Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






CAPITULO VEINTIOCHO

 

EL TÉRMINO DE LA JORNADA

 

 

Son algo confusos mis recuerdos relativos a los acontecimientos subsiguientes de aquella noche. Poirot parecía sordo para mis repetidas preguntas. Estaba ocupado en anonadar a Francisca con sus reproches por no haberle avisado que madame Renauld había cambiado de dormitorio.

Le cogí por el hombro, decidido a atraer su atención.

—Pero usted debía de saber esto —alegué—. Usted fue acompañado arriba para verla esta tarde.

Poirot se dignó prestarme su atención por un breve instante.

—La habían llevado en un sillón de ruedas al sofá de la habitación central, su boudoir —explicó.

—Pero, señor —exclamó Francisca—. ¡La señora cambió de habitación casi inmediatamente después del crimen! ¡Los recuerdos... le daban mucha pena!

—Entonces, ¿por qué no me lo dijeron? —vociferó Poirot, dando manotazos sobre la mesa y excitándose él mismo hasta alcanzar un enojo de mil demonios—. Pregunto: ¿por-qué-no-me-lo-dijeron? Es usted una vieja completamente imbécil. Y Leonia y Dionisia no valen más. ¡Todas ustedes son triples idiotas! Su estupidez ha estado a punto de causar la muerte de su ama. A no ser por esta valerosa niña...

Se interrumpió y, cruzando la habitación hasta el lugar en que estaba la muchacha inclinada para atender a madame Renauld, la besó con fervor galo (lo que no dejó de disgustarme un poco).

Me despertó de mi aturdimiento una orden seca de Poirot para que fuese inmediatamente a buscar al médico, a fin de que reconociese a madame Renauld. Después de esto podría ir a llamar a la Policía. Y añadió, para completar mi fastidio:

—Casi no vale la pena de que vuelva aquí. Yo estaré demasiado ocupado para atenderla, y a esta señorita voy a nombrarla enfermera.

Me retiré con tanta dignidad como me fue posible asumir. Cumplidos mis encargos, volví al hotel. De cuanto había ocurrido, comprendía poco más que nada. Los acontecimientos de aquella noche parecían fantásticos e imposibles. Nadie contestaba mis preguntas. Nadie parecía oírlas. Irritado, me eché en la cama y dormí el sueño de las personas aturdidas y completamente agotadas.

Al despertarme vi que entraba el sol por las ventanas abiertas y que Poirot, limpio y sonriente, se había sentado al lado del lecho.

—¡Por fin se despierta usted! ¡Es usted un grandísimo dormilón, Hastings! ¿Sabe que son cerca de las once? Gimiendo, me llevé una mano a la cabeza.

—Debo de haber estado soñando —dije—. ¿Sabe usted que he soñado que habíamos encontrado el cadáver de Marta Daubreuil en la habitación de madame Renauld, y que usted declaraba que había asesinado a monsieur Renauld?



—No ha soñado usted. Todo esto es verdad.

—Pero ¿no fue Bella Duveen quien mató a Renauld?

—¡Oh, no, Hastings, no fue ella! Verdad que dijo que le había matado...; pero esto fue para salvar de la guillotina al hombre a quien amaba.

—¡Cómo!

—Recuerde lo que contó Jack. Los dos llegaron al lugar del crimen en el mismo instante, y cada uno dio por cierto que el otro lo había cometido. Ella le mira a él con horror, lanza un grito y echa a correr. Pero cuando sabe que está acusado como autor del crimen, no puede soportarlo y se presenta y se acusa a sí misma para salvarle de una muerte cierta.

Poirot se recostó en su silla y juntó las puntas de los dedos en un estilo familiar.

—El caso no me pareció enteramente satisfactorio —observó juiciosamente—. Estuve siempre bajo una fuerte impresión de que nos hallábamos ante un crimen premeditado y cometido a sangre fría por alguien que (con mucha habilidad) se había contentado con utilizar los propios planes de Renauld para despistar a la Policía. El gran criminal (como, quizá, recuerde que lo observé una vez) es siempre supremamente ingenuo.

Hice una seña afirmativa.

