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AHORA ESTÁS A MI LADO 21 page

—Ve usted como este no es trabajo para una señorita —apuntó el pastor.

Zoe sacó su amor propio, se levantó y sin pensárselo dos veces atajó al mismo cordero en su huida. Lo tumbó sobre el suelo, apoyó una rodilla en su cadera, una mano en el cuello, y con la otra le levantó el rabo para identificar el estado del recto y el color de sus deyecciones.

La diarrea de los corderos podía ser causada por diferentes agentes infecciosos, pero el color achocolatado de la que estaba viendo hizo que pensara en uno en concreto. Las dudas que mantenían aquellos hombres sobre su capacidad profesional la obligaron a mojarse en el diagnóstico y a elegir un tratamiento que pudiera ser fácilmente aplicable, para sorprenderlos.

—Se zurran por el mal de las camas —atajó con un nombre que se acababa de inventar, pensando que la denominación científica no la iban a entender—. Una enfermedad que aparece pasado el primer mes de vida y casi siempre antes del segundo.

—¿Qué es eso del mal de las camas? —preguntó el pastor.

—¿A que el problema empeora cuando se está terminando una paridera, con los últimos corderos que nacen? —contraatacó Zoe.

—Pues ahora que lo dice…, sí. —El hombre se quedó perplejo ante el buen ojo de la mujer—. Mira por dónde que hasta va a estar usted un poco preparada… Esa diarrera ataca sobre todo a los corderos de las ovejas que se han retrasado más y las últimas que me paren, tiene razón.

—Les va a dar a comer un machacado de ajos mezclado con un poco de leche de la madre. No meta mucho ajo, no vaya a ser que rechacen la leche. Y hágales un favor, renueve y limpie las camas todo lo que pueda, sobre todo antes de cada paridera.

Zoe se incorporó desde el suelo, miró a sus dos atónitos espectadores, y aprovechándose de su momento de evidente superioridad moral, volvió a proponer la compra de sus perros.

—Le venderé mis tres cachorros, y en agradecimiento a lo que acaba de enseñarme me encargaré también de localizarle los otros siete que busca. —Se retiró la boina, la rodó entre sus manos y agradeció su ayuda.

—Yo mismo se los llevaré en mi furgoneta a donde me diga —apuntó Malaquías, quien por algún motivo cercano a la admiración acababa de dejar de tratarla de tú y estaba mostrando su cara amable.

—Gracias, se los pagaré encantada.

El pastor, un segundo antes de cerrarle la puerta de la furgoneta y a punto de que se fueran de su explotación, tocó con los nudillos en la ventanilla de Zoe.

—No sabrá también cómo se curan los tetos inflamados de las ovejas, ¿verdad?

 


XIV

Cañonero Eduardo Dato

Ceuta

3 de junio de 1936

 

 

Andrés Urgazi se dejó caer al agua desde una pequeña barca de remos en cuanto alcanzó el perfil del buque de guerra. Antes, había perforado la barca en dos puntos para hundirla y no dejar ninguna pista. Provisto de un traje de buceo de lona recauchutada y gafas especiales, después de verla desaparecer bajo el agua, se sumergió para recorrer la eslora del cañonero de proa a popa por el lateral que quedaba amarrado a puerto.



Escuchó voces.

A las dos y veinte de la madrugada, los únicos que podían estar despiertos entre sus ciento cuarenta tripulantes eran tres marineros de guardia y un suboficial.

Recorrió sus setenta y siete metros de eslora hasta alcanzar el límite del buque, le dio la vuelta, y al avanzar ahora por babor contó seis escotillas. Comprobó cómo iba de tiempo y vio que eran las dos y media: la hora y el lugar convenido para que le facilitaran el acceso al barco.

De uno de los ojos de buey más cercanos a él salía luz. Miró hacia la cubierta y confió en su suerte. Si en ese momento era localizado, estaba perdido. Los minutos de espera se le hicieron eternos hasta que vio aparecer una cabeza y poco después una escalerilla de cuerda que rodó hasta caer en sus manos.

Sin perder un segundo empezó a subir por ella, pero a medio recorrido sintió un tirón que significaba peligro. Se pegó al casco y escuchó hablar a dos hombres a poco menos de tres metros por encima. No entendió qué decían, pero, para su alivio, se marcharon al poco tiempo. Dos tirones de la cuerda significaban vía libre. Andrés siguió ascendiendo hasta llegar a cubierta. Su contacto lo urgió a entrar por una escotilla que acababa de abrir a su lado mientras recogía a toda velocidad la escala. Andrés se metió por ella y lo esperó, a refugio de un recodo.

