se limitaba a usar las ventajas escasísimas de que gozaba, a jugar sus pobres bazas con la frialdad aparente del jugador profesional que sabe que su supervivencia depende por partes iguales del azar y de su habilidad. Durante todo ese tiempo y a pesar de la confianza que se habían otorgado recíprocamente Onofre no había logrado aclarar la naturaleza verdadera de las relaciones de la mujer con su hermano. Sabía que ella era viuda, como había supuesto en un principio, y que había entrado al servicio de Joan movida por la necesidad; el resto permanecía sumido en el misterio. Todo parecía indicar que el etilismo de su hermano excluía de esa relación el elemento carnal, pero, en tal caso, ¿qué razón había para mantener frente al pueblo un equívoco que redundaba en perjuicio de ella, pero en el que ella parecía consentir? Probablemente ella está esperando pacientemente la oportunidad de cazarlo, pensaba Onofre; sabe que tarde o temprano caerá; entonces ella será la alcaldesa y se resarcirá de todos estos años de humillación y amargura. Cuando pensaba estas cosas le invadía el pesimismo más negro. Los pobres sólo tenemos una alternativa, se decía, la honradez y la humillación o la maldad y el remordimiento. Esto lo pensaba el hombre más rico de España. Más adelante averiguó que el marido de aquella mujer había muerto también violentamente; por más que insistió en ello, la mujer se negó a proporcionarle más detalles al respecto. Esta revelación parcial desencadenó en su cabeza todo tipo de fantasías: quizá ella no era del todo ajena a esa muerte violenta, por más que no pareciera haber sacado de ella ningún provecho material; tal vez su propio hermano estaba comprometido en un crimen que ahora lo encadenaba a aquella mujer de manera indisoluble. La vida en la casa se le hacía cada vez más incómoda. Luego se produjo el incidente ya relatado y se sintió más inseguro que antes; se decía que ella, al iniciar una relación con él que sabía de antemano inviable y efímera por necesidad sólo trataba de forzar a Joan a resolver la ambigúedad de su situación respectiva, pero esta explicación lógica no disipaba el temor creciente de ser víctima de una conspiración. Ahora la mirada que se habían cruzado Joan y la mujer después de oír lo que le había sucedido escapaba por completo a su alcance. Cuando le señaló a su hermano que el rector había muerto de resultas de un disparo de escopeta, lo que circunscribía la lista de posibles asesinos al farmacéutico y al veterinario, que poseían licencia de armas de caza, su hermano le respondió con una carcajada: no había casa en el valle que no contase con un pequeño arsenal ilícito, le dijo. Esta ampliación súbita del número de sospechosos le inquietó: ahora empezarían los rumores y las conjeturas, en las que no dejaría de verse involucrado. Sus disputas con el rector eran de conocimiento público; estas disputas no habían revestido nunca seriedad, habían sido un mero pasatiempo por su parte, pero era muy posible que las malas lenguas desvirtuaran su sentido; de resultas de las habladurías se les atribuiría una enemistad recíproca. Las sospechas que recayeran sobre él podían venir acentuadas también por la inquina notoria que siempre había habido entre el rector y la mujer: esta eventual ramificación del caso establecía otro vínculo entre él y ella. La situación era muy complicada. En realidad no le preocupaba el riesgo de verse inculpado de un crimen que no había cometido; estaba demasiado acostumbrado a eludir la inculpación de crímenes que sí había cometido para que ahora la muerte de un curita rural viniese a quitarle el apetito. Lo que le trastornaba era esto:
pensar que este crimen no se habría producido nunca sin su presencia; era él quien había proporcionado al culpable la ilusión de una coartada y un estímulo. Buscando la paz había llevado al valle la discordia y la violencia; había envenenado la atmósfera. No podía escapar a su destino: una vez iniciada aquella vía no le quedaba otro remedio que recorrerla hasta el final. Al día siguiente abandonó el pueblo en la camioneta que venía de Bassora. El cuerpo sin vida del rector había sido descubierto nuevamente esa mañana, pero a nadie se le había pasado por la cabeza retenerle en el pueblo o cuestionar su derecho a marcharse; esto a sus ojos era la prueba palpable de que todos creían en su culpabilidad. Su hermano se despidió de él con la misma despreocupación con que había acogido su llegada; en aquella inexpresividad Onofre leyó el desvalimiento más absoluto. Tampoco la mujer manifestó ningún sentimiento ante su marcha, pero sus ojos tenían la sequedad que deja el llanto copioso, que produce la desesperanza más honda. ¿Será posible que después de todo lo único que motivara sus actos fuera sólo un amor incipiente sin futuro y todo lo demás fruto de mi imaginación atormentada?, iba pensando en la camioneta.
