte de secundarios: el peluquero Des Veuves, que también lo era de la princesa de Lamballe, el autor y músico La Touche, el libertino Coëtlegon, el literato Restif de La Bretonne... También iba de visita Laclos, que entonces era un simple militar con aspiraciones literarias...

—¿El de Las relaciones peligrosas?

—El mismo.

—¿Es verdad que después ocupó un puesto en el gobierno revolucionario?... Creo haberlo leído en Thiers.

—Sí. Comisario del poder ejecutivo, me parece. Fue hombre de Danton, que lo protegió muchísimo. Eso estuvo a punto de costarle el cuello cuando Danton fue guillotinado... ¿Y adivinas quién lo denunció varias veces, haciéndolo encarcelar?

—Me lo pones fácil, creo... ¿Mi buen abate Bringas?

—Tu buen abate. Sí. Como ves, la lista de asuntos pendientes de ese individuo era larga.

Miré otra vez hacia el río, a cuyas aguas se habían asomado doscientos treinta y tres años atrás los protagonistas de mi historia. Un número razonable de público deambulaba a lo largo de los puestos de libros y estampas. Hacía años que no compraba nada en ese lugar —lo último había sido lo de madame de Sévigné—, pero aún dedicaba un rato, cuando estaba en París, a pasear por allí; y en ocasiones creía reconocerme al otro lado del tiempo, en algún jovencito de mochila al hombro al que veía husmear, con dedos de cazador aún inexperto, en alguno de los tenderetes que ofrecen algo a quienes todavía buscan, leen y sueñan. Lamentablemente, la mayor parte de los buquinistas del Sena se adaptaba a los tiempos, y los añejos volúmenes, revistas y grabados cedían cada vez más espacio a reproducciones burdas, postales y recuerdos para turistas.

—En fin —resumía Chantal—. Así era la gente que frecuentaba el salón de tu compatriota: de todo tipo, interesante en buena parte, en aquellos años previos a la debacle. Y eso duró todavía una década, hasta que aquel mundo se vino abajo.

Pensé en el marido.

—¿Qué fue de Pierre-Joseph Dancenis?

—Murió asesinado cuando las matanzas de septiembre, en Saint-Germain.

—¿Y ella?

—Se salvó por muy poco. Condenada a muerte por un tribunal revolucionario, escapó a la guillotina con la caída de Robespierre.

—Vaya... Tuvo suerte.

La librera hizo una mueca de duda y volvió a mirarse las manos moteadas de pecas.

—Eso, según se mire —dijo tras un momento—. Pobre y enferma, Margarita Dancenis se suicidó tres años después, tragándose cincuenta granos de opio en un mal albergue de la plaza Maubert... Extinguida como toda aquella brillante sociedad en la que tan alto figuró, ahora emigrada, dispersa o desaparecida entre las nieblas de Londres, las orillas del Rin o bajo la cuchilla de la guillotina. Añorando, supongo, aquellos días en su casa de la rue Saint-Honoré, donde filósofos y literatos, mezclados con peluqueros y galanes libertinos, discutían sobre la regeneración del mundo con una copa en la mano y la espalda apoyada en la chimenea... Allí donde, según me cuentas, fueron a visitarla esos dos académicos compatriotas tuyos.

 

Son las siete y media de la tarde —acaban de sonar dos campanadas en un soberbio reloj de péndulo situado sobre una consola—, y tres criados, moviéndose silenciosos como gatos, despabilan las velas en los candelabros que iluminan los cuadros y espejos que adornan las paredes y multiplican los focos de luz dorada en el salón principal de la casa. Entre los contertulios se discute sobre aire deflogisticado, según el término científico a la moda. Se obtiene, afirma alguien, calentando cal de mercurio, de manera que el aire resultante no sólo es más rico y vivaz, sino que aumenta la intensidad de la llama de una vela, y hasta hace la respiración más ligera y fácil durante cierto tiempo.

—El negocio sería redondo —concluye monsieur Mouchy, físico notable, profesor en la universidad y miembro de la Academia de Ciencias— si pudiera embotellarse, vendiéndolo como artículo de lujo... ¿Quién no querría respirar mejor de vez en cuando, en los tiempos que corren?

Suenan risas corteses y comentarios sazonados de ingenio. Alguien introduce el nombre de Lavoisier, menciona el aire vital y el aire ázote, y la conversación sigue por ahí. Sentado en el corro de sillas y sillones puestos de cualquier manera sobre una magnífica alfombra turca, vestido de muy correcto oscuro, don Hermógenes Molina, cuyo francés no es lo bastante bueno, asiente con sonrisa bondadosa cada vez que no entiende algo. Junto al bibliotecario, don Pedro Zárate, frac azul con botones de acero y calzón blanco de nanquín, se mantiene un poco aparte en su silla, algo envarado, más observador del ambiente y personajes que atento a la charla. Que en realidad no es una sola, pues hay tres grupos formados en el amplio salón de los Dancenis, peinadas y vestidas las mujeres para la cena, los hombres en casaca con chupa o chaleco, en tonos serenos y oscuros con pocas excepciones, algún frac y ningún uniforme.

