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Capítulo primero 3 page

 

Rebecca se dio cuenta de que el horror que sentía se iba disipando poco a poco. Volvió a mirar a la criatura, pero ahora apenas podía verla, ya que con el alivio los ojos se le habían puesto pesados. Se preguntó si tal vez estaría dormida. Intentó sentarse, pero tenía la cabeza espesa, como si hubiera tomado algún narcótico; no podía mo­verse, sólo consiguió ladear muy despacio la cabeza hasta que encontró una postura cómoda. Estaba tumbada en el suelo y alguien la sujetaba entre los brazos. Un suave do­lor le crecía desde la garganta. La sangre, en una mancha tibia, le corría pesadamente por la piel. Un dedo le acari­ció un lado del cuello. El placer que aquello le proporcio­nó fue maravilloso. Se preguntó vagamente de quién se­ría aquel dedo. De la criatura no, pues podía verla aún, encaramada por encima de ella, una forma tenue y en­sombrecida. Entonces Rebecca oyó una voz.

 

—Ésta —susurró la voz—. Me lo prometiste. ¡Ésta! Mira, mira, ¿no le ves la cara?

 

Rebecca se esforzaba por permanecer despierta, por escuchar con más atención, pero las palabras comenzaron a desvanecerse por toda aquella oscuridad. Una oscuridad que era satinada y tenía un tacto delicioso.

 

Pero Rebecca no llegó a sumirse por completo en la in­consciencia. Fue consciente de sí misma todo el tiempo, consciente de la sangre que le corría por las venas, de la vida que había dentro de su cuerpo y de su alma. Llevaba tumbada en aquel lugar de los muertos no sabía cuánto tiempo. Reconoció, cuando llegó el momento, que se estaba poniendo en pie, pero sólo recordaba que alguien la había guiado escaleras arriba y luego a través de la capilla hasta el exterior, donde el frío viento de la noche londinense le ha­bía azotado la cara. Después echó a andar y estuvo reco­rriendo interminables calles oscuras. Alguien iba a su lado. Rebecca empezó a tiritar. Sentía frío por dentro, pero tenía la piel caliente y la herida del cuello le quemaba como oro derretido. Se detuvo y se quedó de pie, inmóvil. Contempló cómo la figura que iba a su lado continuaba andando, una simple silueta que llevaba un largo abrigo negro. Rebecca miró en torno suyo. A su derecha fluía el Támesis, con sus aguas grasientas en medio de la oscuridad y el frío. La tor­menta había amainado hasta quedar reducida a un susurro preternatural. Ningún ser viviente turbaba aquella calma. Rebecca se abrazó a sí misma y sintió un estremeci­miento. Vio a la figura que, delante de ella, caminaba por el paseo del Embankment. Cojeaba, observó Rebecca, y llevaba un bastón. Rebecca se tocó la herida. El dolor em­pezaba a remitir. Buscó de nuevo la figura con la mirada. Había desaparecido. Luego volvió a verla cruzando el puente de Waterloo. La silueta llegó a la otra orilla. Luego desapareció.



 

Rebecca estuvo deambulando sin rumbo por las de­siertas calles de Londres. Había perdido toda noción de tiempo y espacio. En cierto momento alguien intentó detenerla; le señaló la herida que tenía en el cuello y se ofre­ció para ayudarla, pero Rebecca lo apartó de sí sin siquie­ra detenerse a mirarle a la cara. El día empezó a romper lentamente y Rebecca continuó caminando. Fue hacién­dose consciente del tráfico y del débil canto de los pájaros. Trazos de luz roja empezaron a acariciar el cielo al este. Rebecca se encontró de nuevo caminando junto al Táme­sis. Por primera vez durante aquella noche miró el reloj. Eran las seis. Se dio cuenta con sobresalto de que se sen­tía mareada. Se apoyó contra una farola y se frotó el cue­llo, la zona por donde el dolor se extendía.

