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El hombre peligroso

 

Lo que se aceptó de fuera se hizo con excesivas precauciones doctrinales y políticas. Todo para proteger privilegios sin cuento y unas tradiciones ideológicas que no tenían cabida en el nuevo mundo que se alumbraba.

F. Aguilar Piñal.

La España del absolutismo ilustrado

 

 

En una novela intento siempre cuidar los escenarios, aunque se limiten a unas pocas líneas. Facilitan el ambiente adecuado para los personajes y la trama, y en ocasiones forman parte de ésta. Sin caer en excesos descriptivos, un día luminoso o gris, un espacio abierto o cerrado, la sensación de lluvia, de penumbra, de oscuridad, ayudan a establecer con más eficacia, implicándolos en la acción y el diálogo, los territorios narrativos. Se trata, en esencia, de que el lector imagine lo que el autor sugiere: escenas y situaciones. Que comparta, hasta el extremo de lo posible, la mirada de quien le cuenta la historia.

Yo estaba familiarizado con el Madrid del último tercio del siglo XVIII; lo había tratado en alguna novela anterior. De modo que, para mover a los personajes en ese escenario, sabía dónde buscar. Sobre usos y costumbres de la época, incluso sobre giros coloquiales y detalles del habla contemporánea, disponía de libros de consulta adecuados: las obras de Cadalso y de Leandro Fernández de Moratín, los sainetes de Ramón de la Cruz y González del Castillo, libros de memorias y relatos de viajeros con descripciones detalladas de personajes, lugares y monumentos. En cuanto a la estructura urbana, el trazado de calles y la localización de edificios tampoco planteaban problemas de importancia. En mi biblioteca disponía de dos piezas notables a las que ya había recurrido antes, con motivo de un relato sobre la sublevación contra el ejército de Napoleón el 2 de mayo de 1808. Una era el plano de Madrid publicado en 1785 por el cartógrafo Tomás López: obra de precisión admirable —a menudo olvidamos el mérito de un tiempo en el que no existía la fotografía por satélite—, acompañada de una relación completa de calles y edificios. La otra era el libro titulado Plano de la Villa y Corte de Madrid, publicado por Martínez de la Torre y Asensio en 1800, que años atrás me había proporcionado el librero anticuario Guillermo Blázquez. Esta última obra incluía, además del plano desplegable que daba nombre al título, sesenta y cuatro láminas menores con detalles específicos de cada uno de los barrios de la ciudad.

Con ese material a la vista fue fácil situar el edificio de la Casa del Tesoro, donde había estado la Real Academia Española cuando la adquisición de la Encyclopédie: un anexo al edificio del Palacio Real, cuyos interiores aún se estaban terminando de decorar en ese tiempo. La Casa del Tesoro ya no existe hoy, pues fue demolida en 1810 para la construcción de la plaza de Oriente; pero encontré en internet unos alzados del edificio, factura de un anónimo arquitecto francés, que están depositados en la Biblioteca Nacional. Con ellos y con copias de los otros planos anduve por la zona para situar la topografía actual en la del pasado, dando largos paseos mientras intentaba recrear el edificio donde los numerarios de la Española se habían estado reuniendo durante cuarenta años, hasta que en 1793 un decreto real les asignó otra sede en la calle de Valverde. Fue así como imaginé a los venerables sabios de entonces entrando y saliendo del viejo caserón, y como reconstruí el itinerario aproximado que Manuel Higueruela y Justo Sánchez Terrón, los dos académicos que desde distintas posiciones ideológicas se habían opuesto a la adquisición de la Encyclopédie, siguieron en su paseo nocturno por la calle Mayor hasta la puerta del Sol mientras el primero convencía al segundo de la oportunidad de unir esfuerzos en la conspiración contra el viaje a París.



Había otra situación cuyo escenario debía resolver antes de seguir adelante: la entrevista de Higueruela y Sánchez Terrón con el hombre peligroso de esta historia, Pascual Raposo, que tanta importancia tendría en el desarrollo posterior de los acontecimientos. Por necesidades de la trama, esto debía ocurrir en un lugar adecuado, cuyo ambiente permitiese perfilar algunas características del personaje. Al fin decidí reunir a los tres en un local típico de la época: un café al estilo del de La comedia nueva de Moratín, pero con salas anexas donde se jugara a billar, cartas y ajedrez. El establecimiento debía estar en un lugar céntrico de la ciudad; así que, tras consultar los planos, acabé decidiéndome por las calles situadas entre la de San Justo y la plaza del Conde de Barajas, en el corazón del llamado —no siempre con propiedad— Madrid de los Austrias. Después fui a comprobarlo sobre el terreno: todo parecía encajar. Y allí, ante uno de los antiguos edificios que perfectamente podían haber existido en tiempos de esta narración, imaginé a uno de los personajes acudiendo a regañadientes a la cita.

 

El local que busca Justo Sánchez Terrón está en un callejón angosto y oscuro, cerca de Puerta Cerrada. Hay ropa tendida de balcón a balcón, y un reguero de agua sucia corre por el centro del empedrado. La fachada principal del edificio da a un lugar de aspecto más decente, pero el propio Sánchez Terrón ha insistido en llegar por un sitio discreto, poco expuesto a miradas públicas. Así que, fruncido el ceño y rápido el paso, el filósofo y académico recorre el último trecho, empuja el portón entreabierto y penetra en la casa arrugando la nariz: el interior huele a humedad vieja y humo de tabaco. Al fondo de un pasillo oscuro se oye rumor de conversaciones y entrechocar de bolas de billar. La claridad de un ventanuco alto ilumina desde arriba al hombre que espera sentado en una silla, hojeando el Diario Noticioso junto a una mesa donde hay una taza de chocolate mediada y un platillo con restos de bizcocho.

—Siempre puntual, don Justo —dice Manuel Higueruela a modo de saludo, guardándose en el bolsillo de la chupa el reloj que acaba de consultar.

—Abreviemos —responde Sánchez Terrón, incómodo.

—Todo lleva su tiempo.

—Pues no dispongo de mucho.

La sonrisa de Higueruela despacha un último sorbo de la taza mientras el periodista se pone en pie, trabajosamente.

