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TIMOTEO, EL INCOMPRENDIDO

 

El arte es mucho más débil que la necesidad.

Esquilo.*

[I]

Timoteo Moragona y Juarrucho era un artista incomprendido. Las vecinas se cachondeaban de él* y le decían:

—¿Qué, Timoteo, le han encargado a usted algún San Roque?

A Timoteo, aquellas bromas propias de la incultura le sacaban de quicio.

— ¡No, señor! ¡No me han encargado ningún San Roque! ¡Yo no soy un artista de encargos!

Una vecina algo más atrevida, le dijo un día:

—Ya se ve, ya...

Y entonces, Timoteo le pegó una patada en el vientre y la tiró por encima del puestecillo de una vieja que vendía chufas y cacahuetes.

— ¡Tome usted! ¡Para que escarmiente y no se vuelva a meter con los artistas!

La que se armó* en el barrio con el punterazo* de Timoteo, fue suave. El marido de [156] la agrediada —que era mecánico de radios— quería matar a Timoteo.

— ¡A ese tío lo rajo yo! ¡Un hombre que se aprecie no puede permitir que los transeúntes se líen a coces con la señora propia; ¡Estaría bueno!

La dueña del puesto de chufas también se puso hecha un basilisco.

— ¡A mí se me indemniza la mercancía o recurro a la autoridad! ¡Usted será muy artista, pero yo soy una mujer decente, que es más! ¿Se entera?

El mecánico de radios, en cuanto se enteró de lo ocurrido, cogió un berbiquí y cruzó a casa de Timoteo*. En la acera de allá se encontró con un amigo suyo que vendía mecheros y piedras en la calle de Postas. El vendedor de mecheros era un hombre ecuánime y de buen criterio*.

—No suba usted ahora, que está la sueca.

—Pero, hombre, es que le han pegado una patada en el vientre a mi señora. ¡Eso siempre ofende!

El vendedor de mecheros se encogió de hombros.

— ¡Allá usted! Lo que yo le digo es que no debía subir que está la sueca.

—Pero, entonces, ¿me voy a quedar así?

—Pues, sí, yo creo que es mejor. Después de todo, el Timoteo tampoco mató a su señora.

—Hombre, matarla, lo que se dice matarla, no, esa es la verdad. Pero el patadón fue de pronóstico*, no me lo negará usted. Si llega a estar en estado interesante la hace abortar*.

—Bueno, pero no estaba en estado interesante. [157]

—Sí, eso también es cierto.

El vendedor de mecheros remató sus buenos oficios de pacificador.

—Mire usted, Pío, los hombres tienen que estar por encima de ciertas cosas. Que suba usted ahora, todo acalorado y empuñado un berbiquí, no es correcto. Además, ya le digo, está la sueca.

—Bueno, bueno...

Los dos hombres se fueron a tomar un blanco. El tasquero*, que era un asturiano que se llamaba Manolín, los quiso obsequiar.



—¿Un caracolito, de tapa?*

—Bueno.

[II]

La dueña del puesto de chufas, como no le indemnizaba nadie, recurrió a la autoridad. La dueña del puesto de chufas se puso sus mejores trapitos, se recortó un poco el pelo del lunar que tenía en el entrecejo, se peinó con cuidado y se fue a la comisaría.

—Buenas.

En la puerta había dos guardias que ni le contestaron. Arriba, después de subir cinco o seis escalones, había dos guardias más.

—Buenas.

Uno de los guardias estaba dormido, apoyado en el radiador de la calefacción. La calefacción estaba apagada. El otro guardia, con una mano en la mejilla, parecía un muerto.

—Buenas.

A la dueña del puesto de chufas le contestaron otras tres señoras.158

—Buenas.

Las señoras estaban sentadas en un largo banco de tabla. Parecían muy listas y muy limpias. La dueña del puesto de chufas fue a sentarse en una punta del banco.

—Con permiso.

—Usted lo tiene.

La dueña del puesto de chufas, al principio, estaba como gallina en corral ajeno*. Después, cuando al cabo de un par de horas, fue tomando confianza, se puso a pensar: entonces yo voy y le digo, digo: mire usted, señor comisario, el artista fue y le dio una patada en la barriga a la señora de Pío. La señora de Pío, ¿sabe usted?, como le habían dado una patada en la barriga, salió reculando, claro, y, ¡zas!, me derribó el cajón y me tiró todo el género por el suelo. Entonces, el señor comisario...

Entonces, el señor comisario, desde dentro, gritó:

—¡García!

Y el guardia que parecía un muerto se levantó de un salto y entró en el despacho del señor comisario.

— ¡Mande!

El señor comisario, sin mirar a García, le dijo:

—Que pasen esas mujeres.

—Sí, señor.

García hizo pasar a las mujeres. La dueña del puesto de chufas entró también. Como el señor comisario mandó cerrar la puerta, no se sabe bien qué es lo que sucedió allí dentro. Seguramente, alguna confusión. La dueña del puesto de chufas, por más que hacía esfuerzos, no recordaba mucho, después, cuando [159] las cosas se arreglaron y ella trataba de explicarlo en la lechería o en la carbonería.

—A mí me decía el señor comisario: ¿cuántas piezas de tela llegó usted a vender a Pío?, y yo entonces iba y le decía: oiga usted, señor comisario, que el Pío es mecánico de radios. Para mí que allí había alguna confusión. Entonces, el señor comisario se quitó los lentes y me dijo: ¿usted es tonta?, y yo entonces, claro, le dije: no, señor, yo no.

—¿Y después?

—Pues nada. El señor comisario me dijo: ¿cómo se llama usted? Y yo le dije, digo: María. ¿María, qué? María de la Encarnación. ¿Y qué más? Pues nada más. El señor comisario se puso como rabioso; resulta que lo que quería saber eran los apellidos. Pues María de la Encarnación Peña Estévez. Eso.

—¿Y después?

—Pues nada. Me metieron en una camioneta, con las otras señoras, y nos llevaron a otro lado, a retratarnos.

—¿Y usted no decía nada?

—No, señor, yo nada. ¿Qué iba a decir? Tampoco tiene nada de malo eso de que la retraten a una. Vamos, ¡digo yo*!

El vendedor de mecheros, que tenía un amigo con mucha mano, arregló la cosa a la dueña del puesto de chufas. A los pocos días, ya le pudo decir:

—Oiga usted, señora Encarna, que la cosa ya está arreglada.

—¿Cuála?

—Lo de la comisaría. Mi amigo ya le arregló a usted la cosa. El señor comisario dice que es usted tonta. [160]

[III]

Timoteo Moragona y Juarrucho, a los dos o tres días, que ya se habían calmado los ánimos, probó a salir a la callo. Las vecinas lo miraron casi con simpatía. Entonces Timoteo se acercó a la dueña del puesto de chufas, y le dijo:

—Oiga usted, señora. Yo siento la mar* todo lo que ha pasado. Tuve un mal momento. Un mal momento lo tiene cualquiera, ¿verdad usted?

—Sí, sí. Un mal momento lo tiene cualquiera, ¡ya lo creo que lo tiene!

