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Capítulo XL V

Escena conyugal

 

Como Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida de dados con Ara­mis. De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio que le faltaba uno de los hombres.

‑¿Qué ha sido del señor Athos? ‑preguntó.

‑Monseñor ‑respondió Porthos‑, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.

‑¿Y vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?

‑Le he ganado cinco pistolas a Aramis.

‑Y ahora, ¿podéis volver conmigo?

‑Estamos a las órdenes de Vuestra Eminencia.

‑A caballo pues, señores, que se hace tarde.

‑El escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal. Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres eran los que de­bían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.

El escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a propósito de Athos. El cardenal hizo un gesto apro­bador y emprendió la ruta, rodeándose de las mismas precauciones que había tomado al partir.

Dejémosle seguir el camino del campamento, protegido por el es­cudero y los dos mosqueteros, y volvamos a Athos.

Durante una centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la vista, había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una vez reconocidos los som­breros bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el reco­do del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvió al galope al al­bergue que se le abrió sin dificultad.

El hostelero lo reconoció.

‑Mi oficial ‑dijo Athos‑ ha olvidado hacer a la dama del prime­ro una recomendación importante; me envía para reparar su olvido.

‑Subid ‑dijo el hostelero‑, todavía está en su habitación.

Athos aprovechó el permiso, subió la escalera con su paso más li­gero, llegó a la meseta y a través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.

Entró en la habitación y cerró la puerta tras sí.

Al ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.

Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los ojos.



Al ver aquella figura muda a inmóvil como una estatua, Milady tu­vo miedo.

‑¿Quién sois? ¿Y qué queréis? ‑exclamó.

‑Vamos, ¡es ella! ‑murmuró Athos.

Y dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia Milady.

‑¿Me reconocéis, señora? ‑dijo.

Milady dio un paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una serpiente.

‑Vamos ‑dijo Athos‑, está bien, ya veo que me reconocéis.

‑¡El conde de La Fère! ‑murmuró Milady palideciendo y retroce­diendo hasta que el muro le impidió ir más lejos.

‑Sí, Milady ‑respondió Athos‑, el conde de La Fère en perso­na, que vuelve directamente del otro mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y hablemos, como dice Monseñor el car­denal.

Milady, dominada por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola palabra.

‑¿Sois acaso un demonio enviado a la tierra? ‑dijo Athos‑. Vues­tro poder es grande, pero sabéis también que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios más terribles. Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos vencido, señora; pero, o yo me equivocaba o el infierno os ha resucitado.

A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido sordo.

‑Sí, el infierno os ha resucitado ‑prosiguió Athos‑, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro; pero no ha borrado ni las mancillas de vues­tra alma ni la marca de vuestro cuerpo.

Milady se levantó como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos permaneció sentado.

‑Me creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es as? ¡Y este nombre de Athos había ocultado al conde de La Fère, como el nom­bre de Milady Clarick había ocultado a Anne de Breuil! ¿No era así co­mo os llamabais cuando vuestro honrado hermano nos casó? Nuestra posición es realmente extraña ‑prosiguió Athos riendo‑; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y por­que un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más devoradora a veces que un recuerdo.

‑Pero, en fin ‑dijo Milady con una voz sorda‑, ¿qué os trae a m? ¿Y qué queréis de mí?

‑Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de vista.

‑¿Sabéis lo que he hecho?

‑Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entra­da al servicio del cardenal hasta esta noche.

Una sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de Milady.

‑Oíd: sois vos quien cortó los dos herretes de diamantes del hom­bro del duque de Buckingham; sois vos quien ha hecho raptar a la se­ñora Bonacieux; sois vos quien, enamorada de De Wardes, y creyen­do pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D'Ar­tagnan; sois vos quien, creyendo que De Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival; sois vos quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo ma­tar por dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino enve­nenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros asesinar a D'Ar­tagnan.

Milady estaba lívida.

‑Pero ¿sois acaso Satán? ‑dijo ella.

‑Quizá ‑dijo Athos‑, pero en cualquier caso, escuchad bien es­to: asesinéis o hagáis asesinar al duque de Buckingham, poco impor­ta; no lo conozco, además es un inglés. Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D'Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, a os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.