 

Distinguió delante de ella, junto al muro lateral del río, una gran cantidad de gente. Se dirigió hacia la multitud. Todo el mundo miraba hacia abajo, hacia las aguas del río. Había policías, según pudo ver Rebecca. Y usaban ganchos para dragar. Comenzaron a tirar de ellos y pronto izaron por el terraplén un bulto vacío y chorreante de agua. Re­becca contempló cómo lo subían por el muro y cómo lue­go lo dejaban caer con un golpe sordo sobre las piedras del pavimento. Un policía se inclinó y apartó unos cuantos ha­rapos. Hizo un gesto de desagrado y cerró los ojos.

 

— ¿Qué es? —preguntó Rebecca al hombre que tenía delante. Éste no dijo nada, se limitó a apartarse a un lado. Rebecca miró el bulto. Unos ojos muertos se encontraron con los suyos. El rostro estaba sonriente, pero completa­mente blanco. Aquel hombre muerto tenía una terrible abertura que le iba de lado a lado de la garganta—. No —dijo Rebecca en voz baja, para sí—. No.

 

Igual que el sonido que produce una piedra cuando se deja caer dentro de un pozo, Rebecca empezó a compren­der lentamente lo que estaba viendo. Pero una compren­sión más amplia de qué o quién habría podido hacer se­mejante cosa a aquel cadáver y a ella misma, parecía que­dar irremediablemente fuera de su alcance. Se sentía cansada y enferma. Dio media vuelta y se apresuró a ale­jarse de aquel lugar. Instintivamente se ocultó detrás del abrigo para que nadie pudiera verle la herida que también ella llevaba en el cuello. Empezó a subir por el puente que conduce a Charing Cross.

 

— ¡Rebecca! —Era la misma voz, la que había oído a la puerta de la capilla de San Judas. Se dio la vuelta, llena de horror. Un hombre se encontraba de pie detrás de ella; te­nía una sonrisa maliciosa en la cara—. ¡Rebecca! —La sonrisa del hombre se hizo más amplia—. ¡Sorpresa, sor­presa! ¿Te acuerdas de mí?

 

Rebecca volvió la cara hacia otro lado. El olor a ácido que había en el aliento de aquel hombre era repugnante. Él soltó una risita cuando Rebecca volvió a mirarlo. Era joven e iba bien vestido, casi como un dandi, pero tenía los cabellos muy largos y enredados en grasientos nudos, y el cuello le caía hacia un lado de un modo extraño, como si se lo hubieran retorcido. Sí, claro que se acorda­ba de él. La misma silueta que había visto en la calle Mayfair. Y al verlo ahora a la luz del día supo por qué le había resultado familiar ya entonces.

 

—El librero —susurró—. Usted me trajo las cartas. Las cartas de Thomas Moore.

 

—Oh, muy bien —le dijo él con respiración sibilante—, ya veo que se acuerda usted de todo. No hay nada que re­sulte menos halagador para un hombre que el hecho de que una chica guapa se olvide de él. —Volvió a sonreír con malicia, y de nuevo Rebecca tuvo que contener la respira­ción y mirar a otra parte. El hombre no pareció ofender­se por ello. Tomó a Rebecca del brazo, y cuando ésta in­tentó soltarse se lo apretó hasta que ella sintió que las uñas de aquel hombre se le clavaban profundamente en la carne—. ¡Venga, vamos —le dijo él en un susurro—, mue­va esas encantadoras piernas!

 

— ¿Por qué?

 

—Yo soy un humilde gusano, sólo me arrastro y obe­dezco.

 

— ¿Obedece... qué?

 

—Los deseos no expresados de mi amo y señor.

 

— ¿Señor?

 

—Señor. —El hombre escupió la palabra—. Oh, sí, to­dos amamos a un señor, ¿no? —Rebecca se quedó mirán­dolo fijamente. El hombre estaba mascullando algo y su rostro parecía distorsionado por el rencor y el odio. Se encontró con la mirada de ella y enseñó los dientes en una sonrisa—. Ahora hablo como hombre entendido en medi­cina —dijo de pronto—. Tiene usted una herida que le cru­za la garganta y que resulta de lo más intrigante. —La hizo detenerse agarrándola por el pelo y le tiró de la ca­beza hacia atrás. Le olió la herida. Luego se la lamió con la lengua—. Mmm —se extasió mientras inhalaba aire—, salada y sangrienta, una espléndida mezcla. —Soltó una risita siseante y después tiró de Rebecca hacia adelante cogiéndola por el brazo otra vez—. Pero tenemos que dar­nos prisa. Así que ¡venga, vamos! La gente podría fijarse.