—Pues eso. Yo tuve un mal momento. Yo no quisiera perjudicarla a usted; así que me dice a cuánto ascienden los gastos y yo, a medida que vaya pudiendo, se lo voy pagando y en paz.

La dueña del puesto de chufas le contestó:

—No, no; yo tampoco quiero perjudicarle a usted. La verdad es que no fue más que el susto, la mercancía la pude recoger toda, me ayudaron algunas vecinas y pude recoger toda la mercancía.

Timoteo, después de hablar con la señora Encarna, se sintió con fuerzas para subir a casa de la ofendida. Le abrió la puerta el marido. Timoteo sintió un escalofrío por el lomo.

—Pase usted.

—Con permiso.

El marido le alcanzó una silla.

—Siéntese usted.

—Con permiso.

Timoteo hizo un esfuerzo y se arrancó.

—Mire usted, ¿sabe a lo que vengo? [161]

La señora de la patada asomó por la puerta. El marido le dijo:

—Quédate en la cocina, Matilde. Aquí el señor y yo vamos a hablar, de hombre a hombre.

La Matilde pegó un portazo y se puso a cantar flamenco. El marido miró a Timoteo.

—¡Las hay bestias!

—Sí, señor; hay algunas muy bestias.

El mecánico de radios sacó la petaca.

—¿Quiere liar un pito?

—Bueno, por no despreciar...*

Los dos hombres liaron sus pitillos en silen­cio. Después los encendieron. Después dieron algunas chupadas. El marido echaba el humo por la nariz, pero Timoteo no se atrevió y lo echaba por la boca y con poca fuerza. Después Timoteo, ya más confiado, habló: , —Pues, como le decía, ¿sabe usted a lo que vengo?

—Pues, hombre, no, usted dirá.

Timoteo sintió otro escalofrío por el lomo.

—Pues vengo a pedir perdón, porque yo, ¿sabe usted?, creo que lo cortés no quita a lo valiente.

Timoteo había hecho un gran esfuerzo y se sintió algo cansado. El mecánico de radios repuso, muy contento, de golpe.

—Sí, señor, eso es de caballeros, esa es una actitud que le honra a usted; en seguida se echa de ver que es usted un artista.

—Muchas gracias.

—No hay que darlas. Oiga usted, Moragona, le advierto a usted que esto de arreglar radios también tiene su arte...

— ¡Hombre, ya lo creo que la tiene! ¡Y mucha! [162]

[IV]

Timoteo Moragona y Juarrucho, hijo de Leoncio, sacristán, y de Julia, sus labores*, era natural de Purgapecados, ayuntamiento de Alarcón, provincia de Cuenca. Timoteo Moragona y Juarrucho tenía cuarenta años de edad y estaba casado, aunque sin hijos; había tenido dos, pero se le murieron, uno del tifus y otro ahogado en el Canalillo. Timoteo Moragona y Juarrucho había sido barbero, viajante de comercio, empleado de banca, capador de puercos, trompeta del Quinteto Caribe y cómico. Timoteo Moragona y Juarrucho, en la actualidad, era escultor abstracto de esos que hacen dos bolitas de barro y lo mismo lo titulan Atlético-Aviación que Panorámica del Huerto de los Olivos. A Timoteo Moragona y Juarrucho, quien lo había metido en eso de la escultura abstracta había sido su señora, doña Ragnhild Braviken de Moragona, una sueca flaca, larguirucha y albina, que había conocido en Cebreros (Avila), de una vez que fue con su troupe* a representar un drama que se titulaba Pobre y ciego: dos desgracias, y que arrancaba con un parlamento muy aplaudido que empezaba así:

Soy Aniceto Carrasclás,

el hombre que se come los residuos

que abandonan los demás.

Doña Ragnhild Braviken de Moragona había caído por Cebreros* vendiendo un producto para conservar el vino, que se llamaba conservol. Doña Ragnhild Braviken de Moragona, que entonces aún no era de Moragona, había [163] cogido el gusto al vino* de Cebreros y llevaba quince días, o más, metida en la fonda y enganchando unas merluzas como pianos*.

Cuando doña Ragnhild Braviken de Moragona vio recitar a Timoteo, que lo hacía con muy buena escuela, se dijo: ¡éste es mi hombre!, y aquella misma noche, en el comedor de la fonda, se le declaró.

— ¡Oh, Timoteo!—le dijo—. ¡Me encuentro muy sola! Las suecas, en cuanto que nos sacan de Suecia, ¡nos encontramos tan solas!

Timoteo estaba muy en su papel.

—Ya me hago cargo—le respondió—; a los de mi pueblo nos pasa igual.

Entre doña Ragnhild y Timoteo pronto se estableció una corriente de efluvios amorosos. Los efluvios amorosos son así como las ondas hertzianas, que no son visibles al ojo humano ni aún con la ayuda de lentes de aumento.

— ¡Oh, Timoteo! Cuatro brazos reman mejor que dos en la barca de la vida...

A Timoteo, aunque le gustó la frase, como era del interior* no la entendió mucho.

—Sí, sí, lo más seguro.

— ¡Oh, Timoteo, claro que sí! Un alma gemela...

—¿Eh?

—Un alma gemela...

—¡Ahí

—Sí, un alma gemela. Encontrar un alma gemela en la que mirarse reflejaba como en un espejo.

—Ya.

—Y un corazón hermano en el que una se sienta latir.

—Ya. [164]

—Y un hombro amigo en el que apoyarse en el camino de la existencia.

—Ya.

Timoteo Moragona y Juarrucho notó que doña Ragnhild no le era nada, pero que nada indiferente*. Timoteo Moragona y Juarrucho se puso sentimental, como era su deber.

—Pero yo, doña Ragnhild, un pobre cómico sin fortuna...

Timoteo Moragona y Juarrucho, a doña Ragnhild, la llamaba doña Ranil.

—No se preocupe por eso, Timo* —respondió mimosa, doña Ragnhild.

Timoteo Moragona y Juarrucho la atajó, rápido.

—No me llame Timo, por favor, no me agrada. Si se siente cariñosa llámeme Teo, lo prefiero.

Doña Ragnhild puso la voz melosa y persuasiva.

—Gomo gustes, Teo. ¿Me permites que te tutee?

A doña Ragnhild le corría una chinche por el borde del escote.

—Cuidado, esa chinche, doña Ragnhild, que no se le meta dentro.

Doña Ragnhild Braviken cogió la chinche y la espachurró* entre dos dedos. Después la pegó debajo del asiento.

— ¡Pobre hemíptero*!
—¿Cómo?

—Que pobrecito hemíptero.

— ¡Ah, ya! Sí, ese ya pasó a mejor vida.
Doña Ragnhild volvió a poner la voz melosa y persuasiva.

—Decía, amigo Teo, si me permitirías tutearte. [165]

Timoteo estaba un poco confuso. El, la verdad sea dicha, tenía poca experiencia con extranjeras, y con suecas, aún menos.

—Como usted guste, doña Ragnhild, para mí es un honor.

— ¡Oh, Teo! Pero tú no has de llamarme doña Ragnhild, tú has de llamarme Ragnhild, simplemente. Es más familiar, más íntimo...

—Como usted guste. No sé si me acostumbraré. ¡Como es usted sueca!