—Ahora bien: para sostener esta hipótesis, el criminal debía tener un conocimiento completo de los planes de Renauld. Esto nos lleva a madame Renauld. Pero los hechos desmienten la suposición de su culpabilidad. ¿Hay alguien más que pudiera conocerlos? Sí. Con sus propios labios admitió Marta que había oído la disputa de Renauld con el vagabundo. Si podía oír esto, no hay razón para que no hubiese oído otra cosa cualquiera, especialmente si Renauld y su mujer cometieron la imprudencia de ir a sentarse en aquel banco para discutir sus planes. Recuerde con qué facilidad oyó usted desde aquel lugar una conversación entre Marta y Jack Renauld.

—Pero ¿qué posible motivo tenía Marta para asesinar a Renauld? —le pregunté.

—¡Qué motivo! ¡El dinero! Renauld era varias veces millonario, y a su muerte (o así lo creían ella y Jack), la mitad de su gran fortuna tenía que pasar a su hijo. Vamos a reconstruir la escena desde el punto de vista de Marta Daubreuil. Marta Daubreuil oye lo que hablan Renauld y su mujer. Hasta ahora, Renauld ha sido una bonita fuente de ingresos para las Daubreuil, madre e hija, pero ahora se propone libertarse de sus redes. Es posible que, al principio, la idea de ella fuese sólo evitar que se les escapase. Pero a ésta sigue otra idea más atrevida, ¡y que no alcanza a horrorizar a la hija de Jane Beroldy! En aquel momento, Renauld es un obstáculo inexorable en el camino de su matrimonio con Jack. Si éste desafía a su padre, quedará reducido a la pobreza..., lo que no entra en modo alguno en los proyectos de Marta. En realidad, dudo de que Marta haya sentido nunca el menor afecto por Jack Renauld. Sabe simular la emoción, pero lo cierto es que pertenece al mismo tipo frío y calculador de su madre. Dudo también de que estuviese muy segura de su dominio sobre los sentimientos del muchacho. Le había deslumbrado y cautivado; pero, separada de él, como tan fácilmente podía procurarlo su padre, podría perderle. En cambio, muerto Renauld y heredero Jack de la mitad de sus millones, el matrimonio se celebraría en seguida y ella alcanzaría de una vez la riqueza... y no los miserables millares que habían sido extraídos hasta entonces. Y su hábil cerebro adopta el sencillo plan. Todo será fácil. Renauld está disponiendo todas las circunstancias de su propia muerte..., a ella le bastará adelantarse en el momento oportuno y convertir la farsa en una triste realidad. Y llega ahora el segundo punto que me ha conducido infaliblemente a Marta Daubreuil: ¡la daga! Jack Renauld había hecho fabricar tres recuerdos. Uno se lo dio a su madre; otro, a Bella Duveen... ¿No era muy probable que hubiese dado el tercero a Marta Daubreuil? Así, pues, resumiendo, hay cuatro puntos que considerar contra Marta Daubreuil: Primero, Marta Daubreuil pudo haber oído los planes de Renauld. Segundo, Marta Daubreuil estaba dilectamente interesada en la muerte de Renauld. Tercero, Marta Daubreuil era hija de la célebre madame Beroldy, que, en mi opinión, fue moral y virtualmente la autora del asesinato de su marido, aunque pudo ser George Conneau quien descargó el golpe efectivo. Cuarto, Marta Daubreuil era la única persona, aparte de Jack Renauld, en cuya posesión era probable que estuviese la tercera daga.

Poirot se detuvo y aclaró la voz.