 

— ¿Fijarse en qué? —El hombre volvió a mascullar algo para sí en voz baja; estaba babeando—. Le he preguntado: ¿fijarse en qué?

 

—Oh, diablos, perra estúpida, ¿es que no se da cuen­ta? —El hombre se había puesto a gritar de pronto. Le señaló a la multitud que dejaban atrás alrededor del ca­dáver—. La herida que usted tiene —le gritó al tiempo que se limpiaba la saliva de los labios— es igual a la de ese hombre. Y el hijo de puta, ese jodido hijo de puta, mató a ese otro tipo, pero a usted no, el hijo de puta a usted no la ha matado. —La cabeza empezó a movérsele espasmódicamente y se le cayó de lado sobre el cuello re­torcido—. Hijo de puta —masculló otra vez—, hijo de puta...

 

Y la voz se le fue apagando.

 

Rebecca se detuvo.

 

— ¿Sabe usted quién hizo una cosa tan horrible? —le preguntó apuntando hacia atrás, hacia más allá del puente.

 

—Oh, sí —empezó a entonar el hombre—. Claro que sí. ¡Oh, sí, oh, sí, oh, sí!

 

— ¿Quién?

 

—Usted debería saberlo —le dijo el hombre haciendo un guiño.

 

Sin pensarlo, Rebecca se acarició el cuello.

 

— ¿Lord Ruthven? ¿Es a él a quien usted se refiere? ¿A lord Ruthven? —El hombre se echó a reír disimulada­mente para sí; luego se detuvo; la cara se le había trans­formado en una espasmódica máscara de odio. Rebecca se debatió súbitamente y logró soltarse—. Déjeme en paz —dijo retrocediendo.

 

El hombre hizo un movimiento de negación con su re­torcido cuello.

 

—Estoy seguro de que él querrá verla de nuevo.

 

— ¿Quién?

 

—Ya lo sabe.

 

—No. No. Es imposible.

 

El hombre tendió la mano para volver a cogerla del brazo y la miró fijamente al rostro.

 

—Que me jodan —dijo en un susurro—. Que me jodan, pero es usted preciosa. Lo más precioso que he visto nun­ca. Él estará muy complacido. —El hombre sonrió de nue­vo; la sonrisa resultaba lívida a causa del odio. Empezó a tirar de Rebecca hacia el otro lado del puente—. Venga, venga, basta ya de forcejeos, va a hacerse una magulladu­ra en esa piel tan bonita.

 

Aturdida, Rebecca lo siguió.

 

—Lord Ruthven —murmuró—, ¿quién es?

 

El hombre lanzó una risotada.

 

—Me sorprende usted, siendo una chica tan ilustrada.

 

— ¿Qué quiere decir?

 

—Que debería saber quién era lord Ruthven.

 

—Bueno, yo sé quién era un lord Ruthven...

 

— ¿Sí? —le preguntó el hombre sonriéndole alentadoramente.

 

—Era el protagonista de un...

 

— ¿Sí?

 

—De un relato llamado El vampiro. Pero... pero eso no es más que ficción...

 

— ¿De veras? ¿Ficción? ¿Cree que es eso? —El hombre torció la boca en una sonrisa llena de terrible amargura—. ¿Y quién escribió esa ficción?

 

—Un hombre llamado Polidori.

 

— ¡Oh! —El hombre volvió a sonreír e hizo los adema­nes de una reverencia formal—. ¡Vaya fama, vaya fama póstuma! —Acercó mucho su rostro al de Rebecca, con el aliento más ácido que nunca—. Y este Polidori —susu­rró—, ¿quién era?