— ¡Oh, Teo! ¿Qué importa eso? Yo, antes que sueca, soy mujer; una mujer cuyo seco corazón ha latido al verte...

—Ya.

Timoteo y doña Ragnhild se encontraron, de repente, cogidos de la mano.

—Y tú has de tutearme también.

Timoteo Moragona y Juarrucho respondió con un hilo de voz:

—Sí.

—A ver, prueba.

Timoteo Moragona y Juarrucho hizo un esfuerzo supremo.

-Oye.

-¿Qué?

—Nada, era para tutearte.

Doña Ragnhild y Timoteo empezaron a reírse a grandes carcajadas. Después pidieron una botella de sidra y se la beberon. Los dos eran felices, muy felices, infinitamente felices.

Al día siguiente, Timoteo dio la noticia a la compañía. Estaba muy inspirado y rebosante de dicha y habló durante media hora y además muy bien.

—Pues eso es todo, amigos míos: me caso y quiero que conozcáis a mi novia, a mi [166]

prometida ya. Nuestros caminos, de ahora en adelante, serán distintos; pero en mi corazón siempre habrá, en lugar preferente, un cariñoso recuerdo para todos vosotros, los compañeros que sois testigos de mi amor.

La compañía estaba algo emocionada.

—Y ahora os voy a presentar a mi novia; pero antes quiero que sepáis su nombre: mi novia, alguno de vosotros quizá lo sospechéis, se llama Ragnhild; yo lo pronuncio mal, pero se llama así.

La característica de la compañía le preguntó:

—Pero, oye, Timoteo, ¿esa no es la sueca de la fonda?

Timoteo Moragona y Juarrucho hinchó el pecho con orgullo, parecía un atleta sueco antes de lanzar la jabalina a la mar de metros de distancia.

—La misma que viste y calza*.

—Pero, hijo, ¿tú ya sabes que se da al vino?

Timoteo se puso serio. Ahora ya no parecía un atleta sueco, ahora parecía un sacerdote indio.

— Lo que yo sé, señora, es que no hago caso de habladurías. Lo que yo sé es que mi espíritu ha superado multitud de pequeneces y cominerías. Lo que yo sé es que estamos hechos el uno para el otro. Lo que yo sé es que somos dos almas gemelas. Lo que yo sé es que tenemos dos corazones hermanos. Lo que yo sé es que mi hombro será un apoyo en su existir. Lo que yo sé...

—Bueno, bueno.

Timoteo Moragona y Juarrucho se calló. Timoteo Moragona y Juarrucho tenía la boca [167]

seca. Timoteo Moragona y Juarrucho se casó con doña Ragnhild Braviken en quince días. —A la ocasión la pintan calva* —se decía Timoteo—, y cuando pasan rábanos, comprarlos*. ¡Anda y que iba a dejar yo que se escapase esta sueca, con lo culta que es*!

[V]

En los primeros tiempos de su matrimonio, Timoteo ayudó a su señora a vender conservol.

—¿Quiere usted que su vino no se pique*, ni se avinagre, ni se eche a perder? —decía a los bodegueros Timoteo—. ¿Quiere usted que los caldos conserven todas sus esencias? ¿Sí? ¡Pues use usted conservol, el producto que yo corro, que es talmente un seguro de vida para el vino!

Con el negocio de doña Ragnhild no se ganaba mucho, esa es la verdad; pero se iba comiendo y bebiendo, que es lo principal.

Doña Ragnhild tenía, cierto es, unas costumbres algo extrañas; pero Timoteo pronto se acostumbró. Timoteo era bastante adaptable.

Un día, doña Ragnhild le dijo a Timoteo, sin más ni más:

—Teo, tú eres un artista; tú no puedes perderte vendiendo conservol. Tú no te perteneces, los artistas no os pertenecéis. Tú perteneces a la humanidad, a la cultura, a la historia del arte...

—¡Hombre, no sé*!

— ¡Yo sí lo sé! Tú eres un artista, un artista que no ha encontrado aún su camino. Pero yo consagraré mi vida a mostrártelo y dedicaré [168] mis mejores horas a lanzarte. ¡Desde hoy ya no venderemos más conservol! ¡Que lo vendan otros! ¡Tú eres un artista y yo, Teo mío, la compañera de ese artista!

Doña Raghnild dejó caer dos lágrimas por la mejilla abajo. Una se le paró en la boca, pero la otra llegó más allá, hasta el sitio por donde anduvo la chinche el día de la declaración.

—¡El sueño dorado de mi adolescencia!

Timoteo estaba como preocupado. A veces llegaba a pensar si su señora no estaría loca como una cabra.

—Pero mira una cosa, Ragnhild, el caso es que yo...

—Nada, Teo mío, nada. Tú eres un artista y nada más que un artista. Los artistas pasan por momentos de crisis en los que no se dan cuenta de que lo son. Son baches* propios de su manera de ser.

—Ya, ya...

—Eso. Un artista que necesita encontrar su camino.

Timoteo Maragona y Juarrucho procuró meter baza.

—A eso iba*, a lo del camino.

Doña Ragnhild sonrió benévolamente. En feo, consiguió una expresión algo parecida a la de la Gioconda*.

—Pero eso también está pensado, Teo mío, eso ya está previsto; tu camino será el de la escultura. ¡Tú serás escultor!

—¿Escultor?

—Sí, escultor, ¿es que no te gusta? ¡El del escultor es el más bello oficio! ¡El del escultor es casi un oficio divino!

—Sí, sí, ya me hago cargo; lo malo es que no sé si sabré. La verdad es que yo no lo había pensado nunca. ¿Tú crees que sabré?

—¿Que si sabrás? ¡Pobre Teo mío! ¡No has de saber!

Timoteo no veía muy claro eso de que supiese hacer esculturas.

—Pues, no, Ragnhild, queridita, no te incomodes, pero a mí me parece que de eso no sé ni palabra.

Doña Ragnhild procuró tranquilizarlo.

—No te preocupes, Teo, tú no te preocupes por nada, procura conservar la cabeza fresca para tu arte. Mañana compraremos algo de barro y tú empezarás a modelar. ¡Ya verás cómo te ilusiona ver brotar la vida entre tus manos!

—Ya, ya...

Al día siguiente, doña Ragnhild compró algo de barro y Timoteo Moragona y Juarrucho empezó a modelar esculturas. Lo primero que hizo fue una cosa que se parecía a una libreta de pan. Doña Ragnhild le puso el título Muchacha en traje de calle. Doña Ragnhild fue, ya desde el principio, la encargada de buscar títulos para las obras de Timoteo. Timoteo hacía lo que podía y después doña Ragnhild lo bautizaba.

[VI]

Doña Ragnhild y Timoteo vivían en un ático de la calle del Marqués de Zafra, por detrás del paseo de Ronda. Timoteo, a fuerza de hacer esculturas, llegó a cobrarle afición al oficio y, al final, ya le iban gustando sus

obras. En eso, como en todo, influye mucho la costumbre.