—Subteniente Tomás Gancedo, a su servicio. Sígame hasta la cabina de telegrafía.

El hombre le pasó una toalla para evitar que dejara un rastro de agua. Andrés se secó y siguió sus pasos con extremo sigilo hasta llegar a un cruce de pasillos. Tomaron el de la derecha, pero a escasos metros de donde estaban escucharon voces que venían a su encuentro. Tomás pensó a toda velocidad en cuál de aquellas puertas podrían esconderse, dado que eran los camarotes de los oficiales. Señaló la segunda a su izquierda, donde dormía un alférez de fragata que sin ser de los suyos parecía estar más de su lado que el resto.

—Por si fuese necesario… —Le entregó una pistola a Andrés.

Entraron y cerraron la puerta a tiempo de no ser vistos. Tumbado sobre un camastro, el alférez abrió los ojos perplejo.

—Pero ¿se puede saber qué carajo estáis haciendo aquí?

Se incorporó de la cama desconfiado, pero no previó la rapidez del buzo, y menos aún el golpe seco que le propinó en la cabeza con su pistola. El efecto fue tan contundente que se desplomó sobre el suelo.

—Quizá me haya adelantado, pero solo así tendremos garantizada una total tranquilidad —se justificó Andrés.

—Lo peor es que me ha reconocido. Pero, bueno, se lo justificaré diciendo que iba encañonado —decidió Tomás en voz alta—. Aunque, claro, también tendré que inventarme un robo o algo parecido para explicar la presencia de un extraño en el barco. —Su cabeza se puso a pensar a toda velocidad, recreando un escenario ficticio que hiciese verosímil la versión que iba a tener que ofrecer a la mañana siguiente.

—Me parece bien, pero, para evitarnos cualquier sorpresa, atémoslo.

Tomás utilizó la sábana para amarrarle las muñecas y los pies, y la funda de la almohada como mordaza. Una vez quedaron convencidos de su completa inmovilización, salieron al pasillo. Desde allí hasta la cabina de telegrafía no se cruzaron con nadie más.

Entraron en ella y Tomás cerró la puerta.

—Espere. Voy a buscar el documento.

Andrés tomó asiento en una banqueta y se hizo espacio en una mesa para poder ver el escrito que justificaba su presencia a esas horas de la madrugada. El radiotelegrafista, hijo de socialista y afiliado en secreto a la UGT, abrió con llave un departamento metálico adherido a la pared donde guardaba los cables e informes más importantes junto con el libro de códigos y claves. Extrajo una carpeta azul. De ella sacó tres papeles que pasó a Andrés.

—Llegó hace cinco días. Lo que tiene entre las manos es una copia manuscrita que hice para usted. El original obra en poder del capitán.

Andrés leyó con detenimiento su contenido:

«Las circunstancias gravísimas por las que atraviesa la Nación debido a un pacto electoral, que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea hecho prisionero de las organizaciones revolucionarias, lleva fatalmente a España a una situación caótica, la cual no se puede evitar más que mediante la acción violenta. Para ello los elementos amantes de la Patria tienen forzosamente que organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el poder e imponer desde él el orden, la paz y la justicia».

A la proclama le seguía una relación de bases, en total nueve, sobre las cuales quedaba estructurado un plan para la toma del poder en España, estableciéndose los pasos para dar por provincias y divisiones militares, con el fin último de instaurar una dictadura militar republicana.

—Se ha arriesgado mucho dejándolo con el resto de documentos oficiales —su comentario sonó a amonestación.

—Supuse que sería el último sitio donde se les ocurriría buscar —se disculpó.

—De acuerdo. Visto así, tampoco está tan mal pensado. Y dígame, ¿en qué otras manos ha podido caer el original? —preguntó Andrés al terminar de leerlo.

—Que yo sepa, solo lo ha visto mi comandante. Tuve cuidado de dárselo en sobre sellado.

Andrés metió el escrito en un sobre plastificado e impermeable y lo guardó dentro de su traje de goma. El documento estaba firmado de forma genérica por «El director», por lo que no era posible conocer su verdadero padre, pero se podía deducir quién lo había redactado.