—Por supuesto, cuando tuve noticia de la existencia de la otra muchacha, Bella Duveen, me di cuenta de que era perfectamente posible que fuese ella la autora de la muerte de Renauld. Esta solución no me gustaba mucho, porque, corno ya se lo indiqué a usted, Hastings, a un perito como lo soy yo le gusta encontrar un antagonista digno de su acero. No obstante, uno debe tornar los crímenes tal como los encuentra, no tal como quisiera encontrarlos. No parecía muy probable que Bella Duveen vagase por allí con un cortapapeles «recuerdo» en la mano; pero, naturalmente, podía haber tenido siempre la idea de vengarse de Jack Renauld. Cuando se presentó confesando el asesinato todo parecía haber terminado. Y, no obstante, yo no estaba satisfecho, amigo mío. No estaba satisfecho. Repasé el caso minuciosamente, y llegué a la misma conclusión. Si no era Bella Duveen, la única persona que podía haber cometido el crimen era Marta Daubreuil. Pero ¡no tenía una sola prueba contra ella! Y entonces me mostró usted esa carta de Dulce y vi una posibilidad de dejar el asunto resuelto de una vez. La primera daga había sido robada por Dulce Duveen y echada al mar..., ya que, como ella lo creía, pertenecía a su hermana. Pero si, por una casualidad, no era la de su hermana, sino la regalada por Jack a Marta, ¡la de Bella Duveen debía continuar intacta! No le dije a usted una palabra, Hastings (no era el momento adecuado para novelar); pero busqué a Dulce, le dije tanto como me pareció necesario, y le encargué que registrase los enseres de su hermana. ¡Imagine mi alegría cuando vino a buscarme (según mis instrucciones) bajo el nombre de miss Robinson, con el precioso recuerdo en sus manos! Entre tanto, yo había dado mis pasos para obligar a Marta a que saliese a la superficie. Por orden mía, madame Renauld repudió a su hijo y declaró su intención de otorgar al día siguiente un testamento que le privaría para siempre de recibir parte alguna de la fortuna de su padre. Era un recurso desesperado, pero necesario, y madame Renauld se mostró dispuesta a correr el riesgo..., aunque, por desgracia, también ella se olvidó de hacer mención de su cambio de dormitorio. Supongo que dio por entendido que yo lo conocía. Todo sucedió como yo lo había pensado. Marta Daubreuil hizo una última y atrevida tentativa para coger los millones de Renauld... ¡y fracasó!

—Lo que no puedo comprender en absoluto —objeté— es cómo pudo meterse en la casa sin que la viéramos nosotros. Parece un verdadero milagro. La dejamos en Villa Marguerite; luego vamos directamente a Villa Geneviéve... ¡y allí estaba antes que nosotros!

—¡Ah!, pero es que no la dejamos en Villa Marguerite. Había salido de allí por la puerta posterior mientras nosotros hablábamos con su madre en el vestíbulo. ¡Aquí es donde se lució a costa de Hércules Poirot, como dirían los americanos?

—Pero ¿y la sombra tras la cortina? La vimos desde la carretera.

—Bueno; cuando miramos allí, madame Daubreuil había tenido el tiempo justo de correr arriba y ocupar su sitio.

—¿Madame Daubreuil?

—Sí. Una es madura y la otra es joven; una es morena y la otra es rubia; pero, para los efectos de una silueta sobre la cortina, los perfiles son muy parecidos. Yo mismo pensé (¡como un gran imbécil!, imaginando que tenía tiempo de sobra) que no intentaría penetrar en la villa hasta mucho más tarde. No le faltaban sesos a esta hermosa Marta.

—¿Y su objeto era asesinar a madame Renauld?

—Sí. Toda la fortuna pasaba entonces al hijo. Pero esto hubiera sido un suicidio, amigo mío. En el suelo, junto al cuerpo de Marta Daubreuil, encontré una almohadilla, un frasco de cloroformo y una jeringuilla hipodérmica con una dosis fatal de morfina. ¿Comprende? Primero, el cloroformo...; luego, cuando la víctima esté inconsciente, el pinchazo con la aguja. Por la mañana, el olor del cloroformo ha desaparecido por completo, y la jeringuilla está donde se ha caído de la mano de madame Renauld. ¿Qué hubiera dicho el excelente Hautet? «¡Pobre mujer! ¿Qué les dije a ustedes? ¡La emoción de su alegría fue demasiado, encima de todo lo demás! ¿No les dije que no me sorprendería que su cerebro quedase desequilibrado? ¡Todo él es verdaderamente trágico, este caso Renauld!» No obstante, Hastings, las cosas no pasaron enteramente como las había planeado Marta. Para empezar, madame Renauld estaba despierta y esperándola. Hay una lucha. Pero madame Renauld está aún terriblemente débil. Hay una última probabilidad para Marta Daubreuil. Hay que desechar la idea del suicidio; pero si puede imponer silencio a madame Renauld con sus fuertes manos, escapar con su escala de seda mientras golpeamos la puerta lejana, y regresar a Villa Marguerite antes que nosotros volvamos allí, sería difícil probar nada contra ella. Sólo que iba a recibir un jaque mate, no de Hércules Poirot, sino de la pequeña acróbata de las muñecas de acero.