—El reuma —comenta, dejando la taza—. Cuando estoy mucho tiempo quieto, me cuesta dar los primeros pasos... Usted, sin embargo, está siempre como una rosa. De pitiminí.

Sánchez Terrón hace un gesto de impaciencia.

—Ahórreme charla insustancial. No vengo a hablar de nuestra salud.

—Claro —sonrisa guasona—. Faltaría más.

Higueruela señala el pasillo con exagerada cortesía y los dos académicos lo recorren en silencio. El rumor de voces aumenta mientras se acercan a la sala que hay al fondo. Llegan así a una estancia amplia dividida en dos partes: una la ocupan dos mesas de billar donde varios individuos manejan tacos y bolas de marfil; en la otra, más reducida y situada sobre una tarima, hay mesas ocupadas por jugadores y mirones. Un mozo de delantal va de un lado a otro con una cafetera y una jarra de chocolate, llenando tazas. Se leen periódicos y se fuma mucho en pipas y cigarros, y las ventanas cerradas contribuyen a espesar la atmósfera, enrarecida de neblina gris.

Ecce homo —dice Higueruela.

Con un gesto del mentón señala hacia una de las mesas donde juegan a las cartas. Allí, un hombre de unos cuarenta años, pelo rizado y espesas patillas negras en boca de hacha alza el rostro al verlos llegar. Después alarga un caballo de copas, cambia unas palabras con sus oponentes, se levanta y viene al encuentro de los recién llegados. Es más bien bajo, fornido de hombros en una casaca de paño marrón. Lleva calzón de ante y no usa medias ni zapatos de calle, sino botas rústicas con polainas. Cuando llega hasta ellos, Higueruela hace los honores.

—Don Justo, le presento a Pascual Raposo.

La mano que el tal Raposo tiende con desenfado —fuerte, áspera, tan morena como la piel atezada de su rostro— es ignorada por Sánchez Terrón, que mantiene las suyas cruzadas a la espalda y se limita a alzar un par de pulgadas el mentón, en ademán que más que saludo parece desaire. Sin alterarse, tras mantener un momento fija en él la mirada de sus ojos oscuros, casi amables, Raposo estudia un instante la propia mano aún extendida en el vacío, como para comprobar qué puede haber en ella de incómodo, y luego la lleva hasta el chaleco, donde la deja colgando de un bolsillo por el dedo pulgar.

—Vengan —dice.

Los dos académicos lo siguen hasta un reservado donde hay una mesa con tapete verde, una baraja muy sobada y varias sillas, en las que toman asiento.

—Ustedes dirán.

Raposo parece dirigirse a Higueruela, aunque estudia a Sánchez Terrón. Éste se encoge de hombros con gesto desabrido, pasando la iniciativa del asunto a su compañero. Entre gente como ustedes, parece insinuar el filósofo con su silencio, yo sólo estoy de visita.

—Don Justo y yo nos hemos puesto de acuerdo —aborda Higueruela—. En utilizar sus servicios.

—¿En los términos que acordamos hace tres días?

—En los mismos. ¿Cuándo puede ponerse en marcha?

—Cuando me digan. Dependerá, supongo, de la partida de esos dos señores.

—Según nuestras noticias, emprenden viaje el lunes próximo.

—¿Por la posta ordinaria?

—La Academia ha conseguido un coche de viaje... Irán cambiando caballos en los relevos de postas, cuando los haya.

Una pausa. Raposo ha cogido uno de los mazos de cartas y lo baraja, distraído. Sánchez Terrón observa que en cada movimiento se las arregla para que entre sus dedos aparezca un as.

—Deberá seguirlos —sigue diciendo Higueruela—. Discretamente, desde luego... ¿Viajará solo?

—Sí —el otro pone sobre el tapete tres sotas seguidas y mira la baraja como preguntándose dónde se esconde la cuarta—. A caballo, la mayor parte del tiempo.

—El señor Raposo fue soldado —explica Higueruela a Sánchez Terrón—. En caballería. También trabajó para la policía cuando la expulsión de los jesuitas. Y por otra parte...

Raposo alza una carta en el aire, el tres de bastos, para cortar la charla excesiva del periodista. Una mueca simpática —repentina, que se esfuma con la misma rapidez con que apareció— atenúa lo brusco del ademán.

—Dudo que al señor —comenta mirando a Sánchez Terrón— le interese mi biografía. No vinieron aquí para hablar de mí, sino del viaje. Y de los viajeros.

—El trayecto de ida es menos importante —aclara Higueruela—. Bastará con que los tenga vigilados... Su trabajo en serio empezará en París. Allí debe hacer cuanto sea posible por entorpecer su gestión. En ningún caso esos veintiocho volúmenes deben llegar a la frontera.

Raposo sonríe satisfecho. Acaba de poner la cuarta sota, la de bastos, junto a las otras tres.

—Puede hacerse —dice.

Un silencio. Ahora es Sánchez Terrón quien, tras una ligera vacilación, toma la palabra.

—Usted cuenta con buenos contactos en París, tengo entendido.

—Pasé allí algún tiempo... Conozco la ciudad. Y sus peligros.

La última palabra hace pestañear al filósofo.

—Por supuesto —apunta—, la integridad física de los dos viajeros debe respetarse a todo extremo.

—¿A todo extremo del todo?

—Eso he dicho.

Entre las patillas que le enmarcan el rostro, la mirada de Raposo asciende despacio, pensativa, de las cartas a los botones de nácar que adornan la casaca del Catón de Oviedo. Luego continúa por la ampulosa corbata hasta sus ojos.

—Por supuesto —dice, impasible.

Sánchez Terrón le sostiene el gesto unos instantes. Después se vuelve a medias hacia Higueruela, con displicencia. Pidiéndole el relevo.

—Eso no excluye, naturalmente —acude éste—, las molestias que usted, señor Raposo, juzgue necesarias.

—¿Molestias? —el aludido se rasca una patilla—. Ah, sí. Claro.

Los dos académicos cambian otra mirada: recelosa en Sánchez Terrón, tranquilizadora en Higueruela.

—Lo ideal sería —sugiere el periodista— que, ante determinadas dificultades, esos dos señores se vieran obligados a abandonar la empresa.

—Dificultades —comenta Raposo, como si diseccionara el término.

