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Fjällbacka, 1970 2 page

–No lo sé, Bertil –dijo Patrik–. Iremos paso a paso.

–Luego tenemos el pasaporte que falta –dijo Gösta, y se irguió un poco más en la silla–. O sea, falta el pasaporte de Annelie. Lo que seguramente significa que ella estaba implicada y que luego huyó al extranjero.

Patrik echó una ojeada a Erica, que estaba pálida como la cera. Sabía que no podía dejar de pensar en Anna.

–¿Annelie? ¿La hija de Rune que tenía dieciséis años? –dijo Paula, al tiempo que empezó a sonarle el móvil. Respondió y escuchó con una expresión de asombro y de resolución a un tiempo. Al final, colgó y miró a los demás.

–Los padres adoptivos de Ebba nos dijeron a Patrik y a mí que una persona desconocida le había estado enviando dinero a Ebba hasta que cumplió dieciocho años. Nunca lograron averiguar de dónde provenía el dinero, pero naturalmente, pensamos que podía guardar relación con lo que sucedió en Valö. Así que he estado indagando un poco más... –Tomó aire y Patrik recordó que Erica también había sufrido apneas durante el embarazo.

–¡Ve al grano! –Gösta estaba cada vez más derecho en la silla–. Ebba no tenía ningún familiar que quisiera hacerse cargo de ella, y seguramente, tampoco querrían enviarle dinero. Así que solo se me ocurre que sea alguien que tiene remordimientos, y que por eso le enviaba dinero a la muchacha.

–Yo no tengo ni idea del motivo –dijo Paula, con cara de estar disfrutando de ser la única que poseía la información–. Pero el dinero se lo enviaba Aron Kreutz.

Se hizo un silencio tal que se oía hasta el ruido de los coches que circulaban por la carretera. Gösta fue el primero en romperlo.

–¿El padre de Leon le enviaba dinero a Ebba? Pero ¿por qué?

–Tenemos que averiguarlo –dijo Patrik. De repente, se le antojó que aquella cuestión era más importante que ninguna otra para resolver el misterio de la desaparición de la familia Elvander.

Notó el zumbido en el bolsillo y miró la pantalla para ver quién era. Kjell Ringholm, del Bohusläningen. Seguramente, querría hacer algunas preguntas más después de la rueda de prensa. Eso podía esperar. Rechazó la llamada y volvió a prestar atención a sus colegas.

–Gösta, tú y yo nos vamos a Valö. Antes de empezar los interrogatorios con los muchachos, tenemos que comprobar si Anna y Ebba están bien, y hacerle algunas preguntas a Mårten. Paula, tú puedes seguir con lo del banco y ver si encuentras algo más sobre el padre de Leon. –Guardó silencio cuando le tocó el turno a Mellberg. ¿Dónde haría menos daño? En realidad, Mellberg hacía siempre lo menos posible, pero al mismo tiempo, era importante que no se sintiera ninguneado–. Bertil, como siempre, tú eres el más adecuado para contener la presión de los medios. ¿Tienes algo en contra de quedarte en la comisaría y estar disponible por si llaman?



A Mellberg se le iluminó la cara.

–Por supuesto que no. Tengo muchos años de experiencia con la prensa, para mí es pan comido.

Patrik suspiró para sus adentros aliviado. Desde luego, tenía que pagar un alto precio por conseguir que las cosas rodaran sin fricciones.

–¿No puedo acompañaros a Valö? –dijo Erica, aún apretando el móvil con todas sus fuerzas.

–Jamás en la vida –respondió Patrik con vehemencia.

–Pero es que yo creo que debería ir. ¿Y si ha pasado algo...?

–De ninguna manera –insistió él, y se dio cuenta de que había estado más brusco de lo necesario–. Perdona, pero creo que es mejor que nos encarguemos nosotros –añadió, y le dio un abrazo.

Erica aceptó a su pesar y se sentó en el coche para volver a casa. Él la siguió con la mirada, sacó el teléfono y llamó a Victor. Después de ocho tonos de llamada, saltó el contestador.

–De Salvamento Marítimo no contestan. Típico, ahora que parece que nuestro barco sigue amarrado en Valö.

Se oyó un carraspeo en la puerta.

–Pues sintiéndolo mucho, yo no puedo ir a ninguna parte, el coche no arranca.

Patrik miró incrédulo a su mujer.

–Pues qué raro. Pero tú podrías llevarla, ¿no, Gösta? Yo aprovecharé para terminar unas cosas mientras tanto. De todos modos, tenemos que esperar que haya algún barco.