 

—El médico personal de...

 

— ¿Sí? ¿Sí?

 

—De Byron. De lord Byron.

 

El hombre asintió moviendo lentamente la cabeza.

 

—De manera que sabía bien de qué hablaba, ¿no le pa­rece? —Apretó a Rebecca por las mejillas—. Eso era lo que pensaba su madre, por lo menos.

 

Rebecca lo miró fijamente.

 

— ¿Mi madre? —susurró.

 

El hombre le tiró del brazo de tal manera que ella es­tuvo a punto de caerse.

 

—Sí, su madre, desde luego. Su madre. Vamos —mas­culló—. Vamos, perra. —De nuevo Rebecca se debatió y se soltó. Echó a correr—. ¿Adonde va? —le gritó el hom­bre.

 

Rebecca no contestó, pero podía oír la risa del hom­bre que la perseguía. Llegó a la calzada y miró hacia atrás. Tráfico y multitud inexpresiva, nada más. Pasó un taxi.

 

— ¿Adonde vamos? —le preguntó el taxista. Rebecca tragó saliva. Parecía tener la mente vacía... pero luego lo vio claro.

 

—A Mayfair —susurró al subir al asiento de atrás—. Ca­lle Mayfair, trece.

 

Se abrazó a sí misma y comenzó a tiritar cuando el taxi se puso en marcha.

 

 

Capítulo II

 

 

La superstición acerca de los vampiros está aún muy generalizada en el Levante. El término ro­maico es Vardoulacha. Recuerdo a toda una fa­milia que estaba aterrorizada por el chillido de un niño, pues se imaginaban que debía de pro­ceder de la visita de un ser semejante. Los grie­gos nunca han mencionado esa palabra sin ho­rror.

 

Lord Byron, apuntes para The Giaour

 

—Desde luego resulta peligroso acercarse demasiado a un vampiro. —Era la misma hermosa voz que Rebecca había oído en la cripta. Habría afrontado cualquier peligro con tal de oírla. Ahora comprendía lo que era oír el canto de las sirenas—. Pero usted ya se da cuenta de eso, por su­puesto. Y aun así ha venido. —La voz hizo una pausa—. Como yo esperaba... y temía... que hiciera. —Rebecca atravesó la habitación. Desde la velada penumbra una mano pálida se movió para indicarle un asiento—. ¿No quiere sentarse, por favor?

 

—Preferiría un poco de luz.

 

—Oh, desde luego. Se me olvidaba... que usted no ve en la oscuridad.

 

Rebecca señaló hacia las cortinas, hacia el distante ru­mor de Londres.

 

— ¿No puedo abrirlas?

 

—No, dejaría entrar el invierno. —Rebecca observó cómo la figura se ponía en pie y cruzaba cojeando la ha­bitación—. El invierno inglés, que acaba en junio para vol­ver a empezar en julio. Tiene que perdonarme, pero no puedo soportar siquiera el vislumbrarlo. He sido durante demasiado tiempo una criatura de climas más soleados. —Se vio el resplandor de una cerilla, y entonces Rebecca reconoció la espalda del hombre al que había visto en el Embankment aquella noche. La luz, en un baño dorado, parpadeó por toda la habitación. La figura permaneció doblada mientras mantenía encendida la llama—. Espero que no le importe la lámpara —le dijo a Rebecca—. La traje conmigo cuando regresé de mi primer viaje por el ex­tranjero. Hay ocasiones en que, sencillamente, la electrici­dad no resulta lo más apropiado, ¿no le parece?

 

El vampiro se echó a reír; luego se dio la vuelta y sos­tuvo la lámpara en alto, cerca de su cara. Lentamente, Re­becca se hundió en el asiento. No cabía la menor duda de a quién estaba viendo. Los oscuros rizos del cabello de aquel hombre le enmarcaban la etérea palidez del cutis; tenía las facciones tan delicadas que parecían cinceladas en hielo; ningún color, ni siquiera el más ligero asomo de rubor, aparecía en el alabastro que era aquella piel, sino que el rostro parecía iluminado por alguna llama interior. Aquél no era el hombre que había muerto en los pantanos de Missolonghi, calvo, con exceso de peso y los dientes po­dridos. ¿Cómo era posible que ahora estuviera allí de pie, milagrosamente restaurado hasta recuperar toda la belle­za de su juventud? Rebecca se embebió de la visión que tenía ante ella. «Aquel hermoso y pálido rostro» murmuró para sus adentros. Y bello era, aunque de un modo inhu­mano, el rostro de un ángel expulsado de otro mundo.