—Exacto.

—¿Y si no bastan las dificultades usuales?

Higueruela se repliega como un calamar. Sólo falta el chorro de tinta.

—No entiendo a dónde quiere usted llegar.

—Lo entiende perfectamente —Raposo recoge las sotas y ordena el mazo de cartas con mucho cuidado—. Lo que quiero saber es qué debo hacer si, pese a las dificultades y molestias del viaje, esos caballeros consiguen los libros que buscan.

Higueruela abre la boca para responder, pero se adelanta Sánchez Terrón.

—En tal caso, tiene usted carta blanca para arrebatárselos.

Si el filósofo pretendía establecer la autoridad moral en la conversación, no lo ha conseguido. Raposo lo mira con visible sorna.

—¿Cómo de blanca?

—Blanquísima.

El otro mira de soslayo a Higueruela, asegurándose de lo que escucha. Después deja la baraja sobre el tapete.

—Las cartas blancas cuestan dinero, señores.

—Todo se proveerá —lo tranquiliza el periodista—. Aparte lo convenido.

Metiendo una mano en un bolsillo interior de la casaca, extrae una bolsa —dentro hay 6.080 reales acuñados en diecinueve onzas de oro— y se la entrega a Raposo. Éste la sopesa un instante, sin abrirla, mientras mira a uno y otro académico con tranquila insolencia.

—¿Comparten gastos?

Eso hace que Sánchez Terrón se remueva en la silla.

—No es asunto suyo —dice, desabrido.

El otro hace un gesto de conformidad mientras se guarda la bolsa.

—Tiene razón. No lo es.

Nueva pausa. Raposo sigue observándolos, callado, con un extraño brillo de diversión en la mirada.

—¿Juegan ustedes a las cartas? —inquiere de pronto—. ¿Al revesino o a cualquier otra cosa?

—Yo sí —dice Higueruela.

—No. En absoluto —opone con desdén Sánchez Terrón.

—En una partida se gana o se pierde... Pero siempre hay que atacar a unas cartas con otras... ¿Me siguen?

—Pues claro.

Raposo apoya los codos sobre el tapete, mira la baraja y luego se vuelve de nuevo hacia el filósofo. Al hacerlo, Sánchez Terrón cree advertir bajo su casaca, a un costado, las cachas de una navaja grande.

—¿Qué pasaría si, por circunstancias extremas de la vida, alguno de esos señores viajeros, o los dos, sufriese un percance?

Pausa muy larga. Es Higueruela quien, con su cinismo habitual, encaja primero.

—¿De qué gravedad?

—Oh, no sé —Raposo sonríe, evasivo—. Percance, he dicho. Lo normal en viajes largos y azarosos.

—Todos estamos en las manos de Dios.

—O del destino —tercia Sánchez Terrón, fatuo y solemne—. La naturaleza tiene reglas implacables.

—Entiendo —de nuevo aparece un brillo burlón en los ojos de Raposo—. Reglas naturales, dice usted.

—Eso es.

—Sotas, reyes y demás... Envidar o que te enviden.

—Sí. Supongo.

Raposo se rasca otra vez una patilla.

—Hay algo que siempre he querido saber —comenta tras pensar un poco—. Ustedes son académicos de la lengua, ¿no?

—En efecto —asiente Sánchez Terrón.

—Pues hay una duda que hace tiempo me desazona... Cuando va una letra pe detrás, ¿la palabra se escribe con ene o con eme?... ¿Es más correcto escribir inplacables o implacables?

 

A esa misma hora, en su casa de la calle del Niño, don Hermógenes Molina, bibliotecario de la Real Academia Española, hace el equipaje. Un pequeño baúl y una maleta vieja, de cartón y cuero muy sobados, están abiertos junto a la cama de su alcoba. En ellas, el ama que cuida de la casa ha colocado ropa blanca, un batín, un gorro de dormir y unos zapatos de repuesto nuevos, de piel de vaca, comprados para el viaje. No es un guardarropa flamante: las medias están zurcidas, las camisas empiezan a deshilacharse en los puños y el cuello, y la lana del gorro clarea más que abriga. Los ingresos de un viejo profesor y traductor de latín en el Madrid de este tiempo —como en el de cualquier otro— no dan para más, y los gastos de carbón, cera y aceite, el pago de lo que se usa en calentar, comer e iluminar, el alquiler y la contribución municipal, amén del rapé, los libros y otras menudencias, consumen los magros recursos de aquella casa.

—Ya está la mesa puesta, don Hermógenes —anuncia el ama, asomada a la puerta.

—Ahora voy.

El ama —quince años al servicio del interpelado y su difunta— suelta un gruñido desatento.

—No tarde usted, que se enfría la sopa.

—He dicho que ahora voy.

Sin apresurarse, don Hermógenes dobla una chupa y unos calzones, y los mete en el baúl. Después coloca encima, procurando que no se arruguen las mangas ni los faldones, una casaca de paño oscuro, muy usada. Sobre el respaldo de una silla hay una capa negra con vueltas de grana, un parasol de tafetán encerado y un sombrero de castor de ala redonda, de vagas reminiscencias eclesiásticas; y sobre la cómoda, el resto de humildes objetos que acompañarán a su propietario en el viaje que está a punto de emprender: avíos de afeitar y aseo, dos lápices y un cuaderno, un maltrecho reloj de faltriquera con cadena, una cajita de rapé esmaltada, una navaja con mango de asta de toro y un Horacio en edición bilingüe, editado en octavo.