‑El señor D'Artagnan me ha ofendido cruelmente ‑dijo Milady con voz sorda‑. El señor D'Artagnan morirá.

‑¿De veras es posible que alguien os ofenda, señora? ‑dijo rien­do Athos‑. ¿Os ha ofendido y morirá?

‑Morirá ‑replicó Milady‑; ella primero, él después.

Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella cria­tura, que no tenía nada de mujer, le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor; su deseo de cri­men le volvió quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.

Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua hela­da no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.

Athos alzó lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:

‑Señora ‑dijo‑, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.

Con otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a Athos; sin embargo, permaneció inmóvil.

‑Tenéis un segundo para decidiros ‑dijo él.

Milady vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.

‑¡Tomad ‑dijo ella‑, y sed maldito!

Athos cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:

 

«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado.

3 de diciembre de 1627[L175] .

Richelieu»

 

‑Y ahora ‑dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza‑, ahora que lo he amancado los dientes, ví­bora, muerde si puedes.

Y salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.

A la puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la mano.

‑Señores ‑dijo‑ la orden de Monseñor, ya lo sabéises condu­cir a esa mujer, sin perder tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.

Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.

En cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose de vez en cuando para escuchar.

En uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caba­llos. No dudó que fueran el cardenal y su escolta. Entonces echó una nueva camera, restregó a su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del campamento aproximadamente.

‑¿Quién vive? ‑gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.

‑Es nuestro valiente mosquetero, según creo ‑dijo el cardenal.

‑Sí, Monseñor ‑respondió Athos‑, el mismo.

‑Señor Athos ‑dijo Richelieu‑, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que habéis hecho de nosotros; señores, hemos lle­gado: tomad la puerta de la izquierda, la contraseña es Rey y Ré.

Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha seguido de su escudero; porque aquella no­che dormía en el campamento.

‑¡Y bien! ‑dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz‑. Y bien, ha firmado el papel que ella pedía.

‑Lo sé ‑dijo tranquilamente Athos‑, porque es éste.

Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuar­telamiento, excepto para dar la contraseña a los centinelas.

Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.

Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres que la esperaban, no puso ninguna dificul­tad en seguirlos; por un instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte lle­vaba a una revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba marcada; pensó que más va­lía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su habilidad or­dinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cum­plido todo a satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.

Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarca­do y a las nueve el navío, que con la patente de corso del cardenal se suponía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.

 

Capítulo XLVI

El bastión Saint‑Geruais

 

Al llegar donde sus tres amigos, D'Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mosta­cho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas en­cuadernado en terciopelo azul.

‑¡Diantre, señores! ‑dijo‑. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen calor!

‑¡Estábamos en otro lado donde tampoco hacía frío! ‑respondió Porthos haciendo adoptar a su mostacho un rizo que le era particular.

‑¡Chis! ‑dijo Athos.

‑¡Vaya! ‑dijo D'Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero‑. Parece que hay novedades por aquí.

‑Aramis ‑dijo Athos‑, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del Parpaillot.

‑Sí.

‑¿Qué tal está?

‑Por lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más que carne.

‑¿Cómo? ‑dijo Athos‑. ¿En un puerto de mar no tienen pes­cado?

‑Dicen ‑replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura‑ que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.

‑Mas no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis ‑prosiguió Athos‑; yo os preguntaba si estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.

‑Me parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de he­cho, y para lo que queréis decir, Athos, estaremos bastante bien en el Parpaillot.

‑Vamos entonces al Parpaillot ‑dijo Athos‑, porque aquí las pa­redes son corno hojas de papel.

D'Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un ges­to, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir nada; Porthos siguió platicando con Aramis.

En camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguir­los; Grimaud, según su costumbre, obedeció en silencio; el pobre mu­chacho había terminado casi por olvidarse de hablar.

Llegaron a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear; los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser mo­lestados.

Por desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; aca­baban de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disi­par el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos‑ligeros se sucedíar con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los brindis y a las bromas de sus camaradas.

‑¡Vamos! ‑dijo Athos‑. Vamos a organizar alguna buena pe­lea, y no tenemos necesidad de eso en este momento. D'Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos la nuestra.