 

—Explíqueme cómo es posible —le preguntó Rebecca por fin.

 

Lord Byron bajó la lámpara que sostenía y regresó co­jeando a su asiento. Al hacerlo, a Rebecca le pareció oír movimiento detrás de ella, en la misma habitación. Se dio la vuelta, pero la oscuridad era impenetrable. Lord Byron sonrió. Silbó suavemente. De entre las sombras surgió si­lencioso un gran perro blanco que miró fijamente a Re­becca, bostezó y luego se echó a los pies de lord Byron. Éste acarició la cabeza del perro mientras apoyaba el mentón en la otra mano. Miró fijamente a Rebecca. Le brillaban los ojos y una leve sonrisa le curvaba los labios. Rebecca se alisó el cabello hacia atrás. «A mi madre —te­nía ganas de gritar—, a mi madre, ¿la mató usted?» Pero temía la respuesta que posiblemente recibiera. Permane­ció sentada en silencio durante un rato.

 

—He venido a buscar las memorias —dijo por fin.

 

—No hay ningunas memorias.

 

Rebecca frunció el entrecejo, llena de sorpresa.

 

—Pero a mí me han dado las cartas de Thomas Moore...

 

—Sí.

 

— ¿Y qué pasó con la copia que él había hecho, y de la que le habla a usted en las cartas?

 

—Fue destruida.

 

—Pero... —Rebecca movió la cabeza de un lado al otro—. No lo comprendo. ¿Por qué?

 

—Por la misma razón por la que se destruyó el origi­nal. Porque contenía la verdad.

 

—Entonces, ¿por qué me han mostrado las cartas de Moore? ¿Por qué me han engañado para venir a la cripta?

 

Lord Byron levantó una ceja.

 

— ¿Engañado?

 

—Sí. El librero. Supongo que trabaja para usted.

 

— ¿Para mí? No. Contra mí, eternamente; y siempre para sí mismo.

 

— ¿Quién es?

 

—Alguien a quien conviene evitar.

 

— ¿Como a usted? ¿Y como a esa cosa, la criatura que hay ahí abajo?

 

El semblante de lord Byron se oscureció, pero su voz, cuando habló, estaba tan calmada como antes.

 

—Sí, ella es una criatura, y yo también soy una criatu­ra, la criatura más peligrosa que usted conocerá jamás. Una criatura que ya se ha alimentado de usted esta noche.

 

Se lamió los dientes con la punta de la lengua; al mis­mo tiempo el perro se removió y emitió un débil gruñido desde el interior del pecho.

 

Rebecca se esforzó por no bajar los ojos ante la mira­da del vampiro. De nuevo la pregunta que quería murmu­rar se le murió en los labios.

 

—Entonces, ¿por qué no me ha matado? —Murmuró al cabo de un tiempo—. ¿Por qué no me ha desangrado como desangró a ese pobre hombre del puente de Waterloo?

 

El rostro de lord Byron pareció convertirse en hielo. Luego, débilmente, volvió a sonreír.

 

—Porque usted es una Byron. —Asintió con la cabe­za—. Sí, verdaderamente es una Byron. —Se puso en pie—. Porque lleva mi sangre en las venas. La mía... y la de otra alma.

 

Rebecca tragó saliva.

 

—También mi madre —dijo por fin. Su propia voz le sonó lejana y frágil en los oídos.

 

—Sí.

 

—Ella también... en una ocasión... vino aquí en busca de las memorias.

 

—Lo sé.