Acomodada la casaca en el baúl, el bibliotecario permanece inmóvil. Pensativo. A veces, como ocurre ahora, la consideración del viaje que tiene por delante le produce una fatiga prematura intensa, espesa como el caldo de cocido que aguarda sobre la mesa del comedor. Un hondo desasosiego. Don Hermógenes todavía no comprende —todo el mundo lo atribuye a su bondad natural, pero eso no se lo plantea él— cómo aceptó sin demasiada resistencia el encargo de sus compañeros académicos, y cómo se encuentra ahora, en consecuencia, en vísperas de un viaje largo e incómodo a un país extranjero. No tiene edad ni cuerpo para fatigas, decide con un suspiro desazonado. Jamás le interesó viajar fuera de España, excepto a Italia, cuna del mundo latino al que dedicó su vida y estudios; pero nunca tuvo ocasión de hacer ese viaje soñado: conocer Florencia y Nápoles, visitar Roma y caminar entre sus piedras venerables, buscando en ellas los ecos de la hermosa lengua de la que, trabajada por la alquimia del tiempo y la historia, acabaría surgiendo la lengua castellana, ahora hablada por pueblos diversos a orillas de todos los océanos. Don Hermógenes nunca salió de España, y aun ésta la ha transitado poco: Alcalá y Salamanca por los estudios de su juventud, Sevilla, Córdoba, Zaragoza. Poco más. La mayor parte del tiempo la pasó quemándose los ojos a la luz de una vela sobre los viejos textos, sucios los dedos de tinta, mordisqueando el extremo de una pluma. Para la gloria de Temístocles puede reputarse oscuro su origen... Etcétera.

Y sin embargo, hay una palabra tentadora, un nombre de ciudad: París. Situado al extremo del fastidioso camino que el académico prevé ante él, ese nombre se ha convertido en los últimos tiempos en reclamo fascinante para quienes, como don Hermógenes, sienten el latido —en España, disimulado a menudo por razones de mera prudencia— del mundo que cambia; de las luces que, situando la razón por encima de los viejos dogmas, alumbran el sendero que puede conducir a la felicidad de los pueblos. A los sesenta y tres años, viudo de una buena mujer que murió enferma y cristianamente resignada a su suerte, el bibliotecario de la Academia cree en esa otra vida; su fe religiosa es sincera, y no se plantea dudas graves que, como ocurre con algunos conocidos —achaque propio de los tiempos que corren—, turben en exceso su alma. El bibliotecario de la Real Academia cree que Dios es autor y medida de todas las cosas; pero también, pues los textos entre cuyas líneas pasó la vida lo llevaron a esa conclusión, estima que el hombre debe alcanzar su bienestar y salvación en la tierra, durante una vida en armonía con las leyes naturales, y no aplazar esa plenitud para otra existencia no terrena que compense los sufrimientos de ésta. Conciliar ambas creencias no siempre es fácil; pero la sincera fe religiosa de don Hermógenes consigue, en los momentos de mayor incertidumbre, tender puentes sólidos entre su razón y su fe.

Con tal panorama, París supone un desafío. Una tentadora experiencia. En esa ciudad, convertida en ombligo indiscutible de la razón en pugna con la sinrazón, olla donde hierve la crema del intelecto humano y la moderna filosofía, se desatan hoy nudos gordianos, se desmoronan creencias antaño imbatibles, se discute de cuanto existe bajo el cielo y sobre la tierra. Ni siquiera el principio sagrado de la monarquía francesa —y como consecuencia lógica, de cuantas reinan— queda fuera del zafarrancho de las ideas. Conocer de cerca aquello, apoyar un dedo en la vena desbocada donde palpita el mundo nuevo, vivir unos días la efervescencia de una ciudad en cuyos salones, mentideros y cafés, desde las trastiendas de comerciantes hasta las antecámaras reales, hormiguea todo eso, es un desafío al que ni siquiera la natural disposición apacible de don Hermógenes puede resistirse.

—Le he dicho a usted que la sopa se enfría. Y no se lo digo más.

—Ya voy, Juana. No seas pesada... Te repito que ya voy.

Por la ventana de la alcoba, con sólo levantar los ojos, el bibliotecario alcanza a ver el convento de las Trinitarias, que está al extremo de la calle. Y no hay ocasión en que mire por esa ventana, concluye, que no se sienta inundado de melancolía. La rancia, deprimida e inculta nación que tanto necesita ideas que ilustren su futuro resume buena parte de sus dolencias endémicas tras aquellos muros de ladrillo. Miguel de Cervantes, el hombre que más gloria dio a las letras hispanas y universales, yace ahí mismo, en una fosa común. Sus huesos vueltos al polvo se perdieron con el tiempo. Murió pobre, abandonado de casi todos, arrojado al olvido por sus contemporáneos tras una vida desdichada, sin apenas gozar del éxito de su libro inmortal. Lo trajeron desde su modesta casa, a dos manzanas de aquí, en la esquina de la calle de Francos con la del León, sin acompañamiento ni pompa alguna, y fue enterrado en un rincón oscuro del que no se guardó memoria. Ninguneado por sus contemporáneos y sólo reivindicado más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote, ni siquiera una placa o una inscripción recuerdan hoy su nombre. Fueron sólo el tiempo, la sagacidad y la devoción de hombres justos —y extranjeros— los que le dieron, al fin, la gloria que sus compatriotas le negaron en vida y a la que todavía, en buena parte, la España cerril de toros, sainetes y majeza permanece indiferente. Triste símbolo, aquellos anónimos muros de ladrillo, de toda una nación inculta dormida entre los escombros de su pasado, suicidamente satisfecha y prisionera de sí misma. Amarga lección póstuma, esa tumba olvidada. La de aquel hombre bueno, soldado en Lepanto, cautivo en Argel, de vida desgraciada, que alumbró la novela más genial e innovadora de todos los tiempos.

—¡Don Hermógenes!... ¡O viene ahora mismo o devuelvo la sopa a la cocina!

Con un suspiro resignado, el académico da la espalda a la ventana y se dirige despacio al comedor, por el pasillo donde, frente a la pared cubierta de estantes con libros, hay una Purísima de escayola policromada bajo la que arde, con luz minúscula, una candelilla puesta en su palmatoria.

 

Documentar el personaje del brigadier retirado don Pedro Zárate y Queralt fue más complicado que el del bibliotecario. Al principio apenas encontré información sobre él, excepto una mención de pocas líneas en un libro de Sisiño González-Aller sobre los marinos españoles de la Ilustración. Al cabo, tras diversas consultas, pude cruzar algunos datos y reconstruir parte de la biografía. De vida discreta, sin nada notable que subrayar en su hoja de servicios, aquel académico no había sido figura destacada entre los militares ilustres de su tiempo. Pude establecer que, según todos los indicios, fue soltero —los marinos de guerra necesitaban permiso superior para casarse, y habría constado en los registros oficiales—, y confirmar que habitó una casa de la calle del Caballero de Gracia, esquina a la de Alcalá. La única intervención suya en acción de guerra de la que hallé noticia segura fue su presencia, a los veintiséis años y con la graduación de alférez de navío, a bordo del buque de 114 cañones Real Felipe cuando éste intervino en el duro combate naval de cabo Sicié, frente a Tolón, con la escuadra del marqués de la Victoria, el 22 de febrero de 1744. A partir de entonces su vida profesional en la Real Armada había transcurrido de forma oscura, primero en la academia de guardiamarinas de Cádiz y luego en labores burocráticas de la secretaría de estado de marina, hasta su retiro con la graduación de brigadier.