‑En efecto ‑dijo un caballo‑ligero que se contoneaba sostenien­do en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud‑; en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me pa­rece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.

D'Artagnan miró a Athos para saber si debía responder a aquel in­truso que se mezclaba en la conversación.

‑Y bien ‑dijo Athos‑, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de dirigirte la palabra? Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean saberlo.

‑¿No habrán cogido un fasitón? ‑preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de cerveza.

‑Sí, señor ‑respondió D'Artagnan inclinándose‑, hemos teni­do ese honor; incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una her­mosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el resto de la obra ha quedado tambaleándose.

‑Y ¿qué bastión es? ‑preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que traía para que se la asasen.

‑El bastión Saint‑Gervais ‑respondió D'Artagnan, tras el cual los rochelleses inquietaban a nuestros trabajadores.

‑¿Y la cosa ha sido acalorada?

‑Por supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los ro­chelleses ocho o diez.

‑¡Triante! ‑exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costum­bre de jurar en francés.

‑Pero es probable ‑dijo el caballo‑ligero‑ que esta mañana en­víen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.

‑Sí, es probable ‑dijo D'Artagnan.

‑Señores ‑dijo Athos‑, una apuesta.

‑¡Ah! Sí, una apuesta ‑dijo el suizo.

‑ Cuál? ‑preguntó el caballo‑ligero.

‑Esperad ‑dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sostenían el fuego de la chimenea‑, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.

‑Tiene razón ‑dijo el suizo‑, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.

‑Ahí ‑dijo el dragón‑. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor Athos!

‑¡Sí, la apuesta! ‑dijo el caballo‑ ligero.

‑Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros ‑dijo Athos­a que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint‑Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalo­jarnos.

Porthos y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.

‑Pero ‑dijo D'Artagnan inclinándose al oído de Athos‑ vas a hacernos matar sin misericordia.

‑Estamos mucho más muertos ‑respondió Athos‑ si no vamos.

‑¡Ah! A fe que es una hermosa apuesta ‑dijo Porthos retrepán­dose en su silla y retorciéndose el mostacho.

‑Acepto ‑dijo el señor de Busigny‑; ahora se trata de fijar la puesta.

‑Vosotros sois cuatro, señores ‑dijo Athos‑; nosotros somos cua­tro; una cena a discreción para ocho, ¿os parece?

‑De acuerdo ‑replicó el señor de Busigny.

‑Perfectamente ‑dijo el dragón.

‑Me fa ‑dijo el suizo.

El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la propo­sición.

‑El desayuno de estos señores está dispuesto ‑dijo el hostelero.

‑Pues bien, traedlo ‑dijo Athos.

El hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servi­lletas las viandas traídas.

Grimaud comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta, empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al brazo.

‑Pero ¿dónde se van a tomar mi desayuno? ‑dijo el hostelero.

‑¿Qué os importa ‑dijo Athos‑, con tal de que os paguen?

Y majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.

‑¿Hay que devolveros algo mi oficial? ‑dijo el hostelero.

‑No, añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las servilletas.

El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al princi­pio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.

‑Señor de Busigny ‑dijo Athos‑, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro?

‑De acuerdo, señor ‑dijo el caballo‑ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes‑; las siete y me­dia ‑dijo.

‑Siete y treinta y cinco minutos ‑dijo Athos‑; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos sobre vos, señor.

Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes to­maron el camino del bastión Saint‑Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en pregun­tarlo.

Mientras estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro ami­gos no intercambiaron una palabra; además eran seguidos por los cu­riosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.

Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D'Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.

‑Y ahora, mi querido Athos ‑dijo‑, tened la amabilidad de de­cirme adónde vamos.

‑Ya lo veis ‑dijo Athos‑, vamos al bastión.

‑Sí, pero ¿qué vamos a hacer all?

‑Ya lo sabéis, vamos a desayunar.

‑Pero ¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot?

‑Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos im­portunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa; ahí por lo menos ‑prosiguió Athos señalando el bastión‑ no vendrán a molestarnos.

‑Me parece ‑dijo D'Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva‑, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.

‑Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.

‑Sí ‑dijo Aramis‑, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis[L176] .

‑Un desierto no habría estado mal ‑dijo Porthos‑, pero se tra­taba de encontrarlo.