Al volver a casa encontró a su familia presa de gran agitación. Desde hacía varios días lo buscaban desesperadamente; creyéndolo en París habían telefoneado al consulado y a la embajada española en esa ciudad y a todos los hoteles de cierta categoría y se habían puesto en contacto también con las autoridades francesas. El revuelo ocasionado por estas medidas drásticas eclipsaba ahora la sorpresa provocada por su propio regreso: nadie parecía reparar en él.
Por fin logró que alguien le explicara la razón de aquella solicitud inusual: un joven bien parecido y de muy buena familia había pedido sin previo aviso la mano de su hija menor, que a la sazón contaba dieciocho años recién cumplidos.
Ya empieza la lucha por mis despojos, pensó. No valoraba en mucho a sus hijas: supuso que tendría que vérselas con un cazadotes, pero a esta eventualidad ya se había resignado. No podía tomar la cosa a la ligera, sin embargo, por lo que dio instrucciones para que convocaran el pretendiente esa misma tarde a su despacho. Luego se retiró a descansar. El mayordomo lo despertó para anunciarle la visita de Efrén Castells. El gigante irrumpió en el despacho con una cartera repleta de papeles: venía a hablar de negocios. Esta perspectiva lo descorazonó.
—Hiciste bien en desaparecer –empezó diciendo–; realmente iban por tu cabeza –el gigante de Calella hizo un gesto de desconcierto y exhaló un suspiro. Por fortuna aquel primer momento de exaltación había pasado ya–. Como vino se fue –dijo. Durante unos días ni él mismo se había sentido seguro.
Automóviles misteriosos recorrían las calles a altas horas de la noche; otras veces en las horas de mayor bullicio la ciudad quedaba súbitamente silenciosa y quieta; la gente hablaba en voz baja. Luego todo había vuelto a la normalidad. El gigante abrió la cartera y empezó a sacar legajos de ella–. Vengo a rendirte cuentas... –empezó a decir. Onofre Bouvila le interrumpió con un gesto: Hay tiempo, dijo. Efrén Castells insistió en ponerle al corriente de la situación económica peculiar en que se encontraban ambos–. Al principio querían quitártelo todo –dijo el gigante–; luego vieron los contratos que habíamos firmado y ya no supieron qué hacer: se les podía leer el estupor y la indignación pintados en la cara –aquellas mismas personas que no habrían vacilado en enviarlo a la muerte se habían quedado paralizadas ante unos documentos legalizados; esta contradicción aparente no le sorprendió–.
Llamaron todos sus abogados a consejo y estuvieron discutiendo el asunto varios días con sus noches; no veían forma de hincarle el diente. Recabaron desesperadamente mi colaboración. Yo me mantuve firme. Al final llegamos a un acuerdo: yo les prometí que seguiría haciéndome cargo de tus negocios; ellos a cambio prometieron respetar mi independencia; también tuve que prometerles que obtendría tu consentimiento a este acuerdo: de esto depende todo ahora –dijo el gigante. Luego guardó un silencio respetuoso.
—He sido jubilado, ¿verdad? –dijo Onofre Bouvila.