Doña Ragnhild, al poco tiempo de casada, empezó a sacar un genio de mil diablos* y, cuando Timoteo no trabajaba con aplicación, le daba con la mano. Un día que Timoteo no estaba en vena, doña Ragnhild, que tenía el vino atravesado*, le tiró a la cabeza un bidet portátil y le hizo una marca en la frente y otra en una patilla. El bidet quedó hecho puré*, y Timoteo lo sintió mucho porque era un bidet muy bueno, un bidet marca Sanitas, modelo 1929, que había comprado en el Rastro, bastante barato, y que usaba para mojar los paños con los que cubría el barro para que no se secase ni se cuartease.

El número del bidet pronto trascendió a la vecindad y la gente empezó a tratar con respeto y con miramiento a la sueca.

— ¡Caray, qué tía! ¡Cualquiera le gasta una broma*!

Doña Ragnhild y Timoteo, como no conseguían vender ninguna escultura, tomaron unos realquilados*, con derecho a cocina, para ver de ayudarse un poco, y sembraron setas en la terraza, en unos tiestos muy bien dispuestos y preparados ad hoc*, como se dice. Lo de los realquilados había sido idea de Timoteo, y lo de las setas, de doña Ragnhild. Cien tiestos de setas, según los cálculos de doña Ragnhild Braviken de Moragona, podían dejar libres cuatro mil duros al año. Timoteo, por indicación de su señora, se pasó varias semanas haciendo tiestos. Los tiestos de Timoteo eran unos tiestos de artesanía, unos tiestos todos distintos, cada uno con su peculiaridad, con

su sello especial. Al principio no le salían muy derechos; pero los últimos ya le iban saliendo bordados, parecían de tienda.

El negocio de las setas, aunque estaba muy bien pensado y se habían tomado todas las precauciones, falló porque uno de los realquilados, que era un envidioso y un haragán, empezó a decir por la vecindad que las setas eran venenosas y que lo que querían Timoteo y doña Ragnhild era matarlos a todos. Doña Ragnhild, cuando localizó al realquilado que les había hecho la pascua*, lo puso en la escalera a empujones y, además, no le dio su maleta.

—Si no me da usted mi maleta, la denuncio a usted en la comisaría.

—Bueno, y si me denuncia usted en la comisaría yo, donde le vea, le saco los ojos.

El realquilado se fue y no debió decir ni palabra* en la comisaría porque allí, a casa de Timoteo, no fue nadie a reclamar nada.

Con lo que le dieron por la maleta y algunas cosas que había dentro, doña Ragnhild se compró unos zapatos para ella y una corbata, muy lucida, para Timoteo.

Después, como aún le habían sobrado seis reales, se tomó un helado de tres gustos: vainilla, chocolate y coco.

[VII]

Doña Ragnhild y Timoteo, el verano después del incidente, se encontraron una tarde con la Matilde y con Pío en la Casa de Campo*. Se saludaron muy finos y dieron muestras de buena educación y compostura.

—¿Que, cómo están ustedes?

—Pues ya lo ven, muy bien, ¿y ustedes?

—Pues vamos tirandillo*...

Algunos matrimonios, con sus niños, andaban contemplando la naturaleza. Por allí había niños de muchas clases: niños que parecían saltamontes, niños que semejaban ranas, niños con cara de pájaro, niños con mirada de burro, niños pelones, niños cejijuntos, niños cabezotas, niños viciosos con las orejas transparentes...

Doña Ragnhild y su marido y la Matilde y el suyo, se pusieron a pasear juntos como si nada hubiera sucedido.

—Aquí se respira, ¿eh?

— ¡Ya lo creo! Aquí sí que se respira.

Algunos matrimonios, en vez de niños, sacaban niñas a tomar el aire. Las niñas eran también de especies muy variadas: niñas que eran igual que aves zancudas, niñas de color de sardina, niñas con nariz de loro, niñas que olían mal, niñas algo calvas, niñas estrábicas, niñas que crecían sólo de un lado, niñas ruines con las orejas despegadas...

A veces se veía una niña algo mona, rubita y con el delantal limpio, que caminaba azarada, avergonzada, tímida, sin despegarse de la mano del padre.

Guando salieron de la Casa de Campo, Pío dijo:

—Si ustedes me lo aceptan, yo les invito a una horchata ahí fuera, en el camino de la estación.

—Bueno, muy complacidos —dijo doña Ragnhild—, ¡si mi marido no tiene inconveniente!

A Timoteo Moragona y Juarrucho, le causó mucha extrañeza la amabilidad de su señora.

—No, no, yo no. ¿Qué inconveniente voy a tener, si se trata de dos buenos amigos?

— ¡Claro!—dijo el mecánico de radios.

A la Matilde, otra le quedaba dentro*.

[VIII]

Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo eran cinco; mejor dicho, eran más: los que eran cinco eran los pucheros que se ponían a hervir en la cocina.

Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo formaban cinco grupos, cinco tribus, algunas monoplaza.

Los realquilados de doña Ragnhild y Timoteo eran los siguientes:

Felipe Oviedo de la Hoz, sargento de oficinas militares, con su señora, Esperancita Martínez Toledano, que era muy joven, y tres nenes: Felipín, treinta meses; Agustinín, dieciséis meses, y Ricardín, cuatro meses. Este matrimonio tenía un canario que se llamaba Carlitos, una tortuga sin nombre propio y una olla exprés* que silbaba igualito que el tren.

Madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal, linajuda señora francesa venida a menos y orgullosa, legitimista y patriótica. Esta señora tenía un bisoñe, un sombrero, retratos, muchos retratos de mejores tiempos. Los retratos estaban todos dedicados, algunos con dedicatorias muy largas, pero, claro, como lo habían puesto en francés, no se entendía casi nada.

La señora Aureliana Hernández Expósito, que se pasaba el día, dale que dale*, haciendo encaje de bolillos que después vendía por varas en las mercerías. Esta señora no tenía nada más que lo puesto, que tampoco era mucho. La desdichada era más pobre que las ratas. Por no tener, no tenía ni habitación y dormía en el pasillo, en una colchoneta medio hueca que recogía cuidadosamente cada mañana, antes de que los demás se levantasen. La señora Aureliana pagaba por su trocito de pasillo un pan de munición*, que nadie pudo saber nunca de dónde lo sacaba, pero que estaba siempre tierno y recién hecho.

Pili Martín, suripanta teñida de rubio platino, y su mamá, doña Pili Martín, exsuripanta teñida de rubio natural. Pili y doña Pili tenían algo de ropa y dos capitas* de piel. En realidad, estos bienes eran restos de pasadas grandezas de doña Pili, pero ella solía prestárselos a Pili para que fuera siempre bien arregladita. Pili no tenía joyas, pero ya le habían hecho alguna promesa. Por algo se empieza, y además, como decía su mamá, ¡qué caramba, no se tomó Zamora en una hora!*

El dueño del último, del más reciente de los pucheros, era Nicanor de Pablos Santafé, empleado del gas, que vino a suceder a Modesto López López, que fue el realquilado al que doña Ragnhild echó a la calle por lo de las setas. Nicanor de Pablos padecía del vientre y se pasaba el día tomando unos polvos negros para evitar los ruidos y los murmullos intestinales. Nicanor de Pablos tenía un pez en una pecera y un parchís* muy lujoso con el

tablero de cristal y las fichas y los dados de plexiglás.

