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Fjällbacka, 1925 3 page

–Sí, creo que tienes razón. Pero no será fácil encontrar algo. John Holm se ha esforzado mucho por agenciarse esa fachada tan espléndida. –Rolf dejó el periódico en la mesa.

–Bueno, de todos modos, yo pienso... –El teléfono interrumpió a Kjell–. Como sea Beata otra vez... –Dudó un instante, y luego atendió la llamada–. ¿Sí?

–Hombre, hola, Erica... No, claro... Sí, por supuesto... Pero ¿qué dices? ¿Estás de broma?

Miró fugazmente a Rolf y le sonrió. Al cabo de unos minutos, concluyó la conversación. Había ido tomando algunas notas, y después de colgar soltó el bolígrafo, se retrepó en la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.

–Bueno, pues ya empiezan a pasar cosas.

–¿El qué? ¿Quién era?

–Erica Falck. Al parecer, no soy el único que se interesa por John Holm. Me ha felicitado por el artículo y quería saber si podía pasarle algo de documentación.

–¿Y por qué le interesa John Holm? –preguntó Rolf. Luego, abrió los ojos como platos–. ¿Es porque estuvo en Valö? ¿Erica va a escribir un libro sobre aquella historia?

Kjell asintió.

–Parece que sí. Pero eso no es lo mejor. Agárrate bien, no te lo vas a creer.

–Joder, Kjell, que me tienes en ascuas.

Kjell soltó una risita. Aquello le encantaba. Y sabía que a Rolf también le encantaría lo que iba a contarle.

 


Capítulo 11

Estocolmo, 1925

La mujer que abrió la puerta no era como Dagmar se la había imaginado. No era ni guapa ni atractiva, sino que parecía ajada y muerta de cansancio. Además, daba la impresión de ser mayor que Hermann y toda ella irradiaba vulgaridad.

Dagmar se quedó allí plantada. ¿Se habría equivocado? Pero en la puerta decía «Göring», así que pensó que aquella debía de ser la criada. Apretó fuerte la mano de Laura y dijo:

–Quería ver a Hermann.

–No está en casa. –La mujer la miró de arriba abajo.

–Pues esperaré hasta que vuelva.

Laura se había escondido detrás de Dagmar y la mujer sonrió amablemente a la niña antes de decir:

–Soy la señora Göring. ¿Puedo ayudarle en algo?

Así que aquella era la mujer a la que odiaba, la que no había podido quitarse de la cabeza desde que leyó su nombre en el periódico... Dagmar observó atónita a Carin Göring: los zapatones cómodos y bastos; la falda, de buena factura y por los tobillos; la blusa, decorosamente abotonada hasta el cuello, y el pelo, recogido en un moño. Tenía arrugas en el contorno de los ojos y la piel de una palidez enfermiza. De repente, lo comprendió todo. Naturalmente, aquella era la mujer que había engañado a su Hermann. Una solterona de aquel porte no podía haber conquistado a un hombre como Hermann sino con malas artes.



–Bueno, sí, usted y yo también tenemos de qué hablar –dijo, le dio un tirón del brazo a Laura y entró en el recibidor.

Carin se apartó y no hizo nada para detenerla, sino que se quedó un tanto alerta.

–¿Me da el abrigo?

Dagmar la miró con suspicacia. Luego entró en la sala más próxima a la entrada sin esperar a que Carin la invitara. Una vez en el salón, se paró en seco. La vivienda era tan hermosa como ella había imaginado que sería la casa de Hermann: espaciosa, con ventanas muy altas, de techos también altos y suelo de parqué reluciente; pero estaba casi vacía.

–¿Por qué no tienen muebles, mamá? –preguntó Laura mirando asombrada a su alrededor.

Dagmar se dirigió a Carin.

–Pues sí, ¿por qué no hay muebles? ¿Por qué vive Hermann en estas condiciones?

Carin frunció el ceño fugazmente, como si la pregunta le pareciese una indiscreción, pero respondió con amabilidad:

–Están siendo tiempos difíciles. Pero yo creo que ya es hora de que me diga quién es usted.

Dagmar hizo como si no la hubiera oído y le lanzó a la señora Göring una mirada iracunda.

–¡Tiempos difíciles! Pero si Hermann es rico, él no puede vivir así.

–¿No me ha oído? Si no me dice quién es y a qué ha venido, tendré que llamar a la Policía. Y, pensando en la pequeña, preferiría no tener que hacerlo –dijo Carin señalando a Laura, que había vuelto a refugiarse detrás de su madre.

