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Capítulo XLI

El sitio de La Rochelle

 

El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos po­liticos de Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del carde­nal. Es por tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algu­nas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.

Las miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables. Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras.

De las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de seguridad, sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo, levadura peli­grosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera,

Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de fortuna de toda secta acudian a la primera llama­da bajo las banderas de los protestantes y se organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.

La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto era la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nues­tra eterna enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.

Por eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, pro­testante de corazón y católico como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y francés de corazón; Bas­sompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la cabeza de muchos otros señores protes­tantes como él:

‑¡Ya veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La Rochelle!

Y Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las dragonadas de Cévennes; la toma de La Rochelle era el pre­facio de la revocación del edicto de Nantes.

Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivela­dor y simplificador, y que pertenecen a la historia, el cronista está obli­gado a reconocer las pequeñas miras del hombre enamorado y del ri­val celoso.

Richelieu, como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buc­kingham había triunfado sobre él y que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres mos­queteros y al valor de D'Artagnan, había sido cruelmente burlado.



Se trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de vengarse de un rival; por lo demás, la venganza de­bía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.

Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Bucking­ham, que venciendo a Inglaterra vencía a Buckingham, y que humi­llando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.

Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de In­glaterra estaba movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia co­mo embajador, y quería entrar como conquistador.

De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hom­bres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria.

La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: lle­gado inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras[L163] , que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había realizado su desembarco.

Relatemos de paso que en este combate había perecido el barón de Chantal[L164] ; el barón de Chantal dejaba huérfana una niña de die­ciocho meses.

Esta niña fue luego Madame de Sévigné.

El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint‑Martin con la guar­nición, y dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.

Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.

De este destacamento enviado como vanguardia era del que for­maba parte nuestro amigo D'Artagnan.

El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesión real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido afiebrado; habría querido partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.

Ahora bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosquete­ros; de donde resultaba que D'Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado, momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros descono­cidos lo rodeaban.

No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle, hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627[L165] .

Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint‑Martin y el fuerte de La Prée, y las hostili­dades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a pro­pósito de un fuerte que el duque de Angulema [L166] acababa de hacer construir junto a la ciudad.

Los guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos[L167] .

Pero como sabemos, D'Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros, raramente había hecho amistad con sus ca­maradas; se encontraba por tanto solo y entregado a sus propias refle­xiones.

Sus reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había lle­gado a Paris se había mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en arnor ni en fortuna.

En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bona­cieux, y la señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera des­cubrir aún qué había sido de ella.

En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.

Aquel hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz como era D'Artagnan, aquella indulgen­cia era una luz por la que vela un porvenir mejor.

Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pen­saba, pero que sin embargo instintivamente sentía que no era de des­preciar: ese enemigo era Milady.

A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevo­lencia de la reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiem­pos, una causa más de persecuciones; y su protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora Bonacieux.

Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D'Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.

Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D'Artagnan hacía es­tas reflexiones paseándose en solitario por un lindo caminito que con­ducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora bien, estas refle­xiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comen­zaba a bajar cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.

D'Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un seto con intencio­nes amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la ruta, tras una roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.

Era evidentemente una emboscada.

El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra. Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.

No había tiempo que perder: D'Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la bala del otro mosquete hizo volar los guija­rros en el lugar mismo del camino en que se había arrojado de cara contra el suelo.

D'Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que se diga de ellos que no han retroce­dido ni un paso; además, aquí no se trataba de valor: D'Artagnan ha­bía caído en una celada.

‑Si hay un tercer disparo ‑se dijo‑, soy hombre muerto.

Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campa­mento con la velocidad de las gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a car­gar su arma, le disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo volar a diez pasos de él.

Sin embargo, como D'Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera, llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.

Aquel suceso podía tener tres causas:

La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelle­ses, a quienes no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.

D'Artagnan cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no era una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.

Aquello podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recor­dará que en el momento mismo en que gracias a aquel bienaventura­do rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.

Pero D'Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender la mano rara vez recurría Su Eminencia a se­mejantes medios.

Aquello podía ser una venganza de Milady.

Esto era lo más probable.

Trató inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.

‑¡Ay, mis pobres amigos! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¿Dónde es­táis? ¡Cuánta falta me hacéis!

D'Artagnan pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que un hombre se acercaba a su cama pa­ra apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz sin que la oscuridad hubie­ra traído ningún incidente.

Pero D'Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba perdido.

D'Artagnan permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que el tiempo era malo.