Entre los realquilados y aunque el parchís vino a distraer y a calmar un tanto los ánimos, había un odio sordo y mal disimulado, que algunos días estallaba en la cocina. Doña Ragnhild, cuando oía reñir a los realquilados, iba a la cocina y los echaba a todos. Los realquilados salían sin rechistar y se encerraban en sus habitaciones, de donde no se atrevían a asomar la jeta ni para ir al water*. Los días en que esto pasaba, los realquilados comían pan y algo de queso, si tenían.

El sargento Felipe, que era muy ocurrente y chistoso, fue poniendo motes a todos sus compañeros de techo y, a medida que iba teniendo ocasión, iba diciendo, a cada cual, los de los demás.

A madame Ginette le puso la Franchuta; a la señora Aureliana, la Paleta; a Pili, miss Europa; a la mamá de Pili, la Reina Madre; a Nicanor, el Gaseoso; a Timoteo, el Escultor; y a doña Ragnhild, la Sueca. Como se podrá observar, el sargento Felipe era un hombre de ingenio. Madame Ginette, al sargento Felipe, le llamaba Foch*.

Cuando lo de la patada de Timoteo a la Matilde, los realquilados, aunque lo disimulaban lo mejor que podían por miedo a doña Ragnhild, hubieran deseado que el mecánico de radios le metiera el berbiquí en la barriga al artista.

—Eso es una vergüenza —le decía la Esperancita a la señora Aureliana, que era con quien tenía más confianza—, a eso no hay derecho. Pegarle una patada en el vientre a

una señora, que además no es la de él, no es de caballeros, ¿verdad usted?

—Y usted que lo diga, hija —lo respondía doña Aureliaua, bajando la vista—, y usted que lo diga*.

La única persona que tomó el partido de 'I'imoteo fue madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal, que también era amiga de las bellas artes. Madame Ginette Dupont de la Brunetiére de la Falaise-Royal fue a ver a doña Ragnhild y le dijo, en francés:

—Vengo a felicitarla a usted, señora. Yo mo siento muy dichosa de que su marido le haya pegado con el pie a esa ordinaria vecina.

—Muchas gracias, madame, muchas gracias. ¿Conocía usted a la Matilde?

— ¡Oh, no, no, señora! Yo no la conocía, Pero yo me siento muy dichosa de que su marido le haya pegado con el pie a esa ordinaria vecina.

—Muchas gracias, madame, muchas gracias. Yo también me he alegrado bastante.

[IX]

Timoteo Moragona y Juarrucho, cuando ya tuvo algo de obra, preparó una exposición en los salones de los Amigos del Arte Abstracto (A.A.A.), que era una sociedad dedicada al Tomento de las nuevas corrientes de expresión artística al par que a la vivificación de las más interesantes facetas del preterido y auténtico arte tradicional, portador de los más altos mensajes del espíritu. Esto era, por lo menos, lo que decían unas hojitas de papel verde que

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fueron repartiendo, casa por casa, como los boletines de suscripción de las mutuas de entierro, algunos artistas jóvenes cuya contribución material a la noble empresa tanto es de agradecer.

El catálogo de Timoteo Moragona y Juarrucho era sobrio y elegante. Estaba impreso en cartulina y tenía cuatro páginas: en la primera, hacia la mitad, un poco más arriba, venía retratada una de sus obras; encima se leía Timoteo Moragona y Juarrucho, 15 esculturas, y debajo decía: A.A.A. XV Exposición, 20 noviembre - 15 diciembre.

En la segunda página iban unas palabras de presentación de un crítico; como no se entendían mucho, no las copiamos aquí.En la tercera aparecía el catálogo. Primero se leía

CATALOGO, en letras mayúsculas, y después, en fila india, la lista de las obras: 1, Muchacha en traje de calle. 2, Muchacha en traje de noche. 3, Muchacha en traje de baño. 4, Maternidad. 5, Paternidad. 6, Gacelas. 7, Proyecto de monumento. 8, Discóbolo. 9, Toro en la agonía. 10, al 15, Formas.

En la última página no aparecía más que el anagrama A.A.A., pintado de una forma muy original. Así, sobre poco más o menos:



Timoteo Moragona y Juarrucho, antes de inaugurar su exposición, recibía ánimos de doña Ragnhild y de algunos amigos.

—Este es un paso muy importante en tu carrera artística, Teo mío —le decía doña Ragnhild—, un paso definitivo.

—Ya, ya...

Los amigos también procuraban levantarle el espíritu.

—Será una lección que demos a los artistas decadentes, ya lo verás. Tu exposición será un gran éxito de crítica.

—Y de público—objetó un jovencito algo suciejo*—, y de público también.

—De público, no sé; al público hay que irlo educando poco a poco. Pero de crítica, ¡ya lo creo! De crítica va a ser un éxito sonado.

—Y de público, y de público. El público viene detrás de la crítica.

—¡No, señor! ¡El público no lee las críticas! La exposición de Moragona será un éxito de crítica, pero no de público. ¡Y si no, al tiempo!* Las formas de Moragona no pueden ser apreciadas más que por una minoría.

—Pues yo digo que Moragona también va a tener un gran éxito de público.

—¡No, señor! ¡De crítica, sólo!

—¡Y de público!

—¡De crítica!

—¡De público!

—¡No!

—¡Sí!

Timoteo Moragona y Juarrucho procuró atemperar los pareceres. Timoteo Moragona y Juarrucbo no era hombre de grandes habilidades diplomáticas, pero aquel día estuvo afortunado...

—Bueno, no discutir. Ya saldremos de dudas...

Timoteo Moragona y Juarrucho estaba nervioso y pusilánime. Doña Ragnhild le había dado unas pildoras de fósforo, pero se conoce que no le habían hecho mucho efecto.

[X]

Felipe Oviedo de la Hoz, el sargento de oficinas militares, era recitador aficionado y en cierta ocasión, con la ayuda de Pío, el mecánico de radios, que tenía algún conocimiento en las alturas y recomendó al Felipe con interés, consiguió salir en Fiesta en el aire, una función que se transmitía a todos los hogares de España, según aseguraba el locutor, desde el escenario del antiguo teatro Pardiñas, hoy cine Alcalá.

Felipe Oviedo de la Hoz, cuando lo avisaron, creyó enloquecer y se estuvo varios días sin fumar y haciendo gárgaras con clara de huevo para aclarar la voz. Lo de no fumar lo llevó bien, aunque le puso un poco nervioso, pero lo de las gárgaras le daba unas náuseas tremendas y le hacía vomitar.

Su señora, la Esperancita, le decía:

—Mira, Felipe, si sigues arrojando vas a tener que suprimir las gárgaras, porque te vas a debilitar.

Felipe Oviedo de la Hoz ponía un gesto casi heroico para responder:

— ¡Nada me importa la debilidad de la carne si mantengo el espíritu fuerte! ¡Lo que yo quiero es tener clara y bien timbrada la voz para poder ofrecerte mi triunfo en Fiesta en el aire!

Entonces la Esperancita, toda emocionada, lo daba un beso.

— ¡Ay, Felipe, qué bueno eres! ¡Ay, Felipe, qué feliz me haces! ¡Ay, Felipe, cuántas gracias tengo que dar a Dios por haberte puesto cu mi camino! ¡Ay, Felipe...!