Dagmar le dio un tirón del brazo y la plantó delante de Carin.

–Esta niña es hija de Hermann y mía. A partir de ahora, él estará con nosotras. Usted ya lo ha tenido bastante, y él no la quiere. ¿No lo comprende?

Carin Göring se quedó traspuesta, pero conservó la calma mientras examinaba a Dagmar y a Laura en silencio.

–No sé de qué me habla. Hermann es mi marido y yo soy la señora Göring.

–Ya, pero es a mí a quien quiere. Yo soy el amor de su vida –dijo Dagmar dando un zapatazo en el suelo–. Laura es su hija, pero usted se lo arrebató antes de que pudiera contárselo. Si lo hubiera sabido, no se habría casado con usted jamás, por muchas artimañas que hubiera utilizado. –A Dagmar le zumbaba la cabeza de rabia. Laura se había refugiado tras ella de nuevo.

–Creo que debería irse, antes de que llame a la Policía. –Carin no perdía la serenidad, pero Dagmar atisbó el miedo en sus ojos.

–¿Dónde está Hermann? –insistió.

Carin señaló la puerta.

–¡Fuera de aquí! –Se dirigió con resolución al teléfono, sin dejar de señalar la salida. El eco de los tacones resonó en el apartamento vacío.

Dagmar se calmó un poco y reflexionó. Comprendió que la señora Göring no le contaría jamás dónde estaba su marido, pero por fin la había puesto al corriente de la verdad, y se sintió colmada de satisfacción. Ahora solo quedaba encontrar a Hermann. Así tuviera que dormir en el portal, esperaría hasta que él llegara. Luego volverían a estar juntos para toda la eternidad. Echó mano del cuello del abrigo de Laura y la llevó hacia la puerta. Antes de cerrar, le lanzó a Carin Göring una mirada triunfal.

 

–Gracias, Anna, cariño. –Erica besó a su hermana en la mejilla y corrió hacia el coche tras haberse despedido de los niños. Sentía un poco de cargo de conciencia al irse pero, a juzgar por los gritos de alegría al ver llegar a la tía Anna, no creía que fueran a sufrir mucho.

Se dirigía en coche hacia Hamburgsund dándole vueltas a la cabeza sin parar. La irritaba no haber avanzado más en su búsqueda de lo que le sucedió a la familia Elvander. Se atascaba continuamente y, como la Policía, tampoco ella sabía explicar la desaparición. Aun así, no se rendía. La historia de la familia era tan fascinante..., y cuanto más buceaba en los archivos, más interesante le parecía. Sobre las mujeres de la familia de Ebba parecía pesar una maldición.

Erica ahuyentó las imágenes del pasado. Gracias a Gösta, tenía por fin una pista que seguir. Le había dado un nombre. Y gracias a sus indagaciones, ahora iba en el coche para visitar a una de las personas implicadas que, seguramente, poseía información valiosa. Investigar casos antiguos era, por lo general, como hacer un rompecabezas gigantesco, algunas de cuyas piezas faltaban desde el principio. La experiencia le decía que, si prescindías de esas piezas y componías el rompecabezas con lo que tenías, al final se veía la imagen bastante bien. Con aquel caso no lo había conseguido todavía, pero esperaba encontrar más piezas para ver qué imagen resultaba. De lo contrario, todo su esfuerzo habría sido en vano.

Cuando llegó a la estación de servicio de Hansson, se detuvo para preguntar por la dirección. Sabía más o menos adónde iba, pero habría sido una tontería perderse sin necesidad. Detrás del mostrador estaba Magnus, el propietario de la estación de servicio, junto con su mujer, Anna. Aparte de su hermano, Frank, y la cuñada, Anette, que llevaban el quiosco de perritos de la plaza, no había nadie que supiera más de los habitantes de Hamburgsund y alrededores.

Magnus le lanzó una mirada de curiosidad, pero no dijo nada y le anotó el camino en un papel, con todo lujo de detalles. Erica continuó conduciendo con un ojo en la carretera y el otro en la nota, hasta que llegó por fin a la que debía ser la casa que buscaba. Y en ese momento se dio cuenta de que pudiera ser que no hubiera nadie en casa, con el día tan bueno que hacía. La mayoría de las personas que estaban de vacaciones lo pasarían en alguna de las islas del archipiélago o en la playa. Pero ya que se encontraba allí, bien podía llamar al timbre. Al bajar del coche oyó música y se acercó esperanzada a la puerta.