‑No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, don­de un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra em­presa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin ver­güenza; hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía prever­se, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos ata­cados o no lo seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque respondo de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de nuestros asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis que todo es beneficio.

‑Sí ‑dijo D'Artagnan‑, pero indudablemente pescaremos algu­na bala.

‑Vaya, querido ‑dijo Athos‑, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del enemigo.

‑Pero me parece que para semejante expedición habríamos debi­do al menos traer nuestros mosquetes.

‑Sois un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?

‑No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de cali­bre, doce cartuchos y un cebador.

‑Pero bueno ‑dijo Athos‑, ¿no habéis oído lo que ha dicho D'Ar­tagnan?

‑¿Qué ha dicho D'Artagnan? ‑preguntó Porthos.

‑D'Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.

‑¿Y qué?

‑No ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había otras cosas más urgentes.

‑Y ¿qué?

‑¡Y qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus car­tuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.

‑¡Oh, Athos! ‑dijo Aramis‑. Eres realmente un gran hombre.

Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

Sólo D'Artagnan no parecía convencido.

Indudablemente Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.

‑¿Dónde vamos? ‑preguntó por gestos.

Athos le sañaló el bastión.

‑Pero ‑dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud‑ dejare­mos ahí nuestra piel.

Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.

Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.

Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.

Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.

Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.

Grimaud obedeció.

Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella panto­mima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la van­guardia.

Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.

Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distin­guir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.

Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.

Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.

Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.

 

 

Capítulo XLVII

El consejo de los mosqueteros

 

Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.

‑Señores ‑dijo Athos, que había tomado el mando de la expe­dición‑, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al cumplir esa tarea. Estos señores ‑añadió él señalando a los muertos‑ no nos oyen.

‑Podríamos de todos modos echarlos en el foso ‑dijo Porthos‑, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.

‑Sí ‑dijo Aramis‑, eso es asunto de Grimaud.

‑Bueno ‑dijo D'Artagnan‑, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las murallas.

‑Guardémonos de hacerlo ‑dijo Athos‑, pueden servirnos.

‑¿Esos muertos pueden servirnos? ‑dijo Porthos‑. ¡Vaya, os es­táis volviendo loco, amigo mío!

‑¡«No juzguéis temerariamente», dice el Evangelio [L177] el señor car­denal! ‑respondió Athos‑. ¿Cuántos fusiles, señores.

‑Doce ‑respondió Aramis.

‑¿Cuántos disparos?

‑Un centenar.

‑Es todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.

Los cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último fusil, Grimaud hizo señas de que el desayuno esta­ba servido.

Athos respondió, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de atalaya donde éste comprendió que debía que­darse de centinela. Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guar­dia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.

‑Y ahora, a la mesa ‑dijo Athos.

Los cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruza­das, como los turcos o los canteros.

‑¡Ah! ‑dijo D'Artagnan‑. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a hacernos participe de tu secreto, Athos.

‑Espero que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores ‑dijo Athos‑. Os he hecho dar un paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, co­mo podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.

‑Pero ¿y ese secreto? ‑preguntó D'Artagnan.

‑El secreto ‑dijo Athos‑ es que ayer por la noche vi a Milady. D'Artagnan llevaba su vaso a los labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo para no derramar el contenido...

‑¿Has visto a tu mu...?

‑¡Chis! ‑interrumpió Athos‑. Olvidáis, querido, que estos se­ñores no están iniciados como vos en el secreto de mis asuntos domés­ticos; he visto a Milady.

‑¿Y dónde? ‑preguntó D'Artagnan.

‑A dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del Colom­bier‑Rouge.

‑En tal caso estoy perdido ‑dijo D'Artagnan.

‑No, no del todo aún ‑prosiguió Athos‑, porque a esta hora debe haber abandonado las costas de Francia.

D'Artagnan respiró.

‑Pero, a fin de cuentas ‑prosiguió Porthos‑, ¿quién es esa Milady?

‑Una mujer encantadora ‑dijo Athos degustando un vaso de vi­no espumoso‑. ¡Canalla de hostelero ‑exclamó‑, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger! Sí ‑continuó‑, una mujer encantadora que ha tenido bonda­des con nuestro amigo D'Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.