Felipe Oviedo de la Hoz se pasaba las noches de claro en claro aprendiéndose de memoria 101 embargo, Cara al cielo y Bálsamo casero, de Gabriel y Galán*. Por el día procuraba hablar con acento extremeño al objeto de dar un mayor realismo a su actuación. Tan metido estaba en su papel que una mañana, en la oficina, lo mandó llamar el teniente, y Felipe se le presentó diciendo:

— ¡Mándimi-sté, mi tinienti!

El teniente, que era un cincuentón de malas pulgas, se le quedó mirando.

—¿Por qué se le ocurre a usted hablarme así? ¿De dónde cuernos sacó usted* ese hablar entre asturiano y extremeño?

Felipe Oviedo de la Hoz volvió a la realidad. Miró los desconchados de las paredes, miró los montones de legajos amontonados en un rincón, miró para los bigotes del teniente...

—Sí—se dijo—, estoy en capitanía.

Felipe Oviedo de la Hoz procuró sonreír para hablar con el teniente.

—Perdone usted, mi teniente, es que un servidor, ¿sabe usted?, va a actuar en Fiesta en el aire.

El teniente frunció el ceño.

—¿En qué?

—En Fiesta en el aire, mi teniente.

El teniente se pasó una mano por el bigote. Cuando el teniente se pasaba la mano por el

bigote, era señal de que iba a sacar a relucir el grado*.

—Oiga usted, sargento, ¿se da usted cuenta de que está hablando con un superior?

A Filipe Oviedo de la Hoz empezaron a zumbarle un poquito los oídos.

—Sí, mi teniente, usted perdone, es que un servidor, ¿sabe usted?, va a actuar en Fiesta en el aire, se lo juro a usted.

El teniente pegó un puñetazo en la mesa. El tintero pegó un saltito, pero no se derramó.

—Sargento, ¡estoy por decirle a usted que es una muía de varas*! ¿Qué diablos coronados es eso de Fiesta en el aire?

Felipe Oviedo de la Hoz estaba pasadito*.

—Perdone, mi teniente, es una emisión cara al público.

El teniente se puso congestionado. El cogote parecía que le iba a saltar igual que un obús.

—¿Usted cree que esto es serio, sargento? ¿Usted cree que un sargento de oficinas militares, con destino en la capitanía general, se puede permitir el lujo de andar por ahí adelante como un zascandil? ¡Conteste!

Felipe Oviedo de la Hoz notó que una nube de color malva se le ponía delante de los ojos. Felipe Oviedo de la Hoz empezó a navegar en la nube. La nube era blanda, muy blanda... Felipe Oviedo de la Hoz, de haberse muerto en aquel momento, hubiera entrado en el limbo de cabeza. Felipe Oviedo de la Hoz perdió la memoria. Felipe Oviedo de la Hoz empezó a hablar otra vez con acento extremeño.

—Sigún como se mire*, mi tinienti.

Al teniente le bizqueó la mirada de un modo

siniestro. Las paredes del despacho del teniente retumbaron con el alarido que pegó.

—¡¡Eh!!

Felipe Oviedo de la Hoz, pálido, demudado, casi agonizante, se arrancó:

Estamos perdíos,

no hay que dali güeltas*.

Felipe Oviedo de la Hoz sintió un extraño y misterioso placer. A lo mejor, el nirvana es algo parecido.

El teniente empezó a temblar como un lobo, el teniente estaba al borde del coma.

-¡¡Eh!!

Felipe Oviedo de la Hoz, con su último aliento, pudo suplicar:

—Usted perdone, mi teniente, un servidor se encuentra mal...

— ¡Peor se va a encontrar usted a consecuencia de su estúpido comportamiento!

Felipe Oviedo de la Hoz hizo un extraño* y se cayó al suelo, redondo. El teniente lo levantó y lo arrastró hasta una silla.

— ¡Ordenanza! ¡Atienda usted al sargento! ¡Vacíele un par de botijos por la cabeza, se conoce que le ha dado un mareo! ¡En cuanto vuelva en sí, condúzcalo al botiquín!

—Sí, mi teniente.

[XI]

Doña Ragnhild y Timoteo, la víspera de la apertura de la exposición, se fueron a Conga, a distraerse un poco. Se sentaron a una mesa cerca de la pista, para ver mejor las atracciones, y esperaron a que llegase el camarero.

— ¿Qué va a ser?

Timoteo, galantemente, le preguntó a su señora:

—¿Tú qué quieres tomar?

—Pernod*.

—Bien.

Timoteo se dirigió al camarero.

— La señora va a tomar pernod, a mí tráigame una copita de..., de cualquier cosa.

—¿Málaga?

—Bueno.

—Muy bien.

En la mesa de al lado estaba la señorita Pili con tres amigas; sobre la mesa no había más que una jarra de agua, mediada, y una copa con cinco o seis pajitas envueltas, cada una, en su papel.

La señorita Pili, al principio, procuró disimular; después, cuando ya no tuvo más remedio, saludó.

—Buenas noches, ¿y ustedes por aquí?

—Pues ya ve, a echar una canita al aire*.

—Vaya, vaya... No sabía yo que tenía unos amigos tan animados.

—Pues, sí... ¡Ya ve!

Doña Ragnhild, por lo bajo, le dijo a Timoteo:

—Oye, Teo, invítalas; mañana es un día grande para nosotros.

Timoteo se quedó mirando fijo para doña Ragnhild.

—¿Me llegará*?

—Sí, yo tengo algo en el bolso.

Timoteo se volvió a la mesa de la señorita Pili.

—Aquí, mi señora y yo, tenemos mucho gusto en invitarlas a algo, ¿Qué quieren ustedes tomar?

La señorita Pili y sus amigas pegaron un salto, cogieron sus sillas y se sentaron a la mesa de doña Ragnhild y de Timoteo. Timoteo, al verlas venir, se asustó un poco.

—Pues, muchas gracias. Nosotros tomare­mos lo que ustedes tengan voluntad en invitarnos.

Timoteo, aunque no estaba muy acostumbra­do, procuraba recomendarse aplomo.

—No, no, no faltaría más*, lo que ustedes deseen; mi señora y yo tenemos mucho gusto en invitarlas a lo que más les apetezca.

El camarero llegó con las consumiciones* de doña Ragnhild y Timoteo. Las chicas apro­vecharon la ocasión.

—Pues yo un cuba libre*.

—Y yo una copita de anís.

—Y yo también.

—A mí tráigame un batido*.

El camarero no le preguntó de qué quería el batido.

La señorita Pili estaba muy contenta; eso de alternar con doña Ragnhild y con Timoteo le llenaba de orgullo.

—Bueno, les voy a presentar. Aquí un matrimonio amigo.

—Mucho gusto.

—El gusto es nuestro.

La señorita Pili continuó:

—La señora es extranjera y el señor es artista.

—¡Ah!

—Y aquí, tres amiguitas: la señorita Maru, la señorita Loli y la señorita Conchi. —Tanto gusto. —El gusto es el de nosotras.

La señorita Pili redondeó la presentación.

— La señorita Maní es de Tánger, Tánger es muy bonito.