Al día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns visitaba los puestos. Los guardias corrieron a las armas y D'Artagnan ocupó su puesto en medio de sus camaradas.

Monsieur pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.

Al cabo de un instante le pareció a D'Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la orden.

‑Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais preparado.

‑¡Gracias, mi capitán! ‑respondió D'Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los ojos del teniente general.

En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de hacer un reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel bastión.

Efectivamente, al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:

‑Necesitaría para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre seguro.

‑En cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur ‑dijo el señor Des Essarts, mostrando a D'Artagnan‑; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.

‑¡Cuatro hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! ‑dijo D'Artagnan levantando su espada.

Dos de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose unido a ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D'Artagnan rechazó, pues, a todos los de­más, no queriendo atropellar a quienes tenían prioridad.

Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo ha­bían evacuado o habían dejado allí guarnición; había, pues, que exa­minar el lugar indicado desde bastante cerca para comprobarlo.

D'Artagnan partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su misma altura y los soldados venían detrás.

Así, cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del bastión. Allí, al volverse D'Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían desaparecido.

Creyó que por miedo se habían quedado atrás y continuó avan­zando.

A la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproxi­madamente del bastión.

No se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.

Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D'Artagnan y sus dos compañeros.

Sabían lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar peligroso hubiese sido, pues, una impru­dencia inútil; D'Artagnan y los dos guardias volvieron la espalda y co­menzaron una retirada que se parecía a una fuga.

Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su carrera hacia el campa­mento.

D'Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala vino a estrellarse so­bre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D'Artagnan.

El joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía ve­nir del bastión, que estaba oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le vino a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.

Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D'Artagnan no se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muer­te del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.

Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D'Artagnan, se olvidaron de volver a cargar sus fu­siles.

Cuando estuvieron a diez pasos de él, D'Artagnan, que al caer ha­bía tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.

Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terri­ble a D'Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al bandido, que se lanzó al punto hacia el bas­tión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué inten­ción venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó heri­do por una bala que le destrozó el hombro.

En este tiempo, D'Artagnan se había lanzado sobre el segundo sol­dado, atacándolo con su espada; la lucha no fue larga, aquel misera­ble no tenía para defenderse más que su arcabuz descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó. D'Artagnan le puso in­mediatamente la punta del hierro en el pecho.

‑¡Oh, no me matéis! ‑exclamó el bandido‑. ¡Gracia, gracia, ofi­cial, y os lo diré todo!

‑¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? ‑preguntó el joven conteniendo su brazo.

‑Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veinti­dós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.

‑¡Miserable! ‑dijo D'Artagnan‑. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?

‑Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.

‑Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?

‑Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asun­to con ella y no yo; él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.

‑Pero ¿cómo te metiste en esta celada?

‑Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.

‑¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?

‑Cien luises.

‑Bueno, en buena hora ‑dijo el joven riendo‑ estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo perdono con una condición.

‑¿Cuál? ‑preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.

‑Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.

‑Pero eso ‑exclamó el bandido‑ es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar esta carta bajo el fuego del bastión?

‑Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.

‑¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! ‑exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.

‑¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer? ‑preguntó D'Artagnan.

‑Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.

‑Comprenderás entonces que necesito tener esa carta ‑di D'Artagnan‑; así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado...

Y a estas palabras D'Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.

‑¡Deteneos! ¡Deteneos! ‑exclamó recobrando valor a fuerza de terror‑. ¡Iré..., iré...!

D'Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.

Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.

El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D'Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:

‑Pues bien ‑dijo‑, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.

Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del ene­migo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D'Artagnan lle­gó hasta el segundo soldado.

Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trin­chera.

D'Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hom­bros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.

Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.

D'Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.

Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la heren­cia del muerto.

Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.

En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta si­guiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:

 

«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla de­jado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien lui­ses que os he dado.»

 

Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido. Este con­fesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba en­cargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.

‑Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? ‑preguntó D'Arta­gnan con angustia.

‑Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale ‑dijo el herido.

‑¡Sí! ¡Sí! ‑murmuró D'Artagnan‑. Es exacto, en casa de la mis­ma Milady.

Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al car­denal.

Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.

Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquis­table.

Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:

‑Vamos ‑le dijo‑, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.

‑Sí ‑dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnani­midad‑, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?

‑Tienes mi palabra ‑dijo D'Artagnan‑, y por segunda vez te per­dono la vida.

El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D'Artagnan, que no tenía ningún motivo para que­darse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.

El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelle­ses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.

D'Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus felicitaciones.

Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recom­pensa, la hermosa acción de D'Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto, D'Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.

Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D'Artagnan no cono­cía aún a Milady.

 

Capítulo XLII

El vino de Anjou

 

Tras las noticias casi desesperadas del rey[L168] , el rumor de su con­valecencia comenzaba a esparcirse por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.

En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde ase­diaban constantemente la ciudadela Saint‑Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.

D'Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocu­rre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro pareció desva­necido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.

Pero una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:

 

«Señor D'Artagnan:

Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han arma­do tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órde­nes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.

 

Lo he hecho, y soy, señor, con gran respeto,

Vuestro muy humilde y obediente servidor,

 

GODEAU

Hostelero de los Señores Mosqueteros.»

 

‑¡Sea en buena hora! ‑exclamó D'Artagnan‑. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba en ellos en mi aburrimiento; desde lue­go, beberé a su salud y de muy buena gana, pero no beberé solo.

Y D'Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había he­cho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi. Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día siguiente; la reunión fue fijada por tanto para dos días después.

Al volver, D'Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado; lue­go, el día de la celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D'Artagnan envió a las nueve a Planchet para preparar­lo todo.

Planchet, muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como hombre inteligente; a este efecto, se hi­zo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fou­rreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D'Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D'Artagnan le había salvado la vida.

Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nom­bre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vi­no que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vi­no Brisemont vertió los posos en su vaso, y D'Artagnan le permitió be­berlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas fuerzas.

Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf[L169] ; al punto, creyendo que se trataba de algún ata­que imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas; D'Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin de dirigirse a sus puestos.

Mas apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel gran alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el car­denal! resonaban por todas las direcciones.

En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de ha­cer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa; le precedían y se­guían sus mosqueteros. D'Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconoció al instante.

Una vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos es­tuvieron al punto en brazos unos de otros.

‑¡Diantre! ‑exclamó D'Artagnan‑. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no habrá tenido tiempo aún de enfriarse.

¿No es eso, señores? ‑añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que presentó a sus amigos.

‑¡Vaya, vaya, parece que estábamos de banquete! ‑dijo Porthos. ‑Espero ‑dijo Aramis‑ que no haya mujeres en vuestra co­mida.

‑¿Es que hay vino potable en vuestra bicoca? ‑preguntó Athos.

‑Diantre, tenemos el vuestro, querido amigo ‑respondió D'Ar­tagnan.

‑¿Nuestro vino? ‑preguntó Athos asombrado.

‑Sí, el que me habéis enviado.

‑¿Nosotros os hemos enviado vino?

‑Lo sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.

‑Sí, ya sé a qué vino os referéis.

‑El vino que preferís.

‑Sin duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.

‑Bueno, a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.

‑ O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou ‑dijo Porthos.

‑Pues claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.

‑¿De nuestra parte? ‑dijeron los tres mosqueteros.

‑Aramis, ¿sois vos quién habéis enviado vino? ‑dijo Athos.

‑No, ¿y vos, Porthos?

‑No, ¿y vos Athos?

‑No.

‑Si no es vuestro ‑dijo D'Artagnan‑, es de vuestro hostelero.

‑¿Nuestro hostelero?

‑Pues claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los mosque­teros.

‑A fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa ‑dijo Porthos‑; probémoslo, y si es bueno, bebámoslo.

‑No ‑dijo Athos‑, no bebamos el vino que tiene una fuente desconocida.

‑Tenéis razón, Athos ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero enviarme vino?

‑¡No! Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?

‑Aquí está la carta ‑d¡jo D'Artagnan.

Y presentó el billete a sus camaradas.

‑¡Esta no es su escritura! ‑exclamó Athos‑. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó las cuentas de la comunidad.

‑Carta falsa ‑dijo Porthos‑; nosotros no hemos sido acuarte­lados.

‑D'Artagnan ‑preguntó Aramis en tono de reproche‑, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?...

D'Artagnan palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros.

‑Me asustas ‑dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones‑. ¿Qué ha pasado entonces?

‑¡Corramos, corramos, amigos míos! ‑exclamó D'Artagnan‑. Una terrible sospecha cruza mi mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?

Fue Athos el que ahora palideció.

D'Artagnan se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo siguieron.

Los primero que sorprendió la vista de D'Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces convulsiones.

Planchet y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los ras­gos del moribundo estaban crispados por la agonía.

‑¡Ay! ‑exclamó al ver a D'Artagnan‑. ¡Ay, es horrible, fingís per­donarme y me envenenáis!

‑¡Yo! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices?

‑Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso..