–Sí, claro –dijo Gösta sin mirar a Erica.

–Estupendo, pues nos vemos luego en el puerto. ¿Quieres seguir intentando localizar a Victor?

–Claro que sí –dijo Gösta.

Volvió a notar el zumbido en el bolsillo y Patrik miró la pantalla instintivamente. Kjell Ringholm. Más valía responder esta vez.

–Muy bien, entonces, cada uno a lo suyo –dijo, y pulsó el botón de «responder» con un suspiro. Le caía bien Kjell, pero en aquellos momentos no tenía tiempo para atender a los periodistas.


Capítulo 23

Valö, 1972

Annelie la odió desde el primer momento. Igual que Claes. A sus ojos no valía para nada, no podía compararse con su madre, que parecía haber sido una santa. O al menos, esa era la impresión que daba al oír lo que Rune y sus hijos decían de ella.

Inez había aprendido mucho de la vida. La lección más importante fue que su madre no siempre tenía razón. Casarse con Rune fue el mayor error que había podido cometer, pero ella no veía salida alguna. Menos ahora, que estaba embarazada y esperaba un hijo suyo.

Se limpió el sudor de la frente y continuó fregando el suelo de la cocina. Rune era muy exigente y todo debía brillar de limpio cuando abriera el internado. Nada podía dejarse al azar. «Se trata de mi buen nombre», decía, y seguía dándole órdenes. Ella se pasaba los días enteros trabajando, mientras le crecía la barriga, y estaba tan cansada que apenas se tenía en pie.

De repente, apareció a su lado. Su sombra se extendió sobre ella, e Inez se estremeció.

–Vaya, perdón, ¿te he asustado? –dijo con ese tono suyo que le provocaba escalofríos en la médula.

Notaba el odio que irradiaba y, como de costumbre, se puso tan tensa que le costaba respirar. Nunca tenía pruebas, nada que pudiera contarle a Rune, y de todos modos, él jamás la creería. Sería la palabra de uno contra la del otro, y ella no se hacía ilusiones de que él fuera a ponerse de su parte.

–Te has dejado una mancha –dijo Claes, y señaló un punto a su espalda. Inez apretó los dientes, pero se dio la vuelta para limpiar donde le había indicado. Oyó un estruendo y sintió que se le mojaban los pies.

–Vaya, perdón, no sé cómo he volcado el cubo –dijo Claes con un tono de disculpa que no casaba con el brillo de sus ojos.

Inez se lo quedó mirando sin decir nada. La rabia le crecía por dentro por días, con cada desplante y con cada mala pasada.

–Yo te ayudo.

Johan, el hijo menor de Rune. Tan solo tenía siete años, pero unos ojos inteligentes y amables. Él la aceptó desde el primer momento. El mismo día que la conoció, le dio la mano discretamente.

Mirando con ansiedad a su hermano mayor, se puso de rodillas al lado de Inez. Le quitó el trapo de las manos y empezó a recoger el agua que se había extendido por todo el suelo.

–Pero te vas a mojar tú también –dijo conmovida al ver que el pequeño agachaba la cabeza, y el flequillo, que le tapaba los ojos.

–No pasa nada –dijo, y continuó secando el agua.

Claes seguía detrás de ellos, de brazos cruzados. Echaba chispas por los ojos, pero no se atrevía a tomarla con su hermano pequeño.

–Blandengue –dijo antes de irse.

Inez respiró tranquila. En realidad, era ridículo. Claes solo tenía diecisiete años. Aunque ella no tenía muchos más, era su madrastra. Y estaba esperando un hijo que sería su hermano o su hermana. No debería tenerle miedo a un jovenzuelo pero, sin saber por qué, se le erizaba el vello cuando Claes se le acercaba. Sabía por instinto que debía mantenerse lejos de él y que debía evitar provocarlo.

Se preguntaba cómo serían las cosas cuando llegaran los alumnos. ¿Sería el ambiente menos opresivo con la casa llena de chicos, cuyas voces colmarían el vacío? Eso esperaba. De lo contrario, terminaría asfixiándose.

–Qué bueno eres, Johan –le dijo, y le acarició el pelo rubio. Él no respondió, pero Inez lo vio sonreír.