El grupo más lejano es el de los jugadores. Están en un saloncito contiguo, al otro lado de dos grandes cortinas abiertas que prolongan el espacio principal. El dueño de la casa y tres invitados, todos hombres, juegan al faraón y uno en pie mira jugar: es el abate Bringas, que esta tarde cepilló su vieja casaca y peinó un poco la peluca, y va de un grupo a otro dejando caer un comentario aquí o allá, siempre recibido con bromas o irónica tolerancia. El almirante ya retuvo el nombre de uno de los jugadores hace unos días, en los Campos Elíseos, cuando don Hermógenes y él fueron presentados por el abate a madame Dancenis, a la que ese mismo caballero acompañaba. Se llama Coëtlegon, lleva el cordón rojo de San Luis y responde a lo que en España llamarían, con cierta inexactitud, un petimetre a la moda: apuesto y en torno a los cuarenta, viste de forma exquisita y gasta pelo natural con coleta y rizado en las sienes, empolvado con esmero. Según Bringas, es un noble de provincias que sirvió en un regimiento de élite y se gasta en el juego y las mujeres el dinero que tiene, o aparenta tener; lo que le da fama de audaz y libertino. Hace un rato el almirante lo vio tallar y reconoció el género; es de los que arriesgan sumas escalofriantes sin despegar los labios, pierden sin quejarse y arrojan las cartas sobre la mesa con frío desdén cuando ganan. En el mismo tono, según Bringas, hace la corte a la señora de la casa, que se deja querer con poco disimulo. Todo muy a la manera del monde, como ha comentado por lo bajini el abate hace un rato, adobándolo con una mueca sardónica.

—Y el marido, ahí lo ven. Cortando la baraja, impasible... Hay que reconocer que nadie sabe llevar los cuernos como un francés.

El segundo grupo está más próximo, ocupando un sofá y sillas junto a una estufa rusa, y lo forman Des Veuves, famoso peluquero que además de peinar a la princesa de Lamballe peina a la señora de la casa, la pintora acuarelista Emma Tancredi, amiga íntima de los Dancenis —muy flaca, etérea, de largas pestañas y aire trágico—, y madame de Chavannes, que es toda seda, encajes, arrugas e ingenio: una septuagenaria viuda, elegante, locuaz y divertida, habitual de los miércoles, que tuvo notorios amoríos en su juventud y conoce al dedillo las anécdotas de alcoba del tiempo de Luis XV. En este momento conversan los tres sobre peinados a la última, y Des Veuves —nervioso, amanerado, demasiadas rayas de color y puntillas en la casaca, tupé alto y dos rizos empolvados cayéndole a uno y otro lado del rostro, que adorna un lunar— comenta con malvada precisión técnica el peinado pouf au sentiment con tirabuzones, de dos palmos de altura, que la duquesa de Chartres lució hace tres días en la Ópera. Divinamente inadecuado, en suma.

—Además, iba espolvoreada de polvos de iris, que la hacían todavía más rubia y más pálida... Un verdadero artificio, señoras mías... Una auténtica muñeca de cartón pintado, allí en su palco, con el amante a un lado y el marido al otro.

—Pues en cierta ocasión en Versalles, la Du Barry... —empieza a decir madame de Chavannes, y cuchichea algo junto a las cabezas inclinadas del peluquero y la acuarelista.

Suenan risas. Don Pedro vuelve la vista al grupo del que forma parte, desplegado en torno al sillón que ocupa la dueña de la casa. En la chimenea, cuya repisa está decorada con porcelana española y portuguesa, arde un fuego discreto que templa ese lugar del salón. Cerca está sentado Mouchy, el miembro de la Academia de Ciencias, que ha resultado ser conversador ameno, y que en este momento instruye a los contertulios sobre la virtud de las píldoras de cicuta para enfermedades obstructivas como glándulas atascadas y tumores. Completan el grupo, aparte del almirante y don Hermógenes, el chevalier Saint-Gilbert, vividor maduro, simpático e insustancial, que acude siempre provisto de un arsenal de hablillas y chismorreos que va colocando como puede, y cuando se marcha aún le quedan dos o tres sin usar; y también Simon La Motte, cincuentón engolado, maestro de los ballets de la Ópera, y su amante mademoiselle Terray: actriz de teatro rubia, joven, especializada en papeles de ingenua que suelen causar cierta hilaridad entre quienes conocen su biografía.

—El agua siempre se consideró un cuerpo simple, y los antiguos la denominaron elemento —está diciendo madame Dancenis, en respuesta a algo más que ha dicho Mouchy—. Pero ni siquiera ella escapa a la disección implacable de la química moderna.