—Ya, ya.

—La señorita Loli es gallega.

—¡Ah! ¿Sí?

La señorita Loli intervino.

—Sí, señor, una servidora se llama Loli Cela.

— ¡Ah! ¿Es usted prima del escritor?

—Pues, sí, somos algo parientes: primos hermanos no somos, pero algo parientes, sí.

—Ya, ya. ¿Y lo trata usted?

—Pues no, ya ve. Antes sí, antes solía venir alguna vez por aquí, pero ahora, con eso de que publica en los papeles y de que se casó con una señorita...

Timoteo quiso hacer una frase, pero no le salió bien del todo.

—Eso es la vida, hija, ¡el mundo está lleno de desagradecidos!

—Claro, eso es lo que dice una...

La señorita Pili volvió a la carga.

— ¡Anda, y no hablar de parientes orgullosos! ¿Que escribe en los papeles? ¡Pues que con su pan se lo coma!* ¿Que se casó con una señorita? ¡Pues anda, y que le den morcilla!*

—Muy bien hablado.

—Pues, claro. ¡Qué tanto amolar*!

La señorita Pili se había acalorado, pero pronto se le quitó.

—La señorita Conchi es de aquí de la provincia, es de Puebla de la Mujer Muerta.

—Ya.

La señorita Pili llevaba un jersey color burdeos, la señorita Maru llevaba una rebeca*

beige, la señorita Loli llevaba un sweater verde manzana, la señorita Conchi llevaba una blusita cruda algo zurcidilla por el sobaco.

La señorita Maru era la que parecía más decidida.

—De modo que usted, ¿es extranjera?

—Sí.

—¿De dónde?

—De Suecia.

—Y eso, ¿hacia dónde cae?

Doña Ragnhild estaba contenta, pero no tenía ganas de meterse en explicaciones.

—Muy lejos de aquí.

La señorita Maru era infatigable y curiosa; hubiera hecho un buen agente de policía. La señorita Maru, al ver que doña Ragnhild se le cerraba en banda*, se volvió a Timoteo.

—Y usted es artista, ¿eh?

—Eso es, sí, señorita; artista, para servirle— lo contestó Timoteo con aire jovial.

—¿De teatro?

Timoteo recordó, sobre la marcha, sus pasados tiempos de Pobre y ciego: dos desgracias.

—No, no.

—¿De cine, entonces?

Timoteo sonrió con amabilidad. En el fondo, le daba un poco de vergüenza eso de tener que llevarle siempre la contraria a la señorita Maru. La señorita Maru era muy vistosa. La señorita Maru era alta y morena. La señorita Maru tenía unos ojos negros muy bonitos. La señorita Maru llevaba un tatuaje en la barbilla. A Timoteo le dieron ganas de darle con saliva, a ver si salía o era de verdad.

—No, tampoco; de cine, tampoco. Ni de

circo. Yo, señorita, soy un artista, ¿cómo le diría? un artista de otra clase.

— ¡Ah! ¿Y de qué clase?

La señorita Pili volvió a intervenir. La señorita Pili estaba haciendo el difícil papel de director de debates.

— ¡No seas preguntona, mujer! El señor es artista serio, es artista de bellas artes.

—¡Ah!

—El señor es artista escultor, de los que hacen esculturas.

— ¡Ah, ya!

La señorita Pili remachó bien el clavo*.

—Y monumentos, y figuras, y todo lo que se tercie.

—¡Ah, ya! Ahora ya comprendo. Vamos, que el señor es un artista serio, un artista de bellas artes.

—¡Pues claro, mujer, pues claro!

[XII]

Al día siguiente, doña Ragnhild, con sus zapatos de estreno, unos zapatos azules y sin tacón, y Timoteo, con su corbatita nueva, se fueron a la sala de la A.A.A., a inaugurar su exposición.

Doña Ragnhild, por el camino, se acordó de Modesto López López, el realquilado del lío de las setas y dueño de la maleta que doña Ragnhild vendió para comprar la corbata de Timoteo y sus zapatos y el helado de tres gustos.

— ¡Qué cosas más raras piensa una!—pensó doña Ragnhild—, ¡mira tú que acordarme ahora de aquel piernas* desgraciado!

Timoteo iba todo nervioso.

—Oye, Ragnhild, chata*: ¿no iremos un poco pronto?

Doña Ragnhild creyó que lo mejor sería mostrarse enérgica para levantar el ánimo a su marido.

—No no; a estas cosas conviene siempre llegar a tiempo, llegar antes de que llegue la gente.

—Bueno, como tú quieras.

Timoteo caminó en silencio un par de cientos de pasos. A Timoteo, en el fondo, le causaba cierta extrañeza el hecho de que no le mirase la gente.

— ¡Mira que es burra la gente! —pensaba—. ¡Aquí ya puede inaugurar una exposición Miguel Ángel*, que por la calle no le mira ni su padre!

Timoteo quiso desechar los malos pensamientos y volvió a la carga. A lo mejor de esta vez tenía más suerte.

—Oye, Ragnhild, chata, ¿te parece que nos tomemos un blanco en cualquier tasca de por aquí?

—No, no, no conviene beber; en estos mo­mentos necesitamos tener plena conciencia de todos nuestros actos.

Timoteo preguntó una tontería.

—¿Hasta de los más insignificantes?

—Sí, Teo mío, hasta de los más insignificantes.

—Bueno, bueno.

Doña Ragnhild no se conformó.

—Y además hay que llegar a tiempo, ya te digo, hay que llegar antes de que llegue la gente.

—Bueno, mujer, bueno.

Doña Ragnhild y Timoteo llegaron al local de la A.A.A. Las luces aún no estaban dadas del todo. Timoteo, al entrar, no vio un escalón que había y se fue a dar con la boca contra la pared. Sangró un poco por las encías, pero se le quitó solo, chupando.

En el salón de la A.A.A. estaban ya los ami­gos que le habían ayudado a colocar las cosas. Eran unos amigos muy leales, muy seguros.

—¡Vamos, tío calmoso, vamos! ¡Creíamos que no llegabas!

Doña Ragnhild intervino.

—Pues aún decía que veníamos demasiado pronto y quería beberse unos blancos para hacer tiempo.

—¡Qué tío! ¡Hace falta aplomo! Timoteo dio una vuelta al local, rodeado de sus amigos, que le dejaban ir en medio.

—Yo creo que queda bien...

— ¡Ya lo creo! ¡Yo creo que no puede quedar mejor!

Timoteo suspiró. Timoteo Moragona y Juarrucho estaba blanco como un plato.

—¿Habrán llegado las invitaciones a tiempo?

—Hombre, ¡yo creo que sí!, las mandamos ya antes de ayer.

—Bueno, bueno.

Timoteo se sentó en una silla y lió un cigarro.

—¿Qué hora es ya?

— Las seis y media.

—Bueno, ya falta poco. Yo creo que ya se podían ir dando las luces. Esto, medio a oscu­ras, parece un velatorio.

La sangre que Timoteo se chupaba de la encía tenía un sabor raro, un sabor como a malta.

—No, no, déjate de velatorios. Vamos a esperar un poco; las luces es mejor no darlas hasta diez minutos antes de la hora.

