Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Capítulo XXIX

 

Es un hermoso día de primavera en la costa. Soleado, pero también ventoso. El viento solano no sólo riza el mar sino que por primera vez, después del largo invierno, parece querer alejarlo de tierra, con rachas que peinan en aspa la superficie. Sacude los verdes todos con voluntades cruzadas. Pero es un viento que alienta luz, una sucesión de resplandores, lo que tal vez disminuye la resistencia y moviliza la simpatía.

Todo esto lo vemos con la ayuda de Sira.

Lo vemos a través de la ventana de la habitación principal de la posada del Ultramar. La más grande y también la de mejores vistas. La que llaman la Suite. Ella está sentada en un lateral de la cama. Vestida. Mientras mira, se está soltando el cabello que llevaba recogido en un moño. Lo que tienen las ventanas con mejores vistas es que también convocan la curiosidad de aquello que miran. Y hacia allí van. A ver a Sira.

Mientras el pelo se desenvuelve y cae, ella permanece hierática, inexpresiva, pero todo lo que está fuera, empezando por el viento y la luz inquieta, está en los ojos. Sira ve acercarse por la carretera de la costa un coche que se desplaza lentamente, como si se demorase adrede en los baches. Es el Mercedes Benz blanco de Mariscal. Pasa cerca de un tendedero donde están a secar, con un flamear de banderolas de un barco, las camisas amarillas y los pantalones y medias negras del equipo de fútbol de Brétema.

En la planta baja, en el salón del bar del Ultramar, cerrado a esa hora de la tarde, Rumbo limpia una copa con un paño blanco. De vez en cuando, se escucha el silbido de una ráfaga de viento y el crujir de un antiguo rótulo de hierro. £1 barman lleva puestas las gafas. Intenta dar brillo a la copa de un modo que cualquier testigo calificaría de obsesivo. Acerca el cristal a los ojos y mira a contraluz, lo escruta, como quien anda en busca de una mancha intermitente que se oculta y reaparece.

El trabajo obstinado de Rumbo se ve interrumpido cuando Mariscal llama a la puerta. Rumbo ve el rostro del recién llegado a través del cristal y de la fina cortina con ribetes de encaje. Viene vestido al estilo indiano, con traje de lino blanco, un lazo rojo, y fina pajilla. Trae también su bastón bengala colgado del brazo por la empuñadura.

Rumbo echa una última ojeada a la copa y la posa con cuidado en la barra, boca abajo, sobre un paño blanco, al lado de otras ya limpias y lustradas.

Rumbo se acerca a la puerta. Lleva puesto un mandil blanco de peto. Antes de abrir, la mirada de los dos hombres se cruza por la abertura de la cortina. El barman parece dudar, baja la mirada a la cerradura, pero sigue adelante, saca la llave del bolsillo, y no se demora en abrir.

El carraspeo de Mariscal podría entenderse como un saludo. Quique Rumbo le da la espalda y se dirige a encender el televisor. Pulsa el botón con el extremo del mango de una escoba. Se ve un mapa de la información meteorológica, con sus isóbaras.



Mariscal mira de reojo a Rumbo, la espalda de Rumbo, con el fondo del televisor, y empieza a subir las escaleras.

– No tienen ni puta idea -dice Mariscal-. Aquí nunca aciertan. ¡Somos tierra incógnita, sí, señor! Mañana es primero de abril. Habrá tambores en el cielo…

Rumbo se mantiene en la misma posición. Sin comentarios. Mientras Mariscal sigue a desgranar su pronóstico, con tono de letanía, como quien intenta amortiguar la percusión de los pasos al subir los peldaños de madera; «…Y saldrán las primeras arañas a tejer su tela».

Avanza con andar lento por el claroscuro del pasillo. Ahora hay lámparas en las paredes con tulipa verde y una serie de cuadritos con escenas campestres inglesas, jinetes a la caza del zorro. Comprados en lote. Y todo da una sensación de escenografía colonial, de biombos provisionales, ese movimiento de las cortinas mecidas por el viento. El túnel de las banderas, piensa. ¿Es que aquí nunca se cierran las putas ventanas? Se detiene en la puerta de la Suite, al fondo del pasillo. Cuelga la bengala de la muñeca de la mano izquierda y se quita muy despacio los guantes blancos. Por primera vez vemos sus manos desnudas, labradas en el dorso por cicatrices de las viejas quemaduras. Su mano derecha planea un rato en el aire. Por fin, llama despacio con los nudillos en la puerta. Luego, saca un pañuelo del bolsillo para agarrar el pomo y abrir.

Sira no se mueve cuando entra Mariscal. Permanece con la mirada perdida en la ventana con vistas al mar. Mariscal mira hacia ella y luego sigue la dirección de la mirada de la mujer. Sin decir nada, se va al otro lado del lecho. Se sienta, pasa el pañuelo por la frente, ese tic, y luego lo dobla con descuido y lo devuelve al bolsillo superior de la chaqueta.

– Mañana habrá tormenta.

 

En la pared, sobre el papel pintado que imita hojas de acanto, hay un cuadro tipo souvenir con una imagen del puente de madera de Lucerna, ceñido de flores, y un fondo de montañas alpinas. Mariscal mira fijamente, como si acabase de descubrirla, esa foto de flores y nieve.

– Deberíamos ir juntos a algún sitio. Alguna vez.