 

— ¿Qué le ocurrió? —Lord Byron no respondió. En sus ojos la lástima y el deseo parecían fundirse—. ¿Qué le ocu­rrió? ¡Dígamelo! ¿Qué le ocurrió a ella?

 

Lord Byron seguía sin contestar. Rebecca se pasó la lengua por los labios. Tenía ganas de repetir la pregunta en un aullido de angustia y acusación, pero tenía la boca demasiado seca y no pudo hablar. Lord Byron sonrió y la miró fijamente. Le observó detenidamente la garganta, luego se levantó y cruzó cojeando la habitación. Levantó una botella.

 

—Tiene sed. ¿Puedo ofrecerle vino? —Rebecca asintió. Miró fugazmente la etiqueta: Cháteau Lafite Rothschild. El mejor, el mejor de todos. Lord Byron le ofreció una copa. Rebecca la cogió y dio un pequeño sorbo, luego se tragó todo el líquido de golpe. Nunca había probado nada que fuera siquiera la mitad de bueno que aquello. Levantó la mirada. Lord Byron la estaba mirando sin ninguna expre­sión en el rostro. Él bebió un sorbo de su copa. Ninguna señal de placer o de sabor se le reflejó en el rostro. Se re­costó en el sillón y, a pesar de que los ojos le brillaban con tanta fuerza como antes, Rebecca advirtió que detrás de aquel destello los ojos parecían estar muertos—. Incluso ahora —dijo lord Byron—, casi preferiría que usted no hu­biese venido.

 

Rebecca alzó los ojos hacia él, sorprendida.

 

—El librero me dijo...

 

—El librero, el librero. Olvídese del librero.

 

—Pero...

 

—Ya se lo he dicho: olvídelo.

 

Rebecca tragó saliva.

 

—Me dijo que usted había estado esperándome.

 

—Sí. Pero, ¿qué significa eso? La tortura que deseamos es la más cruel de todas.

 

— ¿Y el librero sabía eso?

 

Lord Byron sonrió ligeramente.

 

—Desde luego. ¿Por qué otra cosa cree que iba a ha­berle enviado hasta mí?

 

De pronto, la lasitud de aquel hombre pareció terrible. Cerró los ojos, como para evitar ver la vida de Rebecca. El perro se removió y le lamió la mano, pero lord Byron con­tinuó inmóvil, como una burla de aquella aparente belle­za y juventud.

 

— ¿Qué esperaba para esta noche?

 

— ¿Qué esperaba?

 

—Sí. —Rebecca hizo una pequeña pausa—. Junto a la tumba, esta noche. Usted me estaba esperando. ¿Confiaba en que fuera a ocurrir algo?

 

Una expresión de terrible dolor cruzó el rostro de lord Byron. Guardó silencio, como si esperase que de la oscu­ridad fuese a llegar el murmullo de alguna respuesta. Mi­raba fijamente a algún punto más allá de Rebecca, a la ne­grura de la cual había salido el perro. Pero no se produjo ningún movimiento en aquel lugar, no había nada más que quietud. Lord Byron de pronto frunció el entrecejo y movió la cabeza de un lado a otro.

 

—Cualquier cosa en que yo confíe —dijo finalmente— no parece que vaya a ocurrir aún. —Se echó a reír, y de to­dos los sonidos que había escuchado aquella noche, Re­becca no había oído ninguno capaz de helarle la sangre de aquel modo—. Yo he existido durante más de doscientos años —continuó diciendo lord Byron con la mirada fija en Rebecca; pero de nuevo, al parecer, seguía hablándole a la oscuridad que había más atrás de ella—. Nunca me he sen­tido más lejos de la vida que en un tiempo poseí. Cada año, cada día, he ido forjando un eslabón de la cadena: el peso de mi inmortalidad. Y esa carga, ahora, la encuentro inso­portable. —Hizo una pausa y cogió la copa de vino. Dio un sorbo, con gran delicadeza, y cerró los ojos, como si llora­se por el sabor que había olvidado. Con los ojos cerrados todavía, apuró la copa y luego, despacio, sin el menor rastro de pasión, la dejó caer para que se hiciera añicos con­tra el suelo. El perro se removió y gruñó; en el rincón más distante varios pájaros levantaron el vuelo y aletearon en el aire. Rebecca no los había visto antes; se preguntó qué otros seres acecharían en la oscuridad detrás del sillón que ocupaba. Los pájaros volvieron a posarse; el silencio reinó de nuevo; una vez más, lord Byron abrió los ojos—. Resul­ta bastante singular —le dijo— la rapidez con que perde­mos nuestros recuerdos, la rapidez con que se empaña su brillo. Y sin embargo, al verla aquí ahora recuerdo cómo en otro tiempo la existencia fue lozana.