Reflexioné sobre toda la historia.

—¿Cuándo empezó usted a sospechar de Marta Daubreuil, Poirot? ¿Cuando nos dijo que había oído la riña en el jardín?

Poirot sonrió.

—Amigo mío: ¿recuerda el día en que llegamos a Merlinville? ¿Y la hermosa muchacha que vimos de pie junto a la puerta? Usted me preguntó si no había advertido la presencia de una joven diosa, y yo le contesté que sólo había visto una muchacha con ojos acongojados. Ésta es la razón de que haya pensado en Marta Daubreuil desde el principio. ¡La muchacha de ojos acongojados! ¿Por qué estaba acongojada? No a causa de Jack Renauld, pues no sabía entonces que había estado en Merlinville la noche anterior.

—A propósito —exclamé—, ¿cómo está Jack Renauld?

—Mucho mejor. Continúa en Villa Marguerite todavía. Pero madame Daubreuil ha desaparecido. La Policía anda buscándola.

—¿Cree usted que iba de acuerdo en todo con su hija?

—Nunca lo sabremos. Esta señora es una dama que sabe guardar sus secretos. Y mucho dudo de que llegue la Policía a encontrarla.

—¿Se lo ha... comunicado ya a Jack Renauld?

—Todavía no.

—Será una impresión terrible para él.

—Naturalmente. Y, sin embargo, ¿sabe usted, Hastings, que dudo de que su corazón estuviese seriamente prendado? Hasta ahora, hemos mirado a Bella como a una sirena, y a Marta Daubreuil como a la mujer que realmente amaba. Pero creo que invirtiendo estos términos nos acercamos más a la verdad. Marta Daubreuil era muy hermosa. Se propuso fascinar a Jack y lo consiguió; pero recuerde su curiosa resistencia a romper con la otra muchacha. Y observe qué dispuesto estaba a ir a la guillotina antes que comprometerla. Tengo una pequeña idea de que, cuando conozca la verdad, quedará horrorizado, trastornado..., y que su falso amor se desvanecerá.

—¿Y qué hay de Giraud?

—Éste, ¡ha tenido una rabieta! Se ha visto obligado a volver a París.

 

 

Poirot resultó un verdadero profeta. Cuando, por fin, el médico declaró que Jack Renauld estaba bastante fuerte para oír la verdad, él se la comunicó. La impresión fue realmente tremenda. No obstante, se repuso mejor de lo que yo hubiera supuesto posible. El afecto de su madre le ayudó a pasar aquel trance difícil. La madre y el hijo son ahora inseparables.

Quedaba otra revelación que hacer. Poirot le había comunicado a madame Renauld que conocía su secreto, y le había hecho ver que Jack no debía ignorar el pasado de su padre.

—¡Ocultar la verdad nunca da buen resultado, señora! Sea valiente y dígaselo todo.

Con gran tristeza en el corazón, madame Renauld consintió, y supo su hijo que el padre que había amado había sido, en realidad, un fugitivo de la Justicia. Una pregunta embarazosa fue contestada prestamente por Poirot.

—Tranquilícese, Jack. El mundo no sabe nada. Hasta donde yo puedo comprender, no tengo la obligación de revelar nada a la Policía. En todo el curso del caso he actuado no para ella, sino para su padre. La Justicia le alcanzó, por fin; pero nadie necesita saber que él y George Conneau eran la misma persona.