Es Margarita Dancenis quien ocupa el centro geográfico del salón —o el punto fijo, se dice interesado el almirante—, e incluso de los otros dos grupos; como si una red oculta de fuerza magnética los vinculase estrechamente a su persona. Salta a la vista que es ella quien, como una diosa olímpica, repartiendo el don de su charla y sus sonrisas, estimulando a éste o halagando a aquél, sin perder detalle de nada, regula el ritmo social, los gestos y la conversación que la rodean.

—El día que consigan hacer lo mismo con la mente de nosotras, las mujeres, el mundo se descubrirá a sí mismo, asombrado. En su peligroso candor.

Madame Dancenis, resuelve el almirante, es una mujer culta, de rápido ingenio; pero quizá parte de su ascendiente social se deba a que el físico encaja en la idea que los franceses tienen de las españolas de buena casta: piel blanquísima, dientes perfectos, ojos grandes y negros que miran con inteligencia bajo el pelo hoy rizado y sin empolvar, tocado sólo por una cofia de seda con graciosas cintas a tono con su vestido malva, ceñido por un corpiño a la moda, de los que llaman Pierrot. La madurez en que se adentra poco a poco todavía no le causa estragos en la piel, que sigue tersa en la frente, el cuello y las mejillas, suave en las cuidadas manos que abren y cierran el abanico, utilizándolo como una prolongación de sí misma con la que señala, amonesta o premia a sus invitados.

—¿Qué opina usted, señor almirante?... Como español, tendrá sus ideas al respecto.

—En materia de damas, invitado y en París, doña Margarita, mis ideas se apoyan en la más rigurosa prudencia.

—Oh, puede llamarme Margot, como todos.

—Se lo agradezco.

Obtiene don Pedro una sonrisa de curiosidad por respuesta. Y erguido en el borde del asiento, las manos sobre las rodillas, siente la mirada de madame Dancenis estudiarlo a fondo.

—No tiene usted ojos de español.

—El mar me los decoloró, sin duda —sonríe, cortés—. Con ayuda de los muchos años.

—No sea coqueto, querido señor... Su edad, sea cual sea, la lleva perfectamente.

—Ojalá —suspira don Pedro, melancólico—. Usted, sin embargo, es bellamente española. Como compatriota, no puedo menos que enorgullecerme.

—Vaya —halagada, la Dancenis se vuelve a don Hermógenes—. ¿Todos en la Real Academia son así de galantes?

—Todos, sí señora —se sonroja el interpelado, buscando desesperadamente las palabras idóneas en francés—. Aunque no tengamos el despejo de expresarlo como el almirante.

Con el abanico cerrado, madame Dancenis señala hacia la mesa de juego.

—Ese increíble abate me ha contado que están ustedes en París para adquirir una Encyclopédie.

—Así es.

—Quizá mi marido pueda orientarlos en eso, en cuanto pierda algunos luises más. Los libros son su vida, y su biblioteca su castillo —se vuelve hacia el profesor de física, interrumpiendo la conversación a media voz que éste mantiene con La Motte—. ¿No es cierto, mi querido Mouchy?

—Por completo —responde el aludido con presteza—. Y también me pongo a disposición de los señores.

Los interrumpe la llegada de dos invitados más. Uno es un anciano de peluca blanca y casaca bordada, muy elegante, con un toque a la antigua; el otro viste sencillas ropas burguesas de buen paño, sobrepasa la cincuentena y lleva el pelo empolvado de gris. Ambos llegan cogidos del brazo y con soltura de habituales de la casa. Puestos en pie don Hermógenes y el almirante, madame Dancenis hace los honores.

—Estos caballeros, recién llegados a París, son académicos de la lengua española: don Hermógenes Molina y el almirante don Pedro Zárate... El conde de Buffon, miembro de las dos academias, eminente naturalista y gloria de las ciencias de Francia... El señor Bertenval, profesor de literatura en el Colegio Real, académico, filósofo, hombre de éxito y buen amigo de esta casa... Él escribió media docena de artículos de esa misma Encyclopédie que buscan ustedes.

Los saluda el almirante inclinando un poco la cabeza con respeto y fórmula de cortesía, sin más comentarios; pero al oír los nombres, don Hermógenes se ha atragantado de entusiasmo, incrédulo.

—Por Dios, señores —balbucea, dirigiéndose al de más edad—... ¿Estoy ante el señor Georges Lecrerc de Buffon?... ¿El eminente autor de la Histoire naturelle?

Sonríe el anciano, superior. Condescendiente y acostumbrado al halago.

—Sí, desde luego. Soy yo.

—Un placer. Dios mío —don Hermógenes se vuelve al otro—. ¿Y el señor es Guy Bertenval, el que fue amigo de Voltaire?... ¿El notable filósofo y hombre de letras, autor de Essai sur l’Intolérance, y que mantuvo aquel heroico enfrentamiento, famoso en Europa, con el sector más reaccionario de La Sorbona?


Date: 2016-01-05; view: 1747


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