Mientras esperaba a que le abrieran, se puso a tararear la melodía: Non, je ne regrette rien, de Édith Piaf. Solo se sabía el estribillo y en francés de pega, pero se había dejado llevar por la música y no se dio cuenta de que la puerta acababa de abrirse.

–Vaya, aquí tenemos a una admiradora de Piaf –dijo un hombrecillo con un batín de seda de color morado, con adornos dorados. Iba muy bien maquillado.

Erica no pudo ocultar su asombro.

El hombre sonrió.

–Vamos, vamos, querida. ¿Viene a venderme algo o ha venido por otro motivo? Si es comercial, ya tengo todo lo que necesito; de lo contrario, puede entrar y hacerme compañía en el porche. A Walter no le gusta el sol, así que lo disfruto allí sentado en soledad. Y no hay nada más triste que degustar totalmente solo un buen vino rosado.

–Eh... Sí, bueno, no soy comercial, venía por otro motivo – acertó a decir Erica.

–¡Pues entonces...! –El hombre dio una palmada de satisfacción y retrocedió para darle paso.

Erica contempló el recibidor. Era una invasión de oropel, lazos y terciopelo. Decir que resultaba extravagante era quedarse corto.

–Esta planta la he decorado yo, y Walter se ha encargado de la de arriba. Si quieres que el matrimonio dure tanto como está durando el nuestro, hay que ceder. Pronto hará quince años que nos casamos y antes, vivimos diez en pecado. –Se volvió hacia la escalera y dijo en voz alta–: ¡Cariño, tenemos visita! ¡Baja y tómate una copa con nosotros al sol, en lugar de quedarte arriba refunfuñando tú solo!

El hombrecillo cruzó airosamente el recibidor y señaló hacia arriba.

–Tendría que ver cómo lo tiene todo. Parece un hospital. Totalmente aséptico. Walter dice que es pureza de estilo. Le gusta tanto el llamado estilo nórdico..., pero claro, no es muy acogedor que digamos. Ni tampoco muy difícil de conseguir. Sencillamente, lo pinta uno todo de blanco, coloca unos cuantos muebles odiosos en chapa de abedul de esos que venden en Ikea y ¡zas!, ya tienes casa.

Rodeó un sillón enorme tapizado en brocado rojo y se dirigió hacia la puerta abierta que daba al porche. Sobre la mesa había una botella de vino rosado en una cubitera y, al lado, una copa medio llena.

–¿Una copita? –El hombrecillo ya iba a echar mano de la botella. La bata de seda le aleteaba alrededor de las piernas blancuzcas.

–Me apetece muchísimo, pero tengo que conducir –dijo Erica, y pensó en lo bien que le habría sentado una copa de vino en aquella espléndida terraza con vistas al estrecho y a Hamburgö.

–Pues qué triste. ¿De verdad que no puedo convencerla de que lo pruebe? –preguntó moviendo con gesto tentador la botella que había sacado de la cubitera.

Erica no pudo contener la risa.

–Mi marido es policía; lo siento, no me atrevo, aunque me gustaría.

–Vaya, seguro que es guapísimo. A mí siempre me han gustado los hombres de uniforme.

–Y a mí –dijo Erica, y se sentó en una de las sillas.

El hombre se dio la vuelta y bajó un poco el volumen del equipo de música. Le sirvió a Erica un vaso de agua y se lo dio con una sonrisa.

–Bueno, ¿y a qué debemos la visita de una mujer tan guapa?

–Pues, verá, me llamo Erica Falck y soy escritora. Estoy documentándome para mi próximo libro. Usted es Ove Linder, ¿verdad? Y era profesor en el internado para chicos que Rune Elvander tenía a principios de los setenta, ¿no?

Al hombrecillo se le murió la sonrisa en los labios.

–Ove... Vaya, hacía tanto tiempo...

–¿No es aquí? –preguntó Erica, pensando que tal vez no hubiese leído bien la detallada descripción de Magnus.

–Sí, sí, pero hace mucho que no soy Ove Linder –respondió girando la copa entre los dedos con expresión pensativa–. No me he cambiado el nombre oficialmente, o no me habrías encontrado, claro, pero hoy por hoy soy Liza. Nadie me llama Ove, salvo Walter, a veces, cuando está enfadado. Liza, por Liza Minelli, naturalmente, aunque yo no sea más que una mala copia. –Ladeó la cabeza; miraba a Erica como esperando que lo contradijera.