—Esto pasará –dijo Efrén ƒ Castells. ƒ
A las ocho el pretendiente de su hija compareció muy azarado en el despacho. Tenía aspecto quebradizo y poco inteligente y le costaba esfuerzo articular dos frases con coherencia; no parecía un sinvergúenza ni tampoco un hombre honrado. Onofre empezó tratándolo con cordialidad; esta cordialidad que no esperaba desconcertó al pretendiente; su padre le había dicho: pase lo que pase tú no pierdas la compostura, si te insulta o habla mal de la familia, no te des por enterado. Ahora ante tanta amabilidad no sabía qué hacer ni qué decir. Onofre también iba a la deriva. Poco después de la marcha de Efrén Castells había recibido la visita de su suegro. Don Humbert Figa i Morera había repetido los mismos argumentos que ya había esgrimido el gigante de Calella. Lo mejor es armarse de paciencia, le había recomendado; considera este paréntesis como unas vacaciones bien merecidas, dedícate a la vida de familia y a los placeres del hogar y de la buena mesa. Onofre Bouvila le había prometido tener en cuenta sus consejos. Luego habían entrado su hija y su mujer. Mi padre me ha puesto al corriente de la situación, le había dicho su mujer, me alegro de que hayas decidido tomarte la cosa con calma. En su voz había percibido un deje de satisfacción: Si estos reveses sirven para que yo y mis hijas te recuperemos, bienvenidos sean, parecía dar a entender con su expresión. Su hija había ido directamente al grano: Sé benévolo con él, papá, le había rogado, le quiero con toda mi alma; ahora mi felicidad depende enteramente de ti. Viendo al pretendiente recordaba estas palabras. Será un pelele en manos de mi hija, pensaba, un perro faldero, quizá sea esto lo que ella quiera, estas cosas ya se tienen muy claras a su edad; bien, le daré mi consentimiento y me ganaré el reconocimiento de toda mi familia, dentro de poco la casa estará invadida de nietos, quizá tenga razón mi suegro y haya llegado la hora de disfrutar del hogar, se dijo. Luego en voz alta dijo: No sólo me opongo terminantemente a este matrimonio absurdo sino que le prohíbo a usted que vuelva a ver a mi hija; si por cualquier medio trata de ponerse en contacto con ella o con otro miembro cualquiera de esta casa, familiar o criado, haré que mis hombres le sigan y le rompan todos los huesos en un callejón oscuro. La suerte le deparaba una víctima sobre la que descargar la ira acumulada durante todo el día; nunca desperdiciaba estas oportunidades. Que Dios confunda a mi familia, pensó. Luego, dirigiéndose al pretendiente, que no daba crédito a sus oídos, prosiguió diciendo: Esta prohibición que ahora expreso es irrevocable; no espere usted que con el tiempo cambie de opinión: esto es algo que nunca he hecho y nunca haré. Si a pesar de todas mis advertencias usted insistiese en ver a mi hija o en hacerle llegar algún mensaje, me veré en la penosa obligación de hacer que le peguen un tiro en la nuca. Me parece que he hablado con la suficiente claridad. El mayordomo le acompañará a la puerta. Esta entrevista le hizo recuperar parte del humor perdido; incluso tuvo un gesto de condescendencia más tarde con su mujer: No te inquietes, le dijo, si se quieren de verdad y él la merece realmente, vendrá por ella a pesar de todas mis amenazas; en tal caso, yo no cumpliría lo que he dicho; al contrario, habría una gran boda y yo procuraría que nunca les faltara nada; pero yo creo que de este muchacho no volveremos a oír hablar: créeme, mujer, es un zángano, no habría hecho feliz a la niña. Ya vendrán otros. Anda, deja de llorar y ve a consolarla; ya verás qué aprisa se le pasa el disgusto. Pero al margen de estos entretenimientos ocasionales la vida de familia no tenía ningún aliciente para él.
Ahora dedicaba todo su tiempo a proseguir la reconstrucción de la mansión, que había dejado interrumpida con su marcha.