 

Llevaba mucho rato sentado junto a la ventana cuando llegaron. Mirando el mar y Valö; contemplando los barcos que pasaban y a los veraneantes, que disfrutaban de unas semanas de ocio. A pesar de que nunca habría podido vivir así, los envidiaba. En toda su simpleza, era una existencia maravillosa, aunque seguramente ellos no serían conscientes. Cuando llamaron a la puerta, se apartó rodando la silla, no sin antes demorarse unos instantes con la mirada en la isla. Fue allí donde empezó todo.

–Ya es hora de que acabemos con esto. –Leon los miró a todos. Reinaba un ambiente opresivo desde que empezaron a llegar, uno tras otro. Se dio cuenta de que ni Percy ni Josef miraban a Sebastian, que parecía tomarse todo aquello con calma.

–Qué destino, acabar en silla de ruedas. Y la cara, la tienes destrozada. Con lo guapo que tú eras –dijo Sebastian, y se retrepó en el sofá.

Leon no se lo tomó a mal. Sabía que Sebastian no tenía intención de herirlo. Él siempre había sido directo, salvo cuando quería timar a alguien. Entonces mentía sin mesura. Había que ver lo poco que cambiaba la gente. Y los demás también seguían siendo los mismos. Percy, con su aspecto endeble; y en los ojos de Josef había la misma sombra de entonces. Y John, que seguía irradiando el mismo encanto.

Había indagado sobre ellos antes de que Ia y él volvieran a Fjällbacka. Un detective privado le cobró una fortuna por un trabajo excelente, y Leon lo sabía todo acerca del rumbo que habían tomado sus vidas. Pero era como si nada de lo que ocurrió después de Valö tuviera la menor importancia ahora que todos estaban reunidos otra vez.

No respondió a las palabras de Sebastian, sino que insistió:

–Ya es hora de que lo contemos todo.

–¿Y de qué iba a servir? –dijo John–. Pertenece al pasado.

–Ya sé que fue idea mía, pero a medida que me he ido haciendo mayor, he comprendido que no estuvo bien –continuó Leon con la vista clavada en John. Se había imaginado que él sería difícil de convencer, aun así no pensaba permitir que lo detuvieran. Con independencia de que todos estuvieran de acuerdo o no, había decidido desvelarles sus planes, pero quería jugar limpio y contárselo antes de hacer algo que iba a afectarles a todos.

–Yo estoy de acuerdo con John –dijo Josef con voz monótona–. No hay razón para remover algo que está muerto y enterrado.

–Tú, que siempre hablabas de la importancia del pasado. Y de asumir la responsabilidad. ¿No te acuerdas? –dijo Leon.

Josef se puso pálido y miró para otro lado.

–No es lo mismo.

–Por supuesto que sí. Lo que ocurrió sigue vivo. Yo lo he llevado dentro todos estos años, y sé que vosotros también.

–No es lo mismo –insistió Josef.

–Tú siempre decías que los culpables del sufrimiento de tus antepasados debían rendir cuentas. ¿No deberíamos rendir cuentas nosotros también? –Leon hablaba con calma, aunque se dio cuenta de lo mal que Josef se había tomado sus palabras.

–Pues yo no pienso permitirlo. –John, que estaba al lado de Sebastian en el sofá, cruzó las manos en las rodillas.

–Eso no lo puedes decidir tú –respondió Leon, consciente de que así revelaba que él ya había tomado la decisión.

–Haz lo que quieras, Leon, qué coño –dijo Sebastian de pronto. Rebuscó en el bolsillo y, unos instantes después, sacó una llave. Se levantó y se la dio a Leon. Habían pasado tantos años desde la última vez que la tuvo en sus manos..., desde que aquella llave selló sus destinos...

En la habitación no se oía una mosca, todos recreaban mentalmente unas imágenes que llevaban grabadas en la memoria.

–Tenemos que abrir la puerta. –Leon cerró el puño donde tenía la llave–. Yo prefiero que lo hagamos juntos, aunque si no queréis, lo haré solo.

–¿Pero Ia...? –comenzó John, pero Leon lo interrumpió.

–Ia va camino de Mónaco. No conseguí convencerla de que se quedara.

–Claro, vosotros podéis huir –dijo Josef–. Podéis marcharos al extranjero, mientras los demás nos quedamos aquí con el escándalo.

–No pienso irme hasta que se haya aclarado todo –dijo Leon–. Y nosotros pensamos volver.

–Nadie se va a ir a ninguna parte –dijo Percy. Hasta ese momento, no había dicho una palabra, sino que se había quedado en la silla un tanto apartado de los demás.

–¿Pero qué dices? –Sebastian se recostó otra vez en el sofá como con desgana.