–Déjalo ya, Liza, no reclames más cumplidos.

Erica volvió la cabeza. Suponía que el personaje que había aparecido en el umbral era Walter, el legítimo esposo.

–Hombre, aquí estás. Ven, tengo que presentarte a Erica –dijo Liza.

Walter salió al porche, se colocó detrás de Liza y le rodeó los hombros amorosamente. Liza le acarició la mano. Erica se sorprendió pensando que ojalá ella y Patrik fueran tan cariñosos después de veinticinco años.

–¿Cuál es el motivo de su visita? –preguntó Walter al tiempo que tomaba asiento. A diferencia de su pareja, tenía un aspecto de lo más neutro: estatura media, complexión normal, calva incipiente y discreto en el vestir. En una rueda de reconocimiento, habría sido imposible de recordar, pensó Erica. Sin embargo, tenía la mirada afable e inteligente y, de alguna manera, aquella pareja tan singular encajaba a la perfección.

Carraspeó un poco, antes de responder:

–Decía que estoy tratando de recabar información sobre el internado de Valö. Tú fuiste profesor allí, ¿verdad?

–Sí, por Dios –dijo Liza con un suspiro–. Fue un tiempo espantoso. Yo todavía no había salido del armario y la sociedad no era tan tolerante con los maricas como lo es hoy. Por si fuera poco, Rune Elvander tenía unos prejuicios horribles que no dudaba en airear. Hasta que decidí vivir plenamente mi auténtico yo, tuve que esforzarme mucho por encajar en el modelo. Cierto que nunca di el tipo de leñador, pero me las arreglé para parecer heterosexual y, como dicen, normal. Tuve ocasión de practicar mucho durante la infancia y la adolescencia.

Bajó la vista y Walter le acarició el brazo, consolándolo.

–Creo que conseguí engañar a Rune. En cambio tuve que aguantar más de una pulla de los alumnos. El internado estaba lleno de gamberros que se divertían buscando los puntos débiles de los demás. Yo solo me quedé un semestre más o menos, y no creo que hubiese aguantado más. La verdad, no pensaba volver después de Pascua, pero con lo que pasó, me ahorré la molestia de tener que despedirme.

–¿Qué pensó al oír lo ocurrido? ¿Tiene alguna teoría? –preguntó Erica.

–Como comprenderá, fue espantoso, por poco que me gustara la familia. Y bueno, doy por hecho que les sucedió algo terrible.

–Pero ¿no tiene idea de qué pudo ser?

Liza negó con un gesto.

–Para mí es un misterio tan grande como para el resto del mundo.

–¿Cuál era el ambiente en el internado? ¿Había desencuentros entre unos y otros?

–Y que lo diga. Aquello era como una olla a presión.

–¿A qué se refiere? –Erica notó que se le aceleraba el pulso. Por primera vez, tenía la oportunidad de saber lo que sucedía entre bambalinas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes hacer aquella visita?

–Según el profesor al que sustituí, los alumnos andaban siempre a la greña, desde el primer momento. Estaban acostumbrados a salirse con la suya y, al mismo tiempo, estaban sometidos a una gran presión, pues sus familias esperaban que salieran airosos. Aquello solo podía acabar como una pelea de gallos. Cuando yo empecé a trabajar allí, Rune había empezado a usar el látigo y los alumnos se amoldaron, pero se notaba la tensión bajo la superficie.

–¿Cómo se llevaban con Rune?

–Lo odiaban. Era un psicópata y un sádico –declaró Liza con frialdad.

–Vaya, no es una imagen muy grata de Rune Elvander. – Erica lamentaba no haberse llevado la grabadora. Sencillamente, tendría que esforzarse por recordar la conversación.

Liza se estremeció, como si tuviera frío.

–Rune Elvander es, con diferencia, la persona más desagradable que he conocido jamás. Y créame –dijo mirando de reojo a su marido–, las personas como nosotros tenemos que vérnoslas con más de un tipo desagradable.

–¿Cómo se llevaba Rune con su familia?

–Pues eso depende de a qué miembro de la familia se refiera. Inez no parecía tenerlo nada fácil, y cabe preguntarse por qué se casó con Rune, puesto que era joven y guapa. Yo sospechaba que la había obligado su madre. La muy bruja murió al poco de que yo empezara a trabajar allí, y para Inez fue, seguramente, un alivio, con lo mala que era aquella arpía.