Por casualidad esta obra ingente quedó finalizada a mediados de diciembre de 1924, pocos días después de que Onofre Bouvila cumpliera los cincuenta años de edad. Ahora el jardín había perdido su aspecto selvático y había recuperado su antigua armonía; los esquifes recién barnizados se mecían en el canal, varias parejas de cisnes reflejaban sus formas gráciles en el agua cristalina del lago; dentro de la casa las puertas se abrían y cerraban con suavidad, las lámparas centelleaban en los espejos, en los techos se podían ver querubines y ninfas recién pintados, las alfombras amortiguaban el ruido de los pasos y los muebles absorbían en la superficie reluciente la luz tamizada que filtraban los visillos. Había llegado el momento de hacer el traslado. Sus hijas intentaron oponer a ello resistencia: se negaban a abandonar la ciudad. ¿Quién vendrá a vernos a este lugar dejado de la mano de Dios?, objetaban. Mientras yo sea rico vendrán a vernos al infierno si es preciso, respondía él. En realidad tanto a su mujer como a sus hijas les daba miedo verse aisladas con aquel hombre que las tiranizaba y parecía divertirse haciéndolas sufrir.
También la mansión les infundía temor y desagrado. Aunque la reconstrucción podía considerarse perfecta había algo inquietante en aquella copia fidelísima, algo pomposo en aquel ornato excesivo, algo demente en aquel afán por calcar una existencia anacrónica y ajena, algo grosero en aquellos cuadros, jarrones, relojes y figuras de imitación que no eran regalos ni legados, cuya presencia no era fruto de sucesivos hallazgos o caprichos, que no atesoraban la memoria del momento en que fueron adquiridos, de la ocasión en que pasaron a formar parte de la casa: allí todo respondía a una voluntad rigurosa, todo era falso y opresivo. Acallados los ruidos de la obra y desaparecidos los albañiles, peones, yeseros y pintores, restablecido el orden y la limpieza la mansión adquirió una solemnidad funeraria. Hasta los cisnes del lago tenían un aire de idiocia que les era propio. El alba amanecía para arrojar una luz siniestra y distinta sobre la mansión.
Estas características eran del agrado de Onofre Bouvila. Allí podía vivir a su antojo, sin ver ni oír a su mujer ni a sus hijas durante semanas enteras. Jamás paseaba por el jardín y salía raramente durante el día de los aposentos que había reservado para su uso exclusivo. No recibía visitas y en contra de sus predicciones nadie iba a visitarles por propia iniciativa. Al cabo de unos meses de efectuado el traslado sus dos hijas abandonaron el hogar definitivamente. La menor fue la primera en marcharse. Con la ayuda de su abuelo, don Humbert Figa i Morera, que la adoraba hasta el punto de atreverse, a pesar de su edad y sus achaques, a incurrir en la ira posible de su yerno, se estableció en París; allí contrajo matrimonio al cabo de un tiempo con un pianista húngaro de reputación escasa y futuro incierto que le doblaba la edad; ambos vagaron de ciudad en ciudad a partir de entonces, acosados por los acreedores. La hija mayor no tardó en seguir el ejemplo de su hermana. Aunque reconocía abiertamente no sentir por ello ninguna inclinación ingresó en una congregación de misioneras laicas que ejercían la docencia y la medicina en lugares remotos y atrasados. Después de pasar varios años en el Amazonas, cerca de Iquitos, tratando mal que bien de compaginar la práctica de la obstetricia con el consumo inmoderado de whisky fue repatriada por las autoridades peruanas; para ello fue necesario sobornar a varios funcionarios gubernamentales e indemnizar a las víctimas de su negligencia, su vicio y su ignorancia. Luego vivió apaciblemente envuelta en los vahos del alcohol en una "suite" del hotel Ritz de Madrid hasta su muerte en 1981.