–Aquí no se va nadie –repitió Percy. Muy despacio, se agachó y metió la mano en el maletín, que tenía apoyado en la pata de la silla.

–Estarás de broma, ¿no? –dijo Sebastian, mirando incrédulo la pistola que Percy había dejado descansando en las rodillas.

Luego la levantó y la dirigió hacia él.

–No, ¿qué motivos tengo yo para estar de broma? Me lo has arrebatado todo.

–Pero hombre, eso eran negocios. Y además, no me eches la culpa a mí. Eres tú el que ha despilfarrado tu herencia.

Estalló un disparo y todos lanzaron un grito. Sebastian estaba perplejo, se llevó la mano a la cara y notó un poco de sangre correr por entre los dedos. La bala le había rozado la mejilla izquierda y había seguido su trayectoria por la habitación hasta salir por el gran ventanal que daba al mar. A todos les zumbaban los oídos después del disparo, y Leon cayó en la cuenta de que casi se le había agarrotado la mano de tan fuerte como se estaba agarrando al brazo de la silla de ruedas.

–¿Qué demonios estás haciendo, Percy? –gritó John–. ¿Es que has perdido la cordura? Deja la pistola antes de que alguien más salga herido.

–Es demasiado tarde. Todo es demasiado tarde. –Percy volvió a dejar la pistola en las rodillas–. Pero antes de que os mate a todos, quiero que asumáis la responsabilidad de lo que habéis hecho. En ese punto, Leon y yo estamos de acuerdo.

–¿Qué quieres decir? Salvo Sebastian, nosotros somos víctimas, igual que tú, ¿no? –John miraba a Percy irritado, pero el miedo le resonaba claramente en la voz.

–Todos somos culpables. Por lo que a mí respecta, me ha destrozado la vida. Pero como tú eres el principal responsable, vas a morir el primero. –Y volvió a dirigir la pistola contra Sebastian.

Todo estaba en calma. Lo único que oían era su respiración.

–Tienen que ser ellos. –Ebba miraba el fondo del cofre. Luego, se volvió para vomitar. También Anna tenía náuseas, pero hizo un esfuerzo por seguir mirando.

El cofre contenía un esqueleto. Un cráneo con todos los dientes la miraba con las cuencas vacías. Unos mechones cortos de pelo asomaban en la coronilla, y supuso que era el esqueleto de un hombre.

–Sí, yo creo que tienes razón –dijo, pasándole a Ebba la mano por la espalda.

Ebba seguía teniendo arcadas, pero al final se sentó en cuclillas con la cabeza entre las manos, como si estuviera a punto de desmayarse.

–O sea, que aquí es donde han estado todos estos años.

–Pues sí, supongo que los demás están ahí. –Anna señaló los dos cofres que aún seguían cerrados.

–Tenemos que abrirlos –dijo Ebba, y se puso de pie.

Anna la miró dudosa.

–¿No será mejor que lo dejemos hasta que salgamos de aquí?

–Es que tengo que saberlo. –A Ebba le brillaban los ojos.

–Pero Mårten... –dijo Anna.

Ebba la interrumpió.

–No nos soltará. Se lo vi en la cara. Además, debe de creer que ya estoy muerta.

Aquellas palabras horrorizaron a Anna. Sabía que Ebba tenía razón. Mårten no abriría aquella puerta. Tenían que salir por sus propios medios o morirían allí las dos. Aunque Erica se preocupara y empezara a hacer preguntas, no serviría de nada si no las encontraban. Aquella habitación podía estar en cualquier lugar de la isla, ¿por qué iban a encontrarla ahora, si no habían dado con ella cuando buscaron a los Elvander?

–Vale, pues vamos a intentarlo. Puede que dentro encontremos algo con lo que podamos forzar la puerta.

Ebba no respondió y empezó a dar patadas a la cerradura del cofre que estaba a la derecha del que ya habían abierto, pero aquel cerrojo se resistía más.

–Espera un poco –dijo Anna–. ¿Me prestas el ángel que llevas en la gargantilla? A ver si puedo utilizarlo para quitar los tornillos.

Ebba se quitó la cadena y, un tanto dudosa, le dio el colgante. Anna empezó a soltar los tornillos de la cerradura. Cuando había logrado quitarlos de los dos cofres que faltaban, miró a Ebba y, a una señal, levantaron una tapa cada una.

–Están aquí. Están todos –dijo Ebba. En esta ocasión, no apartó la vista de los restos de su familia, que habían arrojado allí como si fueran basura.