Respecto al ejercicio de las letras, en los archivos de la Academia conseguí algo más de información que sobre su carrera naval. Casi desde los comienzos, la Española tenía por tradición incorporar entre sus miembros a un representante de las fuerzas armadas, fuese de tierra o de mar, para que se encargara de las voces del Diccionario relacionadas con la milicia, muy frecuentes en años como aquéllos, cuando la guerra —Gran Bretaña fue el enemigo constante durante todo el siglo XVIII— estaba a la orden del día. En este sentido, la actividad de don Pedro Zárate había sido intensa, pues su nombre figuraba en varias papeletas de palabras incorporadas en las ediciones del Diccionario de 1783 y 1791, todas relacionadas con el habla militar. Pero la obra más importante de su vida era el Diccionario de Marina, primero de esta clase realizado en España tras algunas cartillas marítimas desordenadas o vocabularios menos ambiciosos. Tuve un ejemplar en mis manos, hojeándolo sentado en una de las mesas de trabajo de nuestra biblioteca: editado en cuarto, bella tipografía, impreso en Cádiz en 1775. Y unos días más tarde, comiendo en Lhardy con mi amigo el almirante José González Carrión, director del Museo Naval de Madrid, tuve ocasión de que éste hablara más a fondo del libro y de su autor. El de don Pedro Zárate, me confirmó, era un clásico. Una obra de referencia naval imprescindible para su época, sólo superada medio siglo más tarde por el Diccionario marítimo español de Timoteo O’Scanlan.

—Antes de eso, que nosotros sepamos, Zárate colaboró con Juan José Navarro, marqués de la Victoria, que había mandado la escuadra española cuando el combate con los ingleses en Tolón... Navarro dejó acabado en 1756 un estupendo álbum en gran formato sobre la ciencia náutica, que nunca llegó a publicarse hasta que hace poco hicimos una edición facsímil. En algunas notas referidas a esa obra figuran cartas e informes firmados por Pedro Zárate y Queralt. Casi todas se refieren a vocabulario de marina, por el que éste se interesaba mucho.

Se inclinó hacia el portafolios que tenía apoyado en una pata de la silla, extrajo una carpeta de plástico transparente y la puso ante mí, sobre el mantel. La carpeta contenía varias fotocopias.

—Ahí tienes cuanto he podido encontrar sobre tu brigadier, o almirante, como lo llamáis en la Real Academia. Incluye la recomendación para su ascenso a teniente de fragata, de puño y letra del marqués de la Victoria, y una carta suya, muy interesante, sobre las virtudes y concisión del lenguaje marítimo... Te acerca al personaje.

—La Real Academia Española lo eligió académico en 1776 —comenté—. Para cubrir la plaza del general Osorio, que era del ejército de tierra.

—Entonces coinciden las fechas: el diccionario de Zárate había salido un año antes, y parece lógico el interés. Su gran aportación fue que por primera vez se publicaba un compendio sistemático, muy bien ordenado, de toda la terminología naval... Y tuvo la buena idea de acompañar cada palabra con sus equivalentes en las lenguas de las otras marinas importantes de entonces, que eran la francesa y la inglesa. Fue una obra muy en línea con aquella marina ilustrada que estaba en plena renovación, todavía entre las principales del mundo: limpia, fresca, ordenada, moderna... Un logro científico y cultural de primer orden.

—Marinos que leían —apunté, provocador—. Y que escribían libros.

González Carrión se echó a reír. Ahora también hay alguno, dijo. Aunque sean menos. Lo cierto, añadió, es que en la segunda mitad del XVIII, tras la reforma del marqués de la Ensenada, nuestra marina iba hacia arriba y parecía imparable. Las colonias americanas proporcionaban materiales para botar excelentes barcos con los sistemas de construcción naval más avanzados de su tiempo, y gracias a la academia de guardiamarinas de Cádiz los oficiales de la Real Armada tenían una formación científica y naval de élite; aunque las tripulaciones, reclutadas a la fuerza, mal pagadas y desmotivadas por un sistema aristocrático injusto, no siempre estuvieran a la altura. Era asombrosa la cantidad de obras importantes publicadas por marinos españoles de esa época que había en la biblioteca del Museo Naval: ordenanzas, cartografía, portulanos, manuales y tratados de navegación. Un centenar de libros fundamentales para la náutica y las ciencias en general.

—Fueron marinos ilustrados en un tiempo de esperanza —concluyó mi interlocutor—. Gente de prestigio incluso entre los enemigos... Cuando a Antonio de Ulloa lo apresaron los ingleses volviendo de medir el grado del meridiano en América, lo recibieron en Londres con todos los honores, haciéndolo miembro de sus sociedades científicas —se detuvo en este punto, contemplando su plato con aire melancólico—. Pero todo eso acabó en Trafalgar, unos años después: hombres, barcos, libros... Luego vino lo que vino.

Movió ligeramente el tenedor entre los garbanzos del cocido, pero volvió a dejarlo. Sus propias palabras parecían haberle hecho perder el apetito.

—Zárate, en su modesta parcela, era uno de esos marinos ilustrados —añadió tras un momento de silencio—. Uno de los empeñados en contribuir a una marina moderna y honorable, a la altura del desafío asumido por el imperio español que aún se extendía a los dos lados del Atlántico y por el Pacífico. Un hombre culto, digno, honrado, como tantos que acabaron con escaso reconocimiento oficial, muertos en combates navales sin esperanza, o de simple miseria, a media paga o sin cobrarla en absoluto... Porque el país en el que vivían no deseaba cambiar. Había demasiadas fuerzas oscuras tirando en dirección contraria.