‑¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? ‑exclamó D'Artag­nan, pálido de terror.

‑Eso es tan cierto ‑dijo Porthos‑ como el Evangelio; lo he oído con mis dos orejas.

‑Y yo también ‑dijo Aramis.

‑Entonces ‑dijo D'Artagnan dejando caer su brazo con desa­liento‑ es inútil seguir luchando más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.

‑Es la última tontería que hay que hacer ‑dijo Athos‑, dado que es la única que no tiene remedio.

‑Pero no escaparé nunca ‑dijo D'Artagnan‑ con semejantes ene­migos. Primero, mi desconocido de Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo secreto he sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.

‑¡Pues bien! ‑dijo Athos‑. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Conside­rando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué veis?

‑Una tropa.

‑¿De cuántas personas?

‑De veinte hombres.

‑¿Qué hombres?

‑Dieciséis zapadores, cuatro soldados.

‑¿A cuántos pasos están?

‑A quinientos pasos.

‑Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un va­so de vino a tu salud, D'Artagnan.

‑¡A tu salud! ‑repitieron Porthos y Aramis.

‑Pues bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran cosa.

‑¡Bah! ‑dijo Athos‑. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en sus manos.

Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogió el primer fusil que había a ma­no y se acercó a una tronera.

Porthos, Aramis y D'Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Gri­maud, recibió la orden de colocarse detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las armas.

Al cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de trinchera que establecía comunicación entre el bastión y la ciudad.

‑¡Diantre! ‑dijo Athos‑. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.

‑Lo dudo ‑observó D'Artagnan‑, porque avanzan muy decidi­dos por ese lado. Por otra parte, con los trabajadores hay cuatro sol­dados y un brigadier armados de mosquetes.

‑Eso es que no nos han visto ‑replicó Athos.

‑¡A fe ‑dijo Aramis‑ confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!

‑¡Mal cura ‑respondió Porthos‑ el que tiene piedad de los he­réticos!

‑Realmente ‑dijo Athos‑, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.

‑¿Qué diablos hacéis? ‑exclamó D'Artagnan‑. Vais a haceros fusilar, querido.

Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra:

‑Señores ‑dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se detenían a cincuenta pasos apro­ximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente‑, señores, al­gunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya sabéis que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer ine­xorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comi­da, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.

‑¡Ten cuidado, Athos! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿No ves que lo están apuntando?

‑Ya lo veo, lo veo ‑dijo Athos‑, pero son burgueses que dispa­ran muy mal, y que se libren de tocarme.

En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.

Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pe­ro éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.

‑¡Grimaud, otro mosquete! ‑dijo Athos, que seguía en la brecha.

Grimaud obedeció inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas; una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto de la tropa huyó.

‑Vamos, señores, una salida ‑dijo Athos.

Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.

‑Volved a cargar las armas, Grimaud ‑dijo Athos‑, y nosotros, señores, volvamos a nuestro desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?

‑Yo lo recuerdo ‑dijo D'Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía seguir Milady.

‑Va a Inglaterra ‑respondió Athos.

‑¿Con qué fin?

‑Con el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.

D'Artagnan lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.

‑¡Pero eso es infame! ‑exclamó.

‑¡Oh, en cuanto a eso ‑dijo Athos‑, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que habéis terminado, Grimaud ‑con­tinuó Athos‑, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una ser­villeta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebel­des de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y lea­les soldados del rey.

Grimaud obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de los cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del campamento estaba en las barreras.

‑¿Cómo? ‑replicó D'Artagnan‑. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham? Pero el duque es nuestro amigo.

‑El duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que quiera, me preocupo tanto por ello como por una botella vacía.

Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la ma­no y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.

‑Un momento ‑dijo D'Artagnan‑, yo no abandono a Bucking­ham así; nos dio caballos muy buenos.

‑Y sobre todo unas buenas sillas ‑añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.

‑Además ‑observó Aramis‑, Dios quiere la conversión y no la muerte del pecador.

‑Amén ‑dijo Athos‑, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero por el momento lo que más me preocupa­ba, y estoy seguro de que tú, D'Artagnan, me comprenderás, era re­cuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.

‑Pero esa criatura es un demonio ‑dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba un ave.