—Bueno.

Timoteo, como por un raro presentimiento, se conformaba con todo, decía bueno a todo.

A las siete menos diez el encargado del salón dio todas las luces. Fue un momento de intensa emoción. Timoteo Moragona y Juarrucho se puso en pie y tiró la colilla, que se le había apagado. Después se estiró la chaqueta y se arregló la corbatita. Después sonrió.

—Bueno, ¡la suerte está echada!

—Eso es.

Timoteo dio una vuelta al salón.

— ¿A qué hora se cierra?

—A las nueve, es la costumbre. Nuestras exposiciones pueden ser visitadas durante dos horas al día, de siete a nueve, menos los domingos. Eso es lo que venimos haciendo siempre, es la costumbre.

Los amigos de Timoteo estaban serios y circunspectos, muy en su papel. Timoteo buscó el calor del grupito.

—Y ahora, ¡a esperar!

Doña Ragnhild también estaba algo emocionada.

—Eso es, ahora, a esperar.

[XIII]

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los estudiantes pasean del brazo de las planchadoras y de las pantaloneras; algunas se casan, y después son mujeres de un boticario o de un perito agrónomo.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los soldados acompañan a hacer recados a las criadas de servir; algunas se casan, y después son mujeres de un herrero o de un talabartero.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los empleados invitan a café con leche a las mecanógrafas; algunas se casan, y después son mujeres de un funcionario de sindicatos o de un funcionario de telégrafos.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los señoritos bailan con sus novias en Casablanca o en Pasapoga y hasta, si son muy finos, en Alazán; algunas se casan y después son mujeres de un jefe de producción de películas o del director-gerente de una gestoría.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., los señores mayores se toman sus coñacs con sifón en Chicote, o en Pidoux, o en Gock, al lado de unas mujeres bien vestidas y que huelen bien, pero que muy bien; de estas se casan pocas, por lo común, aunque tampoco falta nunca un roto para un descosido*.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., salen los periódicos con sus letras grandes y sus malas noticias, sus listas de la lotería y sus avisos sobre el suministro, sus bodas y sus esquelas mortuorias, su sección de sucesos y sus informaciones sobre Corea, sobre Persia, sobre Egipto, sobre Túnez, sus chistes y sus crucigramas, sus comentarios deportivos y sus reseñas sobre la inauguración de un grupo escolar, o de un puente o de una central térmica.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., se producen muchas declaraciones de amor; se escuchan anhelados y dulces sis, y crueles y desesperadores nos; se abren las puertas a mil nacientes ilusiones y se hunden en el pozo negro y sin fondo del olvido miles y miles de amargos desengaños.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., nacen muchos niños y se mueren muchos hombres y muchas mujeres.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., se engendran muchos de los niños, que, algún día, nacerán, y muchos de los hombres y de las mujeres que, andando el tiempo, habrán de morir sin remisión.

De siete a nueve, como en las exposiciones do la A.A.A., se roban carteras y se pierden bolsos, llaveros, perros de lujo y niños rubitos y con zapatillas de fieltro, que no saben cómo se llaman.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A., a veces, hay un crimen tremendo.

De siete a nueve, como en las exposiciones de la A.A.A.,

De siete a nueve...

De siete a nueve, pero no como en las exposiciones de la A.A.A., algún visitante suele entrar en alguna exposición.

[XIV]

En medio de un silencio sepulcral, Timoteo Moragona y Juarrucho preguntó la hora.

—¿Qué hora es?

— Las nueve.

Timoteo Moragona y Juarrucho, en pequeño, tenía el mismo gesto que Napoleón en Waterloo.

13-556 193

—Cerremos.

—Sí.

El encargado apagó casi todas las luces y el salón de la A.A.A., tomó un vago aire de velatorio.

Timoteo Moragona y Juarrucho respiró con cierta entereza.

—Bien. Ya podemos marcharnos.

Doña Ragnhild se le acercó a Timoteo y le dio un beso. Timoteo Moragona y Juarrucho entendió que aquel beso era de los más importantes que le había dado jamás doña Ragnhild.

Doña Ragnhild, a pesar de su temple, tenía los ojos húmedos y velados.

—¿Nos vamos?

—Sí, vamonos.

En la exposición de Timoteo Moragona y Juarrucho, el día de la apertura, no había entrado nadie. Un señor miró desde el escaparate, pero no pasó. Una señora llegó a empujar la puerta, pero venía equivocada.

—¿Tienen culottes de punto*?

—No, señora; eso es ahí al lado.

—Perdone, ¿eh?

—Está usted perdonada.

[XV]

Timoteo Moragona y Juarrucho, al llegar a su casa, se metió en la cama sin cenar y apagó la luz. Timoteo Moragona y Juarrucho, al cuarto de hora, estaba profundamente dormido.

IXVI]

Mientras Timoteo dormía con el profundo y apacible sueño de los justos, de los fracasados, de los criminales y de los hombres a los que la

sosera se les derramó, igual que un cantarillo volcado, sobre el santo suelo, Felipe Oviedo de la Hoz, el sargento de oficinas militares, estaba entre los bastidores del teatro Pardiñas esperando a que le tocase su vez en Fiesta cu el aire.

Felipe Oviedo de la Hoz, a consecuencia de los dos botijos que el ordenanza, por mandato del teniente, le vaciara por la cabeza y por la nuca, cuando lo del desmayo, tuvo la voz lomada* tres o cuatro días, pero a fuerza de cuidados y de los mimos que le dio la Esperancita, pudo reponerse a tiempo de actuar. ¡Hubiera sido una pena desaprovechar la ocasión! Salir en Fiesta en el aire, aunque parezca fácil, es cosa que tiene su intríngulis y sus más y sus menos.

Felipe Oviedo de la Hoz, sentado en un cajón, esperaba impaciente a que le llegase el turno. A su lado estaba dándole ánimos y buenos consejos un amigo suyo, cincuentón ya, con aire de militar de paisano*.

— ¡Animo, Felipe!

—Sí, señor.

Como en esta vida, tarde o temprano, todo llega, Felipe Oviedo de la Hoz, casi sin explicárselo, se encontró en el escenario.

El locutor era muy simpático y tenía un habla muy campechana. A veces, se repetía algo, no mucho.

—Señoras y señores de la sala y amables radioyentes: ahora va a actuar, en este magno concurso de Fiesta en el aire, el magno concurso cuyas puertas están abiertas para todos los concursantes que quieran concursar, don..., ¿cómo se llama usted?...

13* 195

Felipe procuró contestar, con cierto empaqué:

—Felipe Oviedo de la Hoz.

—¡Más alto, para que lo oigan todos!

—¡Felipe Oviedo de la Hoz!

—Muy bien, simpático Felipe. Ya lo han oído ustedes: Felipe Oviedo de la Hoz, número siete mil trescientos ochenta y uno, del turno de recitadores. Pero antes vamos a hacer unas preguntitas a nuestro simpático recitador.

En el gallinero sonaron algunos pitos, porque lo que quería la gente era cante flamenco.

— ¡Por favor, señores! ¡Un poco de silencio, señores, por favor! Vamos, a ver, simpático Felipe, ¿de d&oa


Date: 2015-12-11; view: 1224


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