Se detuvo de nuevo, todavía con el tenedor entre los dedos. Al cabo lo dejó a un lado del plato y extendió la mano hacia su copa de vino.

—Pero lo intentaron —bebió un sorbo y me miró, modulando una triste sonrisa—. Por lo menos, aquellos hombres formidables lo intentaron.

 

 

Existiendo el Diccionario de la Academia, que recoge la grandeza, hermosura y fecundidad de la lengua castellana, y siendo la Marina y la navegación motores del comercio y del progreso, quise componer un diccionario mucho más modesto que, a la manera de los que poseen otras naciones cultas, contuviese y ampliase la parte relacionada con las artes y ciencias de la mar; no para inventar voces, sino para recoger con fidelidad y pureza las que están sancionadas por la autoridad de nuestros escritores clásicos y por el uso discreto e ilustrado, e incluso por el habla común de las gentes sencillas de mar, y contribuir así a su mejor uso y conocimiento...

Don Pedro Zárate y Queralt, brigadier retirado de la Real Armada, deja la pluma y relee las últimas líneas, remate del breve prólogo que acompañará una nueva edición de su Diccionario de Marina. La luz del candil de aceite que está sobre la mesa del gabinete le basta para ello: pese a su edad, conserva una vista casi perfecta que hace innecesario el uso de anteojos para ver de cerca. Al fin, satisfecho del texto, sacude la salvadera con arenilla para enjugar la tinta, pliega el papel con otras cuatro hojas escritas antes y lo lacra todo. Después moja la pluma en el tintero, escribe la dirección —imprenta del Colegio de Guardiamarinas, Cádiz— y deja el paquete en el centro exacto de la mesa antes de ponerse en pie mientras echa un último vistazo en torno, para comprobar que todo queda ordenado. Aquella mirada final es una costumbre que, pese al paso de los años, sigue marcando sus rutinas. Aparte el orden natural impuesto por la educación como marino y los azares profesionales de su juventud, cuando emprender cada viaje incluía la posibilidad de que no hubiera un regreso, el almirante conserva la disciplina del orden minucioso; dejar cada cosa en su sitio, cómoda de reconocer a la vuelta, fácil de localizar por quienes quedan atrás y que tal vez, en ausencia definitiva del propietario, deban un día hacerse cargo de ella.

El gabinete es reducido, sobrio, a tono con una casa hidalga digna y sin pretensiones. La luz del candil ilumina unos pocos muebles prácticos de caoba y nogal, una alfombra de regular calidad, estantes de roble con muchos libros y alguna estampa de asunto naval. En la pared principal, sobre una chimenea que nunca se enciende y en cuya repisa, en urna de cristal, está el modelo de arsenal de un navío de 74 cañones, hay seis grandes grabados a color, puestos en marcos y colgados juntos, que representan el combate naval de Tolón entre las escuadras española e inglesa. Don Pedro Zárate les dirige una breve mirada y luego sale al pasillo y camina despacio hasta el vestíbulo, con las suelas de sus cómodas y viejas botas inglesas de viaje, recién engrasadas y lustradas, resonando en el piso de madera. Amparo y Peligros, las hermanas, están allí, vestidas con batas de estar en casa cuajadas de lazos y cintillos, recogidos los cabellos grises bajo pulcras cofias almidonadas. Se le parecen mucho en delgadez y estatura, en especial Amparo, la mayor; pero sobre todo a causa de los mismos ojos acuosos, de un azul tan descolorido que parece diluirse ante la luz, y que les confiere un aspecto físico poco español al uso, hasta el extremo de que algunos vecinos suelen referirse como las inglesas a las hermanas Zárate. Solteras, apacibles, abnegadas, hace treinta años que consagran su vida al bienestar del almirante. A cuidarlo, desde su regreso del mar, del mismo modo que cuidaron a su padre anciano, como habría hecho la madre que los tres perdieron de forma prematura. Las dos viven para el hermano, y sólo las distraen de ello el ejercicio de sus devociones religiosas, la misa diaria y la lectura de libros edificantes.

—Ha subido el mayoral a bajar tu equipaje —dice Amparo—. El coche espera en la calle.

Parece conmovida, y su hermana contiene el llanto. Pero las dos se mantienen erguidas, enteras, confortadas por el orgullo familiar. Saben qué motiva el viaje del almirante; y, aunque para ellas, en su particular opinión de mesa camilla, nada que venga de Francia puede ser bueno —filósofos perniciosos y otra gente disparatada no gozan del aprecio de sus confesores—, el orgullo de que don Pedro sea miembro de la Real Academia Española, y que ésta le haya encomendado una comisión en el extranjero, sitúa las cosas en lugar diferente. Si su hermano anda en eso, poco de malo puede haber en el asunto. Faltaría más. Nada debe objetarse a educar a los pueblos, sino todo lo contrario. Y de eso se trata, viájese a París o a Constantinopla. También los confesores, por muy santos clérigos que sean y pese a su proximidad a la gracia divina, pueden meter la pata de vez en cuando.

—Hemos puesto fiambre y dos hogazas en una cesta —dice la hermana mayor mientras entrega al almirante un sobretodo de anchas solapas, muy bien cortado en grueso paño azul oscuro—. Y también dos botellas de pajarete forradas de mimbre... ¿Será suficiente?

—Claro —don Pedro se estira las mangas de la casaca cortada en frac, a la inglesa, y mete los brazos en el abrigo—. En las ventas y posadas se encuentra de todo.

—Pues será ahora —comenta Peligros, que nunca ha pasado de Fuencarral.

El almirante acaricia un instante las mejillas marchitas de sus hermanas. Un suave roce a cada una. Un doble ademán de afecto que trasluce ternura.

—No os preocupéis de nada. Es un viaje cómodo, y hacemos la posta en un coche particular que nos ha conseguido, de su casa, el director de la Academia... Además, don Hermógenes Molina es un buen hombre; y el mayoral, de fiar.

—No sé yo —la hermana mayor arruga la nariz—. Muy desenvuelto, me ha parecido. Con su migaja de descaro.

—Por eso mismo —la tranquiliza el almirante—. Para un viaje como éste, viene bien un cochero con mundo, que haya viajado.