–¿Y los hijos de Rune? –continuó Erica–. ¿Cómo veían a su padre y a su madrastra? Para Inez debió de ser bastante duro aterrizar en aquella familia. Supongo que no se llevaba muchos años con el mayor de sus hijastros, ¿no?

–Era un muchacho terrible, muy parecido a su padre.

–¿Quién? ¿El mayor?

–Sí, Claes.

Se hizo un largo silencio y Erica se armó de paciencia.

–Es al que más claramente recuerdo. Solo de pensar en él, un escalofrío me recorre la espina dorsal. En realidad, no sé por qué. Conmigo siempre fue educado, pero tenía algo que me impedía darle la espalda tranquilamente cuando estaba cerca.

–¿Se llevaba bien con Rune?

–Es difícil decirlo. Pululaban el uno alrededor del otro como planetas, sin que sus órbitas se cruzaran nunca. –Liza se rio, abochornada–. Parezco una señora new age, o un mal poeta...

–Qué va, siga, por favor –dijo Erica inclinándose hacia delante–. Entiendo perfectamente lo que quieres decir. O sea, que nunca hubo ningún conflicto entre Rune y Claes, ¿no?

–Pues no, se guardaban el agua mutuamente. Claes parecía obedecer la menor señal de Rune, pero me parece que nadie sabía lo que de verdad pensaba de su padre. De todos modos, tenían una cosa en común: adoraban a Carla, la difunta esposa de Rune, madre de Claes, y daba la impresión de que los dos odiaban a Inez. En el caso de Claes quizá fuera comprensible, dado que ella había venido a ocupar el sitio de su madre, pero Rune se había casado con ella, así que...

–¿Quiere decir que Rune maltrataba a Inez?

–Bueno, por lo menos no tenían lo que se llama una relación cariñosa. Él andaba siempre dándole órdenes, como si fuera su súbdito y no su mujer. En cuanto a Claes, era cruel y maleducado con su madrastra, y tampoco es que tratara muy bien a Ebba, por cierto. Y su hermana, Annelie, tampoco lo hacía mucho mejor.

–¿Cómo reaccionaba Rune ante la conducta de sus hijos? ¿Los animaba a comportarse así? –Erica tomó un trago de agua. Incluso debajo de aquella sombrilla enorme, hacía un calor insoportable en el porche.

–Para Rune era impecable. Conservaba el tono militar también con sus hijos, eso sí, pero el único que podía reñirles era él. Si cualquier otra persona le iba con alguna queja, se armaba una buena. Sé que Inez lo intentó alguna que otra vez, pero no en primera instancia. No, el único de la familia que se portaba bien con ella era Johan, el hijo más pequeño de Rune. Era bueno y cariñoso y buscaba el afecto de Inez. –A Liza se le entristeció el semblante–. Me he preguntado tantas veces qué habrá sido de la pequeña Ebba...

–Pues ha vuelto a Valö. Ella y su marido están reformando la casa. Y anteayer...

Erica se mordió el labio. No sabía exactamente cuánto podía revelar, pero como Liza había hablado con ella tan abiertamente... Respiró hondo, antes de continuar.

–Anteayer encontraron sangre debajo del suelo del comedor.

Tanto Liza como Walter se la quedaron mirando sin dar crédito. A cierta distancia de allí se oían voces y los ruidos de los barcos, pero en el porche reinaba el silencio. Al final, fue Walter quien lo rompió:

–Tú siempre has dicho que, seguramente, estaban muertos.

Liza asintió.

–Sí, era lo más verosímil. Además...

–¿Además, qué?

–Bah, es una tontería. –Hizo un gesto con la mano y la manga de la bata de seda se agitó en el aire–. En aquel momento nunca lo mencioné.

–Bueno, no hay nada superfluo o ridículo. Cuéntemelo, por favor.

–En realidad, no es nada concreto, pero yo tenía la sensación de que algo se estaba torciendo. Y oí... –Meneó la cabeza–. No, es una bobada.

–Siga –lo animó Erica, conteniendo el impulso de zarandearlo para que hablara.

Liza tomó un buen trago de vino y la miró fijamente a los ojos.

–Se oían ruidos por las noches.

–¿Ruidos?

–Sí. Pasos, puertas que se abrían, voces lejanas. Pero cuando me levantaba a ver, no encontraba nada.