‑No creáis eso, Brisemont ‑dijo D'Artagnan‑, no creáis nada de eso; os lo juro, os aseguro que...

‑¡Oh, pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo sufro.

‑Por el Evangelio ‑exclamó D'Artagnan precipitándose hacia el moribundo‑, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenena­do y que yo iba a beber como vos.

‑No os creo ‑dijo el soldado.

Y expiró en medio de un aumento de torturas.

‑¡Horroroso! ¡Horroroso! ‑murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.

‑¡Oh, amigos míos! ‑dijo D'Artagnan‑. Venís una vez más a sal­varme la vida, no sólo a mí, sino a estos señores. Señores ‑continuó dirigiéndose a los guardias‑, os ruego silencio sobre toda esta aventu­ra; grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.

‑¡Ay, señor! ‑balbuceaba Planchet, más muerto que vivo‑. ¡Ay, señor, me he librado de una buena!

‑¡Cómo, bribón! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Ibas entonces a be­ber mi vino?

‑A la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera dicho que me llamaban.

¡Ay! ‑dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror‑. Yo quería alejarlo para beber completamente solo.

‑Señores ‑dijo D'Artagnan dirigiéndose a los guardias‑, com­prenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por favor.

Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D'Ar­tagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.

Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin tes­tigos, se miraron de una forma que quería decir que todos compren­dían la gravedad de la situación.

‑En primer lugar ‑dijo Athos‑, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un muerto de muerte violenta.

‑Planchet ‑dijo D'Artagnan‑, os encomiendo el cadáver de es­te pobre diablo. Que lo entierren en tierra santa. Cierto que había co­metido un crimen, pero estaba arrepentido.

Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.

El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasa­dos por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la situación.

‑¡Y bien! ‑dijo D'Artagnan a Athos‑. Ya lo veis, querido ami­go, es una guerra a muerte.

Athos movió la cabeza.

‑Sí, sí ‑dijo‑, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?

‑Estoy seguro.

‑Sin embargo os confieso que todavía dudo.

‑¿Y esa flor de lis en el hombro?

‑Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.

‑Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo ‑repitió D'Artagnan‑. ¿No recordáis cómo coinciden las dos marcas?

‑Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy bien.

Fue D'Artagnan quien esta vez movió la cabeza.

‑En fin ¿qué hacemos? ‑dijo el joven.

‑Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eterna­mente suspendida sobre la cabeza ‑dijo Athos‑, y que hay que salir de esta situación.

‑Pero ¿cómo?

‑Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explica­ción; decidle: ¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada contra vos; por vuestra par­te, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentil­hombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.

‑No está mal ese sistema ‑dijo D'Artagnan‑, pero ¿cómo en­contrarme con ella?

‑El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.

‑Sí, pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores...

‑¡Bah! ‑dijo Athos‑. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá guardando.

‑Sí, a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, conside­rándolo bien, es nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!... ‑añadió a media voz.

‑¿Quién ella? ‑preguntó Athos.

‑Constance.

‑La señora Bonacieux. ¡Ah! Es justo eso ‑dijo Athos‑. ¡Pobre amigo! Olvidaba que estabais enamorado.

‑Pues bien ‑dijo Aramis‑. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.

‑¡Bueno! ‑dijo Athos‑. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden a la religión.

‑Sólo soy mosquetero por ínterin ‑dijo humildemente Arami:

‑Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante ‑dijo en voz baja Athos‑; mas no prestéis atención, ya conocemos eso.

‑Bien ‑dijo Porthos‑, me parece que hay un medio muy simple.

‑¿Cuál? ‑preguntó D'Artagnan.

‑¿Decís que está en un convento? ‑prosiguió Porthos.

‑Sí.

‑Pues bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos del ese convento.

‑Pero habría que saber en qué convento está.

‑Claro ‑dijo Porthos.

‑Pero, pensando en ello ‑dijo Athos‑, ¿no pretendéis querido D'Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?

‑Sí, eso creo por lo menos.

‑Pues bien, Porthos nos ayudará en eso.

‑¿Y cómo?

‑Pues por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el brazo.

‑¡Chis! ‑dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios‑. La_ creo cardenalista y no debe saber nada.

‑Entonces ‑dijo Aramis‑, yo me encargo de conseguir noticia,

‑¿Vos, Aramis? ‑exclamaron los tres amigos‑. ¿Vos? ¿Y cómo?

‑Por medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo ‑dijo Aramis ruborizándose.

Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D'Artagnan volvió a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.

 


Date: 2015-12-17; view: 495


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