—Dudo que más que tú cuando eras joven. También eres hombre de mundo.

Sonríe el almirante con aire distraído, abotonándose el sobretodo.

—Quizá lo fui, Amparo... Pero hace tanto, que se me ha olvidado.

La hermana menor le entrega el sombrero negro de tres picos, cuyo fieltro luce impecable, recién cepillado. Don Pedro observa que en el interior, metido en la badana, han puesto una estampa de San Cristóbal, patrón de los viajeros.

—Ten mucho cuidado, Pedrito.

Sólo lo llaman Pedrito, como siendo niños, en circunstancias extremas. La última vez fue hace dos años, cuando el almirante pasó tres semanas en cama con una fluxión grave de pecho, a base de sanguijuelas, jarabes y emplastos de cirujano, y ellas se turnaban noche y día a su cabecera, rosario en mano y avemarías en los labios.

—He dejado una carta. Para Cádiz. Ponedla en el correo, por favor.

—Descuida.

El almirante elige un bastón entre la docena que hay en el bastonero. Puño de plata, caña de caoba. Dentro tiene escondidos cinco palmos de buen acero de Toledo. Al volverse hacia sus hermanas sorprende en ambas una mirada de preocupación, aunque ninguna dice nada: muchas veces lo han visto salir a pasear con él. Un bastón estoque no es más que una medida de prudencia propia de los tiempos que corren. Y de cualquier clase de tiempos.

—Tenéis algún dinero en el arcón de mi alcoba. Si os hiciera falta más...

—No hará —la hermana mayor lo interrumpe, un poco altiva—. Esta casa siempre se gobernó con lo que hay.

—Os traeré algo de París. Un sombrero para cada una. Y un chal de seda.

—No serán mejores que los mantones de aquí —objeta Peligros, picada en su patriotismo—. De las Filipinas vienen, que son islas bien españolas... A saber, esos chales franceses.

—Bueno. Ya encontraré otra cosa.

—Mejor no te gastes el dinero en tonterías —lo recrimina Amparo—. Lo que tienes que hacer es precaverte.

—Sólo vamos a buscar unos libros. No a una campaña naval.

—Aun así, no te fíes de nadie. Guarda el dinero bien escondido. Y cuidado con lo que comes. Allí cocinan con mucha grasa y mucha manteca, y eso no puede ser bueno para el estómago...

—Hasta caracoles guisan —apunta, crítica, la hermana menor.

—De acuerdo —concede el almirante—. Nada de caracoles, ni grasa, ni manteca. Sólo aceite de oliva. Lo prometo.

—¿Habrá en París? —se inquieta Peligros—. ¿Y en las ventas del camino?

Sonríe don Pedro, afectuoso y paciente.

—Estoy seguro, hermana. Pierde cuidado.

—Procura también abrigarte —insiste Amparo—, y no olvides cambiar de medias cada vez que te mojes los pies... Hemos puesto seis pares en el baúl. Dicen que en Francia llueve mucho.

—Lo haré —la sosiega de nuevo el almirante—. No os preocupéis.

—¿Llevas el jarabe que te preparó el boticario? ¿Sí?... Pues procura que no se te rompa el frasco. Y no lo olvides por ahí. Siempre fuiste delicado del pecho.

—Os prometo que lo tendré a mano.

—Y ten mucho ojo con las francesas —apunta Peligros, la más atrevida.

Amparo da un respingo, mirándola con censura.

—Por Dios, hermana.

—¿Qué pasa? —replica la otra—. ¿Acaso no son allí como son?

—Pero tú qué vas a saber... Además, hablar así es faltar a la caridad cristiana.

—Qué caridad ni qué niño envuelto. Menudas son ésas.

Se santigua la hermana mayor, escandalizada.

—Ay, Jesús bendito. Peligros...

—Déjate, que sé lo que me digo. Filósofas, todas, en esos salones a la moda donde dan conversación a los hombres... El día menos pensado acabarán frecuentando los cafés. Y no digo más.

Ríe el almirante, poniéndose el sombrero. Una cinta de tafetán negro le recoge, en la nuca, la corta coleta gris.

—Podéis quedar tranquilas. No estoy en edad de francesas, ni de españolas.

—Que te crees tú eso —objeta Peligros—. Ya quisieran muchos galanes, ¿verdad, Amparo?... Con tus años. Tener tu percha.

—Desde luego —confirma la hermana—. Ya quisieran.

 

Sentado a la primera luz del sol en la puerta del bodegón de San Miguel, con las piernas extendidas bajo la mesa, las manos en los bolsillos y una jarra de vino cerca, Pascual Raposo observa a los dos hombres que conversan junto a un coche de cuatro caballos detenido al otro lado de la calle, en la esquina con la plazuela de la Paja. El más alto y delgado —sobretodo oscuro, sombrero de tres picos, bastón en una mano— acaba de salir de un portal cercano y se ha detenido a hablar con otro bajo y grueso que usa capa española y sombrero de castor. Un cochero acomoda los últimos bultos sobre el techo del carruaje: individuo barbudo, de aspecto tosco, vestido con un capote grueso. El ojo avisado de Raposo, hecho a advertir detalles útiles en su oficio —otros, más torpes o menos curtidos, lamentan después no fijarse en tales cosas—, no pasa por alto la escopeta que está en el pescante metida en una funda, ni la caja de pistolas que trajo bajo el brazo al bajar el equipaje desde la casa, y que metió en el interior del coche antes de colocar arriba los bagajes.

A sus cuarenta y tres años, con una vida bregada y el viejo costurón de un navajazo sobre el riñón izquierdo, veterano del presidio de Ceuta, Raposo sigue vivo gracias a su buen ojo para esos pormenores. Siete años de vida militar, hace mucho trocada por otra clase de vida, lo hicieron a ello, o más bien sentaron la base táctica de lo que vendría después. Los hábitos y la mirada. Para este antiguo soldado de caballería, la existencia es un permanente salto de mata. Un buscarse la vida en diversos paisajes y oficios, aunque ninguno fácil. Todos ellos broncos.