Sira no responde. Sigue mirando el paisaje natural por la ventana. El viento está allí, batiendo, con todo el revoltijo de las cosas a cuestas. Mariscal se incorpora y va a lavarse las manos en una jofaina que hay sobre la cómoda. Antes de hacerlo, vierte en el agua el contenido de un par de sobres que extrae de uno de sus bolsillos. Al mezclarse los polvos con el líquido producen una especie de hervor y, llegado ese momento, es cuando Mariscal introduce las manos en la jofaina. Mientras:

– Hay sitios por ahí que son una maravilla, Sira. Tú siempre has querido ir a Lisboa, lo sé. Toda la vida cantando fados y nunca fuimos a Lisboa. No bairro da Madragoa, á janela de Lisboa, naceu a Rosa María… ¡Hay que ir a la Alfama, en Santo Antonio, Sira! Ni siquiera hemos ido a Madrid, ¡qué desastre! Podría llevarte a un buen hotel. Al Palace, al Ritz. Ir a la ópera. Al Museo del Prado. Sí, al museo…

 

En la planta baja, en el bar, Quique Rumbo se mira en uno de los espejos verticales que flanquean el estante central de las bebidas. En el marco del espejo hay una chapita que oculta el ojo de una cerradura. Rumbo saca una llave del bolsillo y abre despacio el espejo de la portezuela. Allí hay encajada un arma, una escopeta de doble cañón. También un paquete de cartuchos. Rumbo extrae dos y carga el arma.

 

Mariscal se encorva, mira al suelo, está escarbando en el recuerdo y su voz se vuelve más grave.

– La verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza entrar en el Museo del Prado, pero la cita era allí. Cosa de italianos, pensé. Pero qué suerte, Sira, qué maravilla. Los museos son los mejores lugares del mundo, Sira. Mejores que los paisajes naturales. Mejor que el cañón del Colorado o el Everest, te lo digo yo. Siempre a la misma temperatura. Un clima ideal.

Algo está pasando en el otro lado de la cama. Ahora la mirada de Sira es la de quien trata de contener las lágrimas.

– Es por los cuadros. Tienen que estar a una temperatura… constante. Los cuadros son muy delicados. Más que la gente. Nosotros soportamos el frío y el calor mucho mejor que los cuadros. ¿Es curioso, verdad? Un paisaje de nieve no soportaría el frío como nosotros. Somos lo más extraño del universo, Sira. ¿Te acuerdas de los que iban de aquí a Terranova a la pesca del bacalao? Se colocaban migas de pan entre los dedos para que no se les despellejase la piel. Y también en los genitales. Dicen que el frío es lo que más quema… ¡Será! Aquella chica que con la boca seca pegó la lengua a la barra de hielo, ¿te acuerdas? Se quedó pegada, no podía llamar pidiendo ayuda… ¡Bah!

Abrió el cajón de la mesilla y revolvió. Allí también había donde escarbar. ¿Las postales que él mandaba?

Basilio Barbeito había pasado allí los últimos tiempos. Para que estuviese más cómodo. Su presencia cambió el lugar. Eso era algo que compartían Mariscal y Sira sin decirlo. De su paso, dejó en herencia un estante de cuadernos manuscritos. De la misma fábrica. Miquelrius. Allí estaban en orden alfabético las entradas para su triste, infinito, Diccionario. Escribía en todas partes.

Mariscal acaba de sentarse de nuevo en el lecho. Se inclina hacia el lado de la mujer. Acaricia, tira con suavidad de su cabello. El Cojo lo aprovechaba todo. Andaba con los bolsillos llenos de palabras. Escribía en los sobres, en el reverso de los programas de cine, en los billetes del coche de línea, en trozos del papel de estraza de la tienda, en las palmas de las manos, como un niño. Eso no lo dejó, las manos, pero sí la sensación de piel escrita. Y todo plagado de papelitos. El cajón lleno de gusanos de palabras.

Llámame cosas, Sira. Insúltame. Eso anima mucho a un viejo. ¡Chulo, perro tiñoso, truhán, alcahuete, golfo, desherrado, serpiente, rijoso, cabrón, Belcebú, hijo de las cuatro letras, emprendedor, caballero de la industria, bestia… Arcaico! Caduco. Caduco, no. Arcaico anima. Y bestia todavía más.

No dijo nada, Mariscal. Sólo con los dedos ensortijaba los rizos de Sira. Era para él un placer electrizante. Como el primer día que Guadalupe le cortó el pelo, ese pasar suyo por las sienes. Lástima de peluquera. Hay gente así, que no se serena, que nunca está contenta. Seguían durmiendo juntos. A veces la montaba. Pero ella no ardía. Ya no quemaba. Como una nevera. Lo que yo digo. Esto de recordar es un desconforto, sí, el tiempo se pudre, todas esas palabras en el cajón… cuando de pronto se abre la puerta.

Quique Rumbo. La respiración jadeante. El viento, que halló la forma de entrar. Sira y Mariscal giran la cabeza hacia él, pero por lo demás se mantienen inmóviles, sentados en su lado. Al principio, Rumbo apunta a Sira, pero luego vacila, va basculando el arma hasta tener en el punto de mira a Mariscal.

Rumbo vuelve la escopeta contra sí mismo. Apunta a la cabeza por la barbilla. Y dispara.

Retumba.

Todo se fue. El viento por el pasillo.

Hilos de sangre recorren los nervios de las hojas de acanto del papel pintado de la pared. Hay gotas que caen del techo. Mariscal extiende la mano. ¿De dónde hostias caen estas gotas de sangre? Del techo, claro. No hacen ruido. No había pensado en ello. Que la sangre no hace ruido al gotear.

– No llores, Sira. Ya me encargaré yo de todo. ¡Se murió porque quiso!

Per se.

 


Date: 2016-01-03; view: 741


<== previous page | next page ==>
Cap&#237;tulo XXVIII | Cap&#237;tulo XXX
doclecture.net - lectures - 2014-2025 year. Copyright infringement or personal data (0.007 sec.)