—Imagino que en caso de rebelión, tal y como avanza el escrito, sospechará de sus oficiales, ¿cierto?

El radiotelegrafista no tenía ninguna duda.

—Se escuchan cosas últimamente —comentó nervioso—. Y si no he entendido mal, el próximo cinco de julio se desarrollarán unas maniobras militares en el valle de la Ketama donde se espera una acumulación de tropa que puede llegar a los cuarenta mil soldados. Esa puede ser la excusa perfecta para dar comienzo a los planes descritos en esa instrucción.

Andrés recibió sus opiniones sin comentar nada.

Lo menos que podía imaginarse el radiotelegrafista es que la visita de aquel buzo estaba siendo dirigida desde el otro bando. Porque aquella era la primera misión de Andrés a cargo del grupo de agentes del SSE ligados a los servicios secretos italianos, después de haber sido aceptado por ellos.

La lista de Valeria había desencadenado en Andrés la acelerada búsqueda de su cabecilla para convencerle sobre su afinidad a la causa, y así poder ser integrado en el grupo secreto; una táctica aprobada de antemano por el coronel Molina. Conseguido el primer objetivo, y para esquivar la inicial desconfianza del líder de los agentes insurrectos, había tenido que reunir una detallada explicación de sus razones, añadir las pruebas que demostraran su hipotético rechazo al Gobierno y comprometerse hasta el final con el juramento de honor. Le costó un poco más aclarar sus relaciones con el coronel Molina, la verdadera causa de que no hubieran contado antes con él. Lo hizo ateniéndose a la sagrada obediencia que un militar ha de mostrar a su superior, lejos de que fuera plato de buen gusto. El líder de los agentes que colaboraban con la agencia italiana reconoció los numerosos seguimientos practicados a Andrés, para tratar de confirmar de qué lado estaba. Porque ellos creían que, llegado el momento de una rebelión armada, el jefe de los Tercios de la Legión se pondría a favor del Gobierno. Aclaradas las dudas, o al menos en buena parte, la inesperada entrega de aquella lista secreta fue lo que terminó de demostrar la sinceridad de sus intenciones. Al verla, su nuevo jefe entre los agentes insurrectos, Carlos Pozuelo, fue plenamente consciente de las fatales consecuencias que tendría para el grupo que Andrés la hubiera hecho llegar al Ministerio de Guerra: seguramente un pabellón de fusilamiento por alta traición.

—Subteniente Gancedo, le agradecemos su valiente gesto dada la situación que estamos viviendo —comentó Andrés, animado a abandonar lo antes posible el cañonero—. Y descuide, que haremos llegar con urgencia el documento a Madrid —mintió.

—Confío en que podamos detener entre todos esta locura.

Tomás Gancedo escudriñó el pasillo a través de la rendija de la puerta antes de darle vía libre. Salieron en silencio, y deshicieron el camino hasta la cubierta.

Serían las tres de la madrugada cuando, con el cambio de guardia, Andrés abandonaba el cañonero por estribor descendiendo por la escalerilla de cuerda. Pero las cosas no fueron fáciles desde ese momento. Vigilancia de Puerto había intensificado las medidas de seguridad esa misma semana debido a la oleada de robos que se habían producido en sus naves y talleres, seguramente a manos de las tribus rebeldes rifeñas. Y para atender aquel cometido, cada noche patrullaban por las instalaciones una decena de marinos armados.

Un par de ellos, que pasaban en esos momentos cerca del buque, lo vieron.

Andrés escuchó el «alto» cuando estaba a medio camino del agua. El foco de una linterna buscándolo por el casco obligó a soltarse de la escalerilla y dejarse caer. Al no llevar bombonas de aire, la única posibilidad que tenía para huir sin ser detenido era bucear, lo que hizo en cuanto empezó a sentir la compañía de las primeras balas. Como había descendido por el lado del buque más pegado a puerto, creyó que, si rebasaba por abajo la quilla del cañonero, los disparos no lo alcanzarían. Y desde el otro lado podría dirigirse a cualquier dirección donde hubiera menor peligro.