Onofre Bouvila vio disolverse su familia con la misma indiferencia con que la había visto formarse después de la muerte de su segundo hijo: una familia hecha de residuos y desencantos. Su esposa pasaba el día entero y parte de la noche en la capilla del primer piso: allí se hacía llevar las cajas de trufas heladas y de bombones de licor que consumía compulsivamente a todas horas mientras trataba de orientarse en el laberinto de novenas, triduos, viacrucis, adoraciones, cuarenta horas, infraoctavas y velas en que vivía sumida.
Ahora la casa parecía verdaderamente desierta. Si al principio los muebles y los objetos carecían de vida afectiva, pronto adquirieron otra vida fantasmagórica: por las noches se oían ruidos en las estancias vacías y a la mañana siguiente los armarios aparecían desplazados y las alfombras arrolladas, como si todas aquellas piezas colosales y pesadísimas hubieran estado deambulando por los salones al amparo de la oscuridad.
En realidad no había nada sobrenatural en aquello: eran los criados, que manifestaban de este modo su descontento y su hastío. Vamos a ver si acabamos de volver tarumba a la señora, se decían; sin más se dedicaban a golpear cacerolas y arrastrar muebles y golpear las paredes con cadenas. De todo esto Onofre Bouvila no se daba por enterado: para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en la casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza buscaba la camaradería de rufianes, maleantes y putas: así creía haber reencontrado aquella Barcelona de la que había logrado elevarse pero en la que ahora creía haber sido bastante feliz. En realidad era la juventud perdida lo que añoraba. Con este objeto trataba de convencerse a sí mismo de que en aquellos ambientes que rezumaban ignominia y miseria se sentía como en su propia casa; en el fondo sabía que le repugnaban aquellos cuchitriles inmundos, mal ventilados, aquellos catres sudados y pestilentes en los que despertaba sobresaltado. El vino peleón, el champaña adulterado y la cocaína que consumía para mantenerse alegre durante toda la noche le sentaban mal: a menudo vomitaba en la calle o dentro del coche cuando regresaba a casa al despuntar el día. También sabía que aquellos charlatanes, contrabandistas y mujerzuelas iban desesperadamente detrás de su dinero. Cuando el chófer lo sacaba casi en brazos de algún burdel las putas que le habían recibido con muestras descocadas de simpatía cambiaban de talante en un abrir y cerrar de ojos, sus chulos les arrebataban a golpes el dinero que él les había dado sin tasa, la euforia y la lujuria se desvanecían: ahora imperaban allí la codicia, la violencia y el rencor. Todo esto lo sabía pero se dejaba engañar; no con el dinero que despilfarraba, sino con este engaño creía pagar el derecho a respirar nuevamente el aire del puerto, el olor a salitre y petróleo y a frutas maduras que se echaban a perder en las sentinas de los barcos como si aún perteneciera a este mundo, que había perdido para siempre muchos años atrás.
Una noche se despertó en una habitación minúscula; las paredes estaban recubiertas de un papel sucio que originalmente había sido de color naranja; colgada de un hilo eléctrico parpadeaba una bombilla de filamentos. Tenía los pies y las manos helados y un hormigueo desagradable le recorría el costado izquierdo. Supo que se moría y le extrañó la precisión con que aún podía registrar detalles nimios. A su lado oyó gritar a una furcia cuyo rostro no recordaba haber visto nunca antes de entonces. Haciendo un gran esfuerzo consiguió asirle la muñeca: sabía que si ella lograba zafarse le quitaría todo lo que llevaba y huiría sin decir nada a nadie. Lo dejaría morir allí. Le prometeré el oro y el moro si me ayuda, pensó, pero las palabras le ahogaban, no le dejaban respirar. No es mal sitio para morir, pensó, menudo escándalo.
Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no quiero morir aquí ni en ningún otro sitio. La furcia se había soltado de un tirón: recogía la ropa desperdigada por el suelo de la habitación y salía al pasillo con la ropa en los brazos. Al verse solo luchó por no dejarse vencer por el pánico. Es el fin, pensó. Oyó gritos y carreras en el pasillo antes de perder el conocimiento.