‑Y esa firma en blanco ‑dijo D'Artagnan‑, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre sus manos?

‑No, ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque mentiría.

‑Querido Athos ‑dijo D'Artagnan‑, ya no seguiré contando las veces que os debo la vida.

‑Entonces, ¿nos dejasteis para volver junto a ella? ‑preguntó Aramis.

‑Exacto.

‑¿Y tienes esa carta del cardenal? ‑dijo D'Artagnan.

‑Aquí está ‑dijo Athos.

Y sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.

D'Artagnan lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba si­quiera de disimular y leyó:

 

«El portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del Estado.

5 de diciembre de 1627.

Richelieu»

 

‑En efecto ‑dijo Aramis‑, es una absolución en toda regla.

‑Hay que romper ese papel ‑exclamó D'Artagnan, que parecía leer su sentencia de muerte.

‑Muy al contrario ‑dijo Athos‑, hay que conservarlo por enci­ma de todo, y yo no daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.

‑¿Y qué va a hacer ahora ella? ‑preguntó el joven.

‑Pues probablemente ‑dijo despreocupado Athos‑ va a escri­bir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arran­cado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Port­hos y Aramis; el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D'Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle com­pañía a la Bastilla.

‑¡Vaya! ‑dijo Porthos‑. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto, querido.

‑No bromeo ‑respondió Athos.

‑¿Sabéis ‑dijo Porthos‑ que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?

‑¿Qué dice el abate a esto? ‑preguntó tranquilamente Athos.

‑Digo que soy de la opinión de Porthos ‑respondió Aramis.

‑¡Y yo también! ‑dijo D'Artagnan.

‑Suerte que ella está lejos ‑observó Porthos‑; porque confieso que me molestaría mucho aquí.

‑Me molesta en Inglaterra tanto como en Francia ‑dijo Athos.

‑A mí me molesta en todas partes ‑continuó D'Artagnan.

‑Pero puesto que la teníais ‑dijo Porthos‑, ¿por qué no la ha­béis ahogado, estrangulado, colgado? Sólo los muertos no vuelven.

‑¿Eso creéis, Porthos? ‑respondió el mosquetero con una sonri­sa sombría que sólo D'Artagnan comprendió.

‑Tengo una idea ‑dijo D'Artagnan.

‑Veamos ‑dijeron los mosqueteros.

‑¡A las armas! ‑gritó Grimaud.

Los jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.

Aquella vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.

‑¿Y si volviéramos al campamento? ‑dijo Porthos‑. Me parece que la partida no es igual.

‑Imposible por tres razones ‑respondió Athos‑; la primera es que no hemos terminado de almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minu­tos para que pase la hora.

‑Bueno ‑dijo Aramis‑, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.

‑Es muy simple ‑respondió Athos‑:tan pronto como el enemi­go esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos fuego mien­tras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.

‑¡Bravo! ‑exclamó Porthos‑. Decididamente, Athos, habéis na­cido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de gue­rra, es bien poca cosa a vuestro lado.

‑Señores ‑dijo Athos‑, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su hombre.

‑Yo tengo el mío ‑dijo D'Artagnan.

‑Y yo el mío ‑dijo Porthos.

‑Y yo ídem ‑dijo Aramis.

‑¡Entonces fuego! ‑dijo Athos.

Los cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación. y cuatro hombres cayeron.

Entonces batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.

Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continua­ban avanzando a paso de carrera.

Con los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin em­bargo, el paso de los que quedaban en pie no aminoraba.

Llegados al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quin­ce; una última descarga los acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.

‑¡Vamos; amigos míos! ‑dijo Athos‑. Terminemos de un gol­pe: ¡a la muralla, a la muralla!

Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a em­pujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se in­clinó como si el viento lo arrastrase, y desprendiéndose de su base ca­yó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito, una nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.

‑¿Los habremos aplastado desde el primero hasta el último? ‑pre­guntó Athos.

‑A fe que eso me parece ‑dijo D'Artagnan.

‑No ‑dijo Porthos‑, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.

En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de ba­rro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.

Athos miró su reloj.

‑Señores ‑dijo‑, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que ser buenos jugadores, y además D'Ar­tagnan no nos ha dicho su idea.

Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.

‑¿Mi idea? ‑dijo D'Artagnan.

‑Sí, decíais que teníais una idea ‑replicó Athos.

‑¡Ah, ya recuerdo! ‑contestó D'Artagnan‑. Yo paso a Inglate­rra por segunda vez, voy en busca del señor de Buckingham y le ad­vierto del compló tramado contra su vida.

‑Vos no haréis eso, D'Artagnan ‑dijo fríamente Athos.

‑¿Y por qué no? ¿No lo he hecho ya?

‑Sí, pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, el señor de Buckingham era un aliado y no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de traición.

D'Artagnan comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.

‑Pues me parece ‑dijo Porthos‑ que también yo tengo una idea.

‑¡Silencio para la idea de Porthos! ‑dijo Aramis.

‑Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a sin que sospeche de mí y, cuando encue­tre una ocasión, la estrangulo.

‑¡Bueno ‑dijo Athos‑, no estoy muy lejos de adoptar la idea de Porthos!

‑¡Qué va! ‑dijo Aramis‑. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo ten­go la idea buena.

‑¡Veamos vuestra idea, Aramis! ‑pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven mosquetero.

‑Hay que prevenir a la reina.

‑¡A fe que sí! ‑exclamaron juntos Porthos y D'Artagnan‑. Creo que estamos dando en el blanco.

‑¿Prevenir a la reina? ‑dijo Athos‑. ¿Y cómo? ¿Tenemos rela­ciones en la corte? ¿Podemos enviar a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay ciento cuarenta leguas: la car­ta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el calabozo.

‑En cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad ‑pro­puso Aramis ruborizándose‑, yo me encargo de ello; conozco en Tours una persona hábil...

Aramis se detuvo viendo sonreír a Athos.

‑¡Bueno! ¿No adoptáis ese medio, Athos? ‑dijo D'Artagnan.

‑No lo rechazo del todo ‑dijo Athos‑, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede abandonar el campamento; que cualquier otro de nosotros no es seguro; que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán vuestra carta de memo­ria, y que vos y vuestra hábil persona seréis detenidos.

‑Sin contar ‑objetó Porthos‑ que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo alguno nos salvará a nosotros.

‑Señores ‑dijo D'Artagnan‑, lo que Porthos objeta está lleno de sentido.

‑¡Ah, ah! ¿Qué pasa en la ciudad? ‑dijo Athos.

‑Tocan a generala.

Los cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectiva­mente hasta ellos.

‑Vais a ver cómo nos mandan un regimiento entero ‑dijo Porthos.

‑¿Por qué no? ‑dijo el mosquetero‑. Me siento en vena, y re­sistiría ante un ejército con tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.

‑Palabra de honor que el tambor se acerca ‑dijo D'Artagnan. ‑Dejadlo que se acerque ‑dijo Athos‑, hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad aquí. Es más tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos de aquí nunca encontraremos un lugar tan conveniente. Y mirad, pre­cisamente, señores, acaba de ocurrírseme la idea buena.

‑Decid, pues.

‑Permitid que dé a Grimaud algunas órdenes indispensables.

Athos hizo a su criado señal de acercarse.

‑Grimaud ‑dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión‑, vais a coger a estos señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza y su fusil en la mano.

‑¡Oh gran hombre ‑exclamó D'Artagnan‑, lo comprendo!

‑¿Comprendéis? ‑dijo Porthos.

‑Y tú, Grimaud, ¿comprendes? ‑preguntó Aramis.

Grimaud hizo seña de que sí.

‑Es todo lo que se necesita ‑dijo Athos‑, volvamos a mi idea. ‑Sin embargo, yo quisiera comprender ‑observó Porthos.

‑Es inútil.

‑Sí, sí, la idea de Athos ‑dijeron al mismo tiempo D'Artagnan y Aramis.

‑Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuña­do, según creo que me habéis dicho D'Artagnan.

‑Sí, yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su cuñada.

‑No hay mal en ello ‑respondió Athos‑, a incluso sería mejor que la detestara.

‑En tal caso estamos servidos a placer.

‑Sin embargo ‑dijo Potthos‑, me gustaría comprender lo que Grimaud hace.