Tomó aire, se hundió y siguió el perfil de acero del barco. Los algo más de tres metros y medio de calado se le hicieron eternos. De noche y sin ver el final, creyó que se ahogaba. Al rebasar el punto más bajo y empezar a subir por el otro lateral se empujó con las manos para ganar velocidad. La necesidad de meter aire en sus pulmones le resultaba agobiante, cuando empezó a distinguir un poco de luz en la superficie. Pero no terminaba de alcanzarla. Apretó la garganta y los pulmones, cerró los ojos y se impulsó con todas sus fuerzas hasta que notó el providencial frescor de la noche. Respiró con normalidad y estudió la situación. La tripulación del cañonero había sido alertada por la patrulla, lo que produjo la inmediata aparición de alguno de sus ocupantes por cubierta. Los vio enfocar sus linternas hacia el agua, por suerte donde él no estaba. Pero de repente, a su izquierda, vio venir una pequeña embarcación patrullera a toda velocidad. Esta vez sí se asustó. Las posibilidades que tenía de huida eran mínimas, pero debía explorarlas todas. Buscó la dársena del puerto que parecía menos protegida y empezó a nadar con todas sus ganas hacia ella. Los primeros veinticinco metros tuvo suerte de no ser visto. La luna jugó a su favor al quedar escondida por una nube, y el tiempo que tardó en volver a iluminar la noche lo aprovechó para alejarse del cañonero. Escuchó silbatos y hombres que corrían por la cubierta de los demás barcos.

Andrés, aunque acusaba el cansancio, siguió nadando sin parar, con la vista puesta en aquel rincón menos vigilado. A mitad de recorrido atravesó una larga mancha de brea que le supuso un verdadero tormento. Entre el intenso olor que desprendía y la incomodidad de abandonarla completamente pringado, lamentó su mala suerte. Era consciente del peligro que en esos momentos corría. Si lo capturaban, el escrito que escondía bajo el traje de goma supondría un grave problema de difícil explicación.

A pocos metros de su destino buscó un hueco entre dos embarcaciones de pesca, y al tocar el malecón se quedó completamente quieto, asegurándose de que no hubiera nadie. Pasados unos minutos, le pareció que el lugar era seguro. Ayudándose con las manos recorrió el muro de piedra hacia su derecha, donde vio una escalera de hierro clavada a él. Subió tres peldaños, miró a ambos lados, y en el momento en que pisó suelo firme alguien a su espalda le dio el alto desde la cubierta de un barco.

—¡Dese la vuelta y ponga las manos en alto!

Andrés obedeció sin remedio.

El hombre empuñaba una pistola. Entre las sombras de la noche y la bamboleante luz de un farol, consiguió verle la cara tan solo unas décimas de segundo; lo suficiente para reconocer su rostro.

—Eres Carlos Pozuelo, ¿verdad?

—Por suerte para ti, sí. Pensé que igual necesitabas un poco de ayuda en esta primera misión con nosotros. Tienes a medio puerto detrás de ti.

—¿Tenemos cómo huir?

Carlos Pozuelo señaló un almacén a sus espaldas.

—He aparcado mi coche detrás.

—Pues vámonos ya, que si me pillan con el documento que llevo encima, no sé cuál de los bandos me fusilaría primero.

 


XV

Puerto de Bremen

Alemania

5 de junio de 1936

 

 

Katherine lo intentaba con todas sus ganas, pero a pesar de ello no acababa de conseguir controlar sus nervios. Las manos le temblaban sin parar aunque las mantuviese sujetas la una contra la otra, sentía el cuello agarrotado y las mandíbulas tan apretadas que hasta le dolían las encías.

Miró a su marido, Luther Krugg.

Acababan de dejar su coche en una explanada vecina a las instalaciones del enorme puerto marítimo de Bremen. Tras conocer cuál de sus tres puertas daba acceso a la zona de tráfico de pasajeros, caminaban por una interminable dársena en busca de las oficinas de la naviera Norddeutscher Lloyd, una sociedad que unía los puertos de Bremen y Southampton tres veces por semana. Él tenía que viajar a Londres para entrevistarse con la presidenta del English Bulldog Club, la señora Pearson, en su criadero de Pearson Westall´s, y, oficialmente, Katherine solo iba a despedirlo. Sin embargo no podía dejar de pensar en lo que su marido le había revelado de camino.

—¿Y crees que desde entonces te siguen?

—Creerlo no, estoy seguro. —Luther miró a sus espaldas y se desabrochó el botón de la americana azul marino para comprobar la hora en el reloj de bolsillo de su chaleco. Vio que iban justos de tiempo.