En realidad todos obraron con acierto. La furcia corrió a buscar al chófer apenas se hubo vestido y éste, temeroso de la responsabilidad en que podría incurrir si el suceso terminaba mal, fue a su vez en busca de Efrén Castells. Cuando ambos se personaron en la casa de tolerancia las pupilas y sus chulos habían conseguido ponerle mal que bien la ropa que traía; no habían conseguido en cambio hacerle beber un trago de coñac por más que habían forcejeado con el mango de una cuchara.
Efrén Castells repartió gratificaciones; incluso el sereno y el vigilante, que estaban presentes, recibieron su parte; todos quedaron contentos y juraron guardar silencio. Daban las cuatro cuando lo metieron en la cama y avisaron a su esposa.
Ella estuvo a la altura de las circunstancias, se comportó como una dama: aceptó secamente las explicaciones improvisadas e inverosímiles que ƒ Efrén Castells ƒ le daba torpemente y puso en movimiento a todo el servicio. De resultas de ello al cabo de unas horas la mansión era un hervidero: allí habían acudido médicos especialistas y enfermeras y también en previsión de un desenlace fatal abogados y notarios con sus pasantes y agentes de cambio y bolsa y registradores de la propiedad y funcionarios de la delegación de Hacienda, cónsules y agregados comerciales, hampones y políticos (que trataban de pasar inadvertidos), periodistas y corresponsales y muchos sacerdotes provistos de lo necesario para administrar los sacramentos del caso: la confesión, la eucaristía y la extremaunción. Esta muchedumbre vagaba ahora por el jardín y por la casa, entraba en todas las dependencias, fisgaba en los armarios, abría los cajones, revolvía los enseres, manoseaba las obras de arte y dañaba algunos objetos sin querer o queriendo; los reporteros gráficos instalaban los trípodes y las cámaras en mitad de los salones, herían los ojos de todos con los fogonazos de las lámparas de magnesio y malgastaban las placas en hacer unos retratos cuyo significado se perdía al revelarlas. Los criados se dejaban sobornar y revelaban secretos reales o imaginarios al mejor postor. No faltaban embaucadores que se hacían pasar por amigos de la familia o por colaboradores estrechos del enfermo; de estas personas los periodistas y negociantes bisoños obtenían mediante pago la información más distorsionada y confusa. De resultas de ello la bolsa bajó en casi todos los mercados. De estas cosas él no se enteraba o se enteraba vagamente: a consecuencia de la medicación recibida parecía estar suspendido en el aire: no le dolía nada ni sentía su propio cuerpo, salvo por el frío persistente en las extremidades. Si no fuera por este frío estaría mejor que nunca, pensaba. Algo de este bienestar le devolvía a una infancia anterior a sus recuerdos más antiguos.
Había perdido la noción del tiempo: a pesar de su inmovilidad absoluta las horas no se le hacían largas ni le pesaba la inactividad. Las personas que entraban y salían de la habitación, los médicos que lo examinaban sin cesar, las enfermeras que le administraban medicamentos, alimento y calmantes, que le ponían inyecciones y le sacaban sangre y atendían sus necesidades que ya no controlaba y lo lavaban y perfumaban, las visitas periódicas de su esposa, que pasaba llorando junto al lecho los momentos escasos que le dejaban a solas con él, la irrupción de quienes por medio de algún artificio habían conseguido penetrar hasta su alcoba para pedirle un favor póstumo, para instarle a que pusiera su alma en paz con Dios, para preguntarle un dato esencial sobre una empresa o una operación comercial de cierta envergadura o quizá para oír de sus labios a modo de testamento la clave de su éxito le parecían figuras ficticias, personajes escapados de un grabado infantil, que ahora se movían en unos pocos planos fijos del espacio que le rodeaba con los cuales se confundían. Los murmullos y susurros y el ronroneo de voces y pasos que le llegaba a través de los tabiques, que aumentaba cuando se abría una puerta y se acallaba al cerrarse esa misma puerta también le desconcertaban: no podía establecer una distinción clara entre sonidos, olores, formas y sensaciones:
unos y otras se prestaban a interpretaciones complicadas y no siempre inequívocas o coherentes. El tacto de la mano de un médico o una enfermera, el olor a quina, la blancura de una bata, un rostro inquisitivo cerca del suyo podían formar un todo cuyo sentido le costaba desentrañar. ¿Qué significa esto?, se decía, ¿qué hacen estas cosas heterogéneas a mi lado?, ¿por qué están aquí? Y su fantasía desencadenada al contacto con estos estímulos le transportaba un rato vertiginosamente por un espacio sin límites y lo depositaba luego en la orilla de algún momento perdido de su pasado, que en aquel punto revivía con una precisión tal que su visión le resultaba turbadora y dolorosa. Luego todo esto se desvanecía lentamente como el humo de los cigarrillos en el aire caldeado de un salón y sólo quedaba en su conciencia el terror que le inspiraba la certeza de la muerte. En estas ocasiones quería ofrecer lo que fuera a cambio de seguir viviendo un poco más y de cualquier modo; sabía que en aquel trance no valía ninguna transacción y esto le desesperaba. ¿Cómo es posible que no pueda hacer absolutamente nada para evitar una cosa tan horrible?, se decía. Convencido de que su vida estaba a punto de extinguirse como se extingue una luz al pulsar un interruptor y de que él iba a desaparecer en cualquier momento para siempre y sin remedio rompía a llorar con la desesperación de un recién nacido; de esto nadie se daba cuenta, porque su fisonomía permanecía inalterable, sólo expresaba serenidad y entereza.
Tampoco faltaban ocasiones en que estos vértigos, remembranzas y terrores dejaban paso a visiones irreales y placenteras. En una de estas visiones creyó encontrarse en un lugar incierto alumbrado por una claridad monótona, como de mediodía nublado. Estando allí sin saber con qué fin vio venir hacia él un individuo que ya de lejos creyó reconocer. Cuando lo tuvo más cerca celebró la circunstancia que había hecho posible este reencuentro. Padre, dijo, cuánto tiempo sin vernos. El americano sonrió: físicamente había cambiado poco desde el día aquel en que regresó de Cuba con el traje de dril, el panamá y la jaula del mono, salvo que ahora llevaba una barba larga y bien cuidada. Y esa barba, padre, ¿a qué se debe?, le preguntó. El americano se encogió de hombros. No sé, hijo, parecía querer indicar con este gesto. Luego abrió la boca, movió los labios lentamente, como si fuera a decir algo, pero se quedó así, sin proferir ningún sonido. Onofre contenía la respiración; esperaba que su padre le revelara en cualquier momento algo trascendental. Pero su padre seguía mudo; al final cerró la boca y volvió a sonreír: ahora su sonrisa estaba teñida de melancolía. Quizá sea esto en realidad estar muerto, pensó Onofre con un estremecimiento, esta inmutabilidad; cuando se está muerto ya no se va a ninguna parte verdaderamente, pensó, todo es permanecer; donde no hay cambio no hay dolor, pero tampoco alegría, si algo tiene la muerte es la ausencia completa de alegría, sólo esta ignorancia embarazosa que ahora veo escrita en el rostro de mi padre. Él está realmente muerto, eso se ve sin ningún género de dudas, siguió pensando, por eso su compañía, que al principio me pareció tan agradable ahora sólo sirve para llenarme de tristeza; todo esto indica que yo no estoy muerto, se dijo luego, o no pensaría como lo estoy haciendo. Pero tampoco debo de estar vivo, o no habría tenido esta visión. No hay duda, estoy en un estado transitorio, con un pie a cada lado de la línea divisoria, como se dice en el mundo que estoy a punto de dejar. Qué no daría yo por volver a vivir, pensaba; no pido empezar de nuevo: eso es imposible y por otra parte es seguro que volvería a vivir como he vivido. No, yo sólo pido seguir viviendo, con eso ya me conformo. Ay, si volviera a vivir lo vería todo con ojos distintos.