 

— ¿Y eso es una tortura tan grande?

 

—Una tortura y un deleite. Y tanto mayores cuanto que están mezclados.

 

—Pero ahora vuelven a reavivarse las luces de su me­moria, ¿no es así? —Lord Byron inclinó la cabeza con sua­vidad. Los labios se le movieron como en un ligero parpa­deo—. ¿Puede soportar que se extingan de nuevo? —Le preguntó Rebecca—. ¿O acaso ahora es mejor conservar la llama? —Lord Byron sonrió. Rebecca se quedó mirándo­lo—. Cuéntemelo —le dijo.

 

— ¿Contárselo?

 

—No le queda otra opción.

 

El vampiro se echó a reír.

 

—Claro que me queda otra opción. Podría matarla. Eso quizá me permitiera olvidar durante algún tiempo.

 

Se hizo un silencio. Rebecca se dio cuenta de que lord Byron le estaba mirando fijamente la garganta.

 

—Cuéntemelo —repitió ella en voz baja—. Cuénteme cómo sucedió. Quiero saberlo. —Hizo una pausa y recor­dó a su madre. Permaneció sentada, inmóvil—. Merezco saberlo.

 

Lord Byron levantó los ojos. Lentamente, empezó a sonreír otra vez.

 

—Sí, lo merece —dijo—, creo que sí. —Dejó de hablar y de nuevo clavó la mirada en algún punto situado en la oscuridad, más allá de Rebecca. Esta vez a ella le pareció oír un leve sonido, y lord Byron volvió a sonreír, como si él también lo hubiera percibido—. Sí —dijo otra vez sin dejar de mirar a aquel punto—, así debería ser. Tiene ra­zón. Escuche, pues, y compréndalo. —Hizo una pausa y cruzó las manos—. Ocurrió en Grecia —comenzó a expli­carle—. Durante mi primer viaje a aquella tierra. El Este siempre había sido la isla más fértil de mi imaginación. Y aunque mis imaginaciones nunca habían evitado la ver­dad, tampoco se habían atrevido a acercarse ni siquiera remotamente a ella. —La sonrisa se le desvaneció del ros­tro al tiempo que cierta lasitud inexpresiva se apoderaba de nuevo de él—. Porque yo creo que si tuviera que caer sobre mí una condena, una fatal predestinación, ya esta­ría durmiendo en mi interior, dentro de mi propia sangre, ¿sabe? Mi madre me había advertido de que los Byron es­tábamos malditos. Ella odiaba a los Byron y los amaba al mismo tiempo por lo que mi padre había hecho. La había hechizado primero, se había casado con ella, y luego ha­bía sangrado la fortuna que mi madre poseía: un vampiro en cierta manera, y por ello, supongo, aunque nunca lo conocí, un verdadero padre para mí. Abandonada, sin un penique, mi madre me advertía a menudo sobre la heren­cia que corría por mis venas. Cada lord Byron, me expli­caba, había sido más malvado que su predecesor. Me ha­bló del hombre del que yo había de heredar el título. Ha­bía matado a su vecino. Vivía en una abadía en ruinas. Torturaba cucarachas. Yo me reía de aquellas cosas, con gran enojo por parte de mi madre. Hice la promesa de que, cuando yo me convirtiera en lord Byron, dedicaría mi patrimonio a otros fines que produjeran mayores deleites.


Date: 2015-12-24; view: 590


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