Ella se apretó a su brazo angustiada.

—No sé cómo has podido aguantar tanto tiempo sin contármelo. Es todo tan terrible. Esos hombres… Heydrich, Himmler, Von Sievers… Y ese pobre al que mataron por haberte reconocido en Dachau. Tengo mucho miedo, Luther. —Lo miró a los ojos—. Con lo que saben de ti y tú de ellos, nos estarán chantajeando todo el tiempo que quieran. Nunca nos dejarán en paz. No pararán de pedirte más y más perros de ataque, o nuevos caprichos como lo de esa raza que te han mandado recuperar.

—No será para siempre, ya lo verás.

Al final de una hilera de almacenes localizó el edificio de la naviera.

—Ya… Quizá llegue ese día, sí, pero según me acabas de decir se están levantando muchos más campos como el de Dachau, donde terminarán encerrando a todos los enemigos políticos que tienen. Y si hay más campos, necesitarán más y más perros. —Sufrió por su marido al imaginar el tormento que estaría pasando ante tanta barbaridad—. ¿Qué podríamos hacer nosotros?

Luther respondió con un gesto esperanzado que ella no supo interpretar.

El hermoso rostro de Katherine, sus ojos intensamente azules, y hasta la piel sedosa y rectas facciones que la caracterizaban, en ese momento expresaban todos los temores que Luther había querido evitarle hasta entonces.

—¿Recuerdas que te hablé de un periodista con el que coincidí durante la travesía a Argentina? —Ella se lo confirmó—. Pues me vino a ver al despacho no hará dos semanas, y después de contarnos lo que vimos por allí, me propuso algo de enorme importancia para nosotros. —Calculó el poco tiempo que tenía para hablar del asunto antes de llegar a la oficina, por lo que decidió empezar sin más retrasos—. Con Dieter no solo compartí charlas y comidas en el barco, también coincidimos en la visión de los males que acechan a Alemania y en señalar quiénes son sus principales responsables. Cuando fuimos ganando confianza, me confesó la frustración que sentía al no poder denunciar desde su periódico los desmanes del Partido Nacionalsocialista. Hasta ese momento no le había explicado todavía los horrores de Dachau y lo que hacen con sus presos. Pero cuando vino a verme al centro y me empezó a dar los detalles de un horrendo crimen que había tenido que ver indirectamente conmigo, se lo conté todo.

Katherine adoptó un gesto de estupor que exigió de Luther más detalles.

Le explicó que la autoría de aquel asesinato, según las sospechas de Dieter, recaía sobre sus anfitriones alemanes en Argentina, y que la víctima era el corresponsal de su periódico en Córdoba, un joven que atendiendo a sus órdenes lo había seguido hasta la finca donde tenía que encontrarse con Nores. El infortunado reportero, según las palabras de su colega alemán, había aparecido días después con un disparo en la cabeza y a varios kilómetros de distancia de la hacienda, sobre las aguas de una caudalosa acequia.

—Dieter se excusó por haber mandado seguirme, justificando que lo hizo al saber que había abandonado el puerto de Buenos Aires en el vehículo de la máxima autoridad diplomática alemana, un hombre bajo permanente sospecha, y la razón última que había despertado su instinto periodístico.

—Otro crimen más… y cada vez más cerca de ti —apuntó Katherine desolada.

—Lo sé. Pero ahora no te quedes con eso. —Hizo una breve pausa para tomar aire—. Cuando le conté mis planes de viajar a Inglaterra a por los bulldogs, surgió el nombre de un contacto que tenía en Londres; un periodista del Times, íntimo amigo suyo, quien, en su opinión, podía ayudarnos.

—Pero ¿se puede saber qué habéis tramado? —Se detuvo, lo paró y se plantó frente a él a la espera de una contestación.

—Hemos ideado un plan para denunciar en Inglaterra lo que está pasando en Alemania. Y como él no puede hacerlo desde aquí sin jugarse el cuello, lo haremos nosotros.

—¿Cómo nosotros? —Katherine cada vez entendía menos.