Los dos hombres han subido al coche y cierran las portezuelas mientras el cochero se acomoda en el pescante. Resuena el látigo y los animales se ponen en marcha, despacio y al paso, arrastrando el carruaje en dirección a la red de San Luis. Tras dejar una moneda sobre la mesa, Raposo se pone en pie, estira pausadamente su chaquetón marsellés con adornos de pana y se pone el sombrero de Calañas arriscado sobre la frente, a lo majo. Una mujer joven, bonita, trigueña, con mantilla subida sobre la cabeza, viene taconeando desde alguna de las iglesias cercanas. Raposo la mira a los ojos con tranquila insolencia y se hace atrás para cederle el paso, galante.

—Bendito el cura que la bautizó a usted, hermosa.

La mujer se aleja, ignorándolo. Indiferente a su desdén, Raposo la mira alejarse unos pasos, chasquea la lengua y echa a andar tras el carruaje, siguiéndolo de lejos a lo largo de la calle del Caballero de Gracia. Eso no es del todo necesario, pues a estas horas el antiguo soldado de caballería ha hecho las averiguaciones pertinentes y sabe por dónde abandonará Madrid la pequeña expedición de los académicos. Pero más vale asegurarse. Lo previsto es que busquen el camino de Burgos por la puerta de Fuencarral o la de Santa Bárbara. Raposo conoce bien la ruta, con cada una de sus postas y albergues; así que, por la hora que es, lo insólitamente seco de la estación y siendo aún posibles ocho o diez horas de buen camino, calcula que los viajeros pasarán Somosierra al día siguiente, parando entonces a pernoctar, como se acostumbra, en la venta de Juanilla. Ahí piensa alcanzarlos, sin prisas, antes de que emprendan su tercera etapa. Viajará a caballo, a lomos de un buen animal que compró hace tres días: un bayo de media alzada fuerte y sano, de cuatro años, capaz de hacer frente al largo camino, o a gran parte de él. Como recurso, en caso de necesidad, siempre quedará la posibilidad de comprar otro, o recurrir a los de posta. En cuanto al equipo para el viaje de cuatro semanas hasta París, viejos hábitos acostumbraron hace tiempo a Raposo a moverse con lo imprescindible: una maleta de cuero atada a la grupa del caballo, un zurrón con provisiones, un capote encerado para protegerse del frío y la lluvia, una manta de Zamora enrollada y atada con correas, y un viejo sable de caballería metido dentro del rollo de la manta. Todo eso ya está dispuesto y empaquetado en el cuarto de la posada de la calle de la Palma donde vive calentándole la cama a la hija de la dueña —la madre abriga la esperanza absurda de casarlos—, mientras el caballo aguarda, bien comido y listo para la silla, en un establo próximo a la puerta de Fuencarral.

—Coño, Pascual. Qué sorpresa. Dichosos los ojos.

Lo inoportuno del encuentro no le borra la sonrisa a Raposo. En su arriesgado oficio, sonreír forma parte de las reglas hasta que, en el momento adecuado, la sonrisa se transforma en mueca carnicera. Quien lo saluda es un conocido de los antros bajunos del Barquillo y Lavapiés: un barbero con trenza a lo gitano y redecilla al pelo, que tiene tienda en la misma calle y que, aparte de rapar barbas, se maneja bien con la guitarra, el fandango y la seguidilla.

—Entra y te paso la navaja mientras te cuento algo, anda. Invita la casa.

—Voy con prisa, Pacorro —se excusa Raposo—. Estoy ocupado.

—Sólo es un momento. Hay un asunto que puede gustarte —un guiño cómplice—. De los tuyos.

—Los míos son muy variados.

—Éste lleva anís y ajonjolí, y está diciendo comedme... ¿Te acuerdas de la María Fernanda?

Asiente Raposo, guasón.

—Nos acordamos yo y media España.

—Bueno, pues hay uno que la ronda. Un petimetre con posibles. Marquesito, o algo así. O que se lo dice.

—¿Y?

—Al niño le gusta vestirse de majo y correrla por los garitos. Allí hemos intimado él y yo. Y se me ha ocurrido jugarle la de la doncella.

La última palabra arranca una risa esquinada a Raposo.

—La María Fernanda no fue doncella ni cuando estaba en la tripa de su madre.

Asiente el barbero, ecuánime.

—Ya, pero el petimetre no lo sabe. Y se le pueden sacar unos buenos duros... ¿Harías tú de hermano ofendido?

—Tengo otro asunto.

—Vaya. Lo siento... Navaja en mano, impones mucho. Incluso sin navaja.

Se encoge de hombros Raposo, despidiéndose.

—Otra vez será, Pacorro.

—Sí. Otra vez será.

Cuando Raposo se aleja de la barbería, el coche de los académicos ya va por la red de San Luis. Aprieta un poco el paso para darle alcance y comprueba que acaba de torcer a la derecha. Está claro que van camino de la puerta de Fuencarral, según la ruta prevista. Así que es momento de ir a la posada, recoger el equipaje, despedirse de la hija de la dueña y sacar el caballo del establo.

—Una limosna, por amor de Dios —se interpone un renqueante mendigo, mostrándole el muñón de un brazo mutilado.

—Largo de aquí.

Ante su cara de pocos amigos, el otro se esfuma en el acto, con milagrosa agilidad: visto y no visto. Mirando alejarse el carruaje, atento a lo suyo, Raposo se acaricia las patillas. En este momento su cabeza es un cálculo complejo, previsor, de leguas y millas, de postas, ventas y posadas. De caminos que se siguen, se adelantan o se cruzan. Al fin sonríe para sí mismo, descubriendo un poco los dientes. Casi feroz. Para alguien como él, cuyo trabajo habitual consistió durante cierto tiempo en ver matar a la gente, o matarla personalmente, la mayor parte de las cosas perdió su importancia original, y muy pocas tienen sentido. Una de ellas es que los hombres suelen dividirse en dos grandes grupos: los que cometen actos viles por bajeza natural, supervivencia o cobardía, y los que, como él mismo, para ejecutar esas vilezas exigen que se les pague al contado. Otra, la certidumbre de que, en un mundo injusto como el que le ha tocado conocer, sólo hay dos maneras posibles de soportar la injusticia, sea divina o humana: resignándose a sufrirla, o aliándose con ella.

 

Capítulo 3


Date: 2016-01-05; view: 740


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