–¿Como si fueran fantasmas? –preguntó Erica.

–Yo no creo en los fantasmas –dijo Liza muy seria–. Lo único que puedo decir es que se oían ruidos, y tuve la sensación de que no tardaría en ocurrir algo terrible. Así que, cuando supe de la desaparición, no me sorprendió nada.

Walter asintió.

–Sí, tú siempre has tenido un sexto sentido.

–Pero bueno, que no paro de hablar –dijo Liza–. Esto se ha vuelto demasiado serio y triste. Erica se irá de aquí con la idea de que somos dos llorones. –De repente volvió el brillo a sus ojos y la sonrisa a sus labios.

–De ninguna manera. Muchas gracias por recibirme y por hablar conmigo. Me ha aportado mucha información valiosa, pero tengo que irme a casa –dijo, y se puso de pie.

–Saluda a la pequeña Ebba de mi parte –dijo Liza.

–Descuide.

Los dos hombres hicieron amago de ir a acompañarla, pero Erica se les adelantó.

–Gracias, no hace falta que me acompañen.

Mientras surcaba el mar de oropeles, lazos y cojines de terciopelo, oyó a Édith Piaf, que cantaba sobre los corazones rotos.

–¿Dónde narices te has metido esta mañana? –dijo Patrik al entrar en el despacho de Gösta–. Había pensado que vinieras conmigo a casa de John Holm.

Gösta levantó la vista.

–¿No te lo ha dicho Annika? He ido al dentista.

–¿Al dentista? –Patrik se sentó y lo miró extrañado–. No tendrás caries, espero.

–No, ni una.

–¿Qué tal va la lista? –preguntó Patrik mirando el montón de papeles que Gösta tenía delante.

–Pues aquí tengo la mayoría de las direcciones actuales de los alumnos.

–Qué rapidez.

–El número de identidad –dijo Gösta, y señaló la antigua relación del alumnado–. Se trata de usar el cerebro, ya sabes. –Le dio un documento a Patrik–. ¿Y cómo te ha ido con el jefe nazistón?

–Me parece que tendría alguna objeción que hacer a esa denominación. –Patrik empezó a ojear la lista.

–Ya, pero es lo que es. Ya no se rapan la cabeza, pero son los mismos. ¿Y Mellberg? ¿Se portó?

–¿Tú qué crees? –dijo Patrik, y dejó caer la lista en el regazo–. Podría decirse que la Policía de Tanum no ha mostrado su mejor cara.

–Pero ¿habéis sacado alguna novedad, por lo menos?

Patrik meneó la cabeza.

–No mucho. John Holm no sabe nada de la desaparición. Y en el internado no había ocurrido nada que pudiera explicarla. Según él, solo se apreciaban las tensiones lógicas entre un grupo de adolescentes y un director estricto. Eso es todo.

–¿Has recibido noticias de Torbjörn? –preguntó Gösta.

–No. Me prometió que se daría prisa, pero puesto que no tenemos un cadáver fresco con el que apremiarlo, no podrán darnos prioridad. Además, el caso ha prescrito, si es que al final resulta que asesinaron a toda la familia.

–Pero la respuesta del análisis de la sangre que encontramos puede darnos pistas relevantes para nuestra investigación. ¿O se te ha olvidado que la otra noche alguien intentó quemar vivos a Ebba y a Mårten? Tú eres el que más ha insistido en que la desaparición tiene que estar relacionada con el incendio. Además, ¿es que no has pensado en Ebba? ¿No crees que tiene derecho a saber qué le ocurrió a su familia?

Patrik levantó las manos para hacerlo callar.

–Lo sé, lo sé. Pero por ahora no he encontrado nada de interés en el caso antiguo, y estoy bastante desanimado.

–¿No había ninguna pista que seguir en el informe del incendio que nos envió Torbjörn?

–No. Era gasolina normal y corriente y la habían prendido con una cerilla normal y corriente. Nada más concreto.

–Pues tendremos que empezar a desenredar la madeja por otro lado. –Gösta se dio la vuelta y señaló una foto que había en la pared–. Yo creo que debemos presionar un poco a los chicos. Saben más de lo que dicen.

Patrik se levantó y se acercó a examinar la foto de los cinco muchachos.

–Creo que tienes razón. He visto por la lista que, en tu opinión, deberíamos empezar por interrogar a Leon Kreutz, ¿qué le parece si vamos a hablar con él ahora mismo?


Date: 2015-12-17; view: 543


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