‑¡Silencio, Porthos! ‑dijo Aramis.

‑¿Cómo se llama ese cuñado?

‑Lord de Winter.

‑¿Dónde está ahora?

‑Volvió a Londres al primer rumor de guerra.

‑¡Pues bien ése es precisamente el hombre que necesitamos! ‑dijo Athos‑. Ese es al que nos conviene avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a alguien, y le rogaremos no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún establecimiento del género de las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas[L178] ; hace me­ter allá a su cuñada, y nosotros tranquilos.

‑Sí ‑dijo D'Artagnan‑, hasta que salga.

‑A fe ‑replicó Athos‑ que pedís demasiado, D'Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo que es el fondo de mi bolso.

‑A mí me parece que es lo mejor ‑dijo Aramis‑; prevenimos a la vez a la reina y a lord de Winter.

‑Sí, pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a Londres?

‑Yo respondo de Bazin ‑dijo Aramis.

‑Y yo de Planchet ‑continuó D'Artagnan.

‑En efecto ‑dijo Porthos‑, si nosotros no podemos ausentar­nos del campamento, nuestros lacayos pueden dejarlo.

‑Por supuesto ‑dijo Aramis‑, y hoy mismo escribimos las car­tas, les damos dinero y parten.

‑¿Les damos dinero? ‑replicó Athos‑. ¿Tenéis, pues, dinero?

Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban despejadas.

‑¡Alerta! ‑gritó D'Artagnan‑. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué decíais de un regimiento, Athos? Es un verda­dero ejército.

‑A fe que sí ‑dijo Athos‑, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin tambor ni trompeta. ¡Ah, ah! ¿Has terminado Grimaud?

Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.

‑¡Bravo! ‑repitió Athos‑. Eso honra tu imaginación.

‑Es igual ‑dijo Porthos‑. Me gustaría sin embargo comprender.

‑Levantemos el campo primero ‑lo interrumpió D'Artagnan‑, luego comprenderás.

‑¡Un instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la mesa.

‑¡Ah! ‑dijo Aramis‑. Mirad cómo los puntos negros y los pun­tos rojos crecen visiblemente, y yo soy de la opinión de D'Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro campa­mento.

‑A fe ‑dijo Athos‑ que no tengo nada contra la retirada; ha­bíamos apostado por una hora, y nos hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos, señores, partamos.

Grimaud había tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.

Los cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de pasos.

‑¡Eh! ‑exclamó Athos‑. ¿Qué diablos hacemos, señores?

‑¿Nos hemos olvidado algo? ‑preguntó Aramis.

‑La bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa bandera no sea más que una servilleta!

Y Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los disparos.

Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su per­sona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.

Athos agitó su estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las del campamento. De las dos partes resona­ron grandes gritos, de la una gritos de cólera, de la otra gritos de entu­siasmo.

Una segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los clamores de todo el campamento que gritaba:

‑¡Bajad, bajad!

Athos bajó; sus camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vie­ron aparecer con alegría.

‑Vamos, Athos, vamos ‑dijo D'Artagnan‑, larguémonos; aho­ra que hemos encontrado todo, menos el dinero, sería estúpido ser muertos.

Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más obser­vaciones que le hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.

Grimaud y su cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de alcance.

Al cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería colérica.

‑¿Qué es eso? ‑preguntó Porthos‑. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y no veo a nadie.

‑Disparan sobre nuestros muertos ‑respondió Athos.

‑Pero nuestros muertos no responderán.

‑Precisamente: entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y cuando se den cuenta de la burla, estare­mos fuera del alcance de las balas. He ahí por qué es inútil coger una pleuresía dándonos prisa.

‑¡Oh, comprendo! ‑exclamó Porthos maravillado.

‑¡Es una suerte! ‑dijo Athos encogiéndose de hombros.

Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanza­ban gritos de entusiasmo.

Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus orejas. Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del bastión.

‑¡Vaya gentes tan torpes! ‑dijo Athos‑. ¿Cuántos hemos mata­do? ¿Doce?

‑O quince.

‑¿Cuántos hemos aplastado?

‑Ocho o diez.

‑¿Y a cambio de todo esto ni un arañazo? ¡Ah, sí! ¿Qué


Date: 2015-12-17; view: 494


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