—Te vendrás conmigo, en el barco, hoy mismo. Escucha con atención, cariño. —Ella estaba absolutamente aturdida—. Dieter nos espera con una documentación falsa que ha encargado para ti. En cuanto lleguemos a las puertas de la oficina nos despediremos. Yo entraré, pero tú regresarás al coche y esperarás un cuarto de hora antes de volver. En el maletero te he dejado ropa, gafas y un pañuelo para disimular tu aspecto y evitar que te sigan. Tramitarás el embarque como si viajaras sola, y cuando entres en el barco no me busques. Seguiremos separados durante la travesía por si se mantuviese la vigilancia. A la llegada a Londres, tomaremos cada uno un camino diferente. Dieter y yo decidimos no informar desde aquí al periodista inglés para evitar que nuestros planes fueran descubiertos. Por tanto, no nos espera. Tendrás que buscarlo en la redacción del Times para explicarle quién te manda y por qué. Yo me uniré a vosotros uno o dos días más tarde, después de la entrevista con la presidenta del club del bulldog, siguiendo lo previsto en mis planes de viaje. Una vez estemos a salvo y protegidos por el Gobierno británico, denunciaré todo lo que he podido ver y conocer, para que el mundo lo sepa. Y no tendremos que volver a padecer lo que hemos pasado este año.

Katherine sintió que le fallaban las piernas.

Le estaba pidiendo hacer algo que se veía completamente incapaz de afrontar con la necesaria serenidad. Pensó que le temblaría la voz, o que se le trabaría la lengua cuando entregara la documentación falsa, y seguro que la descubrirían. Así se lo confesó a Luther.

—Katherine, ¡no! No nos podemos permitir ningún error, ni dudas, ni nada parecido. Nos lo jugamos todo, piénsalo. Por eso has de ser fuerte. Yo sé que puedes hacerlo. He esperado hasta hoy para contártelo porque te conozco demasiado bien, y quería evitarte la ansiedad que hubieses sufrido si te lo hubiera explicado unos días antes. Ahora, mi amor, vas a tener que sacar todo tu valor de dentro, y hacerlo perfecto para que nadie sospeche.

Ella lanzó un suspiro entrecortado, inspiró tres bocanadas de aire y miró la oficina a pocos pasos.

—Está bien. Hagámoslo.

Llegaron hasta una sólida edificación de vistosa madera azul, de cuyo tejado colgaban dos carteles gigantes: uno con la imagen de los tres buques que hacían el trayecto a Inglaterra, y el otro con dos enormes transatlánticos que viajaban a Nueva York y Montevideo.

Se despidieron con un largo abrazo y un sinfín de besos y adioses. Ella se dio media vuelta agitando la mano muy sentida, y Luther entró en la oficina.

Estaba llena de pasajeros.

Unos esperaban frente al mostrador de embarques, la mayoría permanecían sentados, y unos pocos miraban los paneles de corcho donde se exponían los horarios, la meteorología prevista y alguna que otra oferta de vacaciones. Localizó a Dieter entre estos últimos, pero no se saludaron.

Luther se colocó en la fila y estudió con disimulo a todos los que estaban por delante. Cada vez que alguien entraba en la oficina, se volvía para ver si se trataba de Katherine o de alguno de los agentes que había llegado a identificar entre los que lo seguían. Había uno gigantesco, de pelo rapado al cero y con un aspecto tan gélido que era imposible no tomárselo en serio.

Entró un matrimonio de avanzada edad y tras ellos una joven de apariencia despistada. No los perdió de vista. La siguiente fue su mujer, con el rostro lívido y una mueca rara, seguramente como resultado de la tensión. Su vestido de corte discreto en tono verde oscuro y sobre todo el pañuelo en idéntico color que le cubría el pelo disimulaban una belleza que no era fácil hacer pasar desapercibida. Se colocó en la fila, y Dieter de inmediato se puso detrás de ella. Luther rezó por que todo saliera bien, mientras el periodista le pasaba disimuladamente los documentos falsos sin que nadie lo advirtiera. Ella los abrió, y en un difícil temblequeo y a duras penas consiguió localizar la página donde estaba su fotografía y su nuevo nombre: Martha Mussen, de Düsseldorf. Revisó la fecha de nacimiento y agradeció que coincidiera con la suya para no tener que memorizar más cosas.

Cuando a Luther le quedaba una sola persona para alcanzar el mostrador, apareció una mujer de fina figura y elegantemente vestida, que se colocó al final de la fila.


Date: 2015-12-24; view: 611


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