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EL SEÑOR AGENTE

Uno, que a veces siente ciertos insospechados raptos de ternura y buena intención, se subió la otra mañana —¡nunca lo hubiera hecho! — a un tranvía de los bulevares. Uno esperó pacientemente en la parada — no recuerdo bien si discrecional o diferida, que de todo hay — a que el tranvía llegase y se parase, más bien en seco y de golpe, como suele hacerlo. Uno cedió, como en los tiempos buenos, su sitio a las señoras, los ancianos y los niños — lo primero a cuya salvación debe atenderse en los cataclismos —, y uno se quedó medio colgado en el estribo, en postura un tanto desairada y en compañía de tres agentes de la autoridad: dos representantes, vestidos de gris, del señor Director General de Seguridad; y un representante, vestido de azul, del señor Alcalde.

Aliados en el peligro, uno y los tres agentes formábamos una compacta pina cada vez que nos cruzábamos con un carro, o nos esponjábamos

como un pavo real cuando el próximo horizonte se presentaba despejado. Estirándonos y encogiéndonos llegamos hasta cierta plaza, plazuela o glorieta — uno no recuerda bien — y allí, cuando la unión hubiera hecho la fuerza y uno, ¡ay!, se hubiera ahorrado un duro, los tres agentes de la autoridad le dejaron a uno en descubierto, se hicieron los suecos, como suele decirse, y el crimen, el horroroso crimen, se consumó.

Al principio uno no notó nada. Entre el estruendo de la calle y siempre preocupándose uno de esquivar ese farol que, ¡parece puesto a propósito!, tan cerca queda de nuestras costillas, no es nada extraño que se pierda — o que se confunda — el acre, estremecedor silbido de un guardia colérico. El pito siguió sonando, cada vez más violento y autoritario; el tranvía se paró y en ese mismo momento uno empezó a untuir que algo grave se avecinaba. Fue una sensación rara, un presentimiento que a uno, como en un rapto, le llenó de pavor; algo parecido, quizás, a la adivinación del lobo, que nos sobrecoge la entraña segundos antes de dejarse ver.

Los naturales de tierra lobera llaman alobarse al estado de ánimo que se forma en el caminante cuando, antes de encontrarse con el lobo, sabe ya de cierto que, de un momento a otro, se lo ha de topar, y uno — por generalización — piensa si no sería oportuno explicar lo que entonces le ocurrió diciendo, sin más, que se sintió aguardado (participio pasivo del verbo reflexivo aguardarse.)

Pues bien; el aguardamiento de uno duró breves latidos. Pronto el guardia apareció:

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fino, circunspecto, correcto y saludable (nos es relativamente grato reconocerlo y dedicar un lejano saludo, de paso, a aquel viejo profesor que uno tuvo — ¡hace largos años ya!—y que se pasaba la vida diciendo la hermosa y aleccionadora frase de que lo cortés no quita lo valiente.)



Uno, a requerimiento del cuarto agente y todavía no repuesto del estupor que le produjo la defección de los otros tres y su poco espíritu de solidaridad, se apeó del tranvía y se arrimó a la acera. Caminando los diez pasos que caminó, a uno se le antojó pensar que, en realidad, debía perdonar a los tres guardias que se quedaron en el estribo, ya que, bien mirado, para eso eran guardias y alguna ventaja habían de tener.

Con los sentidos oreados por el perdón que acababa de otorgar a sus compañeros de viaje, uno sonrió, un poco azarado, mientras unos vecinos que se entretenían en contemplar cómo los obreros municipales ahondaban, incansables, en el pavimiento, próximos ya — ¡quién lo sabe! — a descubrir el tesoro, prefirieron dejar para más tarde el ejercicio de ver trabajar a los demás y optaron por el nada aburrido espectáculo de ver multar al prójimo.

Uno, que en su vida había levantado semejante expectación*, estaba, allá en su fuero inter­no, bastante satisfecho. Miró para los lados, como cuando so viaja en un coche lujoso, para ver si encontraba alguna cara amiga, y un escalofrío de desamparo le recorrió el espinazo cuando se encontró tan profunda e irremisible­mente solo.

El guardia sacó una libretita, apuntó unas cosas con lápiz, arrancó un talón blanco con un cinco verde en el medio, grande y bastante claro, sonrió, ¡tan fino!, y dijo con la voz velada por la emoción:

—Caballero, son cinco pesetas.

Era un día bueno, un día de esos en los que uno lleva un duro e incluso más en el bolsillo, y uno, procurando no temblar ni descomponer la figura, echó mano de la cartera, sacó su duro, lo miró a hurtadillas y por vez postrera con tanto cariño y fijeza tal que recuerda su número (era el duro D 2843894, un durito hermoso, limpio y planchado, lleno de firmas y con un dibujo que representaba a Isabel la Católica* mirando para un papel que le enseñaba Cristóbal Colón), lo dio en silencio y, tímido como según es su natural, preguntó en un susurro:

—¿Me puedo ir?

El guardia dijo que sí y uno se metió en una cervecería a reponerse. Sacó el papel, lo leyó con cuidado y... no le faltó nada para llorar. El mundo, señores, es una atroz, una terrible injusticia. A uno, que viajaba —no por sport, sino porque no cabía dentro— en un estribo de tranvía, le sacó un agente de la Autoridad un duro y le dio un justificante que, copiado a la letra, decía así:

Sanción de cinco pesetas por: Primero. Llevar los carruajes, púas, garfios y otros dispositivos que ocasionen daños (art. 60). Segundo. Emplear medios violentos para repelar a los menores que intenten subirse a la parte posterior de los vehículos (art. 60). Tercero. No reducir el alumbrado en el cruce

con los vehículos de tracción animal (art. 148). Cuarto. Ostentar el cartel de Libre los vehículos de servicio público urbano después de estar ocupados por uno o más pasajeros (art. 81). Quinto. No llevar un ejemplar del Código de Circulación vigente, o de las tarifas (art. 177).