Entre tanto, Anna contó los cráneos que había en los tres cofres. Luego, volvió a contarlos, para estar segura.

–Falta alguien –dijo en voz baja.

Ebba se sobresaltó.

–¿Qué dices?

A Anna se le estaba resbalando la manta, y se la ciñó un poco más fuerte.

–Fueron cinco los desaparecidos, ¿no?

–Sí...

–Pues aquí solo hay cuatro cráneos. Es decir, cuatro cadáveres, a menos que a alguno le falte la cabeza –dijo Anna.

Ebba hizo una mueca. Se inclinó para contarlos ella misma y se quedó sin aliento–. Es verdad, falta alguien.

–La cuestión es quién.

Anna miraba los esqueletos. Así acabarían Ebba y ella si no lograban salir de allí. Cerró los ojos y recordó a los niños y a Dan. Luego volvió a abrirlos. No podía ser. Tenían que encontrar el modo de salir de allí. A su lado, Ebba lloraba desconsoladamente.

–¡Paula! –Patrik le hizo una señal para que lo siguiera a su despacho. Gösta y Erica iban camino de Fjällbacka y Mellberg se había encerrado para, según dijo, hacerse cargo de los medios.

–¿Qué pasa? –Se sentó con torpeza en la silla de Patrik, que era de lo más incómoda.

–No creo que podamos hablar con John hoy –dijo, y se pasó la mano por el pelo–. La Policía de Gotemburgo va a por él en estos momentos. El que llamaba era Kjell Ringholm. Él y Sven Niklasson, del Expressen, ya están allí.

–¿Cómo que va a por él? ¿Por qué? ¿Y por qué no nos han informado? –dijo disgustada.

–Kjell no me ha dado los pormenores. Me ha hablado sobre todo de seguridad nacional y de que esto iba a ser algo grande..., bueno, ya sabes cómo es Kjell.

–¿Y nosotros vamos a ir? –preguntó Paula.

–No, y menos tú, en tu estado. Si ha entrado la Policía de Gotemburgo, será mejor que nos mantengamos al margen hasta nueva orden, pero pienso llamarlos para ver si consigo algo de información sobre lo que está pasando. En cualquier caso, parece que no podremos disponer de John por un tiempo.

–Me pregunto qué habrá pasado –dijo Paula, tratando de encontrar la postura idónea en la silla.

–Ya lo sabremos en su momento. Si tanto Kjell como Sven Niklasson están allí, pronto podrás leerlo en el periódico.

–Tendremos que empezar por los demás, ¿no?

–Sintiéndolo mucho, habrá que esperar –dijo Patrik poniéndose de pie–. He quedado con Gösta para ir a Valö, a ver si averiguamos qué está pasando allí.

–El padre de Leon... –dijo Paula pensativa–. Qué cosas, ¿no?, que fuera él quien enviara el dinero.

–Sí, hablaremos con Leon en cuanto Gösta y yo hayamos vuelto de la isla –dijo Patrik. No paraba de darle vueltas a la cabeza–. Leon y Annelie... Quién sabe, puede que todo esto tenga que ver con ellos dos, a pesar de todo.

Alargó el brazo para ayudar a Paula a levantarse.

–Bueno, pues yo voy a buscar información sobre Aron Kreutz –dijo, y se alejó bamboleándose por el pasillo.

Patrik salió con una chaqueta fina en la mano. Esperaba que Gösta hubiera conseguido dejar a Erica en casa. Se imaginaba que ella habría ido insistiendo todo el trayecto hasta Fjällbacka, rogándole que la llevaran a Valö, pero él no pensaba ceder. Aunque no estaba tan preocupado como Erica, tenía el presentimiento de que allí pasaba algo raro. Y no quería que su mujer estuviera presente por si la cosa se complicaba.

Había llegado al aparcamiento cuando Paula lo llamó desde la puerta, y Patrik se volvió.

–¿Qué pasa?

Ella le hizo señas de que acudiera y, al ver lo seria que estaba, se apresuró a volver.

–Un tiroteo. En casa de Leon Kreutz –dijo jadeando.

Patrik hizo un gesto de desesperación. ¿Por qué tenía que ocurrir todo al mismo tiempo?

–Voy a llamar a Gösta. Le diré que me espere allí. ¿Puedes ir a despertar a Mellberg? En estos momentos, necesitamos toda la ayuda disponible.