Había, por supuesto, en el caso varios puntos que dejaron perpleja a la Policía; pero Poirot explicó las cosas de un modo tan plausible que, paso a paso, fue cesando toda investigación acerca de los mismos.

Poco después volvimos a Londres. Sobre la chimenea de casa de Poirot advertí la presencia de un espléndido modelo de sabueso. En contestación a mi mirada interrogante, Poirot afirmó con la cabeza.

—Sí, señor. He recibido mis quinientos francos. ¿No es magnífico? Le llamo Giraud.

A los pocos días vino a vernos Jack Renauld.

—Monsieur Poirot, he venido a despedirme. Salgo para América del Sur inmediatamente. Mi padre tenía vastos intereses en el Continente y me propongo comenzar allí una nueva vida.

—¿Se va usted solo, Jack?

—Viene mi madre conmigo..., y conservaré a Stonor como secretario. Le gustan las regiones remotas del mundo.

—¿Nadie más va con ustedes?

Jack se sonrojó.

—¿Se refiere a...?

—A una joven que le quiere a usted profundamente..., que ha estado dispuesta a dar su vida por usted.

—¿Cómo puedo pedírselo? —murmuró el muchacho—. Después de todo lo que ha pasado, ¿puedo ir a encontrarla y...? ¡Oh, qué clase de triste historia podría contarle!

—Las mujeres tienen un genio maravilloso para fabricar muletas para este género de historias.

—Sí, pero... ¡he sido tan condenadamente loco!

—Todos lo hemos sido, una vez u otra —observó Poirot filosóficamente.

—Hay algo más. Soy el hijo de mi padre. ¿Se casaría nadie conmigo sabiendo esto?

—Dice usted que es el hijo de su padre. Hastings, aquí presente, le dirá que yo creo en la herencia...

—Pues ¿entonces...?

—Aguarde. Conozco a una mujer, una mujer valiente y sufrida, capaz de un gran afecto, de un supremo sacrificio personal...

El muchacho levantó la mirada. Sus ojos se enternecieron.

—¡Mi madre!

—Sí. Usted es hijo de su madre tanto como de su padre. Vaya a ver a Bella. Dígaselo todo. No le oculte nada... ¡y ya verá lo que ella le dice!

Jack parecía irresoluto.

—Vaya a verla, no ya como un niño, sino como un hombre..., como un hombre inclinado bajo el Destino del pasado y del presente, pero que mira hacia adelante, hacia una vida nueva y maravillosa. Pídale que la comparta con usted. Usted puede no darse cuenta de ello, pero el amor del uno por el otro ha sido sometido a la prueba del fuego y ha salido intacto de esta prueba.

 

 

¿Y qué más hay del capitán Arthur Hastings, humilde cronista de estas páginas?

Se ha hablado algo sobre ir a reunirse con los Renauld, en un rancho, al otro lado del Océano, pero para el final de esta historia prefiero volver a una mañana en el jardín de Villa Geneviéve.

—No puedo llamarte Bella —dije yo—, puesto que éste no es tu nombre. Y Dulce parece poco familiar. Por tanto, tendrá que ser Cenicienta. Recordarás que Cenicienta se casó con el Príncipe. Yo no soy príncipe, pero...

Ella me interrumpió:

—Cenicienta le previno; estoy segura. Ya lo ves, no podría prometer convertirse en princesa. Después de todo, no era más que una pequeña fregona...

—Ahora le toca al Príncipe el turno para interrumpir —observé—. ¿Sabes lo que dijo? «¡Demonio!..., dijo el Príncipe, ¡y la besó!»

Y uní la acción a la palabra.


[1] Alusión a la «Sra. Harris», amiga imaginaria de la caricaturesca enfermera Sara Gamp, en la novela de Dickens Martin Chuzzlewit, a la que Sara menciona con frecuencia como interlocutora de interminables diálogos. (N. del T.)

 


Date: 2015-12-24; view: 1043


<== previous page | next page ==>
CAPITULO VEINTISIETE | Íàïèøèòå íåîôèöèàëüíîå ïèñüìî â ñîîòâåòñòâèè ñ ïðåäëàãàåìîé èíôîðìàöèåé.
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.011 sec.)