A uno se le ocurrieron pensar dos cosas: Primero, que se dice mucho, mucho derecho no hay, y segunda, que la vida sube porque esos papelitos, antes, no se los daban más que a los que iban en automóvil.

 

 

LAS CORBATAS

Según aseguran los sociólogos —y nosotros nos permitimos pensar que sus motivos tendrán para asegurarlo — las guerras, las epidemias, el hambre, las catástrofes y similares, suelen implicar un descenso de la moral en las conciencias, un desequilibrio en los vasos comuni­cantes del alma. Los sociólogos vienen con esto a respaldar un poco la tesis de que la moral es un lujo supuesto, contra el que lleva veinte siglos de denodada lucha el cristianismo.

Lo evidente — sin meternos en demasiadas honduras, ni en camisas de once varas, ni en berenjenal alguno— es que las guerras, cuando van seguidas de la derrota, hunden aún más los espíritus en la sima del egoísmo, que es una de las determinantes — con el sexo y el estómago de los médicos vieneses — de las actitudes del ser humano ante los demás: no del hierático ser humano que asiste, más

o menos impasible, al entretenido espectáculo del mundo, sino del histriónico* ser humano que actúa, con mayor o menor honestidad, sobre las tablas del gran ballet de la vida, a la cruda luz de sus violentas candilejas.

La última guerra mundial — la guerra que todos los hombres blancos habíamos perdido ya el día en que se disparó el primer fusil — ha traído, entre otros signos de podredumbre, la derrota de la corbata.

Nunca, desde que se anudó al cuello del hombre para que los otros hombres supieran que quien pasaba era un caballero, ha sufrido la corbata, como institución un embate más serio que en estos últimos tiempos. La corbata, como muestra de atildado señorío, ha desaparecido, y las gargantas aparecen hoy desnudas o, lo que es peor, anudadas por un trozo de seda detonante, brillador, hiriente, que cualquier cosa, menos señorío, pueden indicar.

Decía el dandy inglés que la corbata ha de ser algo tan entonado, tan en su sitio, tan discreto y noble que nadie, vuelto ya de espaldas el hombre que la lleva, pueda describirla ni aun recordarla precisamente.

Los tiempos del dandy inglés eran los tiempos en que el dinero, sobre poco más o menos, coincidía con la nobleza y con el buen gusto de la cuna. Entonces el comercio, a más de ser un ruin entretenimiento, no era todavía una fábrica de hacer billetes de banco con multicopista*, y los cuellos encorbatados, aquellos que sintieron la caricia de la corbata desde los días de la primera comunión, no echaban demasiado en falta* la necesidad de llamar la atención del transeúnte sobre su paso.

Madrid que, en general, tenía cierta justi­ficada fama de ciudad bien vestida en sus hom­bres y bien calzada en sus mujeres, nos está ofreciendo este verano el desdichado espectácu­lo del sincorbatismo y la deprimente visión del corbatismo a la americana; algo así como una fantasía de pastelero moruno enloquecido. Aún no hemos llegado a conclusión alguna sobre cuál de los dos fenómenos es peor, altera más nuestro hígado o descompensa más nuestro sistema nervioso.

Ante un señorito con la pechuga al aire — el señorito de pescadora que aprovecha el calorcito, cuidadosamente, esmeradamente, para presumir de fuerte y enseñarnos los rizos del pecho— y otro señorito con una corbata amarilla con la silueta de Frank Sinatra* unas lentejuelas de auténtica lata superpuestas, nosotros, la verdad, aún no hemos tomado partido. Afortunadamente tampoco se nos ha exigido optar.

¿Por qué, santo Dios, se han perdido aquellas nobles corbatas de pañuelo, aquellas reconfortadoras corbatas enteras, de color granate o azul, que tanto sosiego daban a nuestras conciencias? ¿Dónde están? ¿Qué se ha hecho de ellas? ¿En qué ignotos abismos se han hundido? ¿Qué tristes pozos del olvido se las han tragado?

Uno, lo confiesa sin rubor, no tiene más que una corbata, una corbata para todo, como las criadas baratas, una corbata que somete a los más crudos hielos de la navidad, a los más jolgoriosos chubascos del carnaval, a los más atroces calores del estío. Uno, un día que su corbata empezó a cosechar las patas de gallo [249] de su vejez y a desflecarse por la parte del nudo, se echó a la calle, un poco entristecido, esa es la verdad, en pos de otra corbata para sustituirla. Guardaba por su vieja corbata mucho más respeto que aquel betanceiro* por su vieja mujer, que a sus cincuenta años corrió el riesgo de que su hombre la llevase a la feria de la ciudad a cambiarla por dos mozas de veinticinco. Pero su respeto y su cariño no llegaron a cegarlo hasta el extremo de negarle la evidencia de la vetustez de su corbata. Visitó amigos que le aconsejaran, frecuentó elegantes centros de reunión para inspirarse y recorrió todas las camiserías de que tuvo noticia. Todo fue inútil. Madrid estaba sin corbatas. Entre docenas de miles de corbatas, ni una sola corbata era capaz de sustituir a la corbata vieja. Uno, con el rabo entre piernas, regresó a su casa mustio y cariacontecido y se metió dos días en la cama; el tiempo que tar­daron en el tinte, el instituto de belleza de su corbata, en regenerarla, en alisarla, en devolverle un poco su prestancia, su lozanía y casi, casi su misma apariencia de la juventud.

 

 


Date: 2015-12-11; view: 716


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