Sälvik se extendía ante ellos y las casas relucían a la luz del sol. Desde la playa, que estaba a tan solo unos cientos de metros, se oían los gritos y las risas de los niños. Era un lugar al que gustaban de acudir las familias con hijos, y Erica había ido a bañarse allí con los pequeños casi a diario aquel verano, mientras Patrik estaba trabajando.

–Me pregunto qué estará haciendo Victor –dijo Erica.

–Pues sí –respondió Gösta. No había conseguido contactar con Salvamento Marítimo, y Erica lo había convencido de que esperase en casa y se tomara un café con ella y con Kristina mientras tanto.

–Voy a probar –dijo, y marcó el número por cuarta vez desde que salieron.

Erica lo observó con atención. Tenía que convencerlo de que la dejara ir con ellos a Valö. De lo contrario, se volvería loca esperando.

–Nada, no hay nadie. Bueno, voy a aprovechar para ir al baño un momento –dijo Gösta, se levantó y se fue.

Se había dejado el teléfono en la mesa. Gösta no llevaba en el baño ni un minuto cuando empezó a sonar, y Erica se inclinó para ver la pantalla. «Hedström», se leía en mayúsculas. Erica no sabía qué hacer. Kristina estaba en el salón con los niños poniendo orden y Gösta, en el baño. Dudó un segundo y al final respondió.

–Aquí Erica, al teléfono de Gösta... Él está en el baño. ¿Quieres que le diga algo? ¿Un tiroteo? Vale, se lo diré... Sí, sí, cuelga ya que voy a decírselo. Cuenta con que estará de camino dentro de cinco minutos.

Colgó el teléfono y pasó revista mentalmente a las diversas posibilidades. Por un lado, Patrik necesitaba apoyo; por otro, deberían llegar a Valö cuanto antes. Oyó los pasos de Gösta que se acercaba. No tardaría en aparecer y, para entonces, ella debería haber tomado una decisión. Echó mano de su móvil y, tras un instante de duda, llamó a Martin, que respondió al segundo tono. En voz baja, le explicó la situación y lo que había que hacer, y él se hizo cargo enseguida. Bien, eso ya estaba resuelto. Ahora se trataba de hacer un papel digno de un Óscar a la mejor actriz.

–¿Quién ha llamado? –dijo Gösta.

–Era Patrik. Ha localizado a Ebba, todo está en orden en Valö. Le ha dicho que Anna iba a darse una vuelta por las subastas de la comarca, por eso no habrá tenido tiempo de responder al teléfono, seguramente. Pero Patrik dice que deberíamos ir a hablar con Ebba y Mårten.

–¿Nosotros?

–Sí, según él, la situación allí ya no es grave.

–¿Estás completamente segura...? –El móvil de Gösta empezó a sonar y lo interrumpió–. Hola, Victor... Sí, te he llamado. Es que necesitaríamos que nos llevaras a Valö. Ahora mismo, si puede ser... De acuerdo, estaremos ahí dentro de cinco minutos.

Concluyó la conversación y miró a Erica suspicaz.

–Si no me crees, llama a Patrik y le preguntas –dijo ella con una sonrisa.

–Bueno, no hace falta. En fin, más vale que salgamos cuanto antes.

–¿Te vas otra vez? –Kristina se asomó a la terraza con Noel bien agarrado del brazo. El pequeño trataba de liberarse, y desde el salón llegaban los aullidos de Anton, mezclados con los gritos de Maja: «¡Abuela! ¡Abuelaaaaa!».

–No estaré fuera mucho tiempo, luego vengo a relevarte –dijo Erica, y se prometió a sí misma que, si su suegra se quedaba con los niños para que ella pudiera ir a Valö, empezaría a tener mejor concepto de ella desde ya.

–Desde luego, es la última vez que os echo una mano en estas condiciones. No es de recibo que deis por hecho que puedo invertir un día entero así, por las buenas, y ten en cuenta que yo no aguanto este ritmo y este nivel de ruido como antes, y aunque los niños son muy buenos, debo decir que no estaría de más que los tuvierais mejor educados. Esa responsabilidad no puede recaer sobre mí, las costumbres se adquieren en la vida diaria y...

Erica no hizo caso de lo que decía, le dio las gracias mil veces y se escabulló hacia la entrada.

Diez minutos después iban en el MinLouis, rumbo a Valö. Trataba de serenarse y de convencerse de que, tal y como le había dicho a Gösta, no pasaba nada. Pero ni ella se creía aquella mentira. Tenía el presentimiento de que Anna estaba en peligro, se lo decía su instinto.


Date: 2015